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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 19 de marzo de 2015

Especial Día del Padre: Disociación

No podía creérmelo. Juro que sólo lo había perdido de vista durante cinco escasos minutos. Había ido a los baños públicos del centro comercial y le había dicho, ante la negativa de él de acompañarme hasta la fila de los lavabos, que se quedase pegado en la puerta y no se moviera. Incluso le dije que no se preocupara y que gritase si ocurría algo que le diese mala espina.

No… No me hizo caso… O yo no le llegué a escuchar. Terminé lo más rápido posible, apenas tenía llena la vejiga, pero, en ese corto período de tiempo, en esos breves instantes que podrían llegar a medirse con el tiempo medio de una canción típica…

Mi hijo desapareció.

Desesperado, lo primero que hice fue buscar por las zonas próximas, y no tardé mucho en comenzar a preguntar a la gente con la que me cruzaba si habían visto a un niño solo. Desafortunadamente no tenía ninguna foto suya, pero era muy parecido a mí, con el mismo color de ojos y pelo e incluso facciones similares, exceptuando que tenía siete años de edad.

Grité, corrí, anduve por todas las recónditas esquinas de aquel centro de comercial, hasta el punto de salir al aparcamiento y recorrer toda su extensión como si fuera una gallina sin cabeza.

Mi corazón estaba al borde del colapso. Mi cerebro, en shock, sólo procesaba tétricas imágenes de mi niño despedazado, llorando o pálido y frío cual cadáver suplicante. Mis pulmones eran bolsas hiperactivas. Y mis esperanzas eran títeres mecidos por el burlón destino, con sus cuerpos carcomidos por termitas paranoides y los hilos enrevesados por la incertidumbre.

Una transeúnte que acababa de aparcar me divisó y salió veloz de su coche para socorrerme. Para cuando me di cuenta, yo yacía arrodillado con mis manos apretando mi pectoral izquierdo, así como cada vez iba notando el aumento de un punzante dolor en tal región y en su periferia, alcanzando hasta mi extremidad superior de ese mismo lado. ¿Un… un infarto?

En un ademán de hablar, una bocanada muda le dio la suficiente información a la mujer sobre mi sensación de ahogo para que llamara al 112. Sin embargo, aunque mis gesticulaciones pudieran parecer que señalaran que pedía rapidez con la llegada de la ambulancia, lo que en realidad quería es que mandasen también un coche de policía, ya que la verdadera emergencia no era yo… sino mi hijo perdido.

Pero no tenía más fuerzas, el cuerpo me pedía tumbarme y dejar que todo fluyera. Necesitaba dormir, mi mente me convencía de ello haciéndome creer que era en vano sobreponer mi salud a una búsqueda fútil. Y en parte podría ser cierto… Definitivamente él ya no estaba en los lares de esta laberíntica maraña de establecimientos. Por su cuenta o por obligación de alguien, ya debía estar a manzanas de distancia, y con esta afección aguda no sería capaz de nada. Sí… lo mejor en esos momentos era esperar a que los sanitarios realizasen las prácticas pertinentes y me devolviesen a la indolora normalidad.

Cerré los ojos.

Y desperté con la vista borrosa, pero con la suficiente nitidez como para cerciorarme de que me hallaba reposando en la habitación de un hospital. El dolor había pasado y no parecía que tuviese ninguna cruenta cicatriz infestada de suturas. Todo había concluido como un mero susto.

Aunque eso pensé los primeros dos segundos, cuando aún había onirismo circulando en mi cabeza. Justo después recordé la causa de todo aquello. Mi hijo… Tenía que seguir buscándolo. Había de salir de allí. Tal vez ahora obtuviera ayuda para que le encontraran.

Me levanté de la cama. Al parecer había estado el tiempo necesario incluso para que me pusieran el típico pijama desagradable de enfermo. Y eso sin contar el molesto portasueros que tuve que arrastrar hasta fuera de la habitación, en busca del control de enfermería y así poder solicitar auxilio.

Un joven enfermero apoyaba sus brazos en la repisa de la ventana. En cuanto giró su cabeza y me detectó, a unos cuantos metros de distancia, preguntó si necesitaba algo. Pero yo no respondí hasta acercarme lo suficiente… Por alguna extraña razón me encontraba realmente exhausto, sin percibir dolencia cardíaca alguna, simplemente debilidad en el caminar y en la voz.

