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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

martes, 9 de julio de 2013

Requiescat In Pace

Otra vez estaba ahí. Ladridos y más ladridos. Siempre a la misma hora. Cuatro de la mañana. Abro los ojos mientras su voz se introduce en mi mente, en mi sueño. Me va arrastrando hasta sacarme de él. Pierdo la compostura y despierto medio asustado, aún sin saber del todo si es realidad o ficción. Me asomo a la ventana y su eco me invade. No sé de dónde procede, como si de todos los lugares surgiera el ladrido. A veces cesa, pero vuelve a la carga con un profundo aullido. Está asustado.

Llego a la terraza. Las farolas alumbran tenuemente las calles. Es el momento en el que los crímenes surgen de las alcantarillas, se arremolinan a través del pavimento y hacen acto de presencia. El viento sopla, me informa de que otro crimen acaba de aparecer. Me transmite un frío que hace que me estremezca. Mi columna vertebral se compacta y tirita al compás del resto de mi esqueleto. La melodía nocturna de un xilófono entumecido alerta a otra persona que está asomada en su balcón, justo enfrente de mí. Me observa, seguro que el castañeo de mis dientes le ha llamado la atención.

Otro ladrido. El vecino agacha la mirada y eleva los hombros para, seguidamente, volverlos a bajar. Ha suspirado. Y ahora se mete dentro de su casa. Yo sigo con la mirada en su balcón, aún  puedo verle, ha dejado una estela, no se ha ido completamente de allí. Sí, le veo, contemplo su melancolía. Creo que no soy el único que se levanta todas las noches por el llanto del cánido. Tengo que averiguar más… Espera, otra corriente de aire. Otro crimen nace.

Me dirijo al salón y agarró el abrigo del ropero. No necesito nada más. Duermo con una camiseta vieja de gimnasio y un chándal gris, así que tampoco es un atuendo que resalte en la calle. Buscó mis llaves entre las sombras de la mesa del recibidor y antes de salir aguardo. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Aullido. Sí, no ha parado. Ahora deberé guiarme por el verdadero ladrido y hacer caso omiso de sus ecos. Y lo más importante: no ignorar al viento. Los crímenes clavarán sus garras en mi espalda y desgarrarán mi carne si no tengo la cautela precisa para divagar por estos umbríos lares. Hoy son la sombra de lo que antaño eran. Una luz condenada a la eutanasia de la diosa de Itxab.

Bajo por las escaleras con ligereza. Parezco un insecto apoyado en la superficie acuática. Sí, ciertamente mis escuálidas piernas se asemejan a las de un arácnido. Un golpe y mis huesos se harán añicos. Me pregunto si dichas extremidades resonarían cual macabros sonajeros si llegase a sucederme. Empiezo a pensar que el día que sobrepase los límites de mi curiosidad acabaré bajo tierra sepultado y aplastado por un féretro pútrido. Y ni siquiera tengo pensado mi epitafio.

Divago entre divagaciones. Pero es mejor que me concentre. Necesito activar completamente mi audición e ir guiándome por los ladridos. Ahora de nada me sirve la vista, tan sólo me muestra mi decadente barrio teñido de gris donde todos piensan que la mueca triste de sus bocas se soluciona agarrando ferozmente sus labios y dando un giro de ciento ochenta grados… Es todo tan… desesperanzador. Empiezo a comprender a ese perro. Quizá no llore porque se encuentre solo, quizá no llore porque tiene hambre o miedo. Tal vez llore simple y llanamente porque ha dado un paso en la evolución y ha usado la razón.

Razón… Siempre he pensado que cuando un ser vivo la descubre en su interior y, lo más importante, la emplea, entonces ha tirado de la cuerda y la hoja de la guillotina comienza a descender. Pues es cuando te percatas de todo lo que te rodea, cuando evisceras la ignorancia y de sus tripas brotan conocimientos manchados de dolor y aflicción. Al ver a un recién nacido, por ejemplo, lo único que le deseo es que permanezca en ese estadío de completo desconocimiento acerca de lo que le rodea durante el máximo tiempo posible. El infante un día intentará andar y se caerá. Se hará daño y ahí tendrá su primera apuñalada a la ignorancia: tu cuerpo es frágil. Será entonces cuando comenzará a temer las caídas, pues para él significará el volver a afrontar el dolor y todo lo que conlleva. Rechazará experiencias que se le presenten en la vida porque presupondrá que cabría la posibilidad de hacerse daño. Sin embargo, si ese niño nunca cae, nunca tendrá ese saber y, por ende, nunca asociará el riesgo al dolor… Lástima que la segunda situación, pues al ser utópica, nunca vaya a ocurrir.

Y es por esto que empiezo a pensar que el viento, alertándome de los infinitos crímenes que aparecen noche tras noche, los ladridos del afligido perro y las grisáceas calles de la periferia tienen algún tipo de conexión. Me parece que necesito irme a dormir, se me nubla la mente.

Segundo ladrido. Este me ha parecido estar más próximo a mi posición. Doy la vuelta a la manzana y una ráfaga de viento gélido impacta contra mí. Creo que no quiere que vaya por esa dirección. Intento ir por el otro lado de la calle pero de nuevo el viento me lo impide. Está claro. Un crimen se gesta justo en el otro lado del edificio.

