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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 19 de marzo de 2015

Especial Día del Padre: Disociación

No podía creérmelo. Juro que sólo lo había perdido de vista durante cinco escasos minutos. Había ido a los baños públicos del centro comercial y le había dicho, ante la negativa de él de acompañarme hasta la fila de los lavabos, que se quedase pegado en la puerta y no se moviera. Incluso le dije que no se preocupara y que gritase si ocurría algo que le diese mala espina.

No… No me hizo caso… O yo no le llegué a escuchar. Terminé lo más rápido posible, apenas tenía llena la vejiga, pero, en ese corto período de tiempo, en esos breves instantes que podrían llegar a medirse con el tiempo medio de una canción típica…

Mi hijo desapareció.

Desesperado, lo primero que hice fue buscar por las zonas próximas, y no tardé mucho en comenzar a preguntar a la gente con la que me cruzaba si habían visto a un niño solo. Desafortunadamente no tenía ninguna foto suya, pero era muy parecido a mí, con el mismo color de ojos y pelo e incluso facciones similares, exceptuando que tenía siete años de edad.

Grité, corrí, anduve por todas las recónditas esquinas de aquel centro de comercial, hasta el punto de salir al aparcamiento y recorrer toda su extensión como si fuera una gallina sin cabeza.

Mi corazón estaba al borde del colapso. Mi cerebro, en shock, sólo procesaba tétricas imágenes de mi niño despedazado, llorando o pálido y frío cual cadáver suplicante. Mis pulmones eran bolsas hiperactivas. Y mis esperanzas eran títeres mecidos por el burlón destino, con sus cuerpos carcomidos por termitas paranoides y los hilos enrevesados por la incertidumbre.

Una transeúnte que acababa de aparcar me divisó y salió veloz de su coche para socorrerme. Para cuando me di cuenta, yo yacía arrodillado con mis manos apretando mi pectoral izquierdo, así como cada vez iba notando el aumento de un punzante dolor en tal región y en su periferia, alcanzando hasta mi extremidad superior de ese mismo lado. ¿Un… un infarto?

En un ademán de hablar, una bocanada muda le dio la suficiente información a la mujer sobre mi sensación de ahogo para que llamara al 112. Sin embargo, aunque mis gesticulaciones pudieran parecer que señalaran que pedía rapidez con la llegada de la ambulancia, lo que en realidad quería es que mandasen también un coche de policía, ya que la verdadera emergencia no era yo… sino mi hijo perdido.

Pero no tenía más fuerzas, el cuerpo me pedía tumbarme y dejar que todo fluyera. Necesitaba dormir, mi mente me convencía de ello haciéndome creer que era en vano sobreponer mi salud a una búsqueda fútil. Y en parte podría ser cierto… Definitivamente él ya no estaba en los lares de esta laberíntica maraña de establecimientos. Por su cuenta o por obligación de alguien, ya debía estar a manzanas de distancia, y con esta afección aguda no sería capaz de nada. Sí… lo mejor en esos momentos era esperar a que los sanitarios realizasen las prácticas pertinentes y me devolviesen a la indolora normalidad.

Cerré los ojos.

Y desperté con la vista borrosa, pero con la suficiente nitidez como para cerciorarme de que me hallaba reposando en la habitación de un hospital. El dolor había pasado y no parecía que tuviese ninguna cruenta cicatriz infestada de suturas. Todo había concluido como un mero susto.

Aunque eso pensé los primeros dos segundos, cuando aún había onirismo circulando en mi cabeza. Justo después recordé la causa de todo aquello. Mi hijo… Tenía que seguir buscándolo. Había de salir de allí. Tal vez ahora obtuviera ayuda para que le encontraran.

Me levanté de la cama. Al parecer había estado el tiempo necesario incluso para que me pusieran el típico pijama desagradable de enfermo. Y eso sin contar el molesto portasueros que tuve que arrastrar hasta fuera de la habitación, en busca del control de enfermería y así poder solicitar auxilio.

Un joven enfermero apoyaba sus brazos en la repisa de la ventana. En cuanto giró su cabeza y me detectó, a unos cuantos metros de distancia, preguntó si necesitaba algo. Pero yo no respondí hasta acercarme lo suficiente… Por alguna extraña razón me encontraba realmente exhausto, sin percibir dolencia cardíaca alguna, simplemente debilidad en el caminar y en la voz.

Entre susurros le indiqué que necesitaba pedir el alta voluntaria. No obstante, no esperaba mucha eficiencia de su parte cuando me fijé en que colgaba en uno de sus bolsillos una identificación universitaria. Era un simple estudiante.

Y como fue de esperar, me dijo que aguardara unos segundos mientras buscaba a su tutora para ver qué se podía hacer. Eso me sacó de quicio, ¿cómo es que dejaban a un inútil aprendiz en el control de enfermería si ni siquiera podía atender una leve urgencia como la mía? Fuera como fuera, y queriendo la mayor celeridad con el proceso, pues la seguridad de mi hijo pendía de un hilo, con una amplia sonrisa le agradecí su ayuda y permanecí allí hasta su regreso.

