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28-09-2015

Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

viernes, 31 de octubre de 2014

Especial Halloween: Doppelgänger

La noche pintaba interesante. No se podría haber escogido mejor día para que un fallo eléctrico dejara a la ciudad incomunicada, sin que ni siquiera nuestros móviles fueran capaces de tener acceso a Internet. Hoy, 31 de octubre, la tecnología había fallecido.

Por fortuna, mis amigos y yo ya habíamos acordado previamente el lugar y la hora de la cita anual, por lo que aunque ahora no pudiésemos enviarnos mensajes ya sabíamos lo que debíamos hacer: puntualidad exacta y si pasados cinco minutos faltaba alguien entonces tendría que jugar a encontrarnos entre la densa muchedumbre.

De hecho, me inquietaba más el día de mañana que la propia posibilidad de que alguien no llegara a la hora acordada. ¿La razón? Tenía contactos que estaban fuera de la ciudad, y con algunos de ellos solía hablar para desear las buenas noches o, simplemente, un feliz Halloween. Era evidente que si se cumplía lo prometido mañana volveríamos a estar en comunicación con el resto del mundo, y por consiguiente me llegaría una salva de mensajes que seguramente harían colapsar mi móvil.

De todas formas, eso era problema del futuro, salvo que alguno de ellos se enfadara porque creyera que le he estado ignorando toda la noche esto no supondría ningún problema importante para mí. Es más, mi preocupación eran mayor por la atmósfera que había recaído sobre nosotros, como si algún tipo de poder, percatado de la singular noche que era hoy, hubiera puesto su grano de arena para hacerla más especial aún.

No sabía discernir si se trataba por la contaminación lumínica o por un imperceptible cielo encapotado, pero literalmente no había iluminación astral. Ni estrellas ni Luna. Solamente se vislumbraba una espesura negruzca que, al menos a mí, me ponía el vello de punta.

Era irónico, un chico como yo, tan corpulento incluso para mi edad, para colmo disfrazado de Ghostface, temiendo ese fenómeno nocturno. Pero, sinceramente, si no fuera porque había más gente por las calles, hasta me habría asustado caminar avenida abajo hasta la parada de autobuses, lugar donde habíamos quedado.

Me encantaba esta fiesta, también disfrazarme y asustar a algún que otro desprevenido, sin embargo, quizá por las creencias que mi familia me inculcó, poseía algo de carácter supersticioso. Me era inevitable creer que algo del esoterismo que presentaba antaño este festejo no se hubiera quedado con él acompañándole hasta la actualidad. Es decir, ¿me gusta Halloween? Por supuesto. ¿Pasaría ciertas fronteras como visitar cementerios o jugar con la ouija sólo por ser algunas de las tradiciones urbanitas que se hacen este día? Ni aunque me pagasen por ello.

Al fin, y como de costumbre el primero, llegué al susodicho lugar. Me quité la máscara para que me reconocieran fácilmente y me senté en un escalón. Observando mis alrededores vi que, para mi alivio, había una gran aglomeración de monstruos, vampiros, asesinos y demás parafernalia tétrica. En definitiva, estaba a salvo de mis pensamientos paranoicos, al no ser que alguna de esas personas disfrazadas fuera algún desequilibrado mental.

Y hablando de gente psicótica. Por la calle de la izquierda ya vi aproximarse a uno de mis amigos, Pablo, parar variar disfrazado de médico ensangrentado. Y no era de extrañar por sus imparables fantaseos con facultativos hospitalarios dejándose llevar por la demencia y masacrando pacientes… Menos mal que había optado por estudiar física teórica y no medicina…

-¡Buenas! Veo que soy el segundo –respondió nada más aproximarse a mí, tendiéndome la mano para un apretón –.

-Hey, ¿qué tal? Al menos sé que la cita sigue adelante. Por lo menos tú y yo no nos hemos rajado a pesar del imprevisto de Internet.

-Ya ves, menudo fastidio… Por cierto, ¿has visto? Al final me las ingenié con un cepillo para esparcirla apropiadamente –dijo señalando su máscara sanitaria, que tenía cientos de minúsculas gotas de sangre falsa –. Admítelo, me ha quedado fetén.

-Está bien. Es verdad que en persona queda mil veces mejor que la que vendían de serie con manchas de sangre.

-¡Bú!

El susto, que vino de detrás de nosotros, nos pilló desprevenidos. Era Mónica, la cual tardamos en reconocer y no fue así hasta que dijo su nombre. Estaba muy conseguido su disfraz y más mérito tenía habiéndolo confeccionado ella misma.

