
Esta vez también habrá
muerte, también habrá oscuridad y habrá algo de actividad paranormal. Sin
embargo, esta vez la cosa difiere bastante, puesto que es la primera vida tras
la original en la que interactúo con la persona que estoy buscando… con aquella
persona por la que estoy haciendo todo esto y por la que multiplicaría mis
cargas infinitas veces con tal de seguir en mi búsqueda, una búsqueda que,
aunque no lo parezca, comenzó a dar sus frutos desde el minuto uno.
Porque también es
agradable el haber ayudado a un cuantioso número de almas a expresarse y plasmar
en un recuerdo imborrable sus memorias. Porque lo que podría aterrar a un
mortal, las temibles tierras de la Oscuridad, también tiene una fúnebre belleza
imperceptible a primera vista pero apreciable con el transcurso del tiempo. ¿Me
arrepiento de haber tomado esta vida? Ni por asomo. ¿Querría que acabase?
Únicamente porque su final implicaría alcanzar mi propósito, y nada más.
Pero volvamos a lo que
nos concierne… En esta vida, tal y como me narró mi compañera nigromántica,
albergo una penumbra insidiosa, que al principio se camufla por éxito y
felicidad, y meramente se comporta como una brújula que apunta hacia mi
perdición. Supuestamente, el factor clave que estropea todo, es precisamente la
conversación que tengo con la susodicha nigromante. Pese a las pruebas,
confesadas por la propia “culpable”, quiero indagar en el asunto. Ya no para
hallarla inocente, sino para corroborar si estoy de verdad tan marcado por el
fatalismo que mi alma es incapaz de estabilizarse cuando el bienestar la rodea
y se siente magnéticamente atraída por las desdichas.
Veamos qué me espera…
A lo único que me he anticipado, pues me era irresistible no mirar, es a los
asesinatos que cometo. Y debo decir que, si tuviera que señalar un talento para
cada uno de todos mis cuerpos, el de este comecorazones no sería otro más que
el arte que recrea con algo tan grotesco como son las sanguinolentas vísceras
ajenas.
Comencemos.]
Mi nombre era Borja Jara Godoy, tenía 29 años y hoy era un
espléndido día, puesto que estaba a punto de recibir mi diploma por graduarme
en bioquímica. Justo en estos instantes estaba recitando el cuarto discurso que
daba a una considerable multitud.
Sí… el cuarto. Uno que di en la despedida del instituto tras
concluir segundo de bachillerato… y otros dos de la graduación de mis otras dos
carreras, ¿o pensabais que había terminado con esa edad por mi incompetencia
intelectual? ¡Para nada! A los 21 me gradué en Fisioterapia y a los 25 en
Filosofía.
Sé que eran tres carreras bastante distintas entre sí, pero
yo no buscaba concentrar mis conocimientos en un campo concreto del saber, sino
expandir mi sapiencia todo lo posible. Y, si infravaloras la posesión de tres
graduados, cálmate, porque no acaba aquí todo. Español, alemán, inglés, francés
y japonés eran los idiomas que hablaba con fluidez… Concebía el mundo de cinco
formas distintas, y estaban de camino la sexta y la séptima con el sueco y el
chino. Asimismo, ya había reunido el dinero suficiente para realizar un máster
en química forense, además de que estaba confeccionado los primeros bocetos de
mi tesis doctoral sobre la subsanación mecánica de dolencias articulares como
prevención de caídas en pacientes con síndrome post-caída.
No obstante, y obviamente, no era un lechero portando un
jarro, y tenía la vista puesta en un trabajo a media jornada como
fisioterapeuta a domicilio. Todo pagado por una empresa a la que le había
interesado tras realizar prácticas durante mi paso por la Facultad de Ciencias
de la Salud. Esperaron pacientemente y milagrosamente aún tenía reservado el
puesto, con un pago mensual de 1200 euros con 4 turnos semanales y flexibilidad
vacacional.
¿Insuficiente dinero para costear una vivienda y sumarle el
costo de los estudios futuros? Sin problema, pues estaba salvaguardado por la
suculenta herencia que recibí por parte de mi difunto padre.
