Noticias desde la Oscuridad

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28-09-2015

Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Especial Navidad: Reunión

Pulsé el botón del intercomunicador. Nervioso, volví a consultar el móvil. Había preguntado en el chat de grupo que si era el piso 6ºD o me había confundido, pero nadie en la conversación daba señales de vida desde hace media hora, justo el tiempo aproximado que tardé en llegar desde mi casa al bloque de pisos donde residía mi amiga.

Llegaba tarde, ya habían comenzado la fiesta, aunque no creía que eso fuera motivo para que ninguno de los seis del grupo ignorara el teléfono… Fuera como fuera ya había hecho sonar el timbre del telefonillo de alguna casa, así que habría de esperar a que respondiera alguien, y que tuviera suerte de que fuera alguien de mi grupo.

En cambio, lo que recibí fue absoluto silencio. Y, por el contrario a lo esperado, la negra y extensa verja, que ocluía el paso hacia el jardín, se fue abriendo lentamente por medio de dos minúsculas pero chirriantes ruedas. Justo después escuché el sonido característico del interfono cuando el teléfono se vuelve a depositar en su sitio.

Sí, alguien, aunque no se hubiera comunicado conmigo, me había abierto. Y lo más escalofriante, desde mi punto de vista, era que me había visto a través de la cámara que se alzaba sobre los pulsadores de cada piso. Sólo rezaba para que fuera una broma… Sí, probablemente sería eso, Miguel solía hacer jugarretas de cierto mal gusto, seguramente se habría callado con la finalidad de aterrarme. Y en parte lo estaba logrando.

Volviendo a lo que me concernía en esos momentos, caminé a paso ligero por el sendero de piedras que serpenteaba por aquel vasto jardín. De nuevo un silencio sepulcral, interrumpido de manera intermitente por algún que otro grillo. La oscuridad, compañera de tal mutismo, también cubría todo, a excepción de los pequeños farolillos, que, más que ayudar a la nictofobia, creaban una atmósfera bastante aterradora con sus juegos de sombras y luces dignos de cualquier sepulcro encantado.

Para empeorar las cosas, en plena Nochebuena, con tal frío singular, una repentina y gélida brisa hizo que mis huesos encontraran una buena excusa para ponerse a tiritar. El silbar del viento irrumpió en mi débil mente, que era capaz de confeccionar las paranoias más tétricas a partir de aspectos cotidianos como el caminar por un jardín de noche.

Aumenté la distancia y la velocidad de mis pisadas para alcanzar el tan ansiado portal. Bloque B. De nuevo se aproximaba la “maravillosa” ocasión de activar el intercomunicador… Y tenía la esperanza de que esta vez Miguel no siguiera con su absurda broma, ya no por el supuesto miedo, sino por el temible frío.

O… o quizás no haría falta tanto aparataje electrónico… ¿Por qué? Pues debido era a la puerta… la cual se encontraba extrañamente abierta… No era lo habitual en esta urbanización. Como mucho dejaban al mediodía la verja sin cerrarse por completo para facilitar la entrada a los propietarios, pero dejar el portal de tal forma era raro.

Me aproximé y analicé si se debía a algún estropicio o algo similar. Y así fue. Nada más apoyar mi mano en el pomo para cerrarla, una vez yo ya estaba dentro del bloque, la escasa resistencia hizo que me percatara de que estaba notoriamente aflojado, y posiblemente con el mecanismo roto, ya que apenas sobresalía el resbalón cuando lo giraba…

Lo achaqué a algún chaval con una casi ausente orientación del norte que iba de vándalo de poca monta y proseguí mi “tenebroso” recorrido. Ahora me tocaba ir hasta el ascensor por un recibidor, cómo no, absolutamente oscuro y, para seguir con el curso de mis desdichas, con el cableado de las luces fuera de servicio…

Ya, con el techo de por medio, no podía iluminarme la Luna, por lo que extraje mi móvil y traté de guiarme vagamente con la luz de la pantalla… Era en estos momentos en los que anhelaba una mejor retentiva para recordar el recorrido hacia el ascensor, el cual hice hace un par de años, justo en mi primera visita a la casa de Julia, y que nunca más volví a realizar… hasta hoy.

Por desgracia, el ascensor tampoco estaba operativo. Así que, ofuscado por tantas averías, causantes quizá también de un plausible problema en la transmisión de voz por el telefonillo, opté por subir por las escaleras. No tenía más opción que esa.

Mientras ascendía por los escalones decidí mirar unos segundos si lo que sucedía no era que ignoraran mi pregunta en el chat, sino que mi móvil no estaba captando internet. Y, efectivamente, otro contratiempo técnico, fuera cual fuera, estaba imposibilitando la comunicación vía móvil… De verdad… ¿se podía saber qué diantres estaba ocurriendo?

Un chirriante ruido cortó mis pensamientos e hizo que parase en mitad de las escaleras del tercer piso. Tal sonido provenía de debajo, puede que de la planta baja. ¿Qué sería? Me asomé a la barandilla con la intención de divisar algo por el hueco de las escaleras.

Una vez más ese ruido. Ahora lo escuché con más nitidez… y lo vi. La primera planta, o al menos la parte próxima a las escaleras, quedó brevemente iluminada con un brillante color azul. Asimismo, salieron desprendidas unas pocas partículas de ese mismo color hacia el hueco donde estaba yo observando todo. Como el sonido, chisporroteante, la imagen indicaba algo relacionado con electricidad.

Segundos después, no demasiados, todo se tornó nuevamente oscuro. Por lo que aguardé a que se repitiera ese chispazo y así poder confirmar mi hipótesis de un cable cortado con la recepción sensorial que se me emitiera.

Aunque hubiera sido mejor haber continuado mi camino y haber ignorado eso… No podía explicarme la razón, y juraré mil veces que mi percepción de la profundidad y la distancia es impoluta, pero acababa de iluminarse el segundo piso con esa misma secuencia chispeante.

Lo escuché en la planta baja, luego lo vi en la primera y ahora en la segunda. No era un cable estático en un panel de una pared… No. Aquello que proyectara esas chispas lumínicas estaba moviéndose… hacia mi ubicación, y relativamente deprisa.

Contuve la respiración y retuve mi pavor para seguir subiendo hasta el sexto piso y avisar a mis amigos de que algo iba verdaderamente mal. Tendría que dar enormes zancadas, saltando escalones sin parar, para superar a algo que ascendía un piso cada cinco segundos.

A ciegas, sin valerme de la luz del móvil, que podría revelar por dónde iba, y con una condición física pobremente preparada para momentos de ejercicio explosivo, si sobrevivía a una supuesta electrocución, podría darme el lujo de manifestar ostentación cuando contase la anécdota.

Y ojalá fuera así, pero cada vez lo veía más difícil. No sé si era por el propio terror o es que de verdad estaba pasando, pero llegó un instante en el que noté juguetonas e indoloras punzadas en mi espalda que emanaban una azulada energía luminiscente.


Acrecenté aún más mi velocidad, pese a que mi cuerpo me exigía que parase de inmediato. El sobrecogedor cansancio no tenía ni punto de comparación con respecto a lo que habría detrás de mí, algo que definitivamente ya me había alcanzado y que por el contrario todavía no quería convertirme en su presa cazada. Sus aires de mofa eran la oportunidad de oro para agarrar un trayecto que me permitiera seguir vivo.

Llegué finalmente a la sexta planta y me lancé contra la primera puerta que vi. Y cuál fue mi sorpresa al ver que esta cedió ante mi peso y se abrió. Aunque fue extraño no haber oído nada que representara una rotura en la cerradura… además que no tenía precisamente tanto peso como para hacer semejante cosa.

La puerta, simplemente estaba abierta a priori, y lo supe cuando, por instinto, la cerré en aras de frenar el paso de “eso”. El resbalón de la misma cedió y quedó erguida una gloriosa barrera entre mi captor y yo, dándome un valioso tiempo para pensar qué hacer y de paso desfogar mi pánico.

Grité. Grité con muchísima fuerza. ¿Para calmar mis nervios? En absoluto. Fue la reacción que tuve cuando me giré y vi en el pasillo, iluminada por las farolas de la calle, que filtraban su luz por las ventanas, la cabeza cortada de Miguel, con un espeluznante expresión facial que indicaba que su decapitación fue excesivamente macabra.

Corrí hacía su demacrada calavera cercenada y la sostuve entre mis manos, mirando sus todavía abiertos ojos con una expresión en mi rostro de total incredulidad. Mis brazos tiritaron y la secuencia del duelo reventó dentro de mí para enseñar el naipe de la negación.

Al borde de la ansiedad, no era el momento más indicado para que aquel ser eléctrico arreglase el asunto de la perpetua oscuridad con la dosis más sádica de amperios que podrían proporcionarse…

A mi lateral derecho, como si acabara de alumbrarse el escenario de una actuación escarlata, contemplé el resto del cuerpo de Miguel, tendido en el sofá, en una posición que, si tuviera la cabeza adherida al cuello, sería de completa despreocupación, y un añadido sanguinolento con trazadas rojizas aquí y allá sobre un lienzo de gotelé.

¿Y los demás? La frialdad vino en mi rescate y me arrebató de ese shock engullidor. Había de mantener la calma y ver por encima de todo ese arte gore. ¿Qué podría darme la localización del resto?

Sólo una pista: también habían pasado por el piso, pues en el salón se encontraba una mesa con unos cuantos vasos de tubo, un bol con cubitos de hielo y un triplete etílico de botellas. La cuestión, entonces, era otra… ¿Estaban allí cuando aconteció esta escisión o se pusieron a salvo previamente?

Por mi bien esperaba que la inminente indagación me llevase a la segunda alternativa. No sería plato de buen gusto perder a toda mi camaradería en una sola noche. Únicamente tendría que recorrer el edificio tratando de hacerme notar para los supervivientes pero pasando desapercibido para el depredador. Tarea fácil…

La puerta principal retumbó, parecía que ya se había cansado de aguardar y su impaciencia se había materializado en un ariete. Habría de poner a buen recaudo mi integridad corporal antes de preocuparme por otras vidas. Muerto sería inútil, más aún de lo que estaba resultado ahora como héroe.

¡La terraza! Un flashback me hizo recordar algo que le dije a Julia cuando me mostró su terraza y me percaté de que la suya estaba separada por una pared de un metro de la del vecino: cualquiera podría saltar de casa en casa con ese inservible muro.

Exprimí las pocas fuerzas que me quedaban y corrí hacia allá. Trepé y aterricé, para alivio propio, en el hogar colindante. Era el momento idóneo para recobrar un poco de aliento, al menos hasta que escuchase la puerta de la otra casa venirse abajo.

