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Era la frase que siempre se escuchaba por los pasillos cuando alguien del personal de enfermería no quería realizar cierto trabajo, ya fuera por cansancio, escrúpulos, asco, o simple poder, ¿para qué hacerlo tú si se lo puedes encomendar a otro? Y lo peor era que ella no podía hacer nada al respecto. Su expediente corría peligro. Todo becario sufre esta maldición. Se junta lo peor del trabajo con lo peor de los estudios. Al menos ella tenía la esperanza de que tras su puesto como becaria, todo fuera a mejor.
Su nombre era Lilith. Hacía poco más de una semana que había
sido admitida como becaria en el Hospital San Mártir. Todos la acogieron con
amabilidad… y con interés. Era la única becaria de enfermería que trabajaba
allí, y el resto de sus “compañeros” ya se habían leído su expediente. Rigurosa
y perfeccionista en todo lo que se propusiera. Estaba claro que admitiría hasta
la orden más sinsentido con tal de aupar un poco más sus calificaciones.
Sin embargo, no todo el personal se aprovechaba de ella,
realmente eran solo un par, pero entre ellos se encontraba el jefe de
enfermeros, y normalmente obligaba a otros a que ni por asomo la trataran como
a una enfermera más. Bajo su tiranía, Lilith solamente se resignaba. Comprendía
las miradas de muchos de sus compañeros cuando se comportaban así. Aquellos
ojos connotaban un lo siento. Ella tendría que aguantar hasta que todo acabase.
A pesar de ello, tenía de su parte a los pacientes. Siempre
se refugiaba en ellos, los consideraba como su segunda familia. Cuando alguien
ingresaba en el hospital, ella iba cada día para ver su estado. Hablaba con
todos y era muy conocida por el trato amable y empático que ofrecía. Muchas
veces los mismos pacientes pronunciaban su nombre, querían que Lilith estuviese
con ellos. Y esto, a ciertos enfermeros, no les resultaba agradable, provocando
un comportamiento aún más hostil frente a ella.
Otros muchos, a favor de la joven, no entendían por qué
aguantaba todo aquello. La preguntaban y ella tan solo respondía, con una
amplia sonrisa, que tampoco era para tanto. Pero eso no era cierto. Varias
veces, cuando pensaba que estaba sola en un pasillo o una habitación, Lilith se
echaba las manos a la cabeza y rompía a llorar. Seguidamente, hiperventilaba y
exhalaba pura inquina. Apretaba las uñas contra la carne de su cara y las
escleróticas de sus ojos enrojecían. Estaba claro que algún día, más pronto que
tarde, explotaría. Y quienes sabían esto deseaban que no se lo hiciera pagar al
equivocado. Los más intuitivos no auguraban nada bueno en la chica mientras
siguiera con esa actitud de almacenar todo para sí misma y no permitir que ni
un ápice de furia se liberara.
Uno de esos días desastrosos para ella, la bomba inició su
cuenta atrás.
-¿Me habías llamado,
Alfonso? –preguntó Lilith al jefe de enfermeros mientras asomaba la cabeza
en su despacho.
-Eh… sí, sí. Como
verás, ya me han llegado los informes de los pacientes de la mañana. ¿Ves algo
que no esté completo? –respondió tirando sobre la mesa un par de hojas con
un aire despectivo.
-Creo que esto tiene
que ver con el paciente de la fractura de húmero. Sí, a las 11:30 le tocaba
otro tranquilizante, pero estuve comprobando sus vitales, ya casi apenas sentía
dolor. Le sugerí el no tomar la pastilla y aceptó gustosamente. Si hubiera
visto cualquier indicio de dolor, aunque me mintiese, le hubiera administrado
el calmante y…
-Lilith… No me cuentes
más. Está bien eso de tener iniciativa, pero aquí se acatan unas normas. Si hay
que darle X pastilla, se le da, a pesar de que tenga el estómago revuelto. Yo
soy el primero que no quiere derrochar, pero…
-¿Me estás diciendo
que es mejor drogarle y que esté callado en vez de ahorrarle el estupor durante
unas horas?
-Creo que tengo que
recordarte de quién depende que un cinco pueda convertirse en un… nueve, por
ejemplo. –arremetió Alfonso con ironía.