¿Es que acaso podía irme mejor? Definitivamente sí, siempre
nos puede ir mejor, pero, desear algo más con todo lo que poseía, rasgaba ya
los límites de la codicia, y yo no soy ese tipo de persona a la que nunca le
parece suficiente nada, pese a mi actitud insaciable dentro del mundo del
cerebro… Aunque, eso sí, no podía negar que el poder era un rasgo que me
embelesaba más de lo que querría. Pero bueno, nadie es perfecto, yo inclusive,
aun rozando esta magnificencia.
Y fue tal día como hoy, uno de esos en los que estaba
rodeado de perfección y de éxito, cuando apareció la telonera de mi fatalidad,
aquella por la que hubiera cambiado una de las carreras por una enfocada a la ingeniería
con tal de construir una máquina del tiempo y descuartizarla sin piedad hasta
vaciar su cuerpo de cualquier resquicio rubí de esa falsaria sangre intoxicada
con malevolencia…
Acababa de concluir mi discurso y me dirigía a mi asiento de
nuevo, diploma en mano, y acompañado por una fogosa ovación… Recuerdo que la
primera aclamación que recibí, con la tierna edad de 17 años, me puso
completamente nervioso e hizo hasta que se me saltaran las lágrimas, pero uno
ya estaba tan acostumbrado a este tipo de reacciones cuando mis labios tejían
inspiradores vocablos que lo más que podía hacer era esbozar una mueca de
satisfacción y de, para qué negarlo, altivez.
Entonces tuvimos el primer contacto visual. Si tenía que
quedarme con una de mis cuantiosas cualidades, sin duda escogería la de mi agudeza
a la hora de analizar mi entorno. Y por ello mismo me percaté a los pocos
segundos de sentarme de que había una desconocida asomada en una de las
ventanas del salón de actos. Apenas se veía uno de sus ojos, pero su iris tenía
un color característico que contrastaba con el resto de colores carentes de
vida de aquellos barrotes grisáceos y ese marco metálico y herrumbroso. Sin
embargo, no recuerdo en absoluto dicho color, mas puedo asegurar que no era una
tonalidad precisamente natural, y, en cambio, totalmente aceptable. Tal vez un
azul oscuro, o un marrón brillante, no lo sé, pero en definitiva llamativo.
Me intoxicó con su presencia, ignoré el resto del festejo y
me embauqué por la escasa porción facial que me mostraba. Esa incógnita
antropomórfica me miraba. Y yo a ella. No se movía, y yo sólo deseaba que
acabara cuanto antes este insulso homenaje a futuros parados para salir
corriendo de ahí e impedir que tal observador escapara sin antes hacerle un par
de preguntas… Nada ni nadie tiene derecho a estudiarme con la vista si yo no lo
permito, y, para colmo, el duelo de miradas no le amedrentaba, lo cual me
enojaba más todavía.
Comencé a dar pequeños golpes con los pies en señal de
impaciencia. ¿A quién le importaba la felicidad de los graduados normaluchos?
Yo había acabado la carrera, como de costumbre, con todo con matrícula de
honor, ¿y los de mi nivel teníamos que ver las caras bobaliconas de esta
calaña? ¿Por qué no podía irme simplemente por la puerta si ya no tenía ningún
compromiso más con esta mediocre Facultad? Pero no… ahí seguía, ya no
desafiando a mi observador u observadora, sino suplicándole con el palpitar de
mis pupilas que permaneciera en su sitio unos minutos más.
Unos minutos que parecieron horas pero que afortunada y
finalmente concluyeron. Así que, sin pararme a recibir los halagos falsarios de
la gente acerca de mi discurso de despedida, salí con avidez en dirección al
lugar donde, con los dedos cruzados, esperaba que me aguardase aquella
inquietante persona. O mejor dicho, una vez vislumbrada, aquella inquietante presencia…
En efecto. Mi parálisis fue inmediata a la vez que entendía
el porqué de su ocultamiento… Si antes había dicho que por la ventana mostraba
un minúsculo porcentaje de su ser, era mentira, porque, qué más podía enseñar…
algo… que era una… humareda negra.
Sus movimientos fueron veloces, y se dirigían hacia mi
localización. Y yo, con tremebunda catatonia, tan sólo pude permitirme el
cerrar los ojos como un fútil reflejo de supervivencia, aunque, al fin y al
cabo, inútil, pues a los pocos segundos noté que me agarraba de las axilas y
súbitamente me elevaba vertiginosamente hacia los cielos.
