
¿A dónde quiero llegar con esto? Es bien sencillo. No hay
que pensar mucho para darte cuenta que adornar los hogares en estos días es
síntoma de ilusión. Un niño es un pequeño recipiente que alberga una densa
esencia de este tipo, por ello sus padres mantienen su entusiasmo y alegría y
decoran la casa con tantos adornos. Sin embargo, donde no viven niños, ya no
hay júbilo, la magia ha desaparecido, ¿para qué realizar estos preparativos? Es
otra semana más…
Pero tú me dirás que no es cierto, que has cenado con tu
familia, que has hecho regalos, has reído y has disfrutado. Puede que tu
carcasa haya vivido todo eso, pero, ¿qué me dices de tu interior, de esa cara
que no para de llorar?
Piénsalo de este modo. Se hacen comidas familiares en las
que finges soportar al típico pariente inaguantable, puedes oler la tensión y
la actitud hipócrita de todos. Las personas gritan a los cuatro vientos toda la
solidaridad que ofrecen estos días, aunque el resto del año ignoran a los mismos
desfavorecidos que en este mes ayudaron. El veinticinco se festeja el
nacimiento de alguien que realmente no fue dado a luz ese día. Tres días
después, atendiendo al mismo relato, se celebran con bromas una matanza
indiscriminada de niños. Llega Nochevieja y te autoconvences de que no hay
mejor forma de entrar en el nuevo año que emborracharte hasta perder el
conocimiento… Viéndolo así, ¿no es, acaso, Diciembre el mes que más falsedad
rezuma?
¿Qué nos ha pasado? ¿Dónde está la verdadera felicidad que
fingimos tener en esta época del año? No vale con afirmar, mentir, que estamos
alegres en Navidad. ¿Y el resto del año? ¿Sólo merecemos disfrutar estas dos
semanas?
Cada día que pasa me da más miedo crecer. Ya no distingo si
es porque voy perdiendo mi inocencia, el filtro de mis ojos se marchita, y veo
la cruda realidad, o es que lentamente la decadencia se ha ido apoderando de
nosotros. Creo que siempre me mantendré en una angustiosa incertidumbre con
respecto a esto. Pero, sea una cosa u otra, yo nunca quise vivir así, no es la
humanidad que esperaba en estos tiempos de modernidad, ¿por qué la ciencia se
esfuerza tanto en alargar nuestras esperanzas de vida si cada vez tengo más
claro que la vida humana es sinónimo de autodestrucción infecciosa?
Así es. Se suponía que con la tecnología, la medicina y la
ciencia en general nuestra vida sería más sencilla, más tranquila, menos
estresante y, por ende, más plena, satisfactoria y feliz. Sin embargo, veo que
está haciendo todo lo contrario. Nos han dado las herramientas, pero no sabemos
usarlas bien. Hemos resuelto mil y una dificultades y lo hemos agradecido
hundiéndonos aún más en el lodo.
Es desesperante ver que el proceso de deshumanización se va
acelerando a un ritmo vertiginoso. Me entristece ver un mundo tan gris que
camufla las humaredas contaminantes. El mundo está mecanizado, el libre
albedrío ha muerto. ¿Dónde está esa chispa de la que se habla en tantas
historias? ¿Por qué la hemos exterminado? No puedo evitar derramar mil lágrimas
con cada tumba que cavo en mi mente para un vivo que sin morir ha dejado de
respirar.
Todos cabizbajos, no por timidez o depresión, sino para ver
la información que almacenan sus dispositivos móviles en forma de píldoras
calmantes. Si están más de un minuto sin consultar uno de estos artilugios
eléctricos desesperarán. Hasta un heroinómano tiene más aguante si está un día
sin su droga.
Todos asustados, no por un ser aterrador o la inminente
muerte, sino por una hipocondría sinsentido. Al más mínimo dolor recurrimos a drogas
manifestándole a nuestro organismo que no confiamos en su capacidad de
recuperación. Vivimos en un mundo tan artificial que hasta engullimos estos
materiales sintéticos para recrearnos en una falsa seguridad. Embuchados en
química tóxica, más drogodependientes que los vagabundos a los que miramos con
desprecio.
Todos enfermos, no por causas idiopáticas o genéticas, sino
por el ambiente que hemos confeccionado a nuestro alrededor. Hemos buscado
ampliar nuestros años de vida, pero los hemos debilitado. Ya no hay ser en el
mundo que no esté diagnosticado de alguna patología. El término salud ha sido
arrancado de cuajo de los diccionarios. La enfermedad se ha subido a su trono y
con sus miasmas nos besa cada día para darnos las buenas noches. Tal vez mañana
no despertemos.
Todos equivocados, no por una malinterpretación o por un
engaño, sino porque seguimos creyendo en la selección natural, pero ya no es
aplicable a este entorno. Los que no son aptos para sobrevivir han buscado, en
su demencial angustia, cualquier artilugio que les mantenga incólumes. Ya no
sirve de nada la verdadera fortaleza si una armadura de oro totalmente
ergonómica para los escuálidos te puede permitir ser el Rey indiscutible de esa
montaña de escoria por la que tantos compiten.
