
No… No me hizo caso… O yo no le llegué a escuchar. Terminé
lo más rápido posible, apenas tenía llena la vejiga, pero, en ese corto período
de tiempo, en esos breves instantes que podrían llegar a medirse con el tiempo
medio de una canción típica…
Mi hijo desapareció.
Desesperado, lo primero que hice fue buscar por las zonas
próximas, y no tardé mucho en comenzar a preguntar a la gente con la que me
cruzaba si habían visto a un niño solo. Desafortunadamente no tenía ninguna
foto suya, pero era muy parecido a mí, con el mismo color de ojos y pelo e
incluso facciones similares, exceptuando que tenía siete años de edad.
Grité, corrí, anduve por todas las recónditas esquinas de
aquel centro de comercial, hasta el punto de salir al aparcamiento y recorrer
toda su extensión como si fuera una gallina sin cabeza.
Mi corazón estaba al borde del colapso. Mi cerebro, en
shock, sólo procesaba tétricas imágenes de mi niño despedazado, llorando o pálido y frío
cual cadáver suplicante. Mis pulmones eran bolsas hiperactivas. Y mis
esperanzas eran títeres mecidos por el burlón destino, con sus cuerpos
carcomidos por termitas paranoides y los hilos enrevesados por la incertidumbre.
Una transeúnte que acababa de aparcar me divisó y salió
veloz de su coche para socorrerme. Para cuando me di cuenta, yo yacía
arrodillado con mis manos apretando mi pectoral izquierdo, así como cada vez
iba notando el aumento de un punzante dolor en tal región y en su periferia,
alcanzando hasta mi extremidad superior de ese mismo lado. ¿Un… un infarto?
En un ademán de hablar, una bocanada muda le dio la
suficiente información a la mujer sobre mi sensación de ahogo para que llamara
al 112. Sin embargo, aunque mis gesticulaciones pudieran parecer que señalaran
que pedía rapidez con la llegada de la ambulancia, lo que en realidad quería es
que mandasen también un coche de policía, ya que la verdadera emergencia no era
yo… sino mi hijo perdido.
Pero no tenía más fuerzas, el cuerpo me pedía tumbarme y
dejar que todo fluyera. Necesitaba dormir, mi mente me convencía de ello
haciéndome creer que era en vano sobreponer mi salud a una búsqueda fútil. Y en
parte podría ser cierto… Definitivamente él ya no estaba en los lares de esta
laberíntica maraña de establecimientos. Por su cuenta o por obligación de
alguien, ya debía estar a manzanas de distancia, y con esta afección aguda no
sería capaz de nada. Sí… lo mejor en esos momentos era esperar a que los sanitarios
realizasen las prácticas pertinentes y me devolviesen a la indolora normalidad.
Cerré los ojos.
Y desperté con la vista borrosa, pero con la suficiente
nitidez como para cerciorarme de que me hallaba reposando en la habitación de
un hospital. El dolor había pasado y no parecía que tuviese ninguna cruenta
cicatriz infestada de suturas. Todo había concluido como un mero susto.
Aunque eso pensé los primeros dos segundos, cuando aún había
onirismo circulando en mi cabeza. Justo después recordé la causa de todo
aquello. Mi hijo… Tenía que seguir buscándolo. Había de salir de allí. Tal vez
ahora obtuviera ayuda para que le encontraran.
Me levanté de la cama. Al parecer había estado el tiempo
necesario incluso para que me pusieran el típico pijama desagradable de
enfermo. Y eso sin contar el molesto portasueros que tuve que arrastrar hasta
fuera de la habitación, en busca del control de enfermería y así poder
solicitar auxilio.
Un joven enfermero apoyaba sus brazos en la repisa de la
ventana. En cuanto giró su cabeza y me detectó, a unos cuantos metros de
distancia, preguntó si necesitaba algo. Pero yo no respondí hasta acercarme lo
suficiente… Por alguna extraña razón me encontraba realmente exhausto, sin
percibir dolencia cardíaca alguna, simplemente debilidad en el caminar y en la
voz.