Tenía rostro de mujer, de acuerdo, con unos ojos de un color
embelesador, una cabellera envidiable, una nariz respingona y unos labios carnosos;
lo que en términos de denigrante superficialidad podría denominarse belleza. No
obstante, siendo el resto de su cuerpo pura umbra, era evidente que empleaba
esa máscara cárnica para atraer a incautos que dependían de sus hormonas o, en
mi caso, a curiosos que se sienten molestos cuando alguien no para de mirarles.
Pese a ello, notaba unas cálidas manos y una sensación
extraña de protección… Definitivamente ese fluido gaseoso era tangible hasta el
punto de palparse consistente, aunque eso no quitaba que seguía ascendiendo con
el viento casi cortándome la respiración.
Debía abrir los ojos. Aunque mis instintos primarios no
detectasen una notoria amenaza a mi integridad física más allá de la del
vértigo, tenía que darme prisa para estudiar lo que me rodeaba y hallar una
forma de salir airoso de la situación. Había de abandonar toda lógica y
afrontar lo que estaba sucediendo. Necesitaba ser frío e impasible, dos cosas
en las cuales rezumaba maestría, por lo que, si mi supervivencia se basaba en
manejar emocionalmente a aquel ente, tendría las de ganar en cuestión de unos
pocos minutos.
Obviamente era el mismo ente, ya no sólo porque permanecía
con los mismos rasgos faciales y porque sus manos habían continuado todo el
tiempo en contacto conmigo, sino porque todavía su “renovado” cuerpo emanaba
ese mismo humo oscuro que tanto me impresionó…
Un alivio que fuera así, ya que, aunque claramente no fuera
una humana ordinaria, tenía el aspecto de una, y eso ayudaría en el momento en
el que pusiera en marcha mis tácticas persuasivas.
Congelé mi mente y calculé al instante cientos de resultados
posibles para la conversación, ya se transformara en un monólogo por mi parte,
como si acabase por ser una hostil conversación, todos ellos conduciéndome a la
libertad… menos aquel en el que se concluía la interlocución conmigo cayendo al
suelo a una velocidad de cientos de metros por segundo y convirtiéndome en la
suculenta pulpa para una pala, por supuesto.
En cambio, contradiciendo todas mis expectativas, nada más
abrir mi boca para hablar, en vez de ser yo el que iniciara el coloquio, fue
ella. Y no precisamente con lenguaje verbal, sino no verbal, más en concreto
una desconcertante e inexplicablemente apaciguadora sonrisa.
Acto seguido, cuando por mero protocolo relacional, y
tomando su expresión como una invitación a una opción menos arriesgada para
seguir con vida, sonreí también, ella dejó de sujetarme por las axilas para
rodear mi tórax con sus brazos con una fuerza increíble.
¿Qué era lo que tramaba? No podía adivinarlo, y cada vez me
era más costoso pensar por una sencilla razón, la cual podía albergar dentro de
sí una intencionalidad maliciosa: notaba sus latidos contra mi pecho, y el
propio ritmo de estos estaba hipnotizándome y adormeciéndome… Entre esto y la
cada vez mayor ausencia de oxígeno, mi cerebro no tardaría mucho más en ondear
la bandera blanca ante la somnolencia.
Mi vista se nubló y arraigó el onirismo. Había sido
derrotado de forma tan patética por una cara bonita y… tal vez por un poco de
afecto recibido desinteresadamente, sin importar que este en realidad fuera un
comportamiento maquiavélico… ¿Qué me ocurriría ahora? ¿Qué sería de mí? ¿Así
iba a acabar todo? Bueno… al menos había conseguido perecer superando
drásticamente al número medio de graduados que tienen el resto de mortales. ¡Y
no me vale la excusa de que ni he llegado a la esperanza de vida media de estas
mismas gentes que critico! Porque he sido, soy y seré superior, pese a que sólo
vea oscuridad ante mí…
Una misma oscuridad que se esfumó radicalmente con un súbito
espanto acústico que acuchilló mis cócleas. Estaba tumbado, y de un golpe me
incliné, exponiendo mis ojos a una dañina luz que por fortuna se atenuó poco
después. La atmósfera era gélida y mis piernas estaban insensibilizadas.
Evidentemente no era un despertar muy normal, salvo porque todo esto indicara
que lo que había emergido en mi conciencia era un espectro. O, en otras,
palabras, que había aparecido en la dimensión a donde fueran los seres vivos
tras morir.
