Abrí
los ojos en un súbito impulso aterrador acompañado de una entrecortada
respiración y mililitros de angustioso sudor. Ya había despertado, pero… ¿para
qué? Silencio era lo único que podía encontrar dentro de esta habitación.
Silencio sepulcral… Y, siendo honestos, lo encontré acogedor. Ese mutismo me
hacía soñar con ese lugar feliz, ese sitio tranquilo… el otro lado… Hoy era el
día.
El
silencio se rompió con el ruido, ahora ensordecedor, del motor de mi cepillo de
dientes. Mi rostro se reflejaba en el espejo. Mis ojos clavaron la mirada en
los de mi reflejo. Intenté apartar la vista, pero no podía resistirme. Quería
mirar a mi verdugo pero no quería ver a la víctima. Escupí la pasta de dientes
al lavabo. Hilos de sangre brotaron de mi boca. Creo que apreté con demasiada
fuerza las cerdas del cepillo contra mi encía. No importa. Ahora mismo el dolor
me hacía sentir vivo… En vano…
Salí
finalmente a la calle. Gris. Comencé a ver mi entorno en un tono grisáceo. Un
gris apagado, sin sentimientos, inanimado, muerto… Un daltonismo sentimental
que no me impidió partir mi viaje. No había viento, no había gente. Solamente
estábamos nosotros dos. El silencio y yo.
Llevaba
unas cuantas monedas para comprar un par de objetos que necesitaba. Supongo que
con eso sería suficiente. Aunque no quería comprar algo barato, necesitaba
material fiable. Al menos para hacer esta última acción bien. Algo bien entre
tanto fracaso… Y de repente el silencio murió para ser sustituido por un
inesperado aullido eólico. Un sonido intimidante que parece que iba directo a
mis canales auditivos. ¿Acaso querría decirme algo?

El vendedor
se despidió de mi, y yo, como respuesta, y, ante mi asombro, le contesté con un
“hasta nunca”. Pero aún mayor fue el asombro de mi asombro. ¿Podría ser que
algo dentro de mí realmente se opusiera a esto? … Me daba igual.
En
cuanto salí de la tienda rompió a llover. No quise empapar mi indumentaria. Me
senté en un escalón, cubierto de la lluvia y esperé. No hizo falta aguardar
mucho tiempo. Era una lluvia de verano, de esas que duran tan poco, tan
efímeras… como la vida misma. Sin embargo, durante el escaso tiempo de las
precipitaciones, me percaté de que un pájaro quería también refugiarse de la
lluvia. Y con todo su esfuerzo logró llegar hasta mí. No dudé en secarle con
mis prendas. Entonces, como agradecimiento, él se quedó conmigo hasta el cese
de la lluvia.
Pero,
cuando finalmente paró de llover, el pájaro salió volando a ras del suelo y,
desgraciadamente, fue atropellado por un vehículo. Fui corriendo para ver su
estado y vi a la pequeña ave retorciéndose de dolor sobre un minúsculo charco de sangre. Tenía las dos
patas y una de sus alas totalmente destrozadas. No iba a sobrevivir… Ante mi
más inmenso dolor, no tuve más remedio que sentenciar su vida… Parece que su
destino en todo momento era perecer. Ya teníamos algo en común. Cerré los ojos
y, mientras me brotaban de ellos alguna que otra lágrima, aplasté su delicada
cabeza con mi zapato. Escuché profundamente el crujir de su cráneo. No fue
fácil la decisión, pero debía hacerlo. Otro sufridor más no, por favor.