Entre susurros le indiqué que necesitaba pedir el alta
voluntaria. No obstante, no esperaba mucha eficiencia de su parte cuando me
fijé en que colgaba en uno de sus bolsillos una identificación universitaria.
Era un simple estudiante.
Y como fue de esperar, me dijo que aguardara unos segundos
mientras buscaba a su tutora para ver qué se podía hacer. Eso me sacó de
quicio, ¿cómo es que dejaban a un inútil aprendiz en el control de enfermería
si ni siquiera podía atender una leve urgencia como la mía? Fuera como fuera, y
queriendo la mayor celeridad con el proceso, pues la seguridad de mi hijo
pendía de un hilo, con una amplia sonrisa le agradecí su ayuda y permanecí allí
hasta su regreso.
Trajo consigo a una mujer de unos cincuenta años
aproximadamente. Al parecer me reconoció enseguida, ya que al verme realizó una
mueca de asombro seguido de un “Anda, ¡tú!”. Yo seguí inmóvil, manifestando
malestar y balbuceando para que se acercara de una dichosa vez, aunque parecía
que primero tenía que cuchichear con su estudiante sobre algo de extrema
importancia… Nótese el sarcasmo.
Agaché la cabeza. Observé la vía que me atravesaba la piel
del antebrazo. El apósito transparente que fijaba el catéter estaba
notoriamente sucio, como esa típica pegatina que se despega por una esquina y
comienza a atrapar roña.
-No te preocupes, hoy
por la tarde te lo cambiaremos durante la comprobación de permeabilidad de la
vía.
Por fin la enfermera había decidido prestarme algo de
atención, aunque su primera frase, en vez de preguntar qué quería, fuera una
referencia estúpida a un adhesivo clínico cuya leve cantidad de porquería me
era irrelevante.
-Disculpe, señora,
necesito algo –murmuré con gran esfuerzo, alzando la cabeza y tratando de
mantener los ojos abiertos–. Salvo por el
cansancio, me siento bien. ¿Podría traerme los papeles para firmar el alta
voluntaria?
Su faz volvió a mostrar sorpresa. Como si hubiera preguntado
un tremebundo disparate al querer salir de esa cárcel blanquecina con aroma a
antiséptico. ¿Había dicho algo fuera de lugar? Y la cosa me perturbó más
cuando, justo antes de responderme, le echó una mirada al alumno…
Conocía ese tipo de miradas… son de las que, aun en completo
silencio, indican al receptor que en los segundos posteriores debe prestar su
máxima atención. Y ello lo corroboró el que ni se lo pensara dos veces y
metiese su mano en el bolsillo inferior derecho de su pijama enfermero, con ese
común movimiento caótico del pupilo a punto de anotar palabrería en su libreta
para así agradar a quien lleva su enseñanza.
-Me temo que eso no
puede ser, Santiago. Ya lo sabes.
-Usted no lo entiende…
Necesito salir de aquí. ¡Es crucial que salga!
La enfermera miró nuevamente a su alumno y, en silencio, dio
la vuelta al control para salir y estar a mi lado. Acto seguido, se aproximó a
mi cara y, en un tono bajo de intención tranquilizadora, me sugirió que
regresara a mi habitación, asegurándome que en un par de minutos iría ella para
hablar conmigo.
Expresaba sinceridad, tanto en su mirada como en sus
palabras, y aunque estaba realmente nervioso, quizá esta fuera la única
oportunidad de salir del hospital por las buenas, así que asentí con la cabeza
y me retiré, por el momento, volviendo a mi cama para admirar el grisáceo
paisaje que se mostraba tras la cristalera.
Y, tal y como prometió, cinco minutos después alguien llamó
a la puerta. Era ella. La dejé pasar y me senté en el borde del colchón, con
mis extremidades temblando ante la sucesión incontrolable de pensamientos
paranoides acerca del posible abuso violento que se estaría llevando sobre mi
hijo… hasta el punto de asesinarlo.
-Santiago, sabes que
no puedes marcharte de este lugar todavía.
-¿Todavía? No entiendo
–dije, confuso–. ¿A qué tengo que
esperar? Fue un simple síncope lo que tuve, ya estoy bien.