A los dos minutos el monstruo eléctrico lo logró, pero para mí ya había sido suficiente tiempo para restaurar gran parte de las energías, aunque lejos estaba de aplacar mi taquicárdica angustia. No obstante, lo primordial ahora era comprobar si aquí dentro había vida además de la mía…

Con los interruptores activos la cosa fue más sencilla… pero igual de desesperanzadora. Una madre y su hija “descansaban” en el suelo del salón, partidos por la cintura, con las tripas de ambos enrevesadas entre sí y empapadas en sangre… Esto era la monstruosa indicación de que seguramente aquella criatura había recorrido todas las viviendas matando a diestro y siniestro, o al menos así se confirmaba en el piso en el que actualmente me encontraba.

En cualquier otra situación se me habrían revuelto las tripas y habría echado toda la ingente cantidad de cena que había tomado en honor a semejante fecha, en cambio, seguí mi travesía y solamente me digné a pasar por la cocina para coger un cuchillo… Quizá no sirviera de nada contra algo que manejaba mágicamente los voltios… Quién sabe… Mejor un arma que ninguna. Además, en el peor de los casos podría emplearla para suicidarme si acabase acorralado… Mil veces mejor fallecer desangrado con dos cortes limpios que terminar con un puzle a medio hacer.

Eché un vistazo a través de la mirilla. Por fortuna las entradas del 6ºD y del 6ºC estaban en lados opuestos, por lo que podría vigilar, con la puerta del primero derrumbada, la ubicación del ser… Y… Y… ¿Dónde se encontraba? Anduve raudo hacia la terraza de nuevo. Tampoco divisé chispas que me advirtieran de su presencia. ¿Se habría marchado?

No… Era una trampa. Era más que obvio que había adivinado dónde estaba yo y estaba invitándome a salir para ser desmembrado con el más mínimo despiste. Pero, entonces, ¿qué otra opción tenía, quedarme allí horas y horas hasta que alguien echara en falta a un ser querido y llamara a la policía? Tanto si era por encontrar a mis amigos y amigas como por el mero hecho de no perecer, tendría que abrir esa maldita puerta.

Llené de aire mis pulmones y lo contuve dentro para afinar mi precisión. Debería de tener nervios de acero para impulsar mis piernas con robustez y salir disparado de allí. Con la carrerilla suficiente conseguiría la potencia necesaria para abrir burdamente otra casa o, en el mayor de los infortunios, al menos tendría una velocidad base que me permitiría zafarme de cualquier emboscada y descender hasta la planta baja para, de una vez por todas, escapar en busca de ayuda.

Puse pies en polvorosa y avancé veloz pero con cautela, empuñando el cuchillo cerca de mi tórax, con la punta hacia delante para que, si se diera la desdicha de chocar de frente contra aquella aberración, recibiera un doloroso placaje. Sería una tarea sencilla bajar las escaleras, con la gravedad a mi favor. Era un mejor plan que hacer de salvador buscando a personas que, cuestionablemente, hubieran sobrevivido.

Sin embargo, aunque a primera vista parecía una táctica infalible, tanto por la ofensiva como por la estrategia de reclamar refuerzos, había ignorado un factor bastante relevante: alguna víctima podría moverse de donde estuviera escondida hacia mi posición…

Así fue como me di de bruces con Julia. La diferencia es que ella no chocó sólo conmigo, sino también… con el cuchillo… Y, tosiendo sangre, líquido que embadurnó mi boca y mi nariz, se despidió de la manera más traumática posible. Su corazón, atravesado, y con unas heridas previas de las que parecía haber sangrado abundantemente, se deshizo de las últimas gotas. No duró mucho con vida cuando la sostuve entre mis brazos, tirando el arma asesina al suelo, y tratando de que se quedara conmigo y no se desvaneciera…


Había matado a una persona. Es más, a una amiga. Una gran amiga. Pero ya no podía hacer nada. Entre el ruido de la hoja chocando en las baldosas y mis alaridos mezclados con “lo sientos”, si no acudía en unos instantes el depredador, entonces es que tenía severos problemas auditivos.



Llegué al quinto piso. Cada vez tenía menos fuerzas, con la escasa carrerilla mi cuerpo ya me exigía parar unos momentos. Al menos aproveché la pausa para mirar por la barandilla hacia arriba. Los sonidos relampagueantes confirmaban que estaba sobre mí.

En efecto volví a encontrarme con él. A juzgar por el punto donde cobraba más intensidad su luz azul, se había detenido delante del cadáver… asesinado… de Julia. La luminosidad de su electricidad pareció cobrar potencia hasta el punto que parecía que había amanecido un nuevo día con un Sol cian.

Acto seguido, una explosión caótica provocó un apagón. Justo después, un cuerpo descendió en picado por el hueco de las escaleras. Por fortuna… o por desgracia, la oscuridad no acaeció bruscamente, sino de manera gradual, teniendo el tiempo necesario para identificar a esa persona.
No, aunque lo primero que se me pasó por la cabeza fue que era Julia, no era así. Quien cayó tenía una considerable extensa melena algo ondulada y de un artificial color morado. Supe inmediatamente que era otra de mis amigas: Paula.

El ruido que produjo su cuerpo reventando en la planta baja hizo hasta que me mareara, solamente suplicaba por que hubiera muerto antes de ser arrojada. Aunque… no sabía si quebrarse todos los órganos de esa manera era mejor o peor que cualquier otra atrocidad que pudiera idear aquel sádico sobrenatural.

Regresando a mi realidad, encendí la pantalla de mi móvil para seguir bajando las escaleras. Ya no importaba que fuera una pista de mi localización para él, hasta pasé por alto la fortuna que tuve de que la explosión no hubiera afectado al teléfono, sólo quería salir de esta pesadilla que lentamente iba arrebatándome la fe de volver a hablar con alguna amistad con la que había quedado hoy.

Cuarto, tercero, segundo, primer piso y la meta final. Había llegado, sin señales de aquel repugnante cazador durante el recorrido. No le habría dado esquinazo, pero a lo mejor se había replanteado el dejarme vivo por algún motivo. Sí… debía ser eso. ¡Había sobrevivido!

No obstante, aun teniendo delante de mí la salida hacia la libertad, algo desvió mi atención. Un cono de luz de una tonalidad curiosamente amarilla. Emanaba del rincón donde se hallaba el ascensor, ahora abierto, y su proyección mostraba nítidamente a una Paula bañada en sangre con su cráneo partido en mil pedazos y su cerebro fluyendo escabrosamente.

Cualquiera ajeno a mi situación habría preferido escapar de una vez por todas. Pero algo me atraía hacia ese lugar, la vista de esa hipnótica luz, un sonido nuevo de un gotear dentro de la susodicha cabina mecánica… Mi sexto sentido, por decirlo de alguna manera, me aconsejaba echar un ojo rápido al interior del ascensor.

Pese a ello, esa habría sido la ocasión de oro para ignorarme a mí mismo y seguir al libre albedrío. Si lo hubiera hecho… yo… yo… Por el contrario, doblé la esquina y vislumbré a mis otros 3 camaradas en el elevador, colgando, repletos de muerte por doquier… Jaime, clavado a la pared izquierda, con sus pies cercenados; Verónica, anclada en la de la derecha, invidente al serles arrancados sus ojos; y Alberto, eviscerado, justo enfrente de mí.

Con cualquier resquicio de esperanza ejecutado, mente en blanco y con la mirada perdida, como si mis pies avanzaran solos, entré en ese horrendo habitáculo para ver más de cerca un impropio objeto colocado entre las tripas de este último. ¿Una postal navideña?

“¡Feliz Navidad, hijo! Aunque la mayoría de vosotros crea férreamente que no existo, de vez en cuando me doy el capricho de demostrárselo a algún escéptico como tú volviendo realidad uno de sus más anhelados sueños.

Una lástima que en tu caso fantaseases tanto con este tipo de cosas. Ya sabes, que un ente poderoso irrumpiera en una urbanización y empezase a masacrar a las gentes que lo habitan, para que tú, heroicamente, salvaras a tus seres queridos.

Una pena, además, que dentro de este sueño siempre incluyeses la oportunidad de saber qué se siente matando a un inocente. Ya sabes, por eso de que entre el tugurio y la hecatombe, cualquier víctima sería achacada al genocida.

He tratado de hacerlo lo más realista posible basándome en los trazos imaginativos de tu cerebro. Espero, asimismo, que me perdones la osadía de improvisar en cuanto al homicida en cuestión. Pero no dirás que no fue ingenioso dotarle de poderes lumínicos estando en las fechas en las que estamos, ¿eh?

Como comprenderás, los actos dignos de una epopeya dependerán de ti y aquí no podré intervenir. Así que sólo espero que se te dé bien.

¡Mucha suerte, hijo!”

Levanté la vista del escrito. No cabía en mi cabeza tamaña inverosimilitud insana. ¿Esto era un regalo de un humano mágico que se suponía que no existía? Caí de rodillas. Las puertas del ascensor se cerraron bruscamente y apenas me di cuenta de ello por la tremebunda rendición que sentía.

Este ascendió despacio, con algún que otro chispazo o rayo brotando de su contrachapado. Era obvio lo que iba a suceder, simple y llanamente el cazador estaba regodeándose por su aplastante victoria. Y, mientras, yo, ya más cadáver que ser vivo, reuní las últimas fuerzas que conservaba para ponerme en pie. Al menos tendría que concluir como un “salvador” digno y no como un esclavo de las injurias opresoras del temor ante la muerte. No fenecería de rodillas, sino de pie y con la mirada digna y alta.

El ascensor cesó de subir, era el décimo y más alto piso. Se había transformado en una atracción de esas de un parque en las que se te corta la respiración y te invade el vértigo, con la exclusiva diferencia de que en esta no se podía repetir…

Los segundos parecieron minutos. El sudor se deslizaba por mi cara. Yo seguía con una expresión imponente e impávida. No le concedería el manjar de mis gritos e imploros. Puede que no hubiera logrado salvar a nadie, puede que hubiera terminado segando la vida de una de mis mejores amigas, puede que hubiera hecho esta noche un sinfín de cosas mal, pero si le daba a mi vida un final lleno de orgullo, quizá enmendaría mis errores.

Ah, por cierto, ¿queréis saber lo último que escuché antes de que el captor dejara desplomarse el ascensor para que aquello se convirtiera en un amasijo de hierros y carne? Unos cascabeles.