Estaba completamente solo, en una habitación vacía a
excepción de unas sábanas que me arropaban y un tatami acolchado sobre el que
yacía. Ladeé la cabeza a un lado y al otro tratando de buscar a la misma fémina
que había provocado esto, pero ni siquiera fui capaz de encontrar una puerta
entre esas cuatro paredes blanquecinas, ni siquiera una mísera ventana por la
que fugarme. Estaba cautivo.
Lo primero de todo era guardar la calma y esperar hasta que
regresara la sensibilidad a mis miembros inferiores. Una vez conseguí esto,
pude incorporarme y rebuscar por los escasos sitios que quedaban ocultos a mi
vista. Entre ellos el mismo sitio sobre el que había estado reposando.
Aparté el pequeño colchón y el tatami de un brusco tirón y,
satisfaciendo mi mundo de posibilidades, suspiré aliviado al divisar lo que
parecía una trampilla. Supliqué por que estuviera abierta y así fue, recibiendo
tras ella unos oscuros escalones para nada polvorientos.
Eché un último vistazo a mi alrededor para comprobar que no
me dejaba nada por investigar y descendí por esas escaleras hasta lo que
parecía un pequeño sótano iluminado lívidamente por unas cuantas velas apenas
consumidas, lo cual me llevaba a la conclusión de que alguien había estado por
aquí no hace mucho tiempo.
En este silencioso subterráneo tampoco había gran cosa. Era
como la habitación de antes, menos por la iluminación, siendo llamas aquí y
bombillas arriba. Afortunadamente, también se diferenciaba por la presencia de
una puerta en cuya base se deslizaban unos tenues rayos de luz, imagen
traducida por tal situación como una vía de escape, así como por la presencia
de un maltrecho escritorio sobre el que descansaba un papel.
“Perdona la
estrepitosa presentación, pero no debo interferir demasiado en el desarrollo de
tu alma dentro de este cuerpo, así que siento de antemano si dejo unas cuantas
cuestiones sin resolver. Trataré de ponerme en contacto de nuevo contigo dentro
de un mes, siempre y cuando resuelvas la amnesia que tu esencia sufre.
He tratado de hacerlo
lo mejor posible para que abras tu mente a nuevas alternativas de la realidad,
ya que, si no disminuyes tu imbatible escepticismo, ni siquiera podremos
iniciar la secuencia de tu rescate.
¿A qué me refiero?
Para no conmocionarte en demasía, te lo explicaré con unas escuetas frases que
te resumirán todo. Sólo te pido que, como mínimo, aceptes que esto puede ser
verdad… Tú eres la reencarnación de un nigromante. Esta es la tercera vida que
tienes, contando la primera como la original. Fuiste maldito por otro hechicero
como tú para que mantuvieras tu alma intacta pero borrándosete la memoria.
Cuantas más vidas pasen, más difícil será devolverte tus recuerdos primarios.
Yo estoy aquí para tratar de que consigas recordar.
Sé que suena
completamente inverosímil y que harás asco a la idea de que otrora eras alguien
que practicaba magia negra, lo comprendo, pero tienes que confiar en mí. No te
pido que cambies por completo la vida que te has labrado, tan sólo te imploro
que me des una oportunidad. Para ello, y pidiéndote perdón de nuevo, me tomé la
libertad de lanzarte una pequeña maldición que hace que demacres a cualquier
objeto, vivo o inerte, al que beses. Sólo durará hasta el anochecer, tan sólo es
para que compruebes que lo que te digo es cierto, ya que este tipo de hechizos
no pueden lanzarse sobre alguien normal, sin que su alma no haya sido infundida
previamente por oscuridad.
Si aceptas la prueba y
vuelves tu mente más abierta a este mundo que te he mostrado, sólo tendrás que
esperarme durante una treintena e iré en tu busca.
Sin más dilación, un
beso. Atentamente, tu antigua pero eterna compañera.”
Sin pararme a meditar, más concentrado en ese momento en
escapar de ahí que en cuadrar todas esas descabelladas afirmaciones en mi
cabeza, guardé el papel en uno de mis bolsillos y me dirigí hacia la puerta. La
abrí lentamente, asomándome para confirmar que lo que había delante era zona
segura. Un pasadizo se mostró, con numerosos rayos solares cayendo del
despedazado techo. Los ladrillos estaban hechos trozos y la flora crecía
salvajemente por cualquier húmedo recoveco. No cabía duda de que esto era un
lugar abandonado que tal chica había tomado como guarida.