Volví
al escalón y recogí mis cosas. Me limpié en el felpudo de la entrada de la
ferretería la sangre de mi zapato y continué mi travesía. Una travesía marcada
siempre por la oscura silueta de la muerte. Entre muerte nací, crecí envuelta
en ella y mi final será su esencia…
Algunos me tacharon de pesimista, yo prefiero denominarme
perspectivista, pues no encuentro otro significado en la vida que no sea la
oscuridad plena, un estadío cenizo. Mi perspectiva puede que no sea la
correcta, pero por algo cada organismo es independiente de los demás. Y por eso
no encuentro otra finalidad a la vida que esta. Algunos entran a esa tienda que
es la vida a comprar porque les gusta; otros, en cambio, sólo entran a mirar y
se van porque no les agrada lo que se les ofrece…
Llegué
al parque. Vacío completamente. Y, nuevamente, el silencio me encontró. Me
senté en un banco y me quedé mirando la nada. Tan sólo esperando a que la noche
cayera. Afortunadamente, durante mi vigilia, pude entretenerme observando a
gente pasar. Allí estaban, caminando contentos sin importarles que estuvieran condenados
a morir algún día. Pasaron niños con sus padres, parejas, ancianos… Toda clase
de entes humanoides. Y todos felices… ignorantes de lo que el futuro les
tuviera preparado. Quizá a los pocos segundos morirían de un atropello, como mi
difunto amigo. O tal vez un ladrón les apuñalase. Pero parecía que el futuro no
les impedía sonreír ante este camino amargo. ¿Cómo lo harían?
Escasas
horas faltaban ya para que saliese la luna. Eterna compañera de la noche, de la
oscuridad, de aquella no-materia que envuelve todo. El suelo seguía húmedo por
la lluvia. Caminé lentamente hasta el cementerio, irónicamente próximo al
parque. Tan cerca niños, otorgados con vida tan recientemente, de cadáveres.
De
repente tropecé y rodé ladera abajo impactando contra un charco. Parece que vestirme bien no sirvió de nada, pues me manché completamente de barro. Otro
fracaso… Levanté la cara del suelo y miré mi reflejo en el charco iluminado por
la luna. Un rostro tan demacrado y tan pálido, la emulación cadavérica de un
futuro que ya se podía palpar con la mano. Recogí del suelo la escalera y la
cuerda y proseguí.
Empecé
a tener frío… Mucho frío. Tal vez sería la presencia gélida de los difuntos que
me acogían en su territorio. Tal vez sería esa sensación que llegaba a mí
envolviéndome ya en lo que iba a sentir el resto de mis días. No lo sé con
seguridad…
Pronto,
caminando a través de las lápidas e, invadido por el silencio absoluto, pude
escuchar con nitidez el crujir de la tierra, de las mandíbulas moviéndose al
son de un mismo ritmo. Descomponedores devorando los cuerpos de los otrora
seres vivos. Lo escuchaba perfectamente. Estremecedor quizá, pero ese sonido
tan rítmico me estaba calmando.
Subí
una pequeña colina en cuya cima se encontraba un árbol. Até la cuerda a su rama
más fuerte y comencé a hacer un nudo. Doblé la cuerda, enrollé varias veces un
extremo alrededor del otro saqué el extremo por uno de los bucles y listo. Una
soga perfecta… Por último, coloqué la escalera, subí y me puse la soga
alrededor del cuello. Eché un último vistazo al panorama. Oteando el horizonte
solo veía niebla donde lo único que la vencía era la brillante y enorme luna
que iluminaba todo el paisaje. Volví la mirada y las lápidas que reposaban en
la falda de la colina me recordaron de nuevo la oscuridad de mi existencia.
Finalmente,
en un último suspiro, apreté la soga. Hubo unos segundos de reflexión.
¿Reflexión? No creo que fuera necesario. Llevaba meses con esta idea en mente,
pero bueno, ya se sabe, no es lo mismo pensarlo plácidamente en tu cerebro que
vivirlo ya al límite del final.
No
quise esperar más. Cada segundo que estaba estático era un segundo más de
inmenso dolor. Le di un empujón con el pie a la escalera y caí a la nada siendo
sostenido por la letal soga. Al principio fue doloroso, noté un duro golpe en
la tráquea, pero escaso tiempo después se disipó. Mi cuerpo me exigía respirar
a pesar de su incapacidad para hacerlo, pues la obstrucción de la garganta era
total. No circuló ni una mota de oxígeno más por mi laringe. Había
llegado el desenlace de todo. Ahora sólo quería cerrar los ojos… sólo quería…
descansar…
Y allí
se halló mi cuerpo. Una carcasa mecida por el frágil viento cuya silueta era el
singular contraste de una luna totalmente pálida, del mismo color de mi nueva
piel. El silencio volvió a retomar la corona al recibir la bienvenida al lugar
de los difuntos. Ahora la oscuridad que permaneció durante toda mi estancia en
ese mundo por fin captó una tenue luz mortecina. D.E.P.
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