Trajo consigo a una mujer de unos cincuenta años aproximadamente. Al parecer me reconoció enseguida, ya que al verme realizó una mueca de asombro seguido de un “Anda, ¡tú!”. Yo seguí inmóvil, manifestando malestar y balbuceando para que se acercara de una dichosa vez, aunque parecía que primero tenía que cuchichear con su estudiante sobre algo de extrema importancia… Nótese el sarcasmo.

Agaché la cabeza. Observé la vía que me atravesaba la piel del antebrazo. El apósito transparente que fijaba el catéter estaba notoriamente sucio, como esa típica pegatina que se despega por una esquina y comienza a atrapar roña.

-No te preocupes, hoy por la tarde te lo cambiaremos durante la comprobación de permeabilidad de la vía.

Por fin la enfermera había decidido prestarme algo de atención, aunque su primera frase, en vez de preguntar qué quería, fuera una referencia estúpida a un adhesivo clínico cuya leve cantidad de porquería me era irrelevante.

-Disculpe, señora, necesito algo –murmuré con gran esfuerzo, alzando la cabeza y tratando de mantener los ojos abiertos–. Salvo por el cansancio, me siento bien. ¿Podría traerme los papeles para firmar el alta voluntaria?

Su faz volvió a mostrar sorpresa. Como si hubiera preguntado un tremebundo disparate al querer salir de esa cárcel blanquecina con aroma a antiséptico. ¿Había dicho algo fuera de lugar? Y la cosa me perturbó más cuando, justo antes de responderme, le echó una mirada al alumno…

Conocía ese tipo de miradas… son de las que, aun en completo silencio, indican al receptor que en los segundos posteriores debe prestar su máxima atención. Y ello lo corroboró el que ni se lo pensara dos veces y metiese su mano en el bolsillo inferior derecho de su pijama enfermero, con ese común movimiento caótico del pupilo a punto de anotar palabrería en su libreta para así agradar a quien lleva su enseñanza.

-Me temo que eso no puede ser, Santiago. Ya lo sabes.

-Usted no lo entiende… Necesito salir de aquí. ¡Es crucial que salga!

La enfermera miró nuevamente a su alumno y, en silencio, dio la vuelta al control para salir y estar a mi lado. Acto seguido, se aproximó a mi cara y, en un tono bajo de intención tranquilizadora, me sugirió que regresara a mi habitación, asegurándome que en un par de minutos iría ella para hablar conmigo.

Expresaba sinceridad, tanto en su mirada como en sus palabras, y aunque estaba realmente nervioso, quizá esta fuera la única oportunidad de salir del hospital por las buenas, así que asentí con la cabeza y me retiré, por el momento, volviendo a mi cama para admirar el grisáceo paisaje que se mostraba tras la cristalera.

Y, tal y como prometió, cinco minutos después alguien llamó a la puerta. Era ella. La dejé pasar y me senté en el borde del colchón, con mis extremidades temblando ante la sucesión incontrolable de pensamientos paranoides acerca del posible abuso violento que se estaría llevando sobre mi hijo… hasta el punto de asesinarlo.


Ella se sentó a mi lado. Sin decir frase alguna me puso su mano derecha sobre mi muslo izquierdo. Miré su mano y luego a ella, tenía una sonrisa compasiva. Si pretendía con ello calmarme, había de saber que estaba logrando el efecto contrario. Y entonces habló.

-Santiago, sabes que no puedes marcharte de este lugar todavía.

-¿Todavía? No entiendo –dije, confuso–. ¿A qué tengo que esperar? Fue un simple síncope lo que tuve, ya estoy bien.


Quería evitar a toda costa que alguien descubriera lo que me estaba pasando. Al fin y al cabo ya se sabe lo que ocurre con estas cosas. Los secuestradores no quieren nada de policía, sólo el trato con los parientes de la víctima cautiva. Pero parecía bastante complicado salir de allí sin al menos explicarle mi situación a ella… Y todo cambió cuando preguntó lo siguiente.

-¿A qué síncope te refieres?

¿Qué clase de enfermera era si no sabía el motivo de ingreso de los pacientes de su planta? ¿O es que acaso en el cambio de turno no había sido informada por su compañera o compañero sobre mi situación clínica? No había más remedio que soltar la verdad y concluir esa conversación llena de misterios e incertidumbre.

-Si me prometes que guardarás el secreto, te cuento lo que ha pasado.

-Muy bien. Ya sabes que tanto enfermeras como enfermeros no podemos revelar datos del paciente, y eso incluye sus confesiones. Así que dime, ¿qué sucede?

-Mi hijo ha desaparecido –declaré con voz temblorosa–.Lo perdí de vista en unos grandes almacenes y no llegué a encontrarlo. Para cuando pude darme cuenta, el estrés y la tensión me provocaron un profundo dolor en el pecho y me desplomé al suelo, inconsciente.