-Entiendo. No volverá
a ocurrir. Perdón… -dijo ella en total mansedumbre.
Lilith cerró la puerta y se sentó en una de las sillas de la
sala de espera. Era la hora de comer, el único momento de la jornada donde
mágicamente para los demás ella se convertía en otra camarada más y no la
hacían desprecios. Sin embargo, se le había quitado el apetito. Sólo quería
agachar la cabeza y contemplar el suelo, brillante por la luz reflejada de las
lámparas del techo. Daba leves golpes con sus pies imitando el ritmo de su
corazón. Eso la calmaba, y por su bien tenía que controlarse, hace unos
segundos podría haber cometido un error fatal.
Entonces, mientras estaba hipnotizada por el vaivén de sus
pies, una pregunta apareció de la nada en su cabeza. ¿Qué vale más, el número de alguien o la salud de muchos? Alzó la
cabeza repentinamente y miró de nuevo la puerta del despacho de Alfonso. Con
ostentación había clavado en ella un letrero de cristal. Jefe de Enfermería.
Ella río y escupió sobre la palabra jefe. Acto seguido se marchó a la planta de
ingresados.
Allí aguardaba un paciente del que se había hecho gran
amiga. Llegó al San Mártir por una infección severa en la pierna. La herida, de
aspecto necrotizante, no había sido bien tratada y ahora tenía que pagar las
consecuencias. Se estaba haciendo todo lo posible para salvar la pierna. Pese a
ello, la herida era desoladora, posiblemente Diego, así se llamaba, perdiera la
pierna. Aun así, Lilith, frente al pesimismo del chico, acudía diariamente para
animarle y darle toda la positividad que pudiera. Era más o menos de su edad, y
sabía que una amputación podría dejarle verdaderamente traumatizado.
Como de costumbre, entraba y se acercaba a su cama para
darle un fuerte abrazo. A continuación le quitaba la gasa para observar la
herida y ponerle una nueva. Tras los protocolos sanitarios, se sentaba a su
lado, ya dejando la labor aparte, y se ponían a jugar a las cartas a la par que
conversaban. Lilith siempre evitaba en ese momento de ocio que saliera el tema
de la posible mutilación, pero, a medida que los días pasaban, Diego hacía más
hincapié en el asunto. Pese a sus risas y sus bromas, ella sabía que detrás de
esa máscara de felicidad se escondía una gran tristeza y preocupación. Su
herida estaba a nivel de la rótula, la amputación, si se diera el caso, sería
considerable. Lo peor era cuando ella se imaginaba en la situación de su amigo.
Se le estremecía el corazón y un escalofrío le recorría la espalda. Sería
impactante despertarse tras la operación y ver que, una extremidad que solía
estar ahí, ahora ya no estaba…
Por eso, antes de jugar a las cartas, Lilith traía siempre
consigo un remedio nuevo para paliar el avance necrótico de su piel. Si no era
nulo el resultado, al menos sí lento, pero Diego se lo agradecía. Lo hacía con
buena intención, hasta ignoraba a su lógica científica y recurría a ungüentos antiguos.
Aunque hacía algo más que el resto de los enfermeros, que sólo se dignaban a
administrarles antiinflamatorios y antibióticos. Ni siquiera le daban
probióticos para restaurar su flora saprófita. Ella veía con impotencia el
comportamiento autómata de muchos de sus compañeros. Se acercaban al paciente,
leían su ficha y aplicaban lo correspondiente. No buscaban alternativas, a
veces ni recurrían al lado humano. No curaban… vendían salud. Empezaba a ver el
hospital como otra tienda más, todo era puro marketing. No se trate ese
minúsculo corte con agua oxigenada y povidona yodada, venga al hospital. No
reduzca la hinchazón de esa contusión con hielo, acuda a su médico. Todo eso le
repugnaba a ella.
Absorta por el odio. No se fijó que ya había pasado la hora
y tenía que bajar a urgencias. Se despidió de su amigo con otro abrazo y se
marchó. Al abrir la puerta se dio de bruces con otro enfermero. Se saludaron y
este entró en la habitación de Diego. Lilith presentía algo. Apoyó su oreja
contra la puerta y trató de escuchar al enfermero. Lo que ambos temían se
cumplió: él informó al chico de que si en cuatro días no había mejora, aunque
la herida siguiera estable, no empeorase, le traerían un permiso para la
intervención quirúrgica.