El piar y el sonido del viento me llevó hasta el final del
susodicho pasillo enladrillado hasta dar con unas escaleras de hierro que
estaban claveteadas en una envejecida pared. Ascendí por ellas y levanté una
trampilla metálica. Finalmente estaba en libertad, con vistas ladera abajo a
una carretera, por lo que no tardaría mucho en alcanzar algo de ansiada
civilización para de una vez por todas reubicarme y regresar a mi queridísima y
afamada monotonía.
Horas más tarde, aunque exhausto y con la suerte de haber
poseído mi cartera en todo momento, repleta de dinero, pude costearme un abono
de autobús para llegar a mi barriada. Era curioso, pero la desconocida no me
había llevado extremadamente lejos, únicamente me situaba en las afueras de la
capital, en un bosque cercano a una de las villas de la periferia urbanita.
Lógicamente, nada más llegar a mi querido hogar, pese a la
fría recepción de la soledad, pude respirar tranquilo y echarme en el sofá
presionando mi cara contra mi cojín favorito para tratar de olvidar todo ese
vórtice de incoherente demencia.
O eso trataba de hacer, si no fuera porque el destino tenía
otros planes diferentes cuando optó por desintegrar mi cojín en amarga ceniza
en un abrir y cerrar de ojos… Y, con mis labios tintados de gris y mi lengua
infecta por un sabor espeluznante, me puse de pie de un brinco y una sagaz
sinapsis en mi cerebro obligó a mis manos a extraer del pantalón la nota que la
extraña me redactó para guiar mis pupilas hacia una frase clave: me tomé la libertad de lanzarte una pequeña
maldición que hace que demacres a cualquier objeto, vivo o inerte, al que beses.
Porque estaba sucediendo de verdad.

Fui hasta la cocina para realizar un experimento concluyente
y definitivo. Vertí agua en un vaso y me dispuse a beberlo. Sin embargo, el
vidrio ennegreció y se resquebrajó a la par que el agua se evaporaba para
desaparecer en el aire… Era irrefutable que tenía algo fúnebre en mi ser, y tal
vez, como ella decía, se acababa de aparecer delante de mí la oportunidad de
regresar unas memorias apresadas en el olvido que podrían serme de utilidad
para alcanzar un nuevo nivel en de poder jamás antes pensado.
Lo primero que debía hacer era reunir información. Tomando
como veraz la premisa de que tenía reminiscencias nigrománticas, debería
ponerme manos a la obra en lo referente a los conocimientos pertinentes dentro
de tal ámbito. Y qué mejor para ello que acudir a la sección de esoterismo de
la biblioteca, sin hacer ascos, por supuesto, a algunas novelas o noticias de
relativa seriedad y confianza en los que estos temas fueran tratados.
Desafortunadamente, y aunque mi sapiencia lógica ya se había
anticipado a lo que iba a pasar, poco encontré que no distara de meras
historietas fantasiosas y alguna que otra leyenda urbana de “conjuros reales”.
Todo era un fraude, ya fuera en artículos o en páginas novelísticas… Todo menos
un libro… Uno que hallé en un rincón de la biblioteca, en una estantería casi
exenta de material de lectura.
El susodicho estaba tumbado, cubierto de polvo. De él me
llamó la atención su lomo, donde las letras, pese a la suciedad, seguían
reluciendo con un llamativo dorado. “El Camino de la Muerte.” Me hubiera dado
por vencido, ignorándolo ante la creencia de que sería otra historia absurda,
de no ser, precisamente, por esos destellos inapropiados incluso para una
imprenta en brillantina. No. Aquellas palabras destellaban de verdad, como si…
el libro estuviera hechizado.
¿Y si fuera una señal de mi supuesta compañera? ¿Y si lo
había dejado ahí al verme desesperado buscando información acerca de la
nigromancia? Fuera como fuera, cierto o no, lo peor que podría pasar es que
perdería otros cuantos maravillosos minutos de mi vida leyendo unas hojas inservibles.
Me senté por última vez en una de esas antiguas sillas y
comencé a hojearlo hasta que uno de los capítulos hizo que parase. “Nigromancia
oculta.” La ilustración bajo el título era bastante sugerente: un individuo
normal y corriente en cuya región cardíaca resaltaba un remolino negro que
trazaba la silueta de una calavera con cara de pocos amigos. Tal vez sería hora
de profundizar en estas páginas.