-¿Y eso cuándo fue?

-Esta misma mañana. Y me temo lo peor porque…

-Santiago –respondió, interrumpiendo mi historia para añadir a la misma un toque oscuramente grotesco–. Esta mañana no puede haber sido porque estabas en tu habitación descansando. Yo misma te he traído las pastillas de las nueve.

Echó un ojo a la mesilla y se fijó en que el vasito de plástico continuaba con el mismo número de medicamentos.

-Y parece que no te las has tomado…

-¡Eso no es verdad! No… no puede ser, recuerdo todo, ¡lo juro! ¿No puede ser que haya estado un día entero durmiendo para reponer fuerzas? Sí, debe ser eso, ve a mirar el cuaderno de los historiales, por favor… ¡seguro que lo pone!

-No. Ni un día ni dos. Ni tampoco, por si lo estás sopesando, has estado en coma o con un sueño largo y profundo… Santiago, ¿no recuerdas el tiempo que llevas ingresado aquí?

Tragué saliva y negué, preparándome para la peor de las respuestas.

-Llevas veinte años hospitalizado.

Mi mundo se vino abajo a una velocidad vertiginosa. Lo único que hice fue ir corriendo al baño de mi habitación y mirarme en el espejo para analizar mi cara escrupulosamente. Y, salvo por unas desmesuradas ojeras, mi tez seguía estando igual de tersa que siempre. Algo no cuadraba, así que volví a donde ella estaba para recopilar más información.

-¿Cuántos años tengo? No parece que tenga 47…

-Tienes 27, Santiago. Déjame adivinar, lo que me cuentas sobre tu hijo pasó, a tu parecer, con esta tierna edad y has pensado que ha transcurrido una veintena.

-¿No es cierto eso? No entiendo nada…

-Verás –contestó con un suave tono a la par que se incorporaba para estar a mi altura–. Yo empecé a trabajar aquí hará unos cinco años, por lo que sólo puedo confirmarte al cien por cien ese lustro que he estado contigo. Los otros quince años los conozco por lo que me han contado otras personas del equipo médico, enfermero, auxiliar e incluso de limpieza. Realmente eres bastante conocido por aquí y creo que de los más veteranos del hospital, en cuestión a los pacientes.

Mis piernas flaqueaban al no poder resistir tal carga de macabras incongruencias. Necesitaba sentarme de nuevo, por lo que ella hizo una pausa y se sentó junto a mí. Esperó unos momentos y después preguntó si estaba preparado para que siguiera contando todo aquello, a lo que yo respondí tan sólo afirmando con la cabeza.

-Imagino que también habrás olvidado por qué resides aquí y no en tu propio domicilio… Y supongo que cuanto antes te lo aclare será mejor…

Posó una mano sobre mi hombro y me miró fijamente, transmitiendo una profusa seriedad.

-Llevas padeciendo alucinaciones y delirios desde pequeño, los cuales te imposibilitan bastante la convivencia en… el exterior. Normalmente, cuando se es tan joven, el individuo en cuestión no considera que ocurra algo raro con él mismo, pero tú, y principalmente obedeciendo la petición tanto de tu madre como de tu padre, quisiste estar aquí porque percibías que algo no iba bien y no querías poner en riesgo a las personas que te rodeaban.

Mi cabeza no cesó de dar vueltas, casi al borde del desmayo, mientras me revelaba todo aquello. Era inverosímil lo que estaba contándome. ¿Delirios? ¿Me estaba tachando de enfermo mental? ¿Un padre ejemplar como yo? ¿Y si…?


¡Supe la respuesta! ¿Y si todo esto era una artimaña de las mismas personas que se habían apropiado de mi hijo y me estaban engañando para que desistiera y no pudiera salvarle? Tenía que ser eso, el cuchicheo que había tenido la enfermera con el alumno apuntaba a una conspiración contra mi persona. Y ahora era el momento de defenderme.


Me puse de pie y, fingiendo, agradecí que me “ayudase tanto a disipar mi confusión”. La tendí la mano y pedí amablemente que me dejara solo para reestructurar aquello en mi cerebro. Aunque mi verdadera intención no era otra que eliminar cualquier testigo de mi huida de aquella cárcel sanitaria.

Como era de esperar, se marchó, no sin antes aconsejarme que me tomara las pastillas. Yo asentí, pese a que ni por asomo iba a hacerla caso. Simplemente esperé unos cuantos minutos para asegurar que no había moros en la costa y puse en marcha mi improvisado plan.

Lo primero era arrancarme este estúpido grillete de mi antebrazo. Rebusqué por la mesilla y en un cajón vislumbré un paquete de pañuelos. Cerré el gotero y me arranqué la vía, empleando una tira del mismo esparadrapo que la sujetaba, junto a un par de clínex, para evitar el sangrado de mi extremidad.

