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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Especial Navidad: Querofobia

Es fácil adivinar en estas fechas las casas donde habitan niños. Asómate a la ventana y observa las residencias colindantes. ¿Qué ves? Yo te lo diré. Un adorno navideño en un cristal, en el balcón de otra casa unas luces coloridas que parpadean, en la terraza de al lado divisas en el interior un luminoso árbol. Y ya está… ¿Qué pasa con el resto de viviendas? Pues ya te lo he dicho, en ellas no hay niños.
¿A dónde quiero llegar con esto? Es bien sencillo. No hay que pensar mucho para darte cuenta que adornar los hogares en estos días es síntoma de ilusión. Un niño es un pequeño recipiente que alberga una densa esencia de este tipo, por ello sus padres mantienen su entusiasmo y alegría y decoran la casa con tantos adornos. Sin embargo, donde no viven niños, ya no hay júbilo, la magia ha desaparecido, ¿para qué realizar estos preparativos? Es otra semana más…

Pero tú me dirás que no es cierto, que has cenado con tu familia, que has hecho regalos, has reído y has disfrutado. Puede que tu carcasa haya vivido todo eso, pero, ¿qué me dices de tu interior, de esa cara que no para de llorar?

Piénsalo de este modo. Se hacen comidas familiares en las que finges soportar al típico pariente inaguantable, puedes oler la tensión y la actitud hipócrita de todos. Las personas gritan a los cuatro vientos toda la solidaridad que ofrecen estos días, aunque el resto del año ignoran a los mismos desfavorecidos que en este mes ayudaron. El veinticinco se festeja el nacimiento de alguien que realmente no fue dado a luz ese día. Tres días después, atendiendo al mismo relato, se celebran con bromas una matanza indiscriminada de niños. Llega Nochevieja y te autoconvences de que no hay mejor forma de entrar en el nuevo año que emborracharte hasta perder el conocimiento… Viéndolo así, ¿no es, acaso, Diciembre el mes que más falsedad rezuma?

¿Qué nos ha pasado? ¿Dónde está la verdadera felicidad que fingimos tener en esta época del año? No vale con afirmar, mentir, que estamos alegres en Navidad. ¿Y el resto del año? ¿Sólo merecemos disfrutar estas dos semanas?

Cada día que pasa me da más miedo crecer. Ya no distingo si es porque voy perdiendo mi inocencia, el filtro de mis ojos se marchita, y veo la cruda realidad, o es que lentamente la decadencia se ha ido apoderando de nosotros. Creo que siempre me mantendré en una angustiosa incertidumbre con respecto a esto. Pero, sea una cosa u otra, yo nunca quise vivir así, no es la humanidad que esperaba en estos tiempos de modernidad, ¿por qué la ciencia se esfuerza tanto en alargar nuestras esperanzas de vida si cada vez tengo más claro que la vida humana es sinónimo de autodestrucción infecciosa?

Así es. Se suponía que con la tecnología, la medicina y la ciencia en general nuestra vida sería más sencilla, más tranquila, menos estresante y, por ende, más plena, satisfactoria y feliz. Sin embargo, veo que está haciendo todo lo contrario. Nos han dado las herramientas, pero no sabemos usarlas bien. Hemos resuelto mil y una dificultades y lo hemos agradecido hundiéndonos aún más en el lodo.

Es desesperante ver que el proceso de deshumanización se va acelerando a un ritmo vertiginoso. Me entristece ver un mundo tan gris que camufla las humaredas contaminantes. El mundo está mecanizado, el libre albedrío ha muerto. ¿Dónde está esa chispa de la que se habla en tantas historias? ¿Por qué la hemos exterminado? No puedo evitar derramar mil lágrimas con cada tumba que cavo en mi mente para un vivo que sin morir ha dejado de respirar.

Todos cabizbajos, no por timidez o depresión, sino para ver la información que almacenan sus dispositivos móviles en forma de píldoras calmantes. Si están más de un minuto sin consultar uno de estos artilugios eléctricos desesperarán. Hasta un heroinómano tiene más aguante si está un día sin su droga.

Todos asustados, no por un ser aterrador o la inminente muerte, sino por una hipocondría sinsentido. Al más mínimo dolor recurrimos a drogas manifestándole a nuestro organismo que no confiamos en su capacidad de recuperación. Vivimos en un mundo tan artificial que hasta engullimos estos materiales sintéticos para recrearnos en una falsa seguridad. Embuchados en química tóxica, más drogodependientes que los vagabundos a los que miramos con desprecio.

Todos enfermos, no por causas idiopáticas o genéticas, sino por el ambiente que hemos confeccionado a nuestro alrededor. Hemos buscado ampliar nuestros años de vida, pero los hemos debilitado. Ya no hay ser en el mundo que no esté diagnosticado de alguna patología. El término salud ha sido arrancado de cuajo de los diccionarios. La enfermedad se ha subido a su trono y con sus miasmas nos besa cada día para darnos las buenas noches. Tal vez mañana no despertemos.