Y no cabía en mi asombro conforme iba leyendo párrafo por
párrafo. Trataba sobre humanos que en un pasado, ya fuera en otra vida o en la
misma, habían sido bendecidos con la facultad de subyugar la muerte. Pero lo
curioso es que nombraba todas las posibles causas de un nigromante cuyos
poderes habían sido mermados o directamente perdidos. Entre ellas, en la lista
se encontraba con todos los detalles lo que en teoría me había ocurrido a mí.
Por lo visto, según el libro, existía realmente un conjuro que marcaba el alma
de un nigromante para que en las rencarnaciones futuras preservara la carga tenebrosa
de la nigromancia, y si no respondía a los indicios presentados a lo largo de
sus siguientes vidas para recuperar su verdadera forma, el alma en cuestión
desaparecería por siempre.
Mis ojos y mi boca quedaron completamente abiertos, y en
seguida avancé rápido en el capítulo para ver si había escrita alguna solución.
¿Qué tenía que hacer? ¿Qué? ¿¡Qué!? ¡Me era imposible esperar un dichoso mes
para hablar con aquella mujer!
¡Lo hallé! “Cómo regresar a tus orígenes.” El subtítulo que
me transformaría en un ser grandioso, experto en vida y pronto experto en
muerte. No obstante, lo que leí fue un poco… perturbador… ¿Sería capaz de
hacerlo? Estaba en una profunda ambivalencia, evaluando pros y contras…
Entonces, instintivamente, mi cerebro se centró en lo que actualmente le pasaba
a mis labios.
Sí, era cierto. Aunque escasas, las pruebas eran inequívocas,
la nigromancia existía y yo era poseedor de tal don. No había duda alguna.
Tendría que desprenderme de esta falsa moral y recurrir a mi deontología
personal.
Regresé a mi casa y volví a meditar sobre el tema. Pero no
había vuelta de hoja, en lo único en lo que debía pensar ahora mismo era en
cómo realizar “eso”. Hoy sería la noche indicada, si aguardaba más, corría el
riesgo de echarme atrás. Me preparé para la ocasión. Entre el material
seleccionado, un diazepam por si acaso. Y el resto del tiempo lo pasé en mi
terraza contemplando el cielo y la oscuridad que lo iba envolviendo poco a
poco.
Hasta que ni una minúscula partícula de luz natural, a excepción
de la reflejada por la Luna y la emitida por otras estrellas, quedó en nuestro
bóveda. Señal de la hora H. Tragué saliva y me miré en el espejo antes de
salir, pudiendo tocar con seguridad mis labios. La maldición había acabado…
pero empezaba otra para algún… desdichado.
En un callejón solitario y lóbrego permanecí a la espera de
que se cruzara una persona desprotegida. Cinco minutos después apareció un
joven incauto, prematuramente ebrio para la hora que era. Sin nadie más a la
vista, pude proceder. De un tirón lo arrastré hasta las sombras y allí hice lo
impensable. Su garganta se abrió ante la hoja de mi cuchillo y un leve silbido
precedió a su mutismo. Gorgoritos de sangre eran los únicos que ahora
suplicaban. Continué dándole la vuelta y realizando un fino pero profundo trazo
sobre su columna vertebral. De vez en cuando el filo se salía de la carne y
volvía a introducirlo con más fuerza.
Él se fue apagando lentamente entre dolor y lágrimas hasta
dejar una simple presencia exánime. Fue el momento. Realicé una minúscula
fisura en su pectoral izquierdo y abrí los tejidos con mis manos. No esperaba
que presentaran tanta resistencia, de veras que tuve que hacer un considerable
esfuerzo para extender la perforación. Y, después de ello, con un mazo y un
destornillador, quebré las costillas para dar entrada a mis dedos a su…
exquisito corazón.
Enhorabuena, los habéis adivinado. Lo que tenía que hacer
para recuperar mi auténtico ser no era otra cosa sino trastocar mi dieta del
todo y sólo incluir en ella corazones humanos. Por lo visto estos órganos son
más que un músculo, y albergan la esencia de vital de todos los hombres y todas
las mujeres. Los nigromantes, por muy debilitados que estemos, somos capaces de
drenar este tipo de energía, y con una suficiente cantidad automáticamente mi
alma se defendería y disiparía la maldición que recae sobre mí.
