Otra vez estaba ahí. Ladridos y más ladridos. Siempre a la
misma hora. Cuatro de la mañana. Abro los ojos mientras su voz se introduce en
mi mente, en mi sueño. Me va arrastrando hasta sacarme de él. Pierdo la
compostura y despierto medio asustado, aún sin saber del todo si es realidad o
ficción. Me asomo a la ventana y su eco me invade. No sé de dónde procede, como
si de todos los lugares surgiera el ladrido. A veces cesa, pero vuelve a la
carga con un profundo aullido. Está asustado.

Otro ladrido. El vecino agacha la mirada y eleva los hombros
para, seguidamente, volverlos a bajar. Ha suspirado. Y ahora se mete dentro de
su casa. Yo sigo con la mirada en su balcón, aún puedo verle, ha dejado una estela, no se ha
ido completamente de allí. Sí, le veo, contemplo su melancolía. Creo que no soy
el único que se levanta todas las noches por el llanto del cánido. Tengo que
averiguar más… Espera, otra corriente de aire. Otro crimen nace.
Me dirijo al salón y agarró el abrigo del ropero. No
necesito nada más. Duermo con una camiseta vieja de gimnasio y un chándal gris,
así que tampoco es un atuendo que resalte en la calle. Buscó mis llaves entre
las sombras de la mesa del recibidor y antes de salir aguardo. Uno. Dos. Tres.
Cuatro. Aullido. Sí, no ha parado. Ahora deberé guiarme por el verdadero
ladrido y hacer caso omiso de sus ecos. Y lo más importante: no ignorar al
viento. Los crímenes clavarán sus garras en mi espalda y desgarrarán mi carne
si no tengo la cautela precisa para divagar por estos umbríos lares. Hoy son la
sombra de lo que antaño eran. Una luz condenada a la eutanasia de la diosa de
Itxab.
Bajo por las escaleras con ligereza. Parezco un insecto
apoyado en la superficie acuática. Sí, ciertamente mis escuálidas piernas se
asemejan a las de un arácnido. Un golpe y mis huesos se harán añicos. Me
pregunto si dichas extremidades resonarían cual macabros sonajeros si llegase a
sucederme. Empiezo a pensar que el día que sobrepase los límites de mi
curiosidad acabaré bajo tierra sepultado y aplastado por un féretro pútrido. Y
ni siquiera tengo pensado mi epitafio.
Divago entre divagaciones. Pero es mejor que me concentre.
Necesito activar completamente mi audición e ir guiándome por los ladridos.
Ahora de nada me sirve la vista, tan sólo me muestra mi decadente barrio teñido
de gris donde todos piensan que la mueca triste de sus bocas se soluciona
agarrando ferozmente sus labios y dando un giro de ciento ochenta grados… Es
todo tan… desesperanzador. Empiezo a comprender a ese perro. Quizá no llore
porque se encuentre solo, quizá no llore porque tiene hambre o miedo. Tal vez
llore simple y llanamente porque ha dado un paso en la evolución y ha usado la
razón.
Razón… Siempre he pensado que cuando un ser vivo la descubre
en su interior y, lo más importante, la emplea, entonces ha tirado de la cuerda
y la hoja de la guillotina comienza a descender. Pues es cuando te percatas de
todo lo que te rodea, cuando evisceras la ignorancia y de sus tripas brotan
conocimientos manchados de dolor y aflicción. Al ver a un recién nacido, por
ejemplo, lo único que le deseo es que permanezca en ese estadío de completo
desconocimiento acerca de lo que le rodea durante el máximo tiempo posible. El infante
un día intentará andar y se caerá. Se hará daño y ahí tendrá su primera
apuñalada a la ignorancia: tu cuerpo es frágil. Será entonces cuando comenzará
a temer las caídas, pues para él significará el volver a afrontar el dolor y
todo lo que conlleva. Rechazará experiencias que se le presenten en la vida
porque presupondrá que cabría la posibilidad de hacerse daño. Sin embargo, si
ese niño nunca cae, nunca tendrá ese saber y, por ende, nunca asociará el
riesgo al dolor… Lástima que la segunda situación, pues al ser utópica, nunca
vaya a ocurrir.
Y es por esto que empiezo a pensar que el viento,
alertándome de los infinitos crímenes que aparecen noche tras noche, los
ladridos del afligido perro y las grisáceas calles de la periferia tienen algún
tipo de conexión. Me parece que necesito irme a dormir, se me nubla la mente.
Segundo ladrido. Este me ha parecido estar más próximo a mi
posición. Doy la vuelta a la manzana y una ráfaga de viento gélido impacta
contra mí. Creo que no quiere que vaya por esa dirección. Intento ir por el
otro lado de la calle pero de nuevo el viento me lo impide. Está claro. Un
crimen se gesta justo en el otro lado del edificio.