Emulaba a una muerta viviente, pero no era el típico disfraz con algo de sangre y un poco de maquillaje blanco sobre la cara, no. Toda su ropa estaba rasgada y en algunas zonas que quedaban al descubierto y estaban impregnadas con sangre falsa había puesto pegotes de papel que simulaban huesos salidos. Y lo mismo en su cara, cuya falsa putrefacción estaba tan conseguida que hasta colgaban jirones rojizos y verdosos de “carne”. Fue una impresión repugnante a primera vista, a la par que de asombro. Se notaba impresionantemente que su afición era la cosmética.

-Qué calma me ha dado veros –afirmó mientras se hacía un hueco entre Pablo y yo para acto seguido apoyar su brazo izquierdo en mi hombro y el derecho en el de él –. Ya me estaba oliendo que iba a deambular sola por las calles… Bueno, ¿y el plan cuál es?

-Pues de momento esperar a que lleguen los demás –dijo Pablo –, que si has traído reloj sabrás que todavía faltan siete minutos para las diez.

-Vamos, que hasta dentro de doce minutos no nos movemos de aquí –añadió ella con algo de fastidio –. Perfecto entonces…

Durante un rato no vino nadie más, aunque era de esperar, ya que éramos nosotros tres los que siempre llegábamos antes de tiempo, siendo el resto o bien puntuales o bien un poco tardones, no sin sobrepasar, claro está, los cinco minutos de margen.

No fue hasta las diez menos dos hasta que entre el gentío apareció Óscar. Para nuestra sorpresa aparentemente no venía disfrazado, puesto que vestía unos simples vaqueros, unas deportivas y una sudadera negra. Iba encapuchado, eso sí, pero no parecía que fuese de asesino o algo similar.

No obstante, en cuanto se aproximó lo suficiente y nos saludó, las dudas quedaron despejadas, nada más se bajó la cremallera de la sudadera y enseñó un peculiar torso desnudo.

Su madre y su padre trabajaban en una carnicería, por lo que era habitual que el chico tuviera acceso a una ingente suma de “material” para elaborar algo original en estas fechas… Su tórax, su abdomen… todo cubierto de sangre real, así como de carne picada pasada de fecha. Sólo al imaginar el tacto que tendría que estar percibiendo Óscar con esa maraña macabra pegada a su cuerpo al resto del grupo se nos revolvieron las tripas. Pero él no veía nada extraño en ponerse esa pulpa rojiza sobre él.

-¿Y… de qué se supone que vas… disfrazado? Curiosidad más que nada –dije, junto con un leve amago emético –.

-Soy una aberración cárnica, ¡obviamente! A priori parezco normal –explicó subiéndose la cremallera –, ¡pero al descubrirme el tronco muestro mi verdadera y atroz naturaleza!

-Eso está muy bien –respondió Pablo –. Pero me intriga la manera en la que has logrado adherir todo… eso… a tu pecho y a tu tripa.

-Con una gran cantidad de cola de contacto –respondió sonriente –. Un líquido infalible.

-Eres consciente del mal rato que vas a pasar cuando te toque quitarte todo eso, ¿verdad?

Óscar se encogió de hombros ante la frase de Mónica. Eso le era irrelevante con tal de dar grima a terceros durante esta noche. Como el resto, ansiaba esta fiesta, porque lo raro se volvía normal, lo grotesco se convertía en arte y la locura era la norma. Él, quizá más que ninguno, amaba la víspera de noviembre, porque por un día iba a dejar de ser el raro de la ciudad y sería tratado como un mero mortal más. Por tanto, el sacrificio de luego arriesgarse a dañar su piel al retirarse esos trozos de cerdo y ternera le era una minucia con tal de liberar su magnificente talento estigmatizado.

-¡Joder, qué asco!

Era el típico comentario con matiz soez que informaba de la localización de Jorge, el cerebro de la pandilla. Del grupo él era al que menos le gustaba el tema de los disfraces, por lo que tan sólo había dibujado unas pequeñas líneas negras con rotulador en su lente izquierda, salvaguardando las molestias de visión con un apósito oftálmico en su ojo izquierdo, para fingir que sus gafas estaban rotas. Un poco de sangre aquí y allá y ya está. Sin embargo, él no se oponía a salir tal día como hoy, puesto que su carente apetencia por vestirse de monstruo no tenía nada que ver con su gusto por Halloween. A él le interesaba otra cosa: observar, analizar el comportamiento de gente que los demás días del año eran personas normales y corrientes y que por el contrario hoy adoptaban conductas fuera de lo común no sólo ya centradas en el rol que acoplaban a sus indumentarias… Jorge lo explicaba muy bien alegando que el anonimato de las máscaras y el maquillaje era la llave que liberaba sus verdaderas condiciones como mamíferos en los que la razón era tan sólo otra parte de sus facticias vestimentas.

-Espero que te merezca la pena el vulnerar tu integridad tisular por unas pocas muecas de aversión –agregó antes de colocarse bien sus gafas y saludarnos con su característica tendida de mano de sólo índice y corazón –.