Una vez liberado, debía utilizar algo como arma. Y sería el mismo objeto que me iba a ralentizar lo que me resultaría servible para mis labores de escape. Ni más ni menos que la parte punzante que se insertaba en la bolsa de suero. No sería gran cosa y debería atacar cuerpo a cuerpo, pero mejor eso que nada.

Realicé unos cuantos estiramientos para evitar el menor número de impedimentos mientras corría y aclaré mi mente para evitar distracciones… ¿Que yo estaba loco? Eran ellos quienes lo estaban por haber escogido al padre equivocado.

Abrí la puerta y oteé ambas partes del pasillo. Por desgracia, según un cartel próximo, las escaleras más cercanas se encontraban más allá del control de enfermería, por lo que habría de jugármela e ir lo más ágil y sigilosamente posible.

Contuve aire y di suaves pisadas, ojo avizor de que nadie se interpusiera en mi camino. Cuando pasé al lado del control, me agaché para cruzar bajo el mostrador. Mi espina dorsal recibía constantemente escalofríos debido a la tensa situación y al exceso de adrenalina. La euforia estaba a punto de obligarme a dar un poco más de acción y esprintar. Aunque no sería necesario…

Al llegar a las escaleras me topé una vez más con esa enfermera. Portaba un vaso humeante de café. Parece que había bajado un momento a la cafetería para traer algo que tomar. Estaba perdido si avisaba a alguien.

Así que, antes de que pudiera decir nada, ni siquiera dándola tiempo a que se percatara de que no llevaba conmigo el portasueros, apreté con fuerza la mano donde empuñaba aquella emulación de arma blanca y, con un movimiento fugaz, la incrusté en su garganta, enmudeciéndola.

En cuanto extraje el objeto de su cuello, un considerable reguero de sangre me empapó. Probablemente no sobreviviría a aquella herida. Pero no debía preocuparme, después de todo ella misma sabría tratarse. Pedí disculpas y seguí mi plan de huida.

Ahora, con mi piel y mi vestimenta de rojo, sí que llamaría la atención. Aceleré mis pasos y, para empeorar las cosas, unos escalones más abajo, me encontré con aquel fastidioso e inepto estudiante, también sosteniendo un vaso de café.

Pese a que pudiera estar implicado como el resto en esta treta, su aspecto juvenil, casi como un preadolescente, me recordó a la inocencia de mi propio hijo. Por lo cual, en un último acto de piedad por mi parte, ignoré su presencia y aproveché su parálisis al verme cubierto de sangre, asegurando su absoluto mutismo.

Antes de pasearme campante por la planta baja, eché un vistazo al panorama desde una esquina. Un reloj en una de las paredes indicaba que eran las siete de la tarde, y aquello estaba completamente deshabitado a excepción del recepcionista, pero con mi condición física actual podría zafarme de él tras correr un par de calles y alejarme de este claustro.

No obstante, justo cuando estaba a punto de emprender la parte final de mi escapada, una mano tocó mi espalda. Me giré con gesto amenazante. Pero de inmediato me aclimaté al ver que era ese pupilo.

A juzgar por su cara y su postura, no pretendía vengar a su tutora ni nada por el estilo. De hecho tiritaba de puro temor, lo cual podría resultarme favorable y podría usarlo de rehén. Sin embargo, antes de que pudiera decir palabra alguna, él habló.

-Sé por qué estás haciendo esto. Ella… me contó todo tras salir de tu habitación.

-¿Quieres decir que no estás a favor de la atrocidad que me han hecho?

-Llevo sólo una semana de prácticas aquí –prosiguió, agachando la mirada–. El primer día me leí los historiales de todos los pacientes con los que iba a tratar. Tu… situación me resultó especialmente llamativa.

No tenía que decir nada más. Quería seguir con esa sarta de mentiras, quería lavarme la cabeza, y no tenía tiempo para memeces. Perforé su cuello y le di un empujón hacia las escaleras para que el futuro charco de sangre que se formaría no quedara muy a la vista.

-Por favor… espera…

Entre tos y escupitajos sanguinolentos, un tibio hilo de voz llegó a mis oídos. Seguía luchando por su vida a pesar de la herida fatal. ¿Tan importante era lo que necesitaba decirme? ¿Tan relevante era aquella mentira como para preservarla aun al borde de su inminente muerte en vez de quedar en paz consigo mismo?

Suspiré y le concedí su último deseo. Me acerqué a su boca, sin dejar de lado mi actitud de vigilia, y permití que hablara.

-¿Cómo… se llama… tu hijo?

-Yago, ¿por qué lo preguntas?

-¿Y su… edad?

-Siete. Pero no entiendo a qué viene este repentino cuestionario. ¿Vas a malgastar tus últimos momentos de vida así?

-Quería… llegar a ser un buen enfermero… de salud mental… Y me gustaría estar en paz sabiendo… que pude ayudar a alguien.