Sin hacer mucho ruido aguardo apoyado en la pared a que el
perro me mande una nueva señal. Probablemente el tercer ladrido me vuelva a corroborar
que tengo que doblar la esquina. Su voz me indica un camino. El viento otro. La
confusión me abate. Cinco minutos después de maldecir una y otra vez a toda
incongruencia habida y por haber, escucho lo que esperaba. Afortunadamente, a
la par que extrañamente, ahora el ladrido me lleva al otro extremo de la calle
principal. El aullido cada vez se percibe con más tristeza. Parece una búsqueda
recíproca, mientras él, poco a poco, cambia el tono de su llanto para dar
conmigo, yo, no veo el momento en el que llegar hasta él y pueda salvarle de su
tormento. Si pudiera entenderle, seguro que grita auxilio, pide ayuda. Me
gustaría gritar y decirle que pronto todo acabará, pero sería la gota que
colmara el vaso respecto a lo que el resto del vecindario piensa sobre mi
cordura. Una búsqueda en completo y desesperante mutismo.
El giro incesante de las manecillas del reloj continuaba.
Recibí tres mensajes más, aunque eran un poco desconcertantes. ¿Y si los ecos
no fueran tan erróneos como pensaba? Las ondas rebotaban, y ciertamente no
podría diferenciarlas si me basaba en la intensidad, pero el foco emisor es
inconfundible. No obstante, dicho foco no era estático. El perro se movía.
Huía. ¿De qué? ¿De quién?
Entre los ladridos y la brisa invernal soy conducido casi a
las afueras de la barriada hasta llegar a parar a las puertas del cementerio
local. Ante mí se alza un imponente portón negro. Pego mi oreja izquierda a la
superficie del portón y espero al sonido revelador. Todo se queda en silencio,
hasta el viento me abandona. Por los nervios, comienzo a sudar un poco. Aguanto
la respiración y evito tragar saliva. Toda mi atención se centra en las
vibraciones que me emite su superficie. Espero y…
Un ladrido casi ensordecedor surge en la lejanía. Sorprendido
y malhumorado, doy un puñetazo al portón. A pesar de estar lejos del perro, sé
perfectamente la ubicación actual del foco del sonido: el bloque donde vivo.
Vuelvo a correr. Jadeo, estoy agotado. A medida que avanzo
puedo ver por el rabillo del ojo a una multitud de espectadores asomándose
desde sus balcones y ventanas. Todos me apuntan con la mirada. Sus ojos, el
reflejo de lo que sienten, no expresa curiosidad o sorna. Es repugnancia y
lástima. ¿A qué se debe? Al final resultará que el más cuerdo voy a ser yo.
Extraigo del bolsillo derecho de mi chaqueta las llaves y
con torpeza busco la del portal. Justo antes de entrar, otro ladrido. Proviene
de arriba del todo. Abro el portal y subo las escaleras. Me tropiezo y me
golpeo fuertemente la rótula. No importa, fui un niño que nunca cayó. Me
levanto y sigo subiendo. No hay nada. Pero segundos después, un ladrido
peculiar, como si se le hubiera dado un golpe de gracia al animal, surge del
interior de mi hogar. Tanteo nuevamente el llavero. Esta vez soy más certero y
enseguida agarro la llave adecuada. Todo está oscuro. Enciendo una por una
todas las lámparas. No encuentro nada…
Sin embargo, tras sentarme en el sofá, dado por vencido. Un
gemido de dolor retumba por el salón. Proviene del suelo. ¿Cómo ha llegado
hasta ahí? No me importa, tengo que sacarle. Corro al trastero y me hago con un
martillo y un destornillador, el cual pretendo usar como si de un cincel se
tratara.
Es difícil y probablemente despierte a los vecinos del
bloque, pero una vida está en juego. Golpeo el suelo todo lo fuerte que puedo.
Coloco la punta del destornillador entre las baldosas y estrello con suma
precisión la cabeza del martillo contra el cincel improvisado.
Cientos de golpes después, lleno el suelo de escombros,
diviso una caja negra lo suficientemente grande para albergar un perro de
tamaño medio. Tiro de la caja con cuidado y consigo extraerla. Me preparo para
abrirla, ahora sí, trago saliva y quito la tapa. Entonces hallo el horror.
Estaba en lo cierto en lo de que el contenido era un perro, pero fallé en lo
referente a su estado de conservación. Estaba totalmente putrefacto. Llevaba
días, tal vez semanas, allí.
Y de repente, a causa de la consternación de aquella imagen,
una parte de mis recuerdos se activa mostrándome algo que ocurrió no hace mucho
y que mi cerebro decidió bloquear. Hasta entonces no entendía la relación de
todo lo que me rodeaba, pero ahora sí. Todo cobraba sentido.
Hace casi un mes, en una noche con un frío tan gélido como
el que me había acompañado durante mi búsqueda, enloquecí debido a los
constantes ladridos de un perro callejero. Bajé a la calle y lo agarré del
cuello para impactar su frágil cuerpo contra el duro suelo repetidas veces.
Logró morderme la mano y escapar, aunque eso sólo hizo enfurecerme aún más. Fui
corriendo tras de él hasta que lo alcancé y le reventé el abdomen con mi pie.
Una vez muerto, lo arrastré hasta mi casa y lo enterré en mi salón, carcomido
por los remordimientos…

Él me ha atormentado cada noche con la intención de reavivar
los recuerdos borrados. Antes, bloqueados, era simple preocupación por un perro
abandonado. Sin embargo, con la memoria restaurada, ya no percibo ningún
sentimiento de ese estilo… De hecho, creo que no debería haber abierto su
“féretro”. No sé qué ocurre pero sencillamente no siento nada...
Estoy vacío…
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