Le hubiera gustado entrar y darle esperanzas, pero sabía que
este no era el momento indicado. A Diego se le habría caído el mundo encima.
Necesitaría estar solo. Para variar, tuvo que retener su furia y seguir con las
órdenes cual sumisa. Se estaba cansando ya de todo esto. ¿Era así como iba a
comportarse una vez trabajase de enfermera, como el resto, llena de pavor y
acatando a raja tabla todo para no perder el trabajo? Una vida era mucho más
valiosa que un puesto de trabajo, pero parecía que algunos no compartían esa
opinión. Se cansó, ya no le importaba la calificación. Prefería un suficiente
por ser un ángel que un sobresaliente por ser un verdugo. Haría todo lo que
estuviera en su mano para evitar la amputación.
Abrió su taquilla y sacó el portátil. Ya había determinado
el estado de consciencia con la escala de Glasgow del paciente de urgencias,
tenía media hora para ella. Se fue a la cafetería y encendió el ordenador.
Buscaría en cualquier página de centros médicos, comprobaría cualquier artículo
o tesis para dar con algo que se le escapara al vademécum del hospital y sustituyera
la solución radical de la operación.
Quince minutos después halló una solución contra heridas de
amenaza necrotizante. Aunque pareciera broma, la fórmula solamente contenía
plantas, sí, era un remedio natural. Los cloroplastos de las hojas asfixiaban a
los microorganismos de la herida y con unos químicos albergados en ella se
provocaba una hiperplasia benigna epitelial que hacía desprenderse el tejido
muerto, un desbridamiento natural e indoloro.
Fue corriendo al despacho de Alfonso y le informó de
aquello. Pero él reaccionó con una sonora carcajada y la preguntó que si esto
era la botica de su pueblo. Ella no lo entendía, había dado con un remedio
hasta comprobado empíricamente y el jefe de enfermeros no cedía a sus
negociaciones, la amputación seguía en pie. Por mucho que insistiera, lo único
que conseguía era que se mofara con más y más sorna hasta el punto en el que ya
ni se dirigía a ella como un superior, sino como un payaso que ridiculizaba a
su víctima circense.
Malhumorada y muy molesta, le amenazó con que tomaría una
conducta un poco más anarquista. Alfonso, asintió tratándola como una loca, sin
esperar que hiciera algo más que negarse a poner una vía. En cambio, a pesar de
la advertencia, lo que le esperaba era algo peor.
Lilith, aprovechando su fama entre los pacientes, empezó a
contar lo sucedido y a pedir apoyo. Como un motín, todos se pusieron del lado
de la becaria y difamaron mentiras, y no tan mentiras, sobre algunas fechorías
de Alfonso. En cuestión de 48 horas todo el hospital conocía su faceta más fría
e inhumana. Se llegó al punto en el que los superiores tuvieron una severa
charla con él con el consiguiente castigo de una reducción de sueldo y aumento
de horas, haciendo que tuviera que estar algunas noches de guardia, cosa de la
que se había salvado a llegar al puesto de jefe.
Alfonso supo enseguida quién había provocado esto. Había
puesto casi a todo el personal enfermero en su contra, por no hablar del resto
de “residentes”. Quería vengarse, necesitaba verla sufrir. Un suspenso ya no
surtiría efecto, pero había otra alternativa, algo que de verdad la
destrozaría: Diego.
No, no iba a informarle de que la única opción que quedaba
ya era la intervención del cirujano, ni siquiera iba a anticipar la operación,
no. Mucho peor. Lo iba a matar. Con sus amplios conocimientos en medicina,
sabía mil y una formas de asesinar a alguien haciendo parecer un suicidio o un
accidente. Con Diego, por supuesto fingiría un suicidio, así Lilith sufriría el
doble.