Entre susurros le indiqué que necesitaba pedir el alta voluntaria. No obstante, no esperaba mucha eficiencia de su parte cuando me fijé en que colgaba en uno de sus bolsillos una identificación universitaria. Era un simple estudiante.

Y como fue de esperar, me dijo que aguardara unos segundos mientras buscaba a su tutora para ver qué se podía hacer. Eso me sacó de quicio, ¿cómo es que dejaban a un inútil aprendiz en el control de enfermería si ni siquiera podía atender una leve urgencia como la mía? Fuera como fuera, y queriendo la mayor celeridad con el proceso, pues la seguridad de mi hijo pendía de un hilo, con una amplia sonrisa le agradecí su ayuda y permanecí allí hasta su regreso.

Trajo consigo a una mujer de unos cincuenta años aproximadamente. Al parecer me reconoció enseguida, ya que al verme realizó una mueca de asombro seguido de un “Anda, ¡tú!”. Yo seguí inmóvil, manifestando malestar y balbuceando para que se acercara de una dichosa vez, aunque parecía que primero tenía que cuchichear con su estudiante sobre algo de extrema importancia… Nótese el sarcasmo.

Agaché la cabeza. Observé la vía que me atravesaba la piel del antebrazo. El apósito transparente que fijaba el catéter estaba notoriamente sucio, como esa típica pegatina que se despega por una esquina y comienza a atrapar roña.

-No te preocupes, hoy por la tarde te lo cambiaremos durante la comprobación de permeabilidad de la vía.

Por fin la enfermera había decidido prestarme algo de atención, aunque su primera frase, en vez de preguntar qué quería, fuera una referencia estúpida a un adhesivo clínico cuya leve cantidad de porquería me era irrelevante.

-Disculpe, señora, necesito algo –murmuré con gran esfuerzo, alzando la cabeza y tratando de mantener los ojos abiertos–. Salvo por el cansancio, me siento bien. ¿Podría traerme los papeles para firmar el alta voluntaria?

Su faz volvió a mostrar sorpresa. Como si hubiera preguntado un tremebundo disparate al querer salir de esa cárcel blanquecina con aroma a antiséptico. ¿Había dicho algo fuera de lugar? Y la cosa me perturbó más cuando, justo antes de responderme, le echó una mirada al alumno…

Conocía ese tipo de miradas… son de las que, aun en completo silencio, indican al receptor que en los segundos posteriores debe prestar su máxima atención. Y ello lo corroboró el que ni se lo pensara dos veces y metiese su mano en el bolsillo inferior derecho de su pijama enfermero, con ese común movimiento caótico del pupilo a punto de anotar palabrería en su libreta para así agradar a quien lleva su enseñanza.

-Me temo que eso no puede ser, Santiago. Ya lo sabes.

-Usted no lo entiende… Necesito salir de aquí. ¡Es crucial que salga!

La enfermera miró nuevamente a su alumno y, en silencio, dio la vuelta al control para salir y estar a mi lado. Acto seguido, se aproximó a mi cara y, en un tono bajo de intención tranquilizadora, me sugirió que regresara a mi habitación, asegurándome que en un par de minutos iría ella para hablar conmigo.

Expresaba sinceridad, tanto en su mirada como en sus palabras, y aunque estaba realmente nervioso, quizá esta fuera la única oportunidad de salir del hospital por las buenas, así que asentí con la cabeza y me retiré, por el momento, volviendo a mi cama para admirar el grisáceo paisaje que se mostraba tras la cristalera.

Y, tal y como prometió, cinco minutos después alguien llamó a la puerta. Era ella. La dejé pasar y me senté en el borde del colchón, con mis extremidades temblando ante la sucesión incontrolable de pensamientos paranoides acerca del posible abuso violento que se estaría llevando sobre mi hijo… hasta el punto de asesinarlo.


Ella se sentó a mi lado. Sin decir frase alguna me puso su mano derecha sobre mi muslo izquierdo. Miré su mano y luego a ella, tenía una sonrisa compasiva. Si pretendía con ello calmarme, había de saber que estaba logrando el efecto contrario. Y entonces habló.

-Santiago, sabes que no puedes marcharte de este lugar todavía.