Todos equivocados, no por una malinterpretación o por un engaño, sino porque seguimos creyendo en la selección natural, pero ya no es aplicable a este entorno. Los que no son aptos para sobrevivir han buscado, en su demencial angustia, cualquier artilugio que les mantenga incólumes. Ya no sirve de nada la verdadera fortaleza si una armadura de oro totalmente ergonómica para los escuálidos te puede permitir ser el Rey indiscutible de esa montaña de escoria por la que tantos compiten.

Todos desesperanzados…

Y es que la humanidad ha caído en una laguna donde parece que la única forma de emerger es con el aislamiento. Somos contagiosos, y cada vez que un recién nacido llega a nuestro mundo, comenzamos desde el primer segundo de vida a toserle vocablos descerebrados, a escupir ideas irracionales, a transmitirle, en pocas palabras, la misma sustancia grisácea que yace en nuestra sangre.

Jamás pensé que la herencia que dejaron nuestros antepasados con tanta violencia, muerte y asolación fuera eclipsada por el legado grotesco que depositamos en las generaciones venideras. Estamos rotos, teniendo todo a nuestro alcance hemos preferido extender nuestros brazos a la trituradora del fatalismo.

No miento si digo que ser sociópata empieza a volverse una catarsis hallada a la orden del día. No hay ni un solo ápice de benevolencia que merezca la pena.

¿No estás de acuerdo? Yo tampoco, pero esa última premisa es la que surge en nuestras mentes al distorsionarse tan míseramente nuestro avance en la Historia. ¿Qué aprenderán los estudiantes de dentro de medio siglo acerca de nosotros? ¿Sobre el inventor de un cojín más cómodo, sobre la prohibición de fuentes de energía capaces de evitar conflictos armados absurdos por combustibles finitos, sobre la desolación de terrenos otrora exuberantes, sobre tal vez una nueva guerra a escala global, sobre…?

Es un destino inexorable siempre y cuando sigamos permitiendo que los efluvios de la derrota nos abracen con sus garras. Ya estamos envenenados, pero eso no quiere decir que no exista el antídoto.

Sin embargo, veo, analizo, escucho y reflexiono. Y me percato de que la gente quiere seguir con estas toxinas en su cuerpo, no quieren la cura. Nunca creí que alguien prefiriera continuar enfermo a restablecer su salud, pero, como dije antes, hace tiempo que la palabra salud se esfumó.

La gente deambula hacia delante sin ninguna meta fija, no tienen alicientes reales, sólo recompensas que se desmenuzan en polvo momentos después de conseguirlas. No se detienen para contemplar los pequeños detalles, ansían lo rocambolesco para luego aburrirse y destruirlo.

Los individuos sonríen, pero la humanidad llora. Es como si hubiéramos concebido en nuestro interior una apetencia irresistible por el sufrimiento. Y no me estoy refiriendo a la aflicción notoria, la que es diagnosticada por psicólogos de poca monta, sino a la tristeza intangible, esa en la que se afirma estar bien, pero es precisamente el desconocimiento de la razón de no ser feliz lo que te estrangula, y llenas ese vacío con plásticos inertes, que no son más que petróleo, antiguos restos cadavéricos, y cuanto más abarrotas la cavidad con objetos equívocos, más asfixia sientes. Hasta que al final, ocurre, desistes, te rindes, y asimilas que la felicidad era un cuento de niños y que ahora, siendo adulto, enfrentándote a la realidad, nada de eso existe, tan sólo mereces la amargura.

Pero ya ni los niños se encuentran a salvo. Cada vez el umbral de la inocencia se acorta más, es carcomido por todo este mundo estático y ellos se dan cuenta de que lo que les rodea está descolorido. Entonces, como si sus pieles fueran camaleónicas, ellos emulan el entorno y comienzan a palidecer de forma más y más prematura.

¿Sabes lo que me da miedo? Ya no es que no haya remedio para el tormento que hemos invocado en nosotros mismos, no, ya me acostumbré hace tiempo, como todos. Lo que de verdad me da miedo es que la epidemia consiga que, desde neonatos, ya se adopte como deber inalienable la prohibición de catar la felicidad.

Porque después de todo, empiezo a creer que a veces sí se presentan oportunidades que te ofrecen altruistamente recibir pizcas de esa magia que te provoca una amplia sonrisa, pero, entonces, miras hacia delante y consideras que es mejor rechazarlo, ya que lo que te espera es un duro camino que romperá esos tesoros que has encontrado, y que, por tanto, no merece la pena recogerlos, ¿para qué, si pronto quedarán destrozados?

Por todo esto empiezo a pensar que la verdadera enfermedad que afecta al ser humano cuando ve el mundo más nítidamente es de carácter psicológico. Aparece un miedo al ver que el ambiente que antes observabas ameno, ahora se revela amenazador. Consideras que si te adentras en ese paisaje tenebroso con tu antigua actitud perderás la total cordura, así que no te queda otra que renegar de tu verdadero yo y contagiarte de ese temor que te desapega de todo aquello rebosante de felicidad.

Bienvenido, querófobo.

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