Óscar suspiró, consciente de que no debía seguirle el juego, y se dignó a mirar el reloj. Únicamente faltaba una integrante: Mara, que como de costumbre era la última en llegar. Siempre apuraba los cinco minutos de margen y más de una vez llegaba tan tarde que acababa enviando un mensaje mediante el móvil preguntando dónde se encontraban los demás, debido a que, cansados de esperar, se marchaban del punto de reunión.

-¿De qué pensáis que irá disfrazada? –pregunté para quebrar ese silencio incómodo –.

-A lo mejor va de la Mujer Invisible y no es que vaya a llegar tarde –bromeó Mónica –.

-O a lo mejor ni viene –insinuó Pablo –. La mitad de las veces recurre a la mensajería para decirnos o bien que vayamos tirando a equis lugar o bien suplicando que la demos unos segundos de cuartelillo. Con la incomunicación que tenemos ahora puede que directamente ni venga.

-Vamos a ver –intervino Jorge –, es Mara. Admira Halloween, lo suficiente como para, aun llegando tarde, salir y buscarnos entre la muchedumbre… Aunque si la chica tuviera algo de cabeza directamente llegaría TEMPRANO.

-¿No es esa?

Su interrupción interrogante, así como su dedo índice alzado, hizo que cesásemos la conversación. Al parecer, Óscar, que estaba prestando atención a las personas disfrazadas que pasaban por el lugar en vez de a nosotros, había hallado a Mara en la distancia.

-Permíteme cuestionarte, pero… estás señalando a una mujer que va totalmente oculta, cara inclusive –dijo Jorge –. ¿Cómo narices puedes pensar que es ella?

Óscar aproximó sus manos a su región pectoral realizando un gesto sugerente. Todos, menos Jorge, el cual se echó una mano a la cara en señal de aborrecimiento, rompieron a reír. Y es que si por algo Mara se distinguía era por su tan prematuro desarrollo mamario.

La chica en cuestión presentaba un busto bastante parecido al que envolvían todas y cada una de las prendas que Mara se ponía en su día a día. Y, aunque estuviera a cierta distancia, dicho “rasgo” permanecía notorio: ni más ni menos que una 110 C.

Entre dudas y comicidad nadie quiso aproximarse, por lo que de momento la situación se había vuelto presa de Schrödinger. Lo que había dentro de ese disfraz era Mara y a la vez no lo era. No obstante, así como el primero en divisarla, Óscar, abrochando su sudadera para no perder “tripas” por el camino, anduvo hacia ella, dispuesto así a despejar la incógnita.

-¡Ey! ¿Mara?

La extraña-no extraña se giró hacia él y en absoluto silencio se aproximó ofreciendo su mano derecha como saludo. Para el chico esto le fue raro, pues ella no solía decir hola de tal manera. Aun así lo pasó por alto, creyendo que podría deberse a que se había metido en el oscuro papel de sectaria con túnica que emulaba con sus harapientas ropas.

-Esta vez casi consigues llegar puntual, ¿eh? Anda, sígueme, que te llevo con los demás.

Una vez la pareja se reunió con los otros cuatro, la tal Mara realizó el mismo tipo de saludo junto con ese particular mutismo.

-¿No vas a hablar  o qué? –reprochó Jorge –. ¿Ni el típico “perdón por la tardanza” que sueles soltar?

Pero ella no respondió, lo cual le irritó más y provocó que refunfuñara sin parar como un anciano malhumorado. Definitivamente era ella. Todos en el grupo sabían que no había que prestar atención a los arrebatos de ostentación de Jorge.

-Bueno, ahora que estamos todos, ¿qué deberíamos hacer? Planeamos quedar aquí pero no a dónde ir después –señalé, dándome dos suaves golpes en la cabeza como muestra de nuestra patosería –.

Esta era la peor parte de cuando quedábamos, ya que no éramos muy buenos imaginando sitios a los que ir, y cuando se proponía una votación para ir a X o a Y las opiniones solían ser en su totalidad neutrales, “lo que prefiera la mayoría”.

Así que, y como era de esperar, propusimos un par de lugares y ninguno resultó aceptado en su unanimidad. ¿Una discoteca? Bueno… ¿Un restaurante temático? Si los demás dicen que sí… ¿Asustar en un parque? Podría molar, pero no sé…

Y así hasta que Mara dio con la solución. Totalmente decidida sacó de uno de los grandes bolsillos de su túnica un panfleto doblado curiosamente colorido y con letras llamativas de decoración lúgubre, típica del terror representativo de esta noche.


“Entrada gratuita. Pasa y cata una de nuestras Bebidas Sorpresa. Congelará tus huesos y te hará chillar como alma en pena.”