-Muy bien, prosigue –dije con incredulidad–. Ilumíname.

-Una… última pregunta… ¿recuerdas… otra vivencia… con él… más allá… de lo del… centro comercial?

-Ahora que lo mencionas…

-Re…flexiona…

Y el brillo de sus ojos se apagó.

Fue una lástima que usara su aliento final para remarcar tal monumental falacia. Pero si ese era su deseo, no era nadie para arrebatárselo. Ya le había quitado bastante. A él y a ella… aunque se lo merecían por haber sido cómplices al separarme de mi hijo.

Volví a lo mío y aproveché un momento en el que el recepcionista había ido al baño para escabullirme. La cálida luz del sol me dio la bienvenida a la libertad y una oportunidad más para reiniciar la búsqueda y cobrar mi venganza.

-¿Papá?

Giré mi cabeza a la velocidad del rayo. Allí, en la lejanía, en medio del asfalto, de pie, magullado y lagrimoso, estaba Yago. Mi corazón dio un vuelco ante la emoción y no me lo pensé dos veces al correr hacia él con los brazos abiertos.

En cambio, conforme me acercaba, algo impensable sucedió. Sus ojos cobraban un brillo que iba rozando lo paranormal, hasta parecer que en vez de globos oculares tenía bombillas. Junto a ello, su silueta empezó a difuminarse y a agrandarse, cobrando su tono tisular una apariencia metálica. ¿Qué sucedía?

Lo último que pude ver; antes de que unos repetidos parpadeos desmintieran esa ilusión, donde su voz era un claxon, sus ojos unos faros, y su cuerpo la carrocería de una furgoneta; fue un anuncio de un orfanato adherido a su capó.

A veces, la premisa de que ni son todos los que están, ni están todos los que son, se cumple. 

martes, 17 de marzo de 2015

Especial San Patricio: IRA

¿Te atreverías a adentrarte en uno de los mayores secretos que la humanidad ha querido guardar herméticamente? ¿Que por qué se oculta? Pues porque, si llegara a saberse la verdad a nivel global, podría originarse una auténtica hecatombe. Pero tranquilo, aunque aceptes recibir esta información no correrás más peligro que el riesgo de no contener tu boca y contárselo a otros. Yo no soy de los que matan por revelar un secreto. Ahora bien, ten cuidado con el tesoro que voy a concederte, y mantenlo a buen recaudo. Ah, y a ser posible, llévatelo a la tumba sin que nadie más lo sepa…

Todo empezó en Dublín, en una fría noche de noviembre del 1913. En plena oscuridad nocturna, en un callejón gélido, un individuo, oculto en su harapienta gabardina marrón, corría nervioso, como huyendo de algo. Su respiración se entrecortaba, señalando su estado agudo de cansancio.

Gotas de sudor, y una mirada de puro terror, manifestaban que había hallado algo desolador, pero que en su descubrimiento alguien se había percatado de ello y ahora le perseguía para que el secreto volviera de vuelta su más absoluto silencio.

Corría sin parar hasta que llegó al final de su trayecto, impidiéndole el paso un alto muro de ladrillos. Se paró en seco y golpeó la pared con rabia. Se giró y divisó a la silueta que le pisaba los talones en el otro extremo del callejón, sin moverse.

Miró rápidamente a un lado y a otro. Sólo había cubos de basura y paredes repletas de humedad. Pegó su espalda a la pared enladrillada y miró hacia arriba. El muro era demasiado alto como para saltarlo, ni aunque cogiera la más potente de las carrerillas. Estaba perdido…

Su captor, fijándose en que su presa ya no tenía escapatoria, esprintó hacia su localización con una velocidad sobrehumana, moviéndole la cegadora voracidad típica de cualquier depredador. Por su parte, la futura víctima cerró sus puños, dispuesto a luchar por su vida hasta el final.

Pero en el último segundo, cuando los hambrientos colmillos estaban a punto de saborear la garganta de su captura, una masa se abalanzó contra él y lo aplastó contra la pared lateral, desmoronando su carnívoro plan.

-¿Estás bien?

Su salvador se sacudió la ropa y le tendió la mano mostrando que podía confiar en él. Había saltado desde la azotea, dispuesto a salvarle la vida, sin temer en absoluta a aquella bestia impía.

Cuando comprobó que quien había ayudado se encontraba completamente íntegro, más allá del ataque de pánico, volvió a sus quehaceres y le rebanó el cuello al ser con un cuchillo militar que guardaba en su bota izquierda.

Volvió a girarse hacia su camarada y vio su rostro descompuesto, como si estuviera asustado creyendo que un monstruo había sido sustituido simplemente por otro. Así que tendría que dar alguna otra explicación si no quería desconectar su cerebro de la lógica.

-Puedes llamarme Patrick Pearse, un placer conocerte. Soy cofundador de la Óglaigh na hÉireann. Te vi espiar a estos… seres en un pequeño descampado. Por suerte yo también les estaba vigilando y pude seguiros a ti y a esta sagaz e infame bestia hasta aquí. Un alivio, ¿no crees?