Quería evitar a toda costa que alguien descubriera lo que me
estaba pasando. Al fin y al cabo ya se sabe lo que ocurre con estas cosas. Los
secuestradores no quieren nada de policía, sólo el trato con los parientes de
la víctima cautiva. Pero parecía bastante complicado salir de allí sin al menos
explicarle mi situación a ella… Y todo cambió cuando preguntó lo siguiente.
-¿A qué síncope te
refieres?
¿Qué clase de enfermera era si no sabía el motivo de ingreso
de los pacientes de su planta? ¿O es que acaso en el cambio de turno no había
sido informada por su compañera o compañero sobre mi situación clínica? No
había más remedio que soltar la verdad y concluir esa conversación llena de misterios
e incertidumbre.
-Si me prometes que
guardarás el secreto, te cuento lo que ha pasado.
-Muy bien. Ya sabes
que tanto enfermeras como enfermeros no podemos revelar datos del paciente, y
eso incluye sus confesiones. Así que dime, ¿qué sucede?
-Mi hijo ha
desaparecido –declaré con voz temblorosa–.Lo perdí de vista en unos grandes almacenes y no llegué a encontrarlo.
Para cuando pude darme cuenta, el estrés y la tensión me provocaron un profundo
dolor en el pecho y me desplomé al suelo, inconsciente.
-¿Y eso cuándo fue?
-Esta misma mañana. Y
me temo lo peor porque…
-Santiago –respondió,
interrumpiendo mi historia para añadir a la misma un toque oscuramente grotesco–. Esta mañana no puede haber sido porque
estabas en tu habitación descansando. Yo misma te he traído las pastillas de
las nueve.
Echó un ojo a la mesilla y se fijó en que el vasito de
plástico continuaba con el mismo número de medicamentos.
-Y parece que no te
las has tomado…
-¡Eso no es verdad!
No… no puede ser, recuerdo todo, ¡lo juro! ¿No puede ser que haya estado un día
entero durmiendo para reponer fuerzas? Sí, debe ser eso, ve a mirar el cuaderno
de los historiales, por favor… ¡seguro que lo pone!
-No. Ni un día ni dos.
Ni tampoco, por si lo estás sopesando, has estado en coma o con un sueño largo
y profundo… Santiago, ¿no recuerdas el tiempo que llevas ingresado aquí?
Tragué saliva y negué, preparándome para la peor de las
respuestas.
-Llevas veinte años
hospitalizado.
Mi mundo se vino abajo a una velocidad vertiginosa. Lo único
que hice fue ir corriendo al baño de mi habitación y mirarme en el espejo para
analizar mi cara escrupulosamente. Y, salvo por unas desmesuradas ojeras, mi
tez seguía estando igual de tersa que siempre. Algo no cuadraba, así que volví
a donde ella estaba para recopilar más información.
-¿Cuántos años tengo?
No parece que tenga 47…
-Tienes 27, Santiago.
Déjame adivinar, lo que me cuentas sobre tu hijo pasó, a tu parecer, con esta
tierna edad y has pensado que ha transcurrido una veintena.
-¿No es cierto eso? No
entiendo nada…
-Verás –contestó
con un suave tono a la par que se incorporaba para estar a mi altura–. Yo empecé a trabajar aquí hará unos cinco
años, por lo que sólo puedo confirmarte al cien por cien ese lustro que he
estado contigo. Los otros quince años los conozco por lo que me han contado
otras personas del equipo médico, enfermero, auxiliar e incluso de limpieza.
Realmente eres bastante conocido por aquí y creo que de los más veteranos del
hospital, en cuestión a los pacientes.
Mis piernas flaqueaban al no poder resistir tal carga de
macabras incongruencias. Necesitaba sentarme de nuevo, por lo que ella hizo una
pausa y se sentó junto a mí. Esperó unos momentos y después preguntó si estaba
preparado para que siguiera contando todo aquello, a lo que yo respondí tan
sólo afirmando con la cabeza.
-Imagino que también
habrás olvidado por qué resides aquí y no en tu propio domicilio… Y supongo que
cuanto antes te lo aclare será mejor…
Posó una mano sobre mi hombro y me miró fijamente,
transmitiendo una profusa seriedad.