-¿Todavía? No entiendo –dije, confuso–. ¿A qué tengo que esperar? Fue un simple síncope lo que tuve, ya estoy bien.


Quería evitar a toda costa que alguien descubriera lo que me estaba pasando. Al fin y al cabo ya se sabe lo que ocurre con estas cosas. Los secuestradores no quieren nada de policía, sólo el trato con los parientes de la víctima cautiva. Pero parecía bastante complicado salir de allí sin al menos explicarle mi situación a ella… Y todo cambió cuando preguntó lo siguiente.

-¿A qué síncope te refieres?

¿Qué clase de enfermera era si no sabía el motivo de ingreso de los pacientes de su planta? ¿O es que acaso en el cambio de turno no había sido informada por su compañera o compañero sobre mi situación clínica? No había más remedio que soltar la verdad y concluir esa conversación llena de misterios e incertidumbre.

-Si me prometes que guardarás el secreto, te cuento lo que ha pasado.

-Muy bien. Ya sabes que tanto enfermeras como enfermeros no podemos revelar datos del paciente, y eso incluye sus confesiones. Así que dime, ¿qué sucede?

-Mi hijo ha desaparecido –declaré con voz temblorosa–.Lo perdí de vista en unos grandes almacenes y no llegué a encontrarlo. Para cuando pude darme cuenta, el estrés y la tensión me provocaron un profundo dolor en el pecho y me desplomé al suelo, inconsciente.

-¿Y eso cuándo fue?

-Esta misma mañana. Y me temo lo peor porque…

-Santiago –respondió, interrumpiendo mi historia para añadir a la misma un toque oscuramente grotesco–. Esta mañana no puede haber sido porque estabas en tu habitación descansando. Yo misma te he traído las pastillas de las nueve.

Echó un ojo a la mesilla y se fijó en que el vasito de plástico continuaba con el mismo número de medicamentos.

-Y parece que no te las has tomado…

-¡Eso no es verdad! No… no puede ser, recuerdo todo, ¡lo juro! ¿No puede ser que haya estado un día entero durmiendo para reponer fuerzas? Sí, debe ser eso, ve a mirar el cuaderno de los historiales, por favor… ¡seguro que lo pone!

-No. Ni un día ni dos. Ni tampoco, por si lo estás sopesando, has estado en coma o con un sueño largo y profundo… Santiago, ¿no recuerdas el tiempo que llevas ingresado aquí?

Tragué saliva y negué, preparándome para la peor de las respuestas.

-Llevas veinte años hospitalizado.

Mi mundo se vino abajo a una velocidad vertiginosa. Lo único que hice fue ir corriendo al baño de mi habitación y mirarme en el espejo para analizar mi cara escrupulosamente. Y, salvo por unas desmesuradas ojeras, mi tez seguía estando igual de tersa que siempre. Algo no cuadraba, así que volví a donde ella estaba para recopilar más información.

-¿Cuántos años tengo? No parece que tenga 47…

-Tienes 27, Santiago. Déjame adivinar, lo que me cuentas sobre tu hijo pasó, a tu parecer, con esta tierna edad y has pensado que ha transcurrido una veintena.

-¿No es cierto eso? No entiendo nada…

-Verás –contestó con un suave tono a la par que se incorporaba para estar a mi altura–. Yo empecé a trabajar aquí hará unos cinco años, por lo que sólo puedo confirmarte al cien por cien ese lustro que he estado contigo. Los otros quince años los conozco por lo que me han contado otras personas del equipo médico, enfermero, auxiliar e incluso de limpieza. Realmente eres bastante conocido por aquí y creo que de los más veteranos del hospital, en cuestión a los pacientes.

Mis piernas flaqueaban al no poder resistir tal carga de macabras incongruencias. Necesitaba sentarme de nuevo, por lo que ella hizo una pausa y se sentó junto a mí. Esperó unos momentos y después preguntó si estaba preparado para que siguiera contando todo aquello, a lo que yo respondí tan sólo afirmando con la cabeza.

-Imagino que también habrás olvidado por qué resides aquí y no en tu propio domicilio… Y supongo que cuanto antes te lo aclare será mejor…

Posó una mano sobre mi hombro y me miró fijamente, transmitiendo una profusa seriedad.