Eran las cinco de la tarde, ya se había repartido la
merienda y posiblemente estaría durmiendo. A priori, había escondido en su
pijama sanitario una jeringuilla llena de zumo limón. Estaba suficientemente
diluido para que el pH fuera letal pero sin dejar señales. Todo estaba
perfectamente planeado. Abrió la puerta y lo encontró tal y como esperaba.
Agarró su antebrazo y le introdujo la disolución sin piedad alguna. Diego se
despertó sobresaltado con un dolor insoportable. Poco pudo hacer, segundos
después yacía muerto en la cama. Después, para que se confirmara el suicidio,
le extrajo la vía y le cortó las venas radiales. Estando fresco, la sangre
fluiría como si siguiera vivo, todos los cabos estaban atados, no había fallo
alguno. O eso creía…
Un paciente ingresado en la habitación contigua a la de
David, el cual ya estaba casi recuperado de su apendicetomía, regresaba a su
cama a descansar tras un breve paseo. Sin embargo, se confundió de puerta y abrió
la de David pudiendo vislumbrar aquella horrenda situación. Alfonso no le vio y
este corrió a su habitación aún sin creerse lo que había visto: alguien que
debe curar estaba dañando. Él sabía que Lilith era gran amiga suya, así que
esperó a que en su turno de tarde la tocara acudir para contárselo todo.
El reloj marcó las siete y ella entró a la habitación. Aún
nadie había llegado a la habitación de Diego, así que la noticia de la
defunción era desconocida para ella. Enseguida, tartamudeando por el miedo, el
paciente dijo lo que había presenciado. Lilith se dio prisa para comprobarlo y allí
lo vio, ya pálido, con las sábanas sanguinolentas y su boca y ojos abiertos.
Supuso que Alfonso iba a vengarse, pero jamás se imaginó que llegaría a tales
extremos… Cayó de rodillas y se echó a llorar… Pero el llanto no duró mucho.
Reventó, su temperamento se tornó de un rojo intenso, furioso. Ojo por ojo,
aunque se quedara tuerta.
Informó del “suicidio” y se marchó a la sala de ordenadores
para modificar la guardia del día siguiente. Hizo que ambos, Lilith y Alfonso,
estuvieran de madrugada en el hospital repasando los expedientes de los
difuntos en el mortuorio.
Cuando Alfonso se enteró se sorprendió, pero gratamente,
quería ver cuán afligida estaba al ver que su amigo se había quitado la vida.
Esperó con impaciencia. Jamás le contaría lo que realmente pasó. Quizá sufriera
más, pero se conformaba con lo actual. Aunque no hacía falta. Ella ya estaba
completamente informada… y preparada.
Llegó la noche ansiada por los dos. Apenas hubo
conversación. Lilith aún no quería decir nada. La verdad la sabría una vez
cayera… en su telaraña. Miraba con impaciencia el reloj. En cinco minutos la
periferia del mortuorio quedaría deshabitada y no tendría que preocuparse de
nada excepto de Alfonso. Tic, tac, tic, tac… Y su momento llegó. Sin pensárselo
un segundo agarró una varilla rota de un soporte de suero que había escondido
bajo una de las camillas y le dio un golpe certero en la cabeza dejándolo
inconsciente.
Al despertarse se encontró atado en una cama y con una
vía puesta en el antebrazo derecho. Tenía la boca amordazada, así que solo
podía emitir gritos huecos.
-Muy bien. Te dejaré
que digas una única frase antes de que esto termine. –dijo Lilith mientras
le quitaba la mordaza improvisada con una tela rasgada.
-¡Hija de puta! En
cuanto consiga soltarme te mataré, ¿¡me oyes!? –respondió él, rabioso como
un animal salvaje.
Lilith, en completo silenció, y tal y como le dijo, tras su
frase, le colocó nuevamente la mordaza y comenzó a tocar la rosca de la cánula
para que se formara una gran burbuja de aire. Nada más verla, Alfonso intentó
con todas sus fuerzas soltarse, pero era en vano. Su muerte estaba a pocos
segundos… los cuales aprovechó Lilith, mientras sonreía con malicia, para
decirle una última cosa.

Y, finalmente, la burbuja entró en su torrente sanguíneo.
*No importa que en
vida te corones con oro, al final sólo tendrás espinas y rosas.*
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