Feliz Navidad… Ten cuidado a la hora de fantasear...

martes, 18 de noviembre de 2014

Cardiofagia

[De nuevo, otro año más, mi mente se ve reforzada por las vastas brisas de pura oscuridad de estos lares y ha recibido otra minúscula, pero valiosa, recompensa por mis ya no tan notorios martirios al existir en este plano tan insalubre para la cordura de los mortales. Y es gratificante saber que al menos estas vivencias no son tan repulsivas como las anteriores, de las cuales aún no puedo aceptar que pertenecieran a los actos de una de mis carcasas…

Esta vez también habrá muerte, también habrá oscuridad y habrá algo de actividad paranormal. Sin embargo, esta vez la cosa difiere bastante, puesto que es la primera vida tras la original en la que interactúo con la persona que estoy buscando… con aquella persona por la que estoy haciendo todo esto y por la que multiplicaría mis cargas infinitas veces con tal de seguir en mi búsqueda, una búsqueda que, aunque no lo parezca, comenzó a dar sus frutos desde el minuto uno.


Porque también es agradable el haber ayudado a un cuantioso número de almas a expresarse y plasmar en un recuerdo imborrable sus memorias. Porque lo que podría aterrar a un mortal, las temibles tierras de la Oscuridad, también tiene una fúnebre belleza imperceptible a primera vista pero apreciable con el transcurso del tiempo. ¿Me arrepiento de haber tomado esta vida? Ni por asomo. ¿Querría que acabase? Únicamente porque su final implicaría alcanzar mi propósito, y nada más.

Pero volvamos a lo que nos concierne… En esta vida, tal y como me narró mi compañera nigromántica, albergo una penumbra insidiosa, que al principio se camufla por éxito y felicidad, y meramente se comporta como una brújula que apunta hacia mi perdición. Supuestamente, el factor clave que estropea todo, es precisamente la conversación que tengo con la susodicha nigromante. Pese a las pruebas, confesadas por la propia “culpable”, quiero indagar en el asunto. Ya no para hallarla inocente, sino para corroborar si estoy de verdad tan marcado por el fatalismo que mi alma es incapaz de estabilizarse cuando el bienestar la rodea y se siente magnéticamente atraída por las desdichas.

Veamos qué me espera… A lo único que me he anticipado, pues me era irresistible no mirar, es a los asesinatos que cometo. Y debo decir que, si tuviera que señalar un talento para cada uno de todos mis cuerpos, el de este comecorazones no sería otro más que el arte que recrea con algo tan grotesco como son las sanguinolentas vísceras ajenas.

Comencemos.]

Mi nombre era Borja Jara Godoy, tenía 29 años y hoy era un espléndido día, puesto que estaba a punto de recibir mi diploma por graduarme en bioquímica. Justo en estos instantes estaba recitando el cuarto discurso que daba a una considerable multitud.

Sí… el cuarto. Uno que di en la despedida del instituto tras concluir segundo de bachillerato… y otros dos de la graduación de mis otras dos carreras, ¿o pensabais que había terminado con esa edad por mi incompetencia intelectual? ¡Para nada! A los 21 me gradué en Fisioterapia y a los 25 en Filosofía.

Sé que eran tres carreras bastante distintas entre sí, pero yo no buscaba concentrar mis conocimientos en un campo concreto del saber, sino expandir mi sapiencia todo lo posible. Y, si infravaloras la posesión de tres graduados, cálmate, porque no acaba aquí todo. Español, alemán, inglés, francés y japonés eran los idiomas que hablaba con fluidez… Concebía el mundo de cinco formas distintas, y estaban de camino la sexta y la séptima con el sueco y el chino. Asimismo, ya había reunido el dinero suficiente para realizar un máster en química forense, además de que estaba confeccionado los primeros bocetos de mi tesis doctoral sobre la subsanación mecánica de dolencias articulares como prevención de caídas en pacientes con síndrome post-caída.

No obstante, y obviamente, no era un lechero portando un jarro, y tenía la vista puesta en un trabajo a media jornada como fisioterapeuta a domicilio. Todo pagado por una empresa a la que le había interesado tras realizar prácticas durante mi paso por la Facultad de Ciencias de la Salud. Esperaron pacientemente y milagrosamente aún tenía reservado el puesto, con un pago mensual de 1200 euros con 4 turnos semanales y flexibilidad vacacional.

¿Insuficiente dinero para costear una vivienda y sumarle el costo de los estudios futuros? Sin problema, pues estaba salvaguardado por la suculenta herencia que recibí por parte de mi difunto padre.

¿Es que acaso podía irme mejor? Definitivamente sí, siempre nos puede ir mejor, pero, desear algo más con todo lo que poseía, rasgaba ya los límites de la codicia, y yo no soy ese tipo de persona a la que nunca le parece suficiente nada, pese a mi actitud insaciable dentro del mundo del cerebro… Aunque, eso sí, no podía negar que el poder era un rasgo que me embelesaba más de lo que querría. Pero bueno, nadie es perfecto, yo inclusive, aun rozando esta magnificencia.

Y fue tal día como hoy, uno de esos en los que estaba rodeado de perfección y de éxito, cuando apareció la telonera de mi fatalidad, aquella por la que hubiera cambiado una de las carreras por una enfocada a la ingeniería con tal de construir una máquina del tiempo y descuartizarla sin piedad hasta vaciar su cuerpo de cualquier resquicio rubí de esa falsaria sangre intoxicada con malevolencia…

Acababa de concluir mi discurso y me dirigía a mi asiento de nuevo, diploma en mano, y acompañado por una fogosa ovación… Recuerdo que la primera aclamación que recibí, con la tierna edad de 17 años, me puso completamente nervioso e hizo hasta que se me saltaran las lágrimas, pero uno ya estaba tan acostumbrado a este tipo de reacciones cuando mis labios tejían inspiradores vocablos que lo más que podía hacer era esbozar una mueca de satisfacción y de, para qué negarlo, altivez.

Entonces tuvimos el primer contacto visual. Si tenía que quedarme con una de mis cuantiosas cualidades, sin duda escogería la de mi agudeza a la hora de analizar mi entorno. Y por ello mismo me percaté a los pocos segundos de sentarme de que había una desconocida asomada en una de las ventanas del salón de actos. Apenas se veía uno de sus ojos, pero su iris tenía un color característico que contrastaba con el resto de colores carentes de vida de aquellos barrotes grisáceos y ese marco metálico y herrumbroso. Sin embargo, no recuerdo en absoluto dicho color, mas puedo asegurar que no era una tonalidad precisamente natural, y, en cambio, totalmente aceptable. Tal vez un azul oscuro, o un marrón brillante, no lo sé, pero en definitiva llamativo.

Me intoxicó con su presencia, ignoré el resto del festejo y me embauqué por la escasa porción facial que me mostraba. Esa incógnita antropomórfica me miraba. Y yo a ella. No se movía, y yo sólo deseaba que acabara cuanto antes este insulso homenaje a futuros parados para salir corriendo de ahí e impedir que tal observador escapara sin antes hacerle un par de preguntas… Nada ni nadie tiene derecho a estudiarme con la vista si yo no lo permito, y, para colmo, el duelo de miradas no le amedrentaba, lo cual me enojaba más todavía.

Comencé a dar pequeños golpes con los pies en señal de impaciencia. ¿A quién le importaba la felicidad de los graduados normaluchos? Yo había acabado la carrera, como de costumbre, con todo con matrícula de honor, ¿y los de mi nivel teníamos que ver las caras bobaliconas de esta calaña? ¿Por qué no podía irme simplemente por la puerta si ya no tenía ningún compromiso más con esta mediocre Facultad? Pero no… ahí seguía, ya no desafiando a mi observador u observadora, sino suplicándole con el palpitar de mis pupilas que permaneciera en su sitio unos minutos más.

Unos minutos que parecieron horas pero que afortunada y finalmente concluyeron. Así que, sin pararme a recibir los halagos falsarios de la gente acerca de mi discurso de despedida, salí con avidez en dirección al lugar donde, con los dedos cruzados, esperaba que me aguardase aquella inquietante persona. O mejor dicho, una vez vislumbrada, aquella inquietante presencia…

En efecto. Mi parálisis fue inmediata a la vez que entendía el porqué de su ocultamiento… Si antes había dicho que por la ventana mostraba un minúsculo porcentaje de su ser, era mentira, porque, qué más podía enseñar… algo… que era una… humareda negra.

Sus movimientos fueron veloces, y se dirigían hacia mi localización. Y yo, con tremebunda catatonia, tan sólo pude permitirme el cerrar los ojos como un fútil reflejo de supervivencia, aunque, al fin y al cabo, inútil, pues a los pocos segundos noté que me agarraba de las axilas y súbitamente me elevaba vertiginosamente hacia los cielos.

Tenía rostro de mujer, de acuerdo, con unos ojos de un color embelesador, una cabellera envidiable, una nariz respingona y unos labios carnosos; lo que en términos de denigrante superficialidad podría denominarse belleza. No obstante, siendo el resto de su cuerpo pura umbra, era evidente que empleaba esa máscara cárnica para atraer a incautos que dependían de sus hormonas o, en mi caso, a curiosos que se sienten molestos cuando alguien no para de mirarles.

Pese a ello, notaba unas cálidas manos y una sensación extraña de protección… Definitivamente ese fluido gaseoso era tangible hasta el punto de palparse consistente, aunque eso no quitaba que seguía ascendiendo con el viento casi cortándome la respiración.

Debía abrir los ojos. Aunque mis instintos primarios no detectasen una notoria amenaza a mi integridad física más allá de la del vértigo, tenía que darme prisa para estudiar lo que me rodeaba y hallar una forma de salir airoso de la situación. Había de abandonar toda lógica y afrontar lo que estaba sucediendo. Necesitaba ser frío e impasible, dos cosas en las cuales rezumaba maestría, por lo que, si mi supervivencia se basaba en manejar emocionalmente a aquel ente, tendría las de ganar en cuestión de unos pocos minutos.


Sin embargo, cuando mis párpados me devolvieron la capacidad visual, contemplé algo completamente distinto a lo que esperaba a priori. Esa sensación protectora que había percibido era real, tan real como los brazos que me sujetaban y el cuerpo que estaba unido a la misma cara que segundos atrás flotaba fantasmagóricamente.



Obviamente era el mismo ente, ya no sólo porque permanecía con los mismos rasgos faciales y porque sus manos habían continuado todo el tiempo en contacto conmigo, sino porque todavía su “renovado” cuerpo emanaba ese mismo humo oscuro que tanto me impresionó…

Un alivio que fuera así, ya que, aunque claramente no fuera una humana ordinaria, tenía el aspecto de una, y eso ayudaría en el momento en el que pusiera en marcha mis tácticas persuasivas.

Congelé mi mente y calculé al instante cientos de resultados posibles para la conversación, ya se transformara en un monólogo por mi parte, como si acabase por ser una hostil conversación, todos ellos conduciéndome a la libertad… menos aquel en el que se concluía la interlocución conmigo cayendo al suelo a una velocidad de cientos de metros por segundo y convirtiéndome en la suculenta pulpa para una pala, por supuesto.

En cambio, contradiciendo todas mis expectativas, nada más abrir mi boca para hablar, en vez de ser yo el que iniciara el coloquio, fue ella. Y no precisamente con lenguaje verbal, sino no verbal, más en concreto una desconcertante e inexplicablemente apaciguadora sonrisa.

Acto seguido, cuando por mero protocolo relacional, y tomando su expresión como una invitación a una opción menos arriesgada para seguir con vida, sonreí también, ella dejó de sujetarme por las axilas para rodear mi tórax con sus brazos con una fuerza increíble.

¿Qué era lo que tramaba? No podía adivinarlo, y cada vez me era más costoso pensar por una sencilla razón, la cual podía albergar dentro de sí una intencionalidad maliciosa: notaba sus latidos contra mi pecho, y el propio ritmo de estos estaba hipnotizándome y adormeciéndome… Entre esto y la cada vez mayor ausencia de oxígeno, mi cerebro no tardaría mucho más en ondear la bandera blanca ante la somnolencia.

Mi vista se nubló y arraigó el onirismo. Había sido derrotado de forma tan patética por una cara bonita y… tal vez por un poco de afecto recibido desinteresadamente, sin importar que este en realidad fuera un comportamiento maquiavélico… ¿Qué me ocurriría ahora? ¿Qué sería de mí? ¿Así iba a acabar todo? Bueno… al menos había conseguido perecer superando drásticamente al número medio de graduados que tienen el resto de mortales. ¡Y no me vale la excusa de que ni he llegado a la esperanza de vida media de estas mismas gentes que critico! Porque he sido, soy y seré superior, pese a que sólo vea oscuridad ante mí…

Una misma oscuridad que se esfumó radicalmente con un súbito espanto acústico que acuchilló mis cócleas. Estaba tumbado, y de un golpe me incliné, exponiendo mis ojos a una dañina luz que por fortuna se atenuó poco después. La atmósfera era gélida y mis piernas estaban insensibilizadas. Evidentemente no era un despertar muy normal, salvo porque todo esto indicara que lo que había emergido en mi conciencia era un espectro. O, en otras, palabras, que había aparecido en la dimensión a donde fueran los seres vivos tras morir.

Estaba completamente solo, en una habitación vacía a excepción de unas sábanas que me arropaban y un tatami acolchado sobre el que yacía. Ladeé la cabeza a un lado y al otro tratando de buscar a la misma fémina que había provocado esto, pero ni siquiera fui capaz de encontrar una puerta entre esas cuatro paredes blanquecinas, ni siquiera una mísera ventana por la que fugarme. Estaba cautivo.

Lo primero de todo era guardar la calma y esperar hasta que regresara la sensibilidad a mis miembros inferiores. Una vez conseguí esto, pude incorporarme y rebuscar por los escasos sitios que quedaban ocultos a mi vista. Entre ellos el mismo sitio sobre el que había estado reposando.

Aparté el pequeño colchón y el tatami de un brusco tirón y, satisfaciendo mi mundo de posibilidades, suspiré aliviado al divisar lo que parecía una trampilla. Supliqué por que estuviera abierta y así fue, recibiendo tras ella unos oscuros escalones para nada polvorientos.

Eché un último vistazo a mi alrededor para comprobar que no me dejaba nada por investigar y descendí por esas escaleras hasta lo que parecía un pequeño sótano iluminado lívidamente por unas cuantas velas apenas consumidas, lo cual me llevaba a la conclusión de que alguien había estado por aquí no hace mucho tiempo.

En este silencioso subterráneo tampoco había gran cosa. Era como la habitación de antes, menos por la iluminación, siendo llamas aquí y bombillas arriba. Afortunadamente, también se diferenciaba por la presencia de una puerta en cuya base se deslizaban unos tenues rayos de luz, imagen traducida por tal situación como una vía de escape, así como por la presencia de un maltrecho escritorio sobre el que descansaba un papel.

“Perdona la estrepitosa presentación, pero no debo interferir demasiado en el desarrollo de tu alma dentro de este cuerpo, así que siento de antemano si dejo unas cuantas cuestiones sin resolver. Trataré de ponerme en contacto de nuevo contigo dentro de un mes, siempre y cuando resuelvas la amnesia que tu esencia sufre.

He tratado de hacerlo lo mejor posible para que abras tu mente a nuevas alternativas de la realidad, ya que, si no disminuyes tu imbatible escepticismo, ni siquiera podremos iniciar la secuencia de tu rescate.

¿A qué me refiero? Para no conmocionarte en demasía, te lo explicaré con unas escuetas frases que te resumirán todo. Sólo te pido que, como mínimo, aceptes que esto puede ser verdad… Tú eres la reencarnación de un nigromante. Esta es la tercera vida que tienes, contando la primera como la original. Fuiste maldito por otro hechicero como tú para que mantuvieras tu alma intacta pero borrándosete la memoria. Cuantas más vidas pasen, más difícil será devolverte tus recuerdos primarios. Yo estoy aquí para tratar de que consigas recordar.

Sé que suena completamente inverosímil y que harás asco a la idea de que otrora eras alguien que practicaba magia negra, lo comprendo, pero tienes que confiar en mí. No te pido que cambies por completo la vida que te has labrado, tan sólo te imploro que me des una oportunidad. Para ello, y pidiéndote perdón de nuevo, me tomé la libertad de lanzarte una pequeña maldición que hace que demacres a cualquier objeto, vivo o inerte, al que beses. Sólo durará hasta el anochecer, tan sólo es para que compruebes que lo que te digo es cierto, ya que este tipo de hechizos no pueden lanzarse sobre alguien normal, sin que su alma no haya sido infundida previamente por oscuridad.

Si aceptas la prueba y vuelves tu mente más abierta a este mundo que te he mostrado, sólo tendrás que esperarme durante una treintena e iré en tu busca.

Sin más dilación, un beso. Atentamente, tu antigua pero eterna compañera.”

Sin pararme a meditar, más concentrado en ese momento en escapar de ahí que en cuadrar todas esas descabelladas afirmaciones en mi cabeza, guardé el papel en uno de mis bolsillos y me dirigí hacia la puerta. La abrí lentamente, asomándome para confirmar que lo que había delante era zona segura. Un pasadizo se mostró, con numerosos rayos solares cayendo del despedazado techo. Los ladrillos estaban hechos trozos y la flora crecía salvajemente por cualquier húmedo recoveco. No cabía duda de que esto era un lugar abandonado que tal chica había tomado como guarida.

El piar y el sonido del viento me llevó hasta el final del susodicho pasillo enladrillado hasta dar con unas escaleras de hierro que estaban claveteadas en una envejecida pared. Ascendí por ellas y levanté una trampilla metálica. Finalmente estaba en libertad, con vistas ladera abajo a una carretera, por lo que no tardaría mucho en alcanzar algo de ansiada civilización para de una vez por todas reubicarme y regresar a mi queridísima y afamada monotonía.

Horas más tarde, aunque exhausto y con la suerte de haber poseído mi cartera en todo momento, repleta de dinero, pude costearme un abono de autobús para llegar a mi barriada. Era curioso, pero la desconocida no me había llevado extremadamente lejos, únicamente me situaba en las afueras de la capital, en un bosque cercano a una de las villas de la periferia urbanita.

Lógicamente, nada más llegar a mi querido hogar, pese a la fría recepción de la soledad, pude respirar tranquilo y echarme en el sofá presionando mi cara contra mi cojín favorito para tratar de olvidar todo ese vórtice de incoherente demencia.

O eso trataba de hacer, si no fuera porque el destino tenía otros planes diferentes cuando optó por desintegrar mi cojín en amarga ceniza en un abrir y cerrar de ojos… Y, con mis labios tintados de gris y mi lengua infecta por un sabor espeluznante, me puse de pie de un brinco y una sagaz sinapsis en mi cerebro obligó a mis manos a extraer del pantalón la nota que la extraña me redactó para guiar mis pupilas hacia una frase clave: me tomé la libertad de lanzarte una pequeña maldición que hace que demacres a cualquier objeto, vivo o inerte, al que beses. Porque estaba sucediendo de verdad.

Gracias a Darwin había mantenido todo ente, y más importante aún, toda región de mi cuerpo, alejada de mis labios. Unos músculos con el potencial de enviar a la nada cualquier cosa hasta que el Sol se despidiera de nuestro hemisferio… Tenía el poder de matar en mi boca… ¿De verdad poseía el potencial de un ser capaz de doblegar las artes nigrománticas a su voluntad?


Fui hasta la cocina para realizar un experimento concluyente y definitivo. Vertí agua en un vaso y me dispuse a beberlo. Sin embargo, el vidrio ennegreció y se resquebrajó a la par que el agua se evaporaba para desaparecer en el aire… Era irrefutable que tenía algo fúnebre en mi ser, y tal vez, como ella decía, se acababa de aparecer delante de mí la oportunidad de regresar unas memorias apresadas en el olvido que podrían serme de utilidad para alcanzar un nuevo nivel en de poder jamás antes pensado.

Lo primero que debía hacer era reunir información. Tomando como veraz la premisa de que tenía reminiscencias nigrománticas, debería ponerme manos a la obra en lo referente a los conocimientos pertinentes dentro de tal ámbito. Y qué mejor para ello que acudir a la sección de esoterismo de la biblioteca, sin hacer ascos, por supuesto, a algunas novelas o noticias de relativa seriedad y confianza en los que estos temas fueran tratados.

Desafortunadamente, y aunque mi sapiencia lógica ya se había anticipado a lo que iba a pasar, poco encontré que no distara de meras historietas fantasiosas y alguna que otra leyenda urbana de “conjuros reales”. Todo era un fraude, ya fuera en artículos o en páginas novelísticas… Todo menos un libro… Uno que hallé en un rincón de la biblioteca, en una estantería casi exenta de material de lectura.

El susodicho estaba tumbado, cubierto de polvo. De él me llamó la atención su lomo, donde las letras, pese a la suciedad, seguían reluciendo con un llamativo dorado. “El Camino de la Muerte.” Me hubiera dado por vencido, ignorándolo ante la creencia de que sería otra historia absurda, de no ser, precisamente, por esos destellos inapropiados incluso para una imprenta en brillantina. No. Aquellas palabras destellaban de verdad, como si… el libro estuviera hechizado.

¿Y si fuera una señal de mi supuesta compañera? ¿Y si lo había dejado ahí al verme desesperado buscando información acerca de la nigromancia? Fuera como fuera, cierto o no, lo peor que podría pasar es que perdería otros cuantos maravillosos minutos de mi vida leyendo unas hojas inservibles.

Me senté por última vez en una de esas antiguas sillas y comencé a hojearlo hasta que uno de los capítulos hizo que parase. “Nigromancia oculta.” La ilustración bajo el título era bastante sugerente: un individuo normal y corriente en cuya región cardíaca resaltaba un remolino negro que trazaba la silueta de una calavera con cara de pocos amigos. Tal vez sería hora de profundizar en estas páginas.

Y no cabía en mi asombro conforme iba leyendo párrafo por párrafo. Trataba sobre humanos que en un pasado, ya fuera en otra vida o en la misma, habían sido bendecidos con la facultad de subyugar la muerte. Pero lo curioso es que nombraba todas las posibles causas de un nigromante cuyos poderes habían sido mermados o directamente perdidos. Entre ellas, en la lista se encontraba con todos los detalles lo que en teoría me había ocurrido a mí. Por lo visto, según el libro, existía realmente un conjuro que marcaba el alma de un nigromante para que en las rencarnaciones futuras preservara la carga tenebrosa de la nigromancia, y si no respondía a los indicios presentados a lo largo de sus siguientes vidas para recuperar su verdadera forma, el alma en cuestión desaparecería por siempre.

Mis ojos y mi boca quedaron completamente abiertos, y en seguida avancé rápido en el capítulo para ver si había escrita alguna solución. ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué? ¿¡Qué!? ¡Me era imposible esperar un dichoso mes para hablar con aquella mujer!

¡Lo hallé! “Cómo regresar a tus orígenes.” El subtítulo que me transformaría en un ser grandioso, experto en vida y pronto experto en muerte. No obstante, lo que leí fue un poco… perturbador… ¿Sería capaz de hacerlo? Estaba en una profunda ambivalencia, evaluando pros y contras… Entonces, instintivamente, mi cerebro se centró en lo que actualmente le pasaba a mis labios.

Sí, era cierto. Aunque escasas, las pruebas eran inequívocas, la nigromancia existía y yo era poseedor de tal don. No había duda alguna. Tendría que desprenderme de esta falsa moral y recurrir a mi deontología personal.

Regresé a mi casa y volví a meditar sobre el tema. Pero no había vuelta de hoja, en lo único en lo que debía pensar ahora mismo era en cómo realizar “eso”. Hoy sería la noche indicada, si aguardaba más, corría el riesgo de echarme atrás. Me preparé para la ocasión. Entre el material seleccionado, un diazepam por si acaso. Y el resto del tiempo lo pasé en mi terraza contemplando el cielo y la oscuridad que lo iba envolviendo poco a poco.

Hasta que ni una minúscula partícula de luz natural, a excepción de la reflejada por la Luna y la emitida por otras estrellas, quedó en nuestro bóveda. Señal de la hora H. Tragué saliva y me miré en el espejo antes de salir, pudiendo tocar con seguridad mis labios. La maldición había acabado… pero empezaba otra para algún… desdichado.

En un callejón solitario y lóbrego permanecí a la espera de que se cruzara una persona desprotegida. Cinco minutos después apareció un joven incauto, prematuramente ebrio para la hora que era. Sin nadie más a la vista, pude proceder. De un tirón lo arrastré hasta las sombras y allí hice lo impensable. Su garganta se abrió ante la hoja de mi cuchillo y un leve silbido precedió a su mutismo. Gorgoritos de sangre eran los únicos que ahora suplicaban. Continué dándole la vuelta y realizando un fino pero profundo trazo sobre su columna vertebral. De vez en cuando el filo se salía de la carne y volvía a introducirlo con más fuerza.

Él se fue apagando lentamente entre dolor y lágrimas hasta dejar una simple presencia exánime. Fue el momento. Realicé una minúscula fisura en su pectoral izquierdo y abrí los tejidos con mis manos. No esperaba que presentaran tanta resistencia, de veras que tuve que hacer un considerable esfuerzo para extender la perforación. Y, después de ello, con un mazo y un destornillador, quebré las costillas para dar entrada a mis dedos a su… exquisito corazón.

Enhorabuena, los habéis adivinado. Lo que tenía que hacer para recuperar mi auténtico ser no era otra cosa sino trastocar mi dieta del todo y sólo incluir en ella corazones humanos. Por lo visto estos órganos son más que un músculo, y albergan la esencia de vital de todos los hombres y todas las mujeres. Los nigromantes, por muy debilitados que estemos, somos capaces de drenar este tipo de energía, y con una suficiente cantidad automáticamente mi alma se defendería y disiparía la maldición que recae sobre mí.

También aseguraba que los resultados eran instantáneos, así que estaba impaciente por recibir esa inyección de poder. Sólo escasos centímetros de mi boca yacía una fuente enérgica inconmensurable. Hasta la boca se me hacía agua. Sólo… sólo un bocado… y todo cambiaría…

Y así fue, pero cambió para mal… Porque entré en una especie de lapso amnésico. Todo fundido en negro y en cuestión de segundos desperté inmovilizado en una incómoda silla con una angustiosa sensación alrededor de mi cuello… El garrote vil.

Me notaba más cansado. Grité, y escuché mi voz más agravada. ¿Qué estaba pasando? Exigí que alguien me explicara la razón de que estuviera sentado aquí. Estaba rodeado de gente, pero nadie respondió. Sólo percibí el sonido de una manivela al girar. Había empezado mi injusta ejecución.

¿Injusta? Conforme la presión comenzó a hacerse insoportable, recuerdos invadieron mi cabeza. Eran sucesos que habían transcurrido durante mi extenso vahído. Habían pasado catorce años y unos cuantos meses desde aquel fatídico mordisco. Iba a morir con cuarenta y cuatro años…

El estrangulamiento cobró fuerza y con ello mis memorias. Por lo visto no quedó aquello en un homicidio… A este le siguieron decenas… Con mi astucia y mi frialdad nadie fue capaz de encontrar al verdadero culpable y, aun con la seguridad reforzada por las noches, siempre lograba cazar una nueva víctima…

Remembranzas de mi hogar acudieron a mi despedida. Lienzos pintados son sangre. Cuerpos mutilados. Un suelo encharcado de vino. Corazones troceados y paredes coloreadas. Y, en un espejo reflejado, yo, con una bata de seda, no sé si roja por el tejido o por la sangre, sentado en un sillón orejero, portando una copa llena de un líquido rojo y relamiéndome mientras miraba el tórax cercenado que estaba acostado en mi regazo.

Sangre, sangre y más sangre. Dejé hace semanas de emplear cuchillos. Había perfeccionado mi técnica y me valía exclusivamente de mis manos para recrear tan dantescas escenas. Afirmaría, incluso, que durante esta evocación de mis acciones llegué a percibir el sabor de todos y cada uno de los corazones que ingerí…

Pero había algo que todavía quedaba en blanco. ¿Qué fue de aquella chica? ¿No vino a pararme los pies? No… no la encontraba por ningún lado… Por mucho que recorriera mi mente no estaba… Y eso sólo podía significar que jamás cumplió su promesa de volver a verme…

O quizás… Puede que lo echara todo a perder… No sólo se intensificaba mi memoria, sino mi arrepentimiento… ¿Pudiera ser que esta no fuera la senda que ella esperara y se sintió defraudada? ¿Cometí el paso erróneo hacia la nigromancia?

Nunca lo sabría… Un último crujido cortó toda conexión y la historia de mi vida, donde en las primeras páginas se narraban las vivencias de un triunfador con un futuro esperanzador y en las últimas se apuntaba descuidadamente el desenlace de un macabro caníbal, culminó con el recuerdo del sonido de una gota de sangre impactando en un charco rubí.
Pido perdón.

[Bien, parece ser que una vez más he conseguido nuevas pistas…  Aunque por desgracia más que respuestas son nuevas preguntas. Aun habiendo dos vidas de diferencia entre esta y la de ahora, también mi yo presente había pensado que ese libro lo dejó ahí ella para mí. Pero dudo que me diera algo que me condujera a mi perdición.

Por otro lado, ¿a qué se debió que perdiera la memoria de casi tres lustros? Definitivamente comer corazones surte efecto en los nigromantes. No el esperado, pero lo hace. Lo que me lleva a pensar que alguien escribió tales patrañas para que practicase algo que me perjudicaría hasta el punto de perder el control y recobrar la cordura cuando me capturasen, siendo ya demasiado tarde.

Además de ello, comparto los interrogantes de mi yo del pasado. Si recuperé mis recuerdos en su totalidad y en ellos no se encontraba mi compañera, ¿qué es lo que hizo que decidiera finalmente no acudir a la cita? ¿O es que algo se lo impidió?

Tendré que ponerme a reflexionar. Y espero con ansias que en la tercera vida halle más respuestas, ya que en esa consigo entablar hasta una amistad con ella y así podría aparecer la ocasión de recolectar algunos de sus datos físicos para enfocar mejor mi búsqueda. ¿Por qué ni siquiera aquí fui capaz de mantener en mi mente el color de sus ojos?

Estoy expectante.]

sábado, 1 de noviembre de 2014

Especial Halloween: Réquiem

De entre todos los terrores que pueden atrapar a la humanidad clavando sus garras sin ningún resquicio de piedad hay uno de ellos que permanece sigiloso en primera instancia, esperando su momento oportuno, para después arremeter con la mayor de las sañas.

Cada cual es único, y por consiguiente, no todos terminan presas del mismo modo. Unos son devorados prematuramente, otro no lo ven venir hasta que es demasiado tarde; pero ten por seguro que finalmente, seas quien seas, presenciarás el colofón de tu valentía frente a este miedo en concreto.

Porque es irrelevante tu posición y la calidad de tu resguardo defensor. Incluso puedes estar convencido de que tú eres la excepción, que has recibido un don divino donde los mismísimos Olímpicos han intervenido. Pero la realidad es otra y nada te hace especial, distinto al resto. Un miedo es un miedo, más aún si se añade el factor del desconocimiento a este, que por medio de la incertidumbre es capaz de acrecentar sobremanera aquel temor insidioso.

¿Sabes de quién hablo? ¿Te has arreglado para la ocasión? Ya llega, llama a la puerta con impaciencia. Dale un afectivo recibimiento a la Necrofobia, quien ansía desde hace tiempo estrechar tu mano para no soltarla jamás.

¿Cómo? ¿Que ya la conocías? ¿Que en ningún momento te produjo aversión? Ah, compañero, eso es porque entonces fuiste engañado por alguno de sus hermanos. En cambio ella es el miedo primigenio, aquel del que nadie puede ni podrá desapegarse pese a que afirme que su nivel de aceptación a la defunción es elevado. Miente, porque, aunque sea una mota microscópica, el presenciar de forma cercana la muerte, ya no la propia, sino la ajena, te hará temblar; te lo aseguro.

No obstante, no hay nada de lo que preocuparse, pues estoy aquí como guía. Y no te equivoques, no vengo a eliminar ningún tipo de terror, pues soy de los que piensa que debemos convivir con ellos. Más bien actuaré como guía de la razón y del entendimiento, aquel que te sede con desesperanza a futuros ciegos sobre un cuestionable más allá y a la vez te administre una sobredosis de realidad que te haga hacer ver que el fin de todo también puede ser bello y en absoluto dramático.

La primera pregunta que me viene a la cabeza es el porqué de que huyamos de la muerte, que la neguemos constantemente y que resulte un tema tabú en la mayoría de las conversaciones. ¿A qué se debe? ¿Por qué, por otro lado, a vástagos de la misma como el dolor y la tristeza sí los respetamos y no nos replanteamos en ningún momento evitar nombrarlos en nuestras conversaciones rutinarias?

Tanto el dolor como la tristeza, y otras como la pobreza, el hambre, las enfermedades o las guerras, pueden ser teloneros de la Parca, y, no obstante, no están vetados en el día a día como ella. ¿Acaso no es menos mórbido hablar del cese de las funciones vitales, de una fuerza ineludible y universal que acabará por alcanzar a todo organismo vivo? ¿Y por qué la gente que adopta la muerte a su monotonía está tan estigmatizada, como si fueran monstruos que sólo por respetarla ya van a practicar su letal religión? Tantas cuestiones con respuestas prohibidas del fin de algo que comenzó con tanto júbilo y ahora acaba por ser encerrado en una película lacrimosa.

Puede que en la historia de nuestro planeta nuestra existencia no sea más que un suspiro, pero en nuestros ojos ya ha pasado una eternidad desde que estamos aquí. Y durante esta eternidad ha habido incontables muertes por innumerables motivos. Ella ha convivido con nosotros y nosotras todo este tiempo, concediéndonos victorias cuando alcanzaba al contrincante y derrotas cuando rozaba a los nuestros. Pero parece que todo esto ha sido fútil, y, como si de una mancha vergonzosa en la Historia se tratara, su nombre se evita nombrar constantemente.

Tienes que empezar a concienciarte lo antes posible. Estás infectado con el virus Memento Mori desde que naciste. Inyectarte vida también significa poseer un reloj cuyas manecillas no cesarán ni por la mayor de las súplicas.

No es una obligación, no te impero a punta de pistola para que admitas un dogma funerario. Eres libre de seguir cegado si así lo deseas, pensando todavía que la vida es una verdad máxima y la muerte es sólo la ejecutora, merecedora de cualquier repudio por arrebatarnos los seres que más amamos.

Sin embargo, déjame cuestionarte esos improperios hacia ella, porque témome que estás terriblemente equivocado… Cuando la maltratas por afirmar que aquel cadáver no tuvo todo el suficiente tiempo para completar su lista de quehaceres, a quien realmente deberías injuriar es al muerto, por no haber sabido aprovechar los granos que iban filtrándose en el reloj de arena. Cuando lamentas la defunción de un enfermo que según tu opinión no se había ganado esa cruenta patología, a quien tendrías de verdad que señalar es a la vida, que ha creado las condiciones perfectas para que cierta bacteria o virus prevalezca próxima al entorno de su víctima. Cuando un accidente de tráfico siega la vida de tu inocente hermano y tú maldices la sangre fría que tiene la de la guadaña, a quien ciertamente deberías culpar es al temerario asesino que devastó la bóveda craneal de tu familiar. Y cuando la angustia te corroa mientras ves pasar los últimos segundos en los que tu corazón permanece bombeando, si has de culpar a alguien que sea a ti mismo, por haber aceptado las condiciones de la biología que hasta ahora nos estrangula a todos con su soga legislativa.

Con esto quiero decir que apuntar como culpable universal a la muerte de todo lo que desemboca en ella sería como culpar al descomponedor de la basura pútrida que yace en el suelo, ignorando al bastardo que la ha arrojado allí. Porque vivir es morir, al igual que ver una película implica afrontar el final de la misma. Si aceptas estar aquí debes estar preparado para todas las consecuencias, tanto buenas como malas, y ya depende de tu enfoque el que tu funesto final esté en una categoría o en otro, pero indudablemente ahí estará, esperando en la meta con un vaso de somníferos para que puedas reposar todo lo que necesites, y más.


Pero esto no acaba aquí, ni mucho menos. Aceptar su existencia no es un ningún logro cuando la mayoría de la humanidad se muerde las uñas en señal de desesperación, y lo que antes se desvanecía con el principio de evitación ahora se cuela entre pequeñas fisuras mentales para pinchar sin piedad a tus fobias. Ya que tomar la muerte como algo natural no es en absoluto la cura a los miedos, pues también aceptamos a los insectos como seres naturales y no por ello ha dejado de existir la entomofobia. Todavía queda lo complicado, que es asimilar que esta enigmática fase no es tan tétrica como la mayoría de las culturas nos reiteran que es… Deja de ser engañado por el argumentum ad nauseam y empieza a darte cuenta de que lo más cercano que podrás estar de burlar a la muerte es no siendo aterrorizado por ella cuando palpe tu alma con sus pálidas manos…


¿Eh, qué es lo que ocurre? ¿No me digas que está surtiendo en ti el efecto contrario, que veías tu óbito como algo distante y turbio y al ser aclarecido te ha invadido una mortuoria hipocondría? Camarada, lo has enfocado mal. Me parece que parte de la culpa es mía, que mi mensaje de Homo Viator lo has interpretado como Memento Mori y no como Carpe Diem.

Dejemos el realista nihilismo de estos pretéritos párrafos y centrémonos en esos globos oculares que orbitan engarzados por fibras musculares ciertamente vívidas. Porque necesito que empieces a considerar tu vida como un extenso día, con la diferencia de que esta vez irte a dormir tal vez no te produzca sueño alguno.

Puede que no sea lo mismo angustiarse por lo no hecho durante un lapso de veinticuatro horas cuando plácidamente puedes aplicar el burlón y modificado “no dejes para hoy lo que puedas hacer mañana”, pero la esencia es la misma: el ocaso llega, la noche te envuelve y cierras los ojos para que la oscuridad sea tu única compañera, ignorando que esa pueda ser la última vez que tus pulmones precisen de aire.

Morir, después de todo, es simple y llanamente eso, el momento en el que el tiempo alcanza tus talones y tienes que empezar a finiquitar con avidez todo lo que te queda por hacer. No debes tener un excesivo miedo, es incomprensible poseerlo si lo que te asusta únicamente es que te queden un sinfín de cosas por concluir, ya que este mismo pavor será lo que enlentezca tus actos y ocluirá tus propuestas para que jamás se hagan realidad.

Haz lo que veas necesario, lo que te guste, sin poner miras en el lejano futuro, o de lo contrario, cuando menos te lo esperes, echarás un vistazo a tu mano y no verás más que polvo, desvaneciéndose con la suave brisa que exhale tu calavera.

Y, a veces, yo diría que en una gran parte de los casos, esta detención funcional sucede de manera prematura e inesperada. Quizá puede que este sea el punto que menos me gusta tratar porque es la raíz del horror que congela a la humanidad y succiona su valentía, pero si no se ataca el núcleo del problema nunca podremos arrancarnos esos parches sinápticos que enmudecen nuestro labios cuando mencionemos ese temible vocablo cuyo inicio es la fúnebre M.

Aunque lo dije de pasada antes y, pese a que la conciencia de la muerte ya sea una explicación máxima per se de este pretencioso inconveniente ignorado… Somos de carne, de sangre, de huesos quebradizos… Somos frágiles.

Puedes perder tu vida de múltiples formas, hasta de la manera más absurda, y eso es debido a nuestra debilidad. Cierto es que nuestro cuerpo es capaz de soportar grandes daños e incluso puede sanarse con el tiempo, hasta regenerarse en menor medida, pero piensa por un segundo en las enfermedades de carácter infeccioso, ¿quiénes la provoca? Son seres microscópicos, minúsculos en comparación con nuestro tamaño, y sin embargo pueden acabar en menos de lo que dura un grito con colosos como nosotros.

Somos endebles, a un nivel inimaginable, y esto es en esencia lo que de verdad nos asusta. Si la muerte hubiera hecho un pacto en el que sólo nos daría caza exclusivamente cuando rondásemos el siglo de vida, entonces, seguramente, nuestra concepción de su burdo cometido cambiaría radicalmente y sería considerada un ente que apaga las maquinarias que ya se merecen un digno descanso.

En cambio, la realidad es muy diferente, y sus cuencas no discriminan, seas rico o pobre, joven o anciano, bienhechor o malicioso, si la guillotina ansía degustar tu nuca, así se hará. Y por muy veloz que seas acabarás siendo ceniza que sólo se alzará al palpitar de los que te recuerden.

Así que, simplemente, como otra fuerza imparable de esta concepción de energías físicas, acostúmbrate a convivir con su frío tacto y no tiembles, ya que eso no la volverá piadosa y tus esfuerzos serán derrochados al compás de pura sorna. Sólo acopla su presencia a tu ser, porque forma parte de ti lo desees o no, porque será quien concluya tu telar dando el último punto, porque es la razón incuestionable de que demos valor a la vida, porque, al fin y al cabo, no es más que un apéndice tuyo, la fecha de caducidad donde se recopilará toda la odisea que has confeccionado a lo largo de tu trayecto y donde serás recompensado con el abandono de tus asfixiantes responsabilidades.

Ah… si pudieras contemplar la belleza que yo encuentro en la muerte podrías darte cuenta de una vez por todas que la única gravedad que conlleva esta es la que nosotros mismos le otorgamos.

Es quien equilibra los niveles de infestación de este planeta que en repetidas ocasiones diversas especies quieren tener en su poder cuando la megalomanía se hace incontenible. Es el juez incorruptible que hace caer los más terribles imperios cuando no pueden ser detenidos a la fuerza. Es la autoridad que pone un umbral a la temeridad en aras de avisar y proteger a los sucesores de tamaña valentía descabellada. Es el Todo que conduce a la nada y es la Nada que consume todo.

Por favor, abre tu mente y analiza tu cuerpo. ¿Realmente crees que el susodicho se encuentra a la intemperie, a manos de un Jinete, y que no está a tu merced? Dejar la muerte como cabeza de turco, engullendo la sumatoria de los maltratos que llegan por parte de vivos, es lo que impedirá que arranques sus togas, la cuales han sido grapadas a su cálcico marfil con el propósito de no ver en perspectiva.

Necesito, para terminar, que hagas una breve recapitulación de todo lo aquí expuesto. ¿Qué te ha llevado al miedo, qué te ha conducido a la desesperación, qué te ha inducido en una profusa tristeza, qué ha hecho que te estremecieras en tu primer contacto con la muerte? Estos no son más que sentimientos nacidos de un organismo vivo. Sí… todo lo malo que se le arroja a la Parca proviene de reacciones ocasionadas por la vida, es como esa cínica alumna que agrada a los profesores y de la que sólo tú conoces sus verdaderas intenciones…

Tampoco digo que vivir sea un hecho deleznable que expulsa incesantes penurias y por ende resulta en una ofensa a la muerte, ni mucho menos. Lo que pretendo explicar, en resumidas cuentas, es que dejes de echarte las manos a la cabeza por algo que todavía ni ha comprimido tus vísceras… Que, si cuando llegues al final del camino será con un filtro repleto de suciedad y podredumbre, será precisamente por la atmósfera tóxica por la que en el presente no dejas de caminar.

Porque la vida es una bella mentira, y la muerte una cruel verdad.

viernes, 31 de octubre de 2014

Especial Halloween: Doppelgänger

La noche pintaba interesante. No se podría haber escogido mejor día para que un fallo eléctrico dejara a la ciudad incomunicada, sin que ni siquiera nuestros móviles fueran capaces de tener acceso a Internet. Hoy, 31 de octubre, la tecnología había fallecido.

Por fortuna, mis amigos y yo ya habíamos acordado previamente el lugar y la hora de la cita anual, por lo que aunque ahora no pudiésemos enviarnos mensajes ya sabíamos lo que debíamos hacer: puntualidad exacta y si pasados cinco minutos faltaba alguien entonces tendría que jugar a encontrarnos entre la densa muchedumbre.

De hecho, me inquietaba más el día de mañana que la propia posibilidad de que alguien no llegara a la hora acordada. ¿La razón? Tenía contactos que estaban fuera de la ciudad, y con algunos de ellos solía hablar para desear las buenas noches o, simplemente, un feliz Halloween. Era evidente que si se cumplía lo prometido mañana volveríamos a estar en comunicación con el resto del mundo, y por consiguiente me llegaría una salva de mensajes que seguramente harían colapsar mi móvil.

De todas formas, eso era problema del futuro, salvo que alguno de ellos se enfadara porque creyera que le he estado ignorando toda la noche esto no supondría ningún problema importante para mí. Es más, mi preocupación eran mayor por la atmósfera que había recaído sobre nosotros, como si algún tipo de poder, percatado de la singular noche que era hoy, hubiera puesto su grano de arena para hacerla más especial aún.

No sabía discernir si se trataba por la contaminación lumínica o por un imperceptible cielo encapotado, pero literalmente no había iluminación astral. Ni estrellas ni Luna. Solamente se vislumbraba una espesura negruzca que, al menos a mí, me ponía el vello de punta.

Era irónico, un chico como yo, tan corpulento incluso para mi edad, para colmo disfrazado de Ghostface, temiendo ese fenómeno nocturno. Pero, sinceramente, si no fuera porque había más gente por las calles, hasta me habría asustado caminar avenida abajo hasta la parada de autobuses, lugar donde habíamos quedado.

Me encantaba esta fiesta, también disfrazarme y asustar a algún que otro desprevenido, sin embargo, quizá por las creencias que mi familia me inculcó, poseía algo de carácter supersticioso. Me era inevitable creer que algo del esoterismo que presentaba antaño este festejo no se hubiera quedado con él acompañándole hasta la actualidad. Es decir, ¿me gusta Halloween? Por supuesto. ¿Pasaría ciertas fronteras como visitar cementerios o jugar con la ouija sólo por ser algunas de las tradiciones urbanitas que se hacen este día? Ni aunque me pagasen por ello.

Al fin, y como de costumbre el primero, llegué al susodicho lugar. Me quité la máscara para que me reconocieran fácilmente y me senté en un escalón. Observando mis alrededores vi que, para mi alivio, había una gran aglomeración de monstruos, vampiros, asesinos y demás parafernalia tétrica. En definitiva, estaba a salvo de mis pensamientos paranoicos, al no ser que alguna de esas personas disfrazadas fuera algún desequilibrado mental.

Y hablando de gente psicótica. Por la calle de la izquierda ya vi aproximarse a uno de mis amigos, Pablo, parar variar disfrazado de médico ensangrentado. Y no era de extrañar por sus imparables fantaseos con facultativos hospitalarios dejándose llevar por la demencia y masacrando pacientes… Menos mal que había optado por estudiar física teórica y no medicina…

-¡Buenas! Veo que soy el segundo –respondió nada más aproximarse a mí, tendiéndome la mano para un apretón –.

-Hey, ¿qué tal? Al menos sé que la cita sigue adelante. Por lo menos tú y yo no nos hemos rajado a pesar del imprevisto de Internet.

-Ya ves, menudo fastidio… Por cierto, ¿has visto? Al final me las ingenié con un cepillo para esparcirla apropiadamente –dijo señalando su máscara sanitaria, que tenía cientos de minúsculas gotas de sangre falsa –. Admítelo, me ha quedado fetén.

-Está bien. Es verdad que en persona queda mil veces mejor que la que vendían de serie con manchas de sangre.

-¡Bú!

El susto, que vino de detrás de nosotros, nos pilló desprevenidos. Era Mónica, la cual tardamos en reconocer y no fue así hasta que dijo su nombre. Estaba muy conseguido su disfraz y más mérito tenía habiéndolo confeccionado ella misma.

Emulaba a una muerta viviente, pero no era el típico disfraz con algo de sangre y un poco de maquillaje blanco sobre la cara, no. Toda su ropa estaba rasgada y en algunas zonas que quedaban al descubierto y estaban impregnadas con sangre falsa había puesto pegotes de papel que simulaban huesos salidos. Y lo mismo en su cara, cuya falsa putrefacción estaba tan conseguida que hasta colgaban jirones rojizos y verdosos de “carne”. Fue una impresión repugnante a primera vista, a la par que de asombro. Se notaba impresionantemente que su afición era la cosmética.

-Qué calma me ha dado veros –afirmó mientras se hacía un hueco entre Pablo y yo para acto seguido apoyar su brazo izquierdo en mi hombro y el derecho en el de él –. Ya me estaba oliendo que iba a deambular sola por las calles… Bueno, ¿y el plan cuál es?

-Pues de momento esperar a que lleguen los demás –dijo Pablo –, que si has traído reloj sabrás que todavía faltan siete minutos para las diez.

-Vamos, que hasta dentro de doce minutos no nos movemos de aquí –añadió ella con algo de fastidio –. Perfecto entonces…

Durante un rato no vino nadie más, aunque era de esperar, ya que éramos nosotros tres los que siempre llegábamos antes de tiempo, siendo el resto o bien puntuales o bien un poco tardones, no sin sobrepasar, claro está, los cinco minutos de margen.

No fue hasta las diez menos dos hasta que entre el gentío apareció Óscar. Para nuestra sorpresa aparentemente no venía disfrazado, puesto que vestía unos simples vaqueros, unas deportivas y una sudadera negra. Iba encapuchado, eso sí, pero no parecía que fuese de asesino o algo similar.

No obstante, en cuanto se aproximó lo suficiente y nos saludó, las dudas quedaron despejadas, nada más se bajó la cremallera de la sudadera y enseñó un peculiar torso desnudo.

Su madre y su padre trabajaban en una carnicería, por lo que era habitual que el chico tuviera acceso a una ingente suma de “material” para elaborar algo original en estas fechas… Su tórax, su abdomen… todo cubierto de sangre real, así como de carne picada pasada de fecha. Sólo al imaginar el tacto que tendría que estar percibiendo Óscar con esa maraña macabra pegada a su cuerpo al resto del grupo se nos revolvieron las tripas. Pero él no veía nada extraño en ponerse esa pulpa rojiza sobre él.

-¿Y… de qué se supone que vas… disfrazado? Curiosidad más que nada –dije, junto con un leve amago emético –.

-Soy una aberración cárnica, ¡obviamente! A priori parezco normal –explicó subiéndose la cremallera –, ¡pero al descubrirme el tronco muestro mi verdadera y atroz naturaleza!

-Eso está muy bien –respondió Pablo –. Pero me intriga la manera en la que has logrado adherir todo… eso… a tu pecho y a tu tripa.

-Con una gran cantidad de cola de contacto –respondió sonriente –. Un líquido infalible.

-Eres consciente del mal rato que vas a pasar cuando te toque quitarte todo eso, ¿verdad?

Óscar se encogió de hombros ante la frase de Mónica. Eso le era irrelevante con tal de dar grima a terceros durante esta noche. Como el resto, ansiaba esta fiesta, porque lo raro se volvía normal, lo grotesco se convertía en arte y la locura era la norma. Él, quizá más que ninguno, amaba la víspera de noviembre, porque por un día iba a dejar de ser el raro de la ciudad y sería tratado como un mero mortal más. Por tanto, el sacrificio de luego arriesgarse a dañar su piel al retirarse esos trozos de cerdo y ternera le era una minucia con tal de liberar su magnificente talento estigmatizado.

-¡Joder, qué asco!

Era el típico comentario con matiz soez que informaba de la localización de Jorge, el cerebro de la pandilla. Del grupo él era al que menos le gustaba el tema de los disfraces, por lo que tan sólo había dibujado unas pequeñas líneas negras con rotulador en su lente izquierda, salvaguardando las molestias de visión con un apósito oftálmico en su ojo izquierdo, para fingir que sus gafas estaban rotas. Un poco de sangre aquí y allá y ya está. Sin embargo, él no se oponía a salir tal día como hoy, puesto que su carente apetencia por vestirse de monstruo no tenía nada que ver con su gusto por Halloween. A él le interesaba otra cosa: observar, analizar el comportamiento de gente que los demás días del año eran personas normales y corrientes y que por el contrario hoy adoptaban conductas fuera de lo común no sólo ya centradas en el rol que acoplaban a sus indumentarias… Jorge lo explicaba muy bien alegando que el anonimato de las máscaras y el maquillaje era la llave que liberaba sus verdaderas condiciones como mamíferos en los que la razón era tan sólo otra parte de sus facticias vestimentas.

-Espero que te merezca la pena el vulnerar tu integridad tisular por unas pocas muecas de aversión –agregó antes de colocarse bien sus gafas y saludarnos con su característica tendida de mano de sólo índice y corazón –.

Óscar suspiró, consciente de que no debía seguirle el juego, y se dignó a mirar el reloj. Únicamente faltaba una integrante: Mara, que como de costumbre era la última en llegar. Siempre apuraba los cinco minutos de margen y más de una vez llegaba tan tarde que acababa enviando un mensaje mediante el móvil preguntando dónde se encontraban los demás, debido a que, cansados de esperar, se marchaban del punto de reunión.

-¿De qué pensáis que irá disfrazada? –pregunté para quebrar ese silencio incómodo –.

-A lo mejor va de la Mujer Invisible y no es que vaya a llegar tarde –bromeó Mónica –.

-O a lo mejor ni viene –insinuó Pablo –. La mitad de las veces recurre a la mensajería para decirnos o bien que vayamos tirando a equis lugar o bien suplicando que la demos unos segundos de cuartelillo. Con la incomunicación que tenemos ahora puede que directamente ni venga.

-Vamos a ver –intervino Jorge –, es Mara. Admira Halloween, lo suficiente como para, aun llegando tarde, salir y buscarnos entre la muchedumbre… Aunque si la chica tuviera algo de cabeza directamente llegaría TEMPRANO.

-¿No es esa?

Su interrupción interrogante, así como su dedo índice alzado, hizo que cesásemos la conversación. Al parecer, Óscar, que estaba prestando atención a las personas disfrazadas que pasaban por el lugar en vez de a nosotros, había hallado a Mara en la distancia.

-Permíteme cuestionarte, pero… estás señalando a una mujer que va totalmente oculta, cara inclusive –dijo Jorge –. ¿Cómo narices puedes pensar que es ella?

Óscar aproximó sus manos a su región pectoral realizando un gesto sugerente. Todos, menos Jorge, el cual se echó una mano a la cara en señal de aborrecimiento, rompieron a reír. Y es que si por algo Mara se distinguía era por su tan prematuro desarrollo mamario.

La chica en cuestión presentaba un busto bastante parecido al que envolvían todas y cada una de las prendas que Mara se ponía en su día a día. Y, aunque estuviera a cierta distancia, dicho “rasgo” permanecía notorio: ni más ni menos que una 110 C.

Entre dudas y comicidad nadie quiso aproximarse, por lo que de momento la situación se había vuelto presa de Schrödinger. Lo que había dentro de ese disfraz era Mara y a la vez no lo era. No obstante, así como el primero en divisarla, Óscar, abrochando su sudadera para no perder “tripas” por el camino, anduvo hacia ella, dispuesto así a despejar la incógnita.

-¡Ey! ¿Mara?

La extraña-no extraña se giró hacia él y en absoluto silencio se aproximó ofreciendo su mano derecha como saludo. Para el chico esto le fue raro, pues ella no solía decir hola de tal manera. Aun así lo pasó por alto, creyendo que podría deberse a que se había metido en el oscuro papel de sectaria con túnica que emulaba con sus harapientas ropas.

-Esta vez casi consigues llegar puntual, ¿eh? Anda, sígueme, que te llevo con los demás.

Una vez la pareja se reunió con los otros cuatro, la tal Mara realizó el mismo tipo de saludo junto con ese particular mutismo.

-¿No vas a hablar  o qué? –reprochó Jorge –. ¿Ni el típico “perdón por la tardanza” que sueles soltar?

Pero ella no respondió, lo cual le irritó más y provocó que refunfuñara sin parar como un anciano malhumorado. Definitivamente era ella. Todos en el grupo sabían que no había que prestar atención a los arrebatos de ostentación de Jorge.

-Bueno, ahora que estamos todos, ¿qué deberíamos hacer? Planeamos quedar aquí pero no a dónde ir después –señalé, dándome dos suaves golpes en la cabeza como muestra de nuestra patosería –.

Esta era la peor parte de cuando quedábamos, ya que no éramos muy buenos imaginando sitios a los que ir, y cuando se proponía una votación para ir a X o a Y las opiniones solían ser en su totalidad neutrales, “lo que prefiera la mayoría”.

Así que, y como era de esperar, propusimos un par de lugares y ninguno resultó aceptado en su unanimidad. ¿Una discoteca? Bueno… ¿Un restaurante temático? Si los demás dicen que sí… ¿Asustar en un parque? Podría molar, pero no sé…

Y así hasta que Mara dio con la solución. Totalmente decidida sacó de uno de los grandes bolsillos de su túnica un panfleto doblado curiosamente colorido y con letras llamativas de decoración lúgubre, típica del terror representativo de esta noche.


“Entrada gratuita. Pasa y cata una de nuestras Bebidas Sorpresa. Congelará tus huesos y te hará chillar como alma en pena.”

Pintaba bien, y por primera vez desde hace tiempo todos mostrábamos motivación para ir y pasarlo bien sin votos neutros de por medio… Estaba decidido, en esta salida del décimo mes haríamos caso a la invitación de la tardona, que por otro lado fue un acto sorprendente por su parte, ya que era la que más solía rehusarse a dar una opinión concreta a lo que fuera.

-Calle de las Colinas –dijo Mónica mirando la dirección que aparecía en el panfleto –. ¿Alguien sabe por dónde pilla eso? Soy muy mala con los nombres de las calles.


Era raro, ni siquiera yo, muy dado a caminar y recorrer cualquier recoveco de mi ciudad, conocía tal calle, así que dudaba bastante que alguien más supiera ubicarse…

A excepción de Mara.

Una vez más, sin decir ni una palabra, nos llamó con gestos, indicando que la siguiéramos. Evidentemente sabría el camino, pero eso no explicaba la razón de que hasta ahora hubiera permanecido callada. ¿Dolor de garganta, tal vez? Bueno… nos respetábamos mutuamente nuestras rarezas.

De camino empezamos a conversar de cosas superfluas, pero todo valía para contrarrestar el silencio de nuestra guía, el cual ya comenzaba a resultarnos un poco violento. ¿A qué se debería? Cada vez me mataba más la intriga, por lo que decidí ponerme a su lado para tratar de averiguarlo.

-Oye, ¿hay alguna razón por la que no quieras hablar? Al fin y al cabo has venido… y disfrazada, así que no creo que estés enfadada con nosotros. ¿Puedo preguntar qué ocurre?

Ella volteó su cabeza, supuestamente mirándome tras esa redecilla de su cogulla que ocultaba su faz, y acercó su dedo índice a donde debía hallarse su boca. Estaba sugiriendo que guardara silencio… No comprendía nada… ¿Se habría metido tan a fondo en el papel de su disfraz este año? Como fuera, tan sólo dirigí una mueca de comprensión y continué a su paso pero enmudecido completamente.

Diez minutos más tarde finalmente alcanzamos el establecimiento. Con la estética habitual en un bar de rock pero decorado especialmente para Halloween. Sobre sus dos puertas negras de hierro reposaba el letrero “Sin Retorno”. Un nombre curioso para el local.

Entramos y un extraño aroma nos dio la bienvenida, como una mezcla de asfixiante humareda y escalofriante humedad. La música era la representación melódica de una marcha decrépita de muertos y las personas que había dentro parecían los integrantes de dicho batallón cadavérico. Fue gracioso ver que Pablo, Mónica, Óscar y Jorge pararon bruscamente sus charlas nada más toparse con semejante escenario.

Mara apuntó hacia una de las mesas que se encontraba vacía, una de las más recónditas. Nos sentamos y esperamos a que la camarera, una mujer de camisa, falda, botas, pelo y labios negros, nos tomara nota.

-Y bien, ¿qué vais a tomar?

Jorge se dispuso a responder, pero Mara le interrumpió de manera repentina alzando el dedo. Con la atención de la camarera, extrajo de nuevo el panfleto y señaló la imagen de la aclamada Bebida Sorpresa.

La camarera asintió al ver que ninguno de nosotros se oponía a su decisión y regresó a la barra para encomendar el pedido… ¿Qué llevarían esas bebidas…? Traté de echar un ojo mientras la barman los preparaba pero mi visión no era lo suficientemente efectiva como para atravesar su espalda y divisar lo que introducía en la coctelera.

Por nuestra parte los nervios y la intimidación provocados por el ambiente se fueron esfumando repentinamente y retornamos a nuestras conversaciones habituales, aguardando saborear esos mejunjes de sabor desconocido.

Tras unos pocos minutos la camarera regresó con cinco vasos llenos hasta el borde de un líquido morado de apariencia refrescante y apetitosa. Dos hielos bailoteaban dentro de cada vaso alrededor de una caña negra.

Agarramos las bebidas y brindamos, dando un fuerte sorbo… Y entonces el horror llegó… Un sabor amargo recorrió toda mi garganta, fue tan repugnante que no pude evitar tirar el vaso al suelo y romperlo en mil pedazos. Y no era el único… Los demás también mostraban expresiones de disgusto. Con razón se adjetivaba sorpresa, no nos esperábamos que algo tan suculento a la vista resultase una tortura para el gusto… Aunque la verdadera sorpresa estaba aún por llegar.

Fui estúpido por no percatarme antes… Cinco vasos… Pero somos seis: Mara, Jorge, Óscar, Mónica, Pablo y yo. ¿Por qué a Mara no la habían servido? Pronto lo sabría, en cuestión de segundos.

Mareos, sudoración, temblores, obnubilación… Estaba a punto de perder el conocimiento… Jorge, un poco más hábil en primeros auxilios, supo que debía ir al baño para expulsar de su estómago lo poco que había ingerido de la Bebida Sorpresa. Desgraciadamente, no llegó muy lejos, y ante las miradas bufonas de la gente asidua al lugar cayó al suelo desplomado, inconsciente.

Le siguieron, sentados en las sillas, Pablo y Mónica, sin poder apenas pronunciar palabra alguna para pedir socorro. Sus cabezas colisionaron contra la superficie de la mesa. Óscar, que se había sentado a mi lado y aún no había sido abatido por la atroz sustancia, con todas sus fuerzas exigió una explicación a Mara, pero ella siguió con su actitud reticente.

Fue entonces cuando mi móvil vibró. No podía creérmelo, ¿un mensaje? Pero no era el momento adecuado para ponerme a leer una pantalla, ¿o tal vez sí? Me rendí a mi intuición y saqué el teléfono.

Lo que sucedió a continuación me cortó la respiración.

“Hola, Manu, ¡perdón por la tardanza! He llegado hace poco al punto de reunión, pero obviamente no os encuentro por aquí. Por suerte parece que ya se ha restablecido la conexión a Internet. ¿Por dónde andáis? No creo que tarde mucho en alcanzaros. Responde cuando puedas. Un beso.”

Un mensaje de Mara, enviado hace solamente quince segundos… Óscar ya no estaba consciente para poderle mostrar el texto, pero me era suficiente conmigo mismo… Quien estaba delante de mí, sentada con pose altiva, era alguien ajena a nuestro grupo… Y lo peor era que no traía buenas intenciones… Esta emboscada tóxica sólo era el principio… Únicamente pude reírme por tal escena justo antes de perder el conocimiento.

Por lo visto el gato estaba muerto, no vivo.