-Llevas padeciendo alucinaciones y delirios desde pequeño, los cuales te imposibilitan bastante la convivencia en… el exterior. Normalmente, cuando se es tan joven, el individuo en cuestión no considera que ocurra algo raro con él mismo, pero tú, y principalmente obedeciendo la petición tanto de tu madre como de tu padre, quisiste estar aquí porque percibías que algo no iba bien y no querías poner en riesgo a las personas que te rodeaban.

Mi cabeza no cesó de dar vueltas, casi al borde del desmayo, mientras me revelaba todo aquello. Era inverosímil lo que estaba contándome. ¿Delirios? ¿Me estaba tachando de enfermo mental? ¿Un padre ejemplar como yo? ¿Y si…?


¡Supe la respuesta! ¿Y si todo esto era una artimaña de las mismas personas que se habían apropiado de mi hijo y me estaban engañando para que desistiera y no pudiera salvarle? Tenía que ser eso, el cuchicheo que había tenido la enfermera con el alumno apuntaba a una conspiración contra mi persona. Y ahora era el momento de defenderme.


Me puse de pie y, fingiendo, agradecí que me “ayudase tanto a disipar mi confusión”. La tendí la mano y pedí amablemente que me dejara solo para reestructurar aquello en mi cerebro. Aunque mi verdadera intención no era otra que eliminar cualquier testigo de mi huida de aquella cárcel sanitaria.

Como era de esperar, se marchó, no sin antes aconsejarme que me tomara las pastillas. Yo asentí, pese a que ni por asomo iba a hacerla caso. Simplemente esperé unos cuantos minutos para asegurar que no había moros en la costa y puse en marcha mi improvisado plan.

Lo primero era arrancarme este estúpido grillete de mi antebrazo. Rebusqué por la mesilla y en un cajón vislumbré un paquete de pañuelos. Cerré el gotero y me arranqué la vía, empleando una tira del mismo esparadrapo que la sujetaba, junto a un par de clínex, para evitar el sangrado de mi extremidad.

Una vez liberado, debía utilizar algo como arma. Y sería el mismo objeto que me iba a ralentizar lo que me resultaría servible para mis labores de escape. Ni más ni menos que la parte punzante que se insertaba en la bolsa de suero. No sería gran cosa y debería atacar cuerpo a cuerpo, pero mejor eso que nada.

Realicé unos cuantos estiramientos para evitar el menor número de impedimentos mientras corría y aclaré mi mente para evitar distracciones… ¿Que yo estaba loco? Eran ellos quienes lo estaban por haber escogido al padre equivocado.

Abrí la puerta y oteé ambas partes del pasillo. Por desgracia, según un cartel próximo, las escaleras más cercanas se encontraban más allá del control de enfermería, por lo que habría de jugármela e ir lo más ágil y sigilosamente posible.

Contuve aire y di suaves pisadas, ojo avizor de que nadie se interpusiera en mi camino. Cuando pasé al lado del control, me agaché para cruzar bajo el mostrador. Mi espina dorsal recibía constantemente escalofríos debido a la tensa situación y al exceso de adrenalina. La euforia estaba a punto de obligarme a dar un poco más de acción y esprintar. Aunque no sería necesario…

Al llegar a las escaleras me topé una vez más con esa enfermera. Portaba un vaso humeante de café. Parece que había bajado un momento a la cafetería para traer algo que tomar. Estaba perdido si avisaba a alguien.

Así que, antes de que pudiera decir nada, ni siquiera dándola tiempo a que se percatara de que no llevaba conmigo el portasueros, apreté con fuerza la mano donde empuñaba aquella emulación de arma blanca y, con un movimiento fugaz, la incrusté en su garganta, enmudeciéndola.

En cuanto extraje el objeto de su cuello, un considerable reguero de sangre me empapó. Probablemente no sobreviviría a aquella herida. Pero no debía preocuparme, después de todo ella misma sabría tratarse. Pedí disculpas y seguí mi plan de huida.

Ahora, con mi piel y mi vestimenta de rojo, sí que llamaría la atención. Aceleré mis pasos y, para empeorar las cosas, unos escalones más abajo, me encontré con aquel fastidioso e inepto estudiante, también sosteniendo un vaso de café.