-Llevas padeciendo
alucinaciones y delirios desde pequeño, los cuales te imposibilitan bastante la
convivencia en… el exterior. Normalmente, cuando se es tan joven, el individuo
en cuestión no considera que ocurra algo raro con él mismo, pero tú, y
principalmente obedeciendo la petición tanto de tu madre como de tu padre,
quisiste estar aquí porque percibías que algo no iba bien y no querías poner en
riesgo a las personas que te rodeaban.
Mi cabeza no cesó de dar vueltas, casi al borde del desmayo,
mientras me revelaba todo aquello. Era inverosímil lo que estaba contándome.
¿Delirios? ¿Me estaba tachando de enfermo mental? ¿Un padre ejemplar como yo?
¿Y si…?
Me puse de pie y, fingiendo, agradecí que me “ayudase tanto
a disipar mi confusión”. La tendí la mano y pedí amablemente que me dejara solo
para reestructurar aquello en mi cerebro. Aunque mi verdadera intención no era
otra que eliminar cualquier testigo de mi huida de aquella cárcel sanitaria.
Como era de esperar, se marchó, no sin antes aconsejarme que
me tomara las pastillas. Yo asentí, pese a que ni por asomo iba a hacerla caso.
Simplemente esperé unos cuantos minutos para asegurar que no había moros en la
costa y puse en marcha mi improvisado plan.
Lo primero era arrancarme este estúpido grillete de mi
antebrazo. Rebusqué por la mesilla y en un cajón vislumbré un paquete de
pañuelos. Cerré el gotero y me arranqué la vía, empleando una tira del mismo
esparadrapo que la sujetaba, junto a un par de clínex, para evitar el sangrado
de mi extremidad.
Una vez liberado, debía utilizar algo como arma. Y sería el
mismo objeto que me iba a ralentizar lo que me resultaría servible para mis labores
de escape. Ni más ni menos que la parte punzante que se insertaba en la bolsa
de suero. No sería gran cosa y debería atacar cuerpo a cuerpo, pero mejor eso
que nada.
Realicé unos cuantos estiramientos para evitar el menor
número de impedimentos mientras corría y aclaré mi mente para evitar
distracciones… ¿Que yo estaba loco? Eran ellos quienes lo estaban por haber
escogido al padre equivocado.
Abrí la puerta y oteé ambas partes del pasillo. Por
desgracia, según un cartel próximo, las escaleras más cercanas se encontraban
más allá del control de enfermería, por lo que habría de jugármela e ir lo más
ágil y sigilosamente posible.
Contuve aire y di suaves pisadas, ojo avizor de que nadie se
interpusiera en mi camino. Cuando pasé al lado del control, me agaché para
cruzar bajo el mostrador. Mi espina dorsal recibía constantemente escalofríos
debido a la tensa situación y al exceso de adrenalina. La euforia estaba a
punto de obligarme a dar un poco más de acción y esprintar. Aunque no sería
necesario…
Al llegar a las escaleras me topé una vez más con esa enfermera.
Portaba un vaso humeante de café. Parece que había bajado un momento a la
cafetería para traer algo que tomar. Estaba perdido si avisaba a alguien.
Así que, antes de que pudiera decir nada, ni siquiera
dándola tiempo a que se percatara de que no llevaba conmigo el portasueros,
apreté con fuerza la mano donde empuñaba aquella emulación de arma blanca y,
con un movimiento fugaz, la incrusté en su garganta, enmudeciéndola.
En cuanto extraje el objeto de su cuello, un considerable
reguero de sangre me empapó. Probablemente no sobreviviría a aquella herida.
Pero no debía preocuparme, después de todo ella misma sabría tratarse. Pedí
disculpas y seguí mi plan de huida.
Ahora, con mi piel y mi vestimenta de rojo, sí que llamaría
la atención. Aceleré mis pasos y, para empeorar las cosas, unos escalones más
abajo, me encontré con aquel fastidioso e inepto estudiante, también
sosteniendo un vaso de café.