Sin hacer mucho ruido aguardo apoyado en la pared a que el perro me mande una nueva señal. Probablemente el tercer ladrido me vuelva a corroborar que tengo que doblar la esquina. Su voz me indica un camino. El viento otro. La confusión me abate. Cinco minutos después de maldecir una y otra vez a toda incongruencia habida y por haber, escucho lo que esperaba. Afortunadamente, a la par que extrañamente, ahora el ladrido me lleva al otro extremo de la calle principal. El aullido cada vez se percibe con más tristeza. Parece una búsqueda recíproca, mientras él, poco a poco, cambia el tono de su llanto para dar conmigo, yo, no veo el momento en el que llegar hasta él y pueda salvarle de su tormento. Si pudiera entenderle, seguro que grita auxilio, pide ayuda. Me gustaría gritar y decirle que pronto todo acabará, pero sería la gota que colmara el vaso respecto a lo que el resto del vecindario piensa sobre mi cordura. Una búsqueda en completo y desesperante mutismo.

El giro incesante de las manecillas del reloj continuaba. Recibí tres mensajes más, aunque eran un poco desconcertantes. ¿Y si los ecos no fueran tan erróneos como pensaba? Las ondas rebotaban, y ciertamente no podría diferenciarlas si me basaba en la intensidad, pero el foco emisor es inconfundible. No obstante, dicho foco no era estático. El perro se movía. Huía. ¿De qué? ¿De quién?

Entre los ladridos y la brisa invernal soy conducido casi a las afueras de la barriada hasta llegar a parar a las puertas del cementerio local. Ante mí se alza un imponente portón negro. Pego mi oreja izquierda a la superficie del portón y espero al sonido revelador. Todo se queda en silencio, hasta el viento me abandona. Por los nervios, comienzo a sudar un poco. Aguanto la respiración y evito tragar saliva. Toda mi atención se centra en las vibraciones que me emite su superficie. Espero y…

Un ladrido casi ensordecedor surge en la lejanía. Sorprendido y malhumorado, doy un puñetazo al portón. A pesar de estar lejos del perro, sé perfectamente la ubicación actual del foco del sonido: el bloque donde vivo.

Vuelvo a correr. Jadeo, estoy agotado. A medida que avanzo puedo ver por el rabillo del ojo a una multitud de espectadores asomándose desde sus balcones y ventanas. Todos me apuntan con la mirada. Sus ojos, el reflejo de lo que sienten, no expresa curiosidad o sorna. Es repugnancia y lástima. ¿A qué se debe? Al final resultará que el más cuerdo voy a ser yo.

Extraigo del bolsillo derecho de mi chaqueta las llaves y con torpeza busco la del portal. Justo antes de entrar, otro ladrido. Proviene de arriba del todo. Abro el portal y subo las escaleras. Me tropiezo y me golpeo fuertemente la rótula. No importa, fui un niño que nunca cayó. Me levanto y sigo subiendo. No hay nada. Pero segundos después, un ladrido peculiar, como si se le hubiera dado un golpe de gracia al animal, surge del interior de mi hogar. Tanteo nuevamente el llavero. Esta vez soy más certero y enseguida agarro la llave adecuada. Todo está oscuro. Enciendo una por una todas las lámparas. No encuentro nada…

Sin embargo, tras sentarme en el sofá, dado por vencido. Un gemido de dolor retumba por el salón. Proviene del suelo. ¿Cómo ha llegado hasta ahí? No me importa, tengo que sacarle. Corro al trastero y me hago con un martillo y un destornillador, el cual pretendo usar como si de un cincel se tratara.

Es difícil y probablemente despierte a los vecinos del bloque, pero una vida está en juego. Golpeo el suelo todo lo fuerte que puedo. Coloco la punta del destornillador entre las baldosas y estrello con suma precisión la cabeza del martillo contra el cincel improvisado.

Cientos de golpes después, lleno el suelo de escombros, diviso una caja negra lo suficientemente grande para albergar un perro de tamaño medio. Tiro de la caja con cuidado y consigo extraerla. Me preparo para abrirla, ahora sí, trago saliva y quito la tapa. Entonces hallo el horror. Estaba en lo cierto en lo de que el contenido era un perro, pero fallé en lo referente a su estado de conservación. Estaba totalmente putrefacto. Llevaba días, tal vez semanas, allí.

Y de repente, a causa de la consternación de aquella imagen, una parte de mis recuerdos se activa mostrándome algo que ocurrió no hace mucho y que mi cerebro decidió bloquear. Hasta entonces no entendía la relación de todo lo que me rodeaba, pero ahora sí. Todo cobraba sentido.

Hace casi un mes, en una noche con un frío tan gélido como el que me había acompañado durante mi búsqueda, enloquecí debido a los constantes ladridos de un perro callejero. Bajé a la calle y lo agarré del cuello para impactar su frágil cuerpo contra el duro suelo repetidas veces. Logró morderme la mano y escapar, aunque eso sólo hizo enfurecerme aún más. Fui corriendo tras de él hasta que lo alcancé y le reventé el abdomen con mi pie. Una vez muerto, lo arrastré hasta mi casa y lo enterré en mi salón, carcomido por los remordimientos…

Todos esos llantos del perro no eran ni más ni menos que los que emitía mientras le daba tal cruel trato. Todos esos crímenes que percibía eran los residuos de mi atroz acto. Todos esos vecinos que me observaban con pena eran las miradas de un fatídico pasado. Y el cementerio, la pista dramática de la procedencia de esos ecos… la tumba.

Él me ha atormentado cada noche con la intención de reavivar los recuerdos borrados. Antes, bloqueados, era simple preocupación por un perro abandonado. Sin embargo, con la memoria restaurada, ya no percibo ningún sentimiento de ese estilo… De hecho, creo que no debería haber abierto su “féretro”. No sé qué ocurre pero sencillamente no siento nada...

Estoy vacío…

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