Pese a que pudiera estar implicado como el resto en esta treta, su aspecto juvenil, casi como un preadolescente, me recordó a la inocencia de mi propio hijo. Por lo cual, en un último acto de piedad por mi parte, ignoré su presencia y aproveché su parálisis al verme cubierto de sangre, asegurando su absoluto mutismo.

Antes de pasearme campante por la planta baja, eché un vistazo al panorama desde una esquina. Un reloj en una de las paredes indicaba que eran las siete de la tarde, y aquello estaba completamente deshabitado a excepción del recepcionista, pero con mi condición física actual podría zafarme de él tras correr un par de calles y alejarme de este claustro.

No obstante, justo cuando estaba a punto de emprender la parte final de mi escapada, una mano tocó mi espalda. Me giré con gesto amenazante. Pero de inmediato me aclimaté al ver que era ese pupilo.

A juzgar por su cara y su postura, no pretendía vengar a su tutora ni nada por el estilo. De hecho tiritaba de puro temor, lo cual podría resultarme favorable y podría usarlo de rehén. Sin embargo, antes de que pudiera decir palabra alguna, él habló.

-Sé por qué estás haciendo esto. Ella… me contó todo tras salir de tu habitación.

-¿Quieres decir que no estás a favor de la atrocidad que me han hecho?

-Llevo sólo una semana de prácticas aquí –prosiguió, agachando la mirada–. El primer día me leí los historiales de todos los pacientes con los que iba a tratar. Tu… situación me resultó especialmente llamativa.

No tenía que decir nada más. Quería seguir con esa sarta de mentiras, quería lavarme la cabeza, y no tenía tiempo para memeces. Perforé su cuello y le di un empujón hacia las escaleras para que el futuro charco de sangre que se formaría no quedara muy a la vista.

-Por favor… espera…

Entre tos y escupitajos sanguinolentos, un tibio hilo de voz llegó a mis oídos. Seguía luchando por su vida a pesar de la herida fatal. ¿Tan importante era lo que necesitaba decirme? ¿Tan relevante era aquella mentira como para preservarla aun al borde de su inminente muerte en vez de quedar en paz consigo mismo?

Suspiré y le concedí su último deseo. Me acerqué a su boca, sin dejar de lado mi actitud de vigilia, y permití que hablara.

-¿Cómo… se llama… tu hijo?

-Yago, ¿por qué lo preguntas?

-¿Y su… edad?

-Siete. Pero no entiendo a qué viene este repentino cuestionario. ¿Vas a malgastar tus últimos momentos de vida así?

-Quería… llegar a ser un buen enfermero… de salud mental… Y me gustaría estar en paz sabiendo… que pude ayudar a alguien.

-Muy bien, prosigue –dije con incredulidad–. Ilumíname.

-Una… última pregunta… ¿recuerdas… otra vivencia… con él… más allá… de lo del… centro comercial?

-Ahora que lo mencionas…

-Re…flexiona…

Y el brillo de sus ojos se apagó.

Fue una lástima que usara su aliento final para remarcar tal monumental falacia. Pero si ese era su deseo, no era nadie para arrebatárselo. Ya le había quitado bastante. A él y a ella… aunque se lo merecían por haber sido cómplices al separarme de mi hijo.

Volví a lo mío y aproveché un momento en el que el recepcionista había ido al baño para escabullirme. La cálida luz del sol me dio la bienvenida a la libertad y una oportunidad más para reiniciar la búsqueda y cobrar mi venganza.

-¿Papá?

Giré mi cabeza a la velocidad del rayo. Allí, en la lejanía, en medio del asfalto, de pie, magullado y lagrimoso, estaba Yago. Mi corazón dio un vuelco ante la emoción y no me lo pensé dos veces al correr hacia él con los brazos abiertos.

En cambio, conforme me acercaba, algo impensable sucedió. Sus ojos cobraban un brillo que iba rozando lo paranormal, hasta parecer que en vez de globos oculares tenía bombillas. Junto a ello, su silueta empezó a difuminarse y a agrandarse, cobrando su tono tisular una apariencia metálica. ¿Qué sucedía?

Lo último que pude ver; antes de que unos repetidos parpadeos desmintieran esa ilusión, donde su voz era un claxon, sus ojos unos faros, y su cuerpo la carrocería de una furgoneta; fue un anuncio de un orfanato adherido a su capó.

A veces, la premisa de que ni son todos los que están, ni están todos los que son, se cumple. 

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