Pese a que pudiera estar implicado como el resto en esta
treta, su aspecto juvenil, casi como un preadolescente, me recordó a la
inocencia de mi propio hijo. Por lo cual, en un último acto de piedad por mi
parte, ignoré su presencia y aproveché su parálisis al verme cubierto de sangre,
asegurando su absoluto mutismo.
Antes de pasearme campante por la planta baja, eché un
vistazo al panorama desde una esquina. Un reloj en una de las paredes indicaba
que eran las siete de la tarde, y aquello estaba completamente deshabitado a
excepción del recepcionista, pero con mi condición física actual podría zafarme
de él tras correr un par de calles y alejarme de este claustro.
No obstante, justo cuando estaba a punto de emprender la
parte final de mi escapada, una mano tocó mi espalda. Me giré con gesto amenazante.
Pero de inmediato me aclimaté al ver que era ese pupilo.
A juzgar por su cara y su postura, no pretendía vengar a su
tutora ni nada por el estilo. De hecho tiritaba de puro temor, lo cual podría
resultarme favorable y podría usarlo de rehén. Sin embargo, antes de que
pudiera decir palabra alguna, él habló.
-Sé por qué estás
haciendo esto. Ella… me contó todo tras salir de tu habitación.
-¿Quieres decir que no
estás a favor de la atrocidad que me han hecho?
-Llevo sólo una semana
de prácticas aquí –prosiguió, agachando la mirada–. El primer día me leí los historiales de todos los pacientes con los
que iba a tratar. Tu… situación me resultó especialmente llamativa.
No tenía que decir nada más. Quería seguir con esa sarta de
mentiras, quería lavarme la cabeza, y no tenía tiempo para memeces. Perforé su
cuello y le di un empujón hacia las escaleras para que el futuro charco de
sangre que se formaría no quedara muy a la vista.
-Por favor… espera…
Entre tos y escupitajos sanguinolentos, un tibio hilo de voz
llegó a mis oídos. Seguía luchando por su vida a pesar de la herida fatal. ¿Tan
importante era lo que necesitaba decirme? ¿Tan relevante era aquella mentira
como para preservarla aun al borde de su inminente muerte en vez de quedar en paz
consigo mismo?
Suspiré y le concedí su último deseo. Me acerqué a su boca,
sin dejar de lado mi actitud de vigilia, y permití que hablara.
-¿Cómo… se llama… tu
hijo?
-Yago, ¿por qué lo
preguntas?
-¿Y su… edad?
-Siete. Pero no
entiendo a qué viene este repentino cuestionario. ¿Vas a malgastar tus últimos
momentos de vida así?
-Quería… llegar a ser
un buen enfermero… de salud mental… Y me gustaría estar en paz sabiendo… que
pude ayudar a alguien.
-Muy bien, prosigue –dije
con incredulidad–. Ilumíname.
-Una… última pregunta…
¿recuerdas… otra vivencia… con él… más allá… de lo del… centro comercial?
-Ahora que lo
mencionas…
-Re…flexiona…
Y el brillo de sus ojos se apagó.
Fue una lástima que usara su aliento final para remarcar tal
monumental falacia. Pero si ese era su deseo, no era nadie para arrebatárselo.
Ya le había quitado bastante. A él y a ella… aunque se lo merecían por haber
sido cómplices al separarme de mi hijo.
Volví a lo mío y aproveché un momento en el que el
recepcionista había ido al baño para escabullirme. La cálida luz del sol me dio
la bienvenida a la libertad y una oportunidad más para reiniciar la búsqueda y
cobrar mi venganza.
-¿Papá?
Giré mi cabeza a la velocidad del rayo. Allí, en la lejanía,
en medio del asfalto, de pie, magullado y lagrimoso, estaba Yago. Mi corazón
dio un vuelco ante la emoción y no me lo pensé dos veces al correr hacia él con
los brazos abiertos.

Lo último que pude ver; antes de que unos repetidos parpadeos
desmintieran esa ilusión, donde su voz era un claxon, sus ojos unos faros, y su
cuerpo la carrocería de una furgoneta; fue un anuncio de un orfanato adherido a
su capó.
A veces, la premisa de que ni son todos los que están, ni
están todos los que son, se cumple.
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