Todos desesperanzados…
Y es que la humanidad ha caído en una laguna donde parece
que la única forma de emerger es con el aislamiento. Somos contagiosos, y cada
vez que un recién nacido llega a nuestro mundo, comenzamos desde el primer
segundo de vida a toserle vocablos descerebrados, a escupir ideas irracionales,
a transmitirle, en pocas palabras, la misma sustancia grisácea que yace en
nuestra sangre.
Jamás pensé que la herencia que dejaron nuestros antepasados
con tanta violencia, muerte y asolación fuera eclipsada por el legado grotesco
que depositamos en las generaciones venideras. Estamos rotos, teniendo todo a
nuestro alcance hemos preferido extender nuestros brazos a la trituradora del
fatalismo.
No miento si digo que ser sociópata empieza a volverse una catarsis
hallada a la orden del día. No hay ni un solo ápice de benevolencia que merezca
la pena.
¿No estás de acuerdo? Yo tampoco, pero esa última premisa es
la que surge en nuestras mentes al distorsionarse tan míseramente nuestro
avance en la Historia. ¿Qué aprenderán los estudiantes de dentro de medio siglo
acerca de nosotros? ¿Sobre el inventor de un cojín más cómodo, sobre la
prohibición de fuentes de energía capaces de evitar conflictos armados absurdos
por combustibles finitos, sobre la desolación de terrenos otrora exuberantes, sobre
tal vez una nueva guerra a escala global, sobre…?
Es un destino inexorable siempre y cuando sigamos permitiendo
que los efluvios de la derrota nos abracen con sus garras. Ya estamos
envenenados, pero eso no quiere decir que no exista el antídoto.
Sin embargo, veo, analizo, escucho y reflexiono. Y me
percato de que la gente quiere seguir con estas toxinas en su cuerpo, no
quieren la cura. Nunca creí que alguien prefiriera continuar enfermo a
restablecer su salud, pero, como dije antes, hace tiempo que la palabra salud
se esfumó.
La gente deambula hacia delante sin ninguna meta fija, no
tienen alicientes reales, sólo recompensas que se desmenuzan en polvo momentos
después de conseguirlas. No se detienen para contemplar los pequeños detalles,
ansían lo rocambolesco para luego aburrirse y destruirlo.
Los individuos sonríen, pero la humanidad llora. Es como si hubiéramos
concebido en nuestro interior una apetencia irresistible por el sufrimiento. Y
no me estoy refiriendo a la aflicción notoria, la que es diagnosticada por
psicólogos de poca monta, sino a la tristeza intangible, esa en la que se
afirma estar bien, pero es precisamente el desconocimiento de la razón de no
ser feliz lo que te estrangula, y llenas ese vacío con plásticos inertes, que
no son más que petróleo, antiguos restos cadavéricos, y cuanto más abarrotas la
cavidad con objetos equívocos, más asfixia sientes. Hasta que al final, ocurre,
desistes, te rindes, y asimilas que la felicidad era un cuento de niños y que
ahora, siendo adulto, enfrentándote a la realidad, nada de eso existe, tan
sólo mereces la amargura.
Pero ya ni los niños se encuentran a salvo. Cada vez el
umbral de la inocencia se acorta más, es carcomido por todo este mundo estático
y ellos se dan cuenta de que lo que les rodea está descolorido. Entonces, como
si sus pieles fueran camaleónicas, ellos emulan el entorno y comienzan a
palidecer de forma más y más prematura.
¿Sabes lo que me da miedo? Ya no es que no haya remedio para
el tormento que hemos invocado en nosotros mismos, no, ya me acostumbré hace
tiempo, como todos. Lo que de verdad me da miedo es que la epidemia consiga que,
desde neonatos, ya se adopte como deber inalienable la prohibición de catar la
felicidad.
Porque después de todo, empiezo a creer que a veces sí se
presentan oportunidades que te ofrecen altruistamente recibir pizcas de esa
magia que te provoca una amplia sonrisa, pero, entonces, miras hacia delante y
consideras que es mejor rechazarlo, ya que lo que te espera es un duro camino
que romperá esos tesoros que has encontrado, y que, por tanto, no merece la
pena recogerlos, ¿para qué, si pronto quedarán destrozados?
Por todo esto empiezo a pensar que la verdadera enfermedad
que afecta al ser humano cuando ve el mundo más nítidamente es de carácter
psicológico. Aparece un miedo al ver que el ambiente que antes observabas ameno,
ahora se revela amenazador. Consideras que si te adentras en ese paisaje
tenebroso con tu antigua actitud perderás la total cordura, así que no te queda
otra que renegar de tu verdadero yo y contagiarte de ese temor que te desapega de todo aquello rebosante de felicidad.
Bienvenido, querófobo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario