La noche pintaba interesante. No se podría haber escogido
mejor día para que un fallo eléctrico dejara a la ciudad incomunicada, sin que
ni siquiera nuestros móviles fueran capaces de tener acceso a Internet. Hoy, 31
de octubre, la tecnología había fallecido.
Por fortuna, mis amigos y yo ya habíamos acordado
previamente el lugar y la hora de la cita anual, por lo que aunque ahora no
pudiésemos enviarnos mensajes ya sabíamos lo que debíamos hacer: puntualidad
exacta y si pasados cinco minutos faltaba alguien entonces tendría que jugar a
encontrarnos entre la densa muchedumbre.
De hecho, me inquietaba más el día de mañana que la propia
posibilidad de que alguien no llegara a la hora acordada. ¿La razón? Tenía
contactos que estaban fuera de la ciudad, y con algunos de ellos solía hablar
para desear las buenas noches o, simplemente, un feliz Halloween. Era evidente
que si se cumplía lo prometido mañana volveríamos a estar en comunicación con
el resto del mundo, y por consiguiente me llegaría una salva de mensajes que
seguramente harían colapsar mi móvil.
De todas formas, eso era problema del futuro, salvo que
alguno de ellos se enfadara porque creyera que le he estado ignorando toda la
noche esto no supondría ningún problema importante para mí. Es más, mi preocupación
eran mayor por la atmósfera que había recaído sobre nosotros, como si algún
tipo de poder, percatado de la singular noche que era hoy, hubiera puesto su
grano de arena para hacerla más especial aún.
No sabía discernir si se trataba por la contaminación
lumínica o por un imperceptible cielo encapotado, pero literalmente no había
iluminación astral. Ni estrellas ni Luna. Solamente se vislumbraba una espesura
negruzca que, al menos a mí, me ponía el vello de punta.
Era irónico, un chico como yo, tan corpulento incluso para
mi edad, para colmo disfrazado de Ghostface, temiendo ese fenómeno nocturno.
Pero, sinceramente, si no fuera porque había más gente por las calles, hasta me
habría asustado caminar avenida abajo hasta la parada de autobuses, lugar donde
habíamos quedado.
Me encantaba esta fiesta, también disfrazarme y asustar a
algún que otro desprevenido, sin embargo, quizá por las creencias que mi
familia me inculcó, poseía algo de carácter supersticioso. Me era inevitable
creer que algo del esoterismo que presentaba antaño este festejo no se hubiera
quedado con él acompañándole hasta la actualidad. Es decir, ¿me gusta
Halloween? Por supuesto. ¿Pasaría ciertas fronteras como visitar cementerios o
jugar con la ouija sólo por ser algunas de las tradiciones urbanitas que se
hacen este día? Ni aunque me pagasen por ello.
Al fin, y como de costumbre el primero, llegué al susodicho
lugar. Me quité la máscara para que me reconocieran fácilmente y me senté en un
escalón. Observando mis alrededores vi que, para mi alivio, había una gran
aglomeración de monstruos, vampiros, asesinos y demás parafernalia tétrica. En
definitiva, estaba a salvo de mis pensamientos paranoicos, al no ser que alguna
de esas personas disfrazadas fuera algún desequilibrado mental.
Y hablando de gente psicótica. Por la calle de la izquierda
ya vi aproximarse a uno de mis amigos, Pablo, parar variar disfrazado de médico
ensangrentado. Y no era de extrañar por sus imparables fantaseos con facultativos
hospitalarios dejándose llevar por la demencia y masacrando pacientes… Menos
mal que había optado por estudiar física teórica y no medicina…
-¡Buenas! Veo que soy
el segundo –respondió nada más aproximarse a mí, tendiéndome la mano para
un apretón –.
-Hey, ¿qué tal? Al
menos sé que la cita sigue adelante. Por lo menos tú y yo no nos hemos rajado a
pesar del imprevisto de Internet.
-Ya ves, menudo
fastidio… Por cierto, ¿has visto? Al final me las ingenié con un cepillo para
esparcirla apropiadamente –dijo señalando su máscara sanitaria, que tenía
cientos de minúsculas gotas de sangre falsa –. Admítelo, me ha quedado fetén.
-Está bien. Es verdad
que en persona queda mil veces mejor que la que vendían de serie con manchas de
sangre.
-¡Bú!
El susto, que vino de detrás de nosotros, nos pilló desprevenidos.
Era Mónica, la cual tardamos en reconocer y no fue así hasta que dijo su
nombre. Estaba muy conseguido su disfraz y más mérito tenía habiéndolo
confeccionado ella misma.
Emulaba a una muerta viviente, pero no era el típico disfraz
con algo de sangre y un poco de maquillaje blanco sobre la cara, no. Toda su
ropa estaba rasgada y en algunas zonas que quedaban al descubierto y estaban
impregnadas con sangre falsa había puesto pegotes de papel que simulaban huesos
salidos. Y lo mismo en su cara, cuya falsa putrefacción estaba tan conseguida
que hasta colgaban jirones rojizos y verdosos de “carne”. Fue una impresión
repugnante a primera vista, a la par que de asombro. Se notaba
impresionantemente que su afición era la cosmética.
-Qué calma me ha dado
veros –afirmó mientras se hacía un hueco entre Pablo y yo para acto seguido
apoyar su brazo izquierdo en mi hombro y el derecho en el de él –. Ya me estaba oliendo que iba a deambular
sola por las calles… Bueno, ¿y el plan cuál es?
-Pues de momento
esperar a que lleguen los demás –dijo Pablo –, que si has traído reloj sabrás que todavía faltan siete minutos para
las diez.
-Vamos, que hasta
dentro de doce minutos no nos movemos de aquí –añadió ella con algo de
fastidio –. Perfecto entonces…
Durante un rato no vino nadie más, aunque era de esperar, ya
que éramos nosotros tres los que siempre llegábamos antes de tiempo, siendo el
resto o bien puntuales o bien un poco tardones, no sin sobrepasar, claro está,
los cinco minutos de margen.
No fue hasta las diez menos dos hasta que entre el gentío
apareció Óscar. Para nuestra sorpresa aparentemente no venía disfrazado, puesto
que vestía unos simples vaqueros, unas deportivas y una sudadera negra. Iba
encapuchado, eso sí, pero no parecía que fuese de asesino o algo similar.
No obstante, en cuanto se aproximó lo suficiente y nos
saludó, las dudas quedaron despejadas, nada más se bajó la cremallera de la
sudadera y enseñó un peculiar torso desnudo.
Su madre y su padre trabajaban en una carnicería, por lo que
era habitual que el chico tuviera acceso a una ingente suma de “material” para
elaborar algo original en estas fechas… Su tórax, su abdomen… todo cubierto de
sangre real, así como de carne picada pasada de fecha. Sólo al imaginar el
tacto que tendría que estar percibiendo Óscar con esa maraña macabra pegada a
su cuerpo al resto del grupo se nos revolvieron las tripas. Pero él no veía
nada extraño en ponerse esa pulpa rojiza sobre él.

-Soy una aberración
cárnica, ¡obviamente! A priori parezco normal –explicó subiéndose la
cremallera –, ¡pero al descubrirme el
tronco muestro mi verdadera y atroz naturaleza!
-Eso está muy bien –respondió
Pablo –. Pero me intriga la manera en la
que has logrado adherir todo… eso… a tu pecho y a tu tripa.
-Con una gran cantidad
de cola de contacto –respondió sonriente –. Un líquido infalible.
-Eres consciente del
mal rato que vas a pasar cuando te toque quitarte todo eso, ¿verdad?
Óscar se encogió de hombros ante la frase de Mónica. Eso le
era irrelevante con tal de dar grima a terceros durante esta noche. Como el
resto, ansiaba esta fiesta, porque lo raro se volvía normal, lo grotesco se
convertía en arte y la locura era la norma. Él, quizá más que ninguno, amaba la
víspera de noviembre, porque por un día iba a dejar de ser el raro de la ciudad
y sería tratado como un mero mortal más. Por tanto, el sacrificio de luego
arriesgarse a dañar su piel al retirarse esos trozos de cerdo y ternera le era
una minucia con tal de liberar su magnificente talento estigmatizado.
-¡Joder, qué asco!
Era el típico comentario con matiz soez que informaba de la
localización de Jorge, el cerebro de la pandilla. Del grupo él era al que menos
le gustaba el tema de los disfraces, por lo que tan sólo había dibujado unas
pequeñas líneas negras con rotulador en su lente izquierda, salvaguardando las
molestias de visión con un apósito oftálmico en su ojo izquierdo, para fingir
que sus gafas estaban rotas. Un poco de sangre aquí y allá y ya está. Sin
embargo, él no se oponía a salir tal día como hoy, puesto que su carente
apetencia por vestirse de monstruo no tenía nada que ver con su gusto por
Halloween. A él le interesaba otra cosa: observar, analizar el comportamiento
de gente que los demás días del año eran personas normales y corrientes y que
por el contrario hoy adoptaban conductas fuera de lo común no sólo ya centradas
en el rol que acoplaban a sus indumentarias… Jorge lo explicaba muy bien
alegando que el anonimato de las máscaras y el maquillaje era la llave que
liberaba sus verdaderas condiciones como mamíferos en los que la razón era tan
sólo otra parte de sus facticias vestimentas.
-Espero que te merezca
la pena el vulnerar tu integridad tisular por unas pocas muecas de aversión –agregó
antes de colocarse bien sus gafas y saludarnos con su característica tendida de
mano de sólo índice y corazón –.
Óscar suspiró, consciente de que no debía seguirle el juego,
y se dignó a mirar el reloj. Únicamente faltaba una integrante: Mara, que como
de costumbre era la última en llegar. Siempre apuraba los cinco minutos de
margen y más de una vez llegaba tan tarde que acababa enviando un mensaje
mediante el móvil preguntando dónde se encontraban los demás, debido a que,
cansados de esperar, se marchaban del punto de reunión.
-¿De qué pensáis que
irá disfrazada? –pregunté para quebrar ese silencio incómodo –.
-A lo mejor va de la
Mujer Invisible y no es que vaya a llegar tarde –bromeó Mónica –.
-O a lo mejor ni viene
–insinuó Pablo –. La mitad de las veces
recurre a la mensajería para decirnos o bien que vayamos tirando a equis lugar
o bien suplicando que la demos unos segundos de cuartelillo. Con la
incomunicación que tenemos ahora puede que directamente ni venga.
-Vamos a ver –intervino
Jorge –, es Mara. Admira Halloween, lo
suficiente como para, aun llegando tarde, salir y buscarnos entre la
muchedumbre… Aunque si la chica tuviera algo de cabeza directamente llegaría
TEMPRANO.
-¿No es esa?
Su interrupción interrogante, así como su dedo índice
alzado, hizo que cesásemos la conversación. Al parecer, Óscar, que estaba
prestando atención a las personas disfrazadas que pasaban por el lugar en vez
de a nosotros, había hallado a Mara en la distancia.
-Permíteme
cuestionarte, pero… estás señalando a una mujer que va totalmente oculta, cara
inclusive –dijo Jorge –. ¿Cómo
narices puedes pensar que es ella?
Óscar aproximó sus manos a su región pectoral realizando un
gesto sugerente. Todos, menos Jorge, el cual se echó una mano a la cara en
señal de aborrecimiento, rompieron a reír. Y es que si por algo Mara se
distinguía era por su tan prematuro desarrollo mamario.
La chica en cuestión presentaba un busto bastante parecido
al que envolvían todas y cada una de las prendas que Mara se ponía en su día a
día. Y, aunque estuviera a cierta distancia, dicho “rasgo” permanecía notorio:
ni más ni menos que una 110 C.
Entre dudas y comicidad nadie quiso aproximarse, por lo que
de momento la situación se había vuelto presa de Schrödinger. Lo que había
dentro de ese disfraz era Mara y a la vez no lo era. No obstante, así como el
primero en divisarla, Óscar, abrochando su sudadera para no perder “tripas” por
el camino, anduvo hacia ella, dispuesto así a despejar la incógnita.
-¡Ey! ¿Mara?
La extraña-no extraña se giró hacia él y en absoluto
silencio se aproximó ofreciendo su mano derecha como saludo. Para el chico esto
le fue raro, pues ella no solía decir hola de tal manera. Aun así lo pasó por
alto, creyendo que podría deberse a que se había metido en el oscuro papel de
sectaria con túnica que emulaba con sus harapientas ropas.
-Esta vez casi
consigues llegar puntual, ¿eh? Anda, sígueme, que te llevo con los demás.
Una vez la pareja se reunió con los otros cuatro, la tal
Mara realizó el mismo tipo de saludo junto con ese particular mutismo.
-¿No vas a hablar o qué? –reprochó Jorge –. ¿Ni el típico “perdón por la tardanza” que
sueles soltar?
Pero ella no respondió, lo cual le irritó más y provocó que
refunfuñara sin parar como un anciano malhumorado. Definitivamente era ella.
Todos en el grupo sabían que no había que prestar atención a los arrebatos de
ostentación de Jorge.
-Bueno, ahora que
estamos todos, ¿qué deberíamos hacer? Planeamos quedar aquí pero no a dónde ir
después –señalé, dándome dos suaves golpes en la cabeza como muestra de nuestra
patosería –.
Esta era la peor parte de cuando quedábamos, ya que no
éramos muy buenos imaginando sitios a los que ir, y cuando se proponía una
votación para ir a X o a Y las opiniones solían ser en su totalidad neutrales, “lo
que prefiera la mayoría”.
Así que, y como era de esperar, propusimos un par de lugares
y ninguno resultó aceptado en su unanimidad. ¿Una discoteca? Bueno… ¿Un
restaurante temático? Si los demás dicen que sí… ¿Asustar en un parque? Podría
molar, pero no sé…
Y así hasta que Mara dio con la solución. Totalmente decidida
sacó de uno de los grandes bolsillos de su túnica un panfleto doblado
curiosamente colorido y con letras llamativas de decoración lúgubre, típica del
terror representativo de esta noche.
Pintaba bien, y por primera vez desde hace tiempo todos
mostrábamos motivación para ir y pasarlo bien sin votos neutros de por medio…
Estaba decidido, en esta salida del décimo mes haríamos caso a la invitación de
la tardona, que por otro lado fue un acto sorprendente por su parte, ya que era
la que más solía rehusarse a dar una opinión concreta a lo que fuera.
-Calle de las Colinas –dijo
Mónica mirando la dirección que aparecía en el panfleto –. ¿Alguien sabe por dónde pilla eso? Soy muy mala con los nombres de
las calles.
Era raro, ni siquiera yo, muy dado a caminar y recorrer
cualquier recoveco de mi ciudad, conocía tal calle, así que dudaba bastante que
alguien más supiera ubicarse…
A excepción de Mara.
Una vez más, sin decir ni una palabra, nos llamó con gestos,
indicando que la siguiéramos. Evidentemente sabría el camino, pero eso no
explicaba la razón de que hasta ahora hubiera permanecido callada. ¿Dolor de
garganta, tal vez? Bueno… nos respetábamos mutuamente nuestras rarezas.
De camino empezamos a conversar de cosas superfluas, pero
todo valía para contrarrestar el silencio de nuestra guía, el cual ya comenzaba
a resultarnos un poco violento. ¿A qué se debería? Cada vez me mataba más la
intriga, por lo que decidí ponerme a su lado para tratar de averiguarlo.
-Oye, ¿hay alguna
razón por la que no quieras hablar? Al fin y al cabo has venido… y disfrazada,
así que no creo que estés enfadada con nosotros. ¿Puedo preguntar qué ocurre?
Ella volteó su cabeza, supuestamente mirándome tras esa
redecilla de su cogulla que ocultaba su faz, y acercó su dedo índice a donde
debía hallarse su boca. Estaba sugiriendo que guardara silencio… No comprendía
nada… ¿Se habría metido tan a fondo en el papel de su disfraz este año? Como
fuera, tan sólo dirigí una mueca de comprensión y continué a su paso pero
enmudecido completamente.
Diez minutos más tarde finalmente alcanzamos el
establecimiento. Con la estética habitual en un bar de rock pero decorado
especialmente para Halloween. Sobre sus dos puertas negras de hierro reposaba
el letrero “Sin Retorno”. Un nombre curioso para el local.
Entramos y un extraño aroma nos dio la bienvenida, como una
mezcla de asfixiante humareda y escalofriante humedad. La música era la
representación melódica de una marcha decrépita de muertos y las personas que
había dentro parecían los integrantes de dicho batallón cadavérico. Fue gracioso
ver que Pablo, Mónica, Óscar y Jorge pararon bruscamente sus charlas nada más
toparse con semejante escenario.
Mara apuntó hacia una de las mesas que se encontraba vacía,
una de las más recónditas. Nos sentamos y esperamos a que la camarera, una
mujer de camisa, falda, botas, pelo y labios negros, nos tomara nota.
-Y bien, ¿qué vais a
tomar?
Jorge se dispuso a responder, pero Mara le interrumpió de
manera repentina alzando el dedo. Con la atención de la camarera, extrajo de
nuevo el panfleto y señaló la imagen de la aclamada Bebida Sorpresa.
La camarera asintió al ver que ninguno de nosotros se oponía
a su decisión y regresó a la barra para encomendar el pedido… ¿Qué llevarían
esas bebidas…? Traté de echar un ojo mientras la barman los preparaba pero mi
visión no era lo suficientemente efectiva como para atravesar su espalda y
divisar lo que introducía en la coctelera.
Por nuestra parte los nervios y la intimidación provocados
por el ambiente se fueron esfumando repentinamente y retornamos a nuestras
conversaciones habituales, aguardando saborear esos mejunjes de sabor
desconocido.
Tras unos pocos minutos la camarera regresó con cinco vasos
llenos hasta el borde de un líquido morado de apariencia refrescante y
apetitosa. Dos hielos bailoteaban dentro de cada vaso alrededor de una caña
negra.
Agarramos las bebidas y brindamos, dando un fuerte sorbo… Y
entonces el horror llegó… Un sabor amargo recorrió toda mi garganta, fue tan
repugnante que no pude evitar tirar el vaso al suelo y romperlo en mil pedazos.
Y no era el único… Los demás también mostraban expresiones de disgusto. Con
razón se adjetivaba sorpresa, no nos esperábamos que algo tan suculento a la
vista resultase una tortura para el gusto… Aunque la verdadera sorpresa estaba
aún por llegar.
Fui estúpido por no percatarme antes… Cinco vasos… Pero
somos seis: Mara, Jorge, Óscar, Mónica, Pablo y yo. ¿Por qué a Mara no la
habían servido? Pronto lo sabría, en cuestión de segundos.
Mareos, sudoración, temblores, obnubilación… Estaba a punto
de perder el conocimiento… Jorge, un poco más hábil en primeros auxilios, supo
que debía ir al baño para expulsar de su estómago lo poco que había ingerido de
la Bebida Sorpresa. Desgraciadamente, no llegó muy lejos, y ante las miradas
bufonas de la gente asidua al lugar cayó al suelo desplomado, inconsciente.
Le siguieron, sentados en las sillas, Pablo y Mónica, sin
poder apenas pronunciar palabra alguna para pedir socorro. Sus cabezas
colisionaron contra la superficie de la mesa. Óscar, que se había sentado a mi
lado y aún no había sido abatido por la atroz sustancia, con todas sus fuerzas
exigió una explicación a Mara, pero ella siguió con su actitud reticente.
Fue entonces cuando mi móvil vibró. No podía creérmelo, ¿un
mensaje? Pero no era el momento adecuado para ponerme a leer una pantalla, ¿o
tal vez sí? Me rendí a mi intuición y saqué el teléfono.
Lo que sucedió a continuación me cortó la respiración.

Un mensaje de Mara, enviado hace solamente quince segundos…
Óscar ya no estaba consciente para poderle mostrar el texto, pero me era
suficiente conmigo mismo… Quien estaba delante de mí, sentada con pose altiva,
era alguien ajena a nuestro grupo… Y lo peor era que no traía buenas intenciones…
Esta emboscada tóxica sólo era el principio… Únicamente pude reírme por tal
escena justo antes de perder el conocimiento.
Por lo visto el gato estaba muerto, no vivo.