También aseguraba que los resultados eran instantáneos, así
que estaba impaciente por recibir esa inyección de poder. Sólo escasos
centímetros de mi boca yacía una fuente enérgica inconmensurable. Hasta la boca
se me hacía agua. Sólo… sólo un bocado… y todo cambiaría…
Y así fue, pero cambió para mal… Porque entré en una especie
de lapso amnésico. Todo fundido en negro y en cuestión de segundos desperté
inmovilizado en una incómoda silla con una angustiosa sensación alrededor de mi
cuello… El garrote vil.
Me notaba más cansado. Grité, y escuché mi voz más agravada.
¿Qué estaba pasando? Exigí que alguien me explicara la razón de que estuviera
sentado aquí. Estaba rodeado de gente, pero nadie respondió. Sólo percibí el
sonido de una manivela al girar. Había empezado mi injusta ejecución.
¿Injusta? Conforme la presión comenzó a hacerse
insoportable, recuerdos invadieron mi cabeza. Eran sucesos que habían
transcurrido durante mi extenso vahído. Habían pasado catorce años y unos
cuantos meses desde aquel fatídico mordisco. Iba a morir con cuarenta y cuatro
años…
El estrangulamiento cobró fuerza y con ello mis memorias.
Por lo visto no quedó aquello en un homicidio… A este le siguieron decenas… Con
mi astucia y mi frialdad nadie fue capaz de encontrar al verdadero culpable y,
aun con la seguridad reforzada por las noches, siempre lograba cazar una nueva
víctima…
Remembranzas de mi hogar acudieron a mi despedida. Lienzos
pintados son sangre. Cuerpos mutilados. Un suelo encharcado de vino. Corazones
troceados y paredes coloreadas. Y, en un espejo reflejado, yo, con una bata de
seda, no sé si roja por el tejido o por la sangre, sentado en un sillón
orejero, portando una copa llena de un líquido rojo y relamiéndome mientras
miraba el tórax cercenado que estaba acostado en mi regazo.
Sangre, sangre y más sangre. Dejé hace semanas de emplear
cuchillos. Había perfeccionado mi técnica y me valía exclusivamente de mis
manos para recrear tan dantescas escenas. Afirmaría, incluso, que durante esta
evocación de mis acciones llegué a percibir el sabor de todos y cada uno de los
corazones que ingerí…
Pero había algo que todavía quedaba en blanco. ¿Qué fue de
aquella chica? ¿No vino a pararme los pies? No… no la encontraba por ningún
lado… Por mucho que recorriera mi mente no estaba… Y eso sólo podía significar
que jamás cumplió su promesa de volver a verme…
O quizás… Puede que lo echara todo a perder… No sólo se
intensificaba mi memoria, sino mi arrepentimiento… ¿Pudiera ser que esta no
fuera la senda que ella esperara y se sintió defraudada? ¿Cometí el paso
erróneo hacia la nigromancia?
Nunca lo sabría… Un último crujido cortó toda conexión y la
historia de mi vida, donde en las primeras páginas se narraban las vivencias de
un triunfador con un futuro esperanzador y en las últimas se apuntaba
descuidadamente el desenlace de un macabro caníbal, culminó con el recuerdo del
sonido de una gota de sangre impactando en un charco rubí.
Pido perdón.
[Bien, parece ser que
una vez más he conseguido nuevas pistas…
Aunque por desgracia más que respuestas son nuevas preguntas. Aun
habiendo dos vidas de diferencia entre esta y la de ahora, también mi yo
presente había pensado que ese libro lo dejó ahí ella para mí. Pero dudo que me
diera algo que me condujera a mi perdición.

Además de ello,
comparto los interrogantes de mi yo del pasado. Si recuperé mis recuerdos en su
totalidad y en ellos no se encontraba mi compañera, ¿qué es lo que hizo que
decidiera finalmente no acudir a la cita? ¿O es que algo se lo impidió?
Tendré que ponerme a
reflexionar. Y espero con ansias que en la tercera vida halle más respuestas,
ya que en esa consigo entablar hasta una amistad con ella y así podría aparecer
la ocasión de recolectar algunos de sus datos físicos para enfocar mejor mi
búsqueda. ¿Por qué ni siquiera aquí fui capaz de mantener en mi mente el color
de sus ojos?
Estoy expectante.]