El hombre seguía sin habla, algo normal cuando se estaba dando cuenta de que parecía existir una organización exclusivamente centrada en recopilar información de esos seres. Y sabiendo Patrick que esa fiebre de dudas no se iba a disipar en él así como así, decidió animarle a que le siguiera para llevarle a una de las guaridas de la organización, para así hablar en frío y con algo más de calma del mundo que había descubierto esa noche.

-Les llamamos Oíche Glas –dijo Patrick para romper el hielo durante la caminata–. Un nombre apropiado ¿no crees? Sus sangres son verdes, y sólo atacan de noche. Son una mezcla realista entre vampiros y licántropos, con la excepción de que no se requiere ninguna técnica especial para asesinarles… Por el día son como tú y como yo, hacen su vida normal. Pero por la noche entran en un letargo y la sed de violencia les invade.

Patrick espero a que el hombre preguntase algo. Aunque, por mucha información desconcertante que le diera, seguía manteniéndose callado. Tal vez debería empezar por los protocolos típicos que se emplean cuando se conoce a alguien.

-Bueno… ¿y cuál es tu nombre?

-Éamonn. Éamonn Ceannt.

Por fin se había dignado a decir unas pocas palabras. A partir de ahí, la conversación se redirigió a un diálogo exento de temas que concerniesen a los Oíche Glas o a Óglaigh na hÉireann. Todo en pro de crear un fuerte lazo de unión para que reclutarle para la causa. Cualquier hombre o mujer era bien recibido.

Diez minutos de ameno andar después, los dos hombres llegaron a la puerta de una casa que a primera vista parecía descuidada hasta el punto de estar abandonada por sus residentes. Patrick llamó cuatro veces a la puerta, ni una más ni una menos, y una voz surgió del interior.

-¿Quién osa revolver las entrañas de la nación?

-Sólo yo, nadie más, pero para purgarla de su infección.

La puerta quedó desbloqueada y Patrick pudo girar el pomo para abrirla. Antes de entrar asomó la cabeza y avisó de que traía a un camarada con él, añadiendo que “estaba limpio”. Tras ello, se volvió hacia Éamonn y le hizo una señal con la mano para que le siguiera por dentro de la vivienda.

Dentro no había nadie, y la apariencia desatendida de la casa no cambiaba en el interior. Sólo había una persona en el recibidor, posiblemente la misma que guardaba la entrada. En una pose erguida, y con un saludo militar, se presentó.

-Saludos. Mi nombre es Michael Collins, uno de los cofundadores de Óglaigh na hÉireann, un placer conocerte. ¿Tu nombre es…?

-Soy Éamonn Ceannt, señor. E igualmente, un placer.

-Consiguió salir ileso del ataque de un Oíche –explicó Patrick–. Su cabeza ahora tiene que ser un mar de dudas y no podía dejarle allí. No prometo nada, sólo le traigo para explicarle la situación. Tal vez después acepte unírsenos.

-De acuerdo –respondió Michael–­. Venid por aquí, os llevaré al “concejo”.

Por como había hecho con sus manos el entrecomillado, Éamonn supuso que sería otro habitáculo de estética similar que habían considerado bautizar como una sala de operaciones. Había de ser sincero consigo mismo, si esto era una organización, o bien era clandestina o bien escaseaban de fondos… O ambas cosas.

Llegaron a la sala colindante. Como era de esperar, no había nada bastante llamativo más allá de una gran mesa de madera bien pulimentada y unas cuantas sillas desperdigadas de aspecto heterogéneo. En la superficie del susodicho mueble una gran cantidad de papeles, algunos escritos y otros en blanco, y una enorme pizarra cuya superficie blanquecina denotaba sus repetidos e incesantes usos de la tiza a lo largo de una buena temporada.

Michael y Patrick tomaron asiento. Mientras, Éamonn, estático, se mantuvo en la entrada a la espera de una invitación para sentarse. En cuanto la recibió se colocó al lado de su salvador. Estaba nervioso, no sabía si había hecho la elección correcta al acompañarle hasta esta guarida y si hubiera sido más correcto seguir caminos distintos, pero le debía un gran favor por salvarle la vida, aunque, tal y como iba el curso de las cosas, parecía cada vez más viable que tuviera que saldar su deuda ingresando como miembro de Óglaigh na hÉireann.

-Esta es la situación –comenzó Michael–. Desde hace un lustro más o menos, sin saber la causa principal, comenzaron a aparecer estas criaturas. Desconocemos si los sujetos existían desde antes y lo que sufrían era una conversión por algún parásito o bien aparecieron en su totalidad con cuerpos humanos. Toda esta información es irrelevante de momento. Ahora prima actuar.

-¿Y qué tenéis pensado hacer?

-Me gusta tu iniciativa –afirmó al escuchar la pregunta de Éamonn–. Ahí es donde quería llegar. Habiendo venido acompañado de mi camarada y habiendo sobrevivido a un Oíche, creo que ya sabes cuál es la única manera de detenerles: dándoles muerte.

-Pero son demasiado agresivos, raudos y sólo paran al fenecer, no por el dolor –indicó–. Por eso mismo estaba tratando de huir de un… Oíche Glas. Vi a tres de ellos desgarrando las tripas de un cuerpo ya inerte con la misma facilidad con la que yo desgarro un filete. ¿Acaso sois suficientes para manteneros en pie incluso con las más que inevitables bajas que sufriréis?

-Nos superan sobremanera en número –le explicó Patrick–.Pero, como ya te dije, por el día no se diferencian en absoluto de cualquier otro ser humano. Hacen que trabajan, que viven sus felices vidas, incluso llegan a relacionarse con personas normales y corrientes, quizá para luego por la noche devorarlas.

-La clave está en la ofensiva diurna –prosiguió Michael–. Ellos son conscientes de los monstruos en los que se transforman por la noche. Aunque uno de ellos ansíe eviscerarte, si es de día, hasta te ayudará con las bolsas de la compra. ¿Y por qué hacen esto? Porque no hay mejor forma de simpatizar con tus presas que fingiendo que te alías con ellas. Y aquí viene el punto débil de nuestro plan. A pesar de que durante las horas de sol no tienen más fuerza y agilidad que el hombre o la mujer promedio, matar a un Oíche cuando actúa como un ser corriente hará saltar la alarma pública de que se ha cometido un despiadado asesinato.

-Así está el percal –concluyó Patrick–. De noche, con sus aspectos huesudos y similares a un perro callejero, no será problema realizar matanzas, pero, tal y como has insinuado, muchos de los nuestros caerán en combate. Sin embargo, por el día, el número de posibles pérdidas por parte de nuestro bando se aproximaría casi al cero, pagando el precio de ser señalados como genocidas.


-¿Y no hay algún tipo de solución intermedia? Algo como dejar que cobren su real apariencia pero que estén tan débiles como para suponer una amenaza y que así sea fácil masacrarles.

-No, Éamonn –negó Michael–. Ya hemos sopesado todas las variables y les hemos estudiado todo lo posible. La única debilidad que tienen es que por alguna extraña razón tratan de vivir la misma rutina que nosotros cuando la civilización despierta.


El hombre agachó la cabeza. Él tenía razón, había vivido hace unas pocas horas la bestialidad con la que se comportaban esas aberraciones por la noche. En cambio, por el día, Óglaigh na hÉireann contaba incluso con el factor sorpresa, ya que no se esperarían que la mismísima organización que va tras ellos atacase de manera tan repentina en un entorno repleto de testigos.

-¿Y por qué, precisamente vosotros, queréis hacer todo esto?

Su última pregunta evocó una expresión de máxima seriedad en los dos cofundadores. Por lo visto el motivo de formar todo esto no era algo ocioso como podría ser un juego de caza. Era una razón de peso.

-Irlanda, nuestra nación corre peligro –respondió Patrick–. Cada mes su número aumenta exponencialmente. Van a hacerse con el poder de nuestro país, y no podemos permitirlo. Por desgracia, el Gobierno y demás fuerzas pertinentes no creerían una amenaza como esta hasta que fuera demasiado tarde. ¿Quién sabe cuándo llegará el momento en el que sean tantos que ni necesiten hacer pensar que diurnamente son gente mediocre? Vamos a contrarreloj y nadie va a hacer nada. Queremos salvar a Irlanda.

-Entiendo vuestra posición… pero el riesgo es gigantesco… Os verán asesinar “personas inocentes” y os acusarán, en el peor de los casos, de terrorismo. ¿De verdad aceptáis esta condición de… mártires con tal de ayudar a nuestra patria?

Los dos se levantaron bruscamente de sus respectivas sillas dando un sonoro golpe a la mesa.

-¡Por supuesto que sí!

El unísono de sus respuestas creó la suficiente motivación como para que Éamonn quisiera también de una vez por todas formar parte de la causa, incluso sabiendo que el precio por salvar a Irlanda no era el riesgo de morir, sino el de ser tachado por las mismas gentes de su país como un atroz asesino.
-Acepto entrar en vuestras filas.

Fue la respuesta que dio inicio a una eufórica mansalva de información para poner completamente al día al nuevo integrante, desde el número de miembros que actualmente tenían hasta los más recónditos saberes que poseían del enemigo, pasando por todas las operaciones a realizar que resultaban viables por su ínfimo riesgo.

Actuarían en las próximas semanas, una vez se dieran los últimos retoques a los planes y todos y todas las integrantes se conocieran mutuamente. Y ambas cosas fueron concluidas antes de lo esperado. Éamonn estaba nervioso, había asimilado llevar consigo una fatídica carga que nadie nunca podría aliviar. Aún estaba a tiempo de echarse atrás, tal y como le reiteraban de vez en cuando Patrick y Michael. Ambos le habían cogido aprecio y sabían que en poco tiempo no habría vuelta atrás para el caos mediático que provocarían.

Pero él se negaba. No lo hacía por venganza e impotencia por no haber podido hacer nada aquella noche, no. Tenía la misma razón que el resto, lo suyo no era un fanatismo empedernido con el continente, sino un amor protector con su contenido. Quería salvar a sus gentes, quería ser un irlandés digno aunque sólo le estimasen sus camaradas.

Y el día llegó. El Sol relucía y habían acudido a un zona repleta de Oíches. La noche anterior se hicieron los últimos retoques. Habían terminado todos los escritos donde yacería una historia alienada en la que irrumpirían en decenas de sitios causando temor y discordia y no salvación. Porque, si había de tergiversarse la verdad, quién mejor que ellos y ellas, miembros de Óglaigh na hÉireann, para acordar las mismas mentiras que serían lanzadas sobre sus almas.

Se esparcieron folletos y se inventaron lemas. Todo para enmascarar la cruel realidad que podría retorcer en la insania al más escéptico de los ciudadanos. No se dejó ningún cabo sin atar. Se había hasta meditado las posibles vías qué podrían trazar sus acciones en el futuro y cada una de ellas llevaba por el mismo sendero: jamás serían reconocidos como los luchadores y las luchadoras en los que hoy se iban a convertir. Era mejor así, en el oscuro silencio, ya que a veces lo sobrenatural puede resultar desagradable.

Patrick hizo una señal con su mano para que aguardaran. No podían cometer un paso en falso y matar a un inocente. Quizá la atrocidad con la que se comportasen con los Oíches haría entrar en pánico a personas que no lo merecerían, pero era un mal menor con un error fatal durante la matanza o, peor aún, morir tras reiterantes dentelladas  por la pasividad de la organización en el momento indicado y óptimo.

Michael a su lado izquierdo. Éamonn en el derecho. El resto conglomerados detrás. Portando armas para defenderse y armadura ligera para prevenir un contraataque. Algunos con pasamontañas en sus manos para colocárselos en el segundo final. Otros con uniformes militares. Pero todos con tres colores en mente: el verde, el blanco y el naranja.

Su mano descendió y la pólvora estalló. Gritos de furia sirvieron para desconcentrar a sus objetivos. Y, como era de esperar, estos ni se transformaron ni se opusieron apenas a la ofensiva. La mayoría fueron cayendo fácilmente.

En cuestión de minutos la zona se volvió un manantial de sangre. Y entre todo el caos estaba Éamonn, quien aún no había asesinado a nadie, pues había permanecido congelado por la terrible realidad de la que acababa de concienciarse: tenía que matar. ¿Pero cómo iba a hacerlo cuando sus víctimas sollozaban, daban alaridos y suplicaban? Eran todo lo contrario al comportamiento que tenían por las noches. ¿Por qué no se defendían? ¿Acaso preferían seguir con la treta, dando sus vidas a cambio, para que tomasen como a los malos de la película a Óglaigh na hÉireann?

La imagen de la bandera de su país portada por un compañero suyo, manchada con sangre, ondeando, le dio la respuesta. No era más que un juego entre mártires. Los Oíches sacrificaban toda posibilidad de defenderse con tal de que las mismas personas a las que íbamos a defender se lanzaran contra nosotros y nos acusaran de atrocidades inmerecidas. En cuanto a nosotros y nosotras, callábamos la verdad con tal de liberar a Irlanda.

Éamonn contempló su pistola. ¿Sería lo correcto? Miro delante de él y vio un blanco perfecto. Parecía que estaba en shock y nadie aún había ido para darle muerte. Quizá debería meditar sobre el homicidio y simplemente dejar que otro lo ejecutase.

Sin embargo esa idea se desvaneció de su cabeza cuando vio que el chico tenía una mancha blanquecina e su coronilla… Eso le hizo recordar que uno de los Oíches que descubrió la noche que casi pierde la vida tenía un singular lunar blanco en la región craneal superior. ¿Acaso pudiera ser…?

No se lo pensó dos veces. Por mucho que ahora pareciesen inocentes, en realidad eran unos sádicos misántropos. Y por ello debían pagar. Así que apuntó con su arma a su frente. Sus miradas entraron en contacto. La bestia hizo una sutil mueca risueña, como si le animara a hacerlo para manchar su nombre. Pero era precisamente lo que necesitaba para apretar el gatillo. Y cuando la bala impactó en su placa frontal y esparció los sesos en el pavimento, la energía que le causó el saber que acababa de poner su primer granito de arena en la causa, hizo que no pudiese contenerse a la hora de gritar a los cuatros vientos una frase que retumbó por las calles e inspiró al resto de sus camaradas.

-Beidh muid a shábháil Éire!