Pintaba bien, y por primera vez desde hace tiempo todos mostrábamos motivación para ir y pasarlo bien sin votos neutros de por medio… Estaba decidido, en esta salida del décimo mes haríamos caso a la invitación de la tardona, que por otro lado fue un acto sorprendente por su parte, ya que era la que más solía rehusarse a dar una opinión concreta a lo que fuera.

-Calle de las Colinas –dijo Mónica mirando la dirección que aparecía en el panfleto –. ¿Alguien sabe por dónde pilla eso? Soy muy mala con los nombres de las calles.


Era raro, ni siquiera yo, muy dado a caminar y recorrer cualquier recoveco de mi ciudad, conocía tal calle, así que dudaba bastante que alguien más supiera ubicarse…

A excepción de Mara.

Una vez más, sin decir ni una palabra, nos llamó con gestos, indicando que la siguiéramos. Evidentemente sabría el camino, pero eso no explicaba la razón de que hasta ahora hubiera permanecido callada. ¿Dolor de garganta, tal vez? Bueno… nos respetábamos mutuamente nuestras rarezas.

De camino empezamos a conversar de cosas superfluas, pero todo valía para contrarrestar el silencio de nuestra guía, el cual ya comenzaba a resultarnos un poco violento. ¿A qué se debería? Cada vez me mataba más la intriga, por lo que decidí ponerme a su lado para tratar de averiguarlo.

-Oye, ¿hay alguna razón por la que no quieras hablar? Al fin y al cabo has venido… y disfrazada, así que no creo que estés enfadada con nosotros. ¿Puedo preguntar qué ocurre?

Ella volteó su cabeza, supuestamente mirándome tras esa redecilla de su cogulla que ocultaba su faz, y acercó su dedo índice a donde debía hallarse su boca. Estaba sugiriendo que guardara silencio… No comprendía nada… ¿Se habría metido tan a fondo en el papel de su disfraz este año? Como fuera, tan sólo dirigí una mueca de comprensión y continué a su paso pero enmudecido completamente.

Diez minutos más tarde finalmente alcanzamos el establecimiento. Con la estética habitual en un bar de rock pero decorado especialmente para Halloween. Sobre sus dos puertas negras de hierro reposaba el letrero “Sin Retorno”. Un nombre curioso para el local.

Entramos y un extraño aroma nos dio la bienvenida, como una mezcla de asfixiante humareda y escalofriante humedad. La música era la representación melódica de una marcha decrépita de muertos y las personas que había dentro parecían los integrantes de dicho batallón cadavérico. Fue gracioso ver que Pablo, Mónica, Óscar y Jorge pararon bruscamente sus charlas nada más toparse con semejante escenario.

Mara apuntó hacia una de las mesas que se encontraba vacía, una de las más recónditas. Nos sentamos y esperamos a que la camarera, una mujer de camisa, falda, botas, pelo y labios negros, nos tomara nota.

-Y bien, ¿qué vais a tomar?

Jorge se dispuso a responder, pero Mara le interrumpió de manera repentina alzando el dedo. Con la atención de la camarera, extrajo de nuevo el panfleto y señaló la imagen de la aclamada Bebida Sorpresa.

La camarera asintió al ver que ninguno de nosotros se oponía a su decisión y regresó a la barra para encomendar el pedido… ¿Qué llevarían esas bebidas…? Traté de echar un ojo mientras la barman los preparaba pero mi visión no era lo suficientemente efectiva como para atravesar su espalda y divisar lo que introducía en la coctelera.

Por nuestra parte los nervios y la intimidación provocados por el ambiente se fueron esfumando repentinamente y retornamos a nuestras conversaciones habituales, aguardando saborear esos mejunjes de sabor desconocido.

Tras unos pocos minutos la camarera regresó con cinco vasos llenos hasta el borde de un líquido morado de apariencia refrescante y apetitosa. Dos hielos bailoteaban dentro de cada vaso alrededor de una caña negra.

Agarramos las bebidas y brindamos, dando un fuerte sorbo… Y entonces el horror llegó… Un sabor amargo recorrió toda mi garganta, fue tan repugnante que no pude evitar tirar el vaso al suelo y romperlo en mil pedazos. Y no era el único… Los demás también mostraban expresiones de disgusto. Con razón se adjetivaba sorpresa, no nos esperábamos que algo tan suculento a la vista resultase una tortura para el gusto… Aunque la verdadera sorpresa estaba aún por llegar.

Fui estúpido por no percatarme antes… Cinco vasos… Pero somos seis: Mara, Jorge, Óscar, Mónica, Pablo y yo. ¿Por qué a Mara no la habían servido? Pronto lo sabría, en cuestión de segundos.

Mareos, sudoración, temblores, obnubilación… Estaba a punto de perder el conocimiento… Jorge, un poco más hábil en primeros auxilios, supo que debía ir al baño para expulsar de su estómago lo poco que había ingerido de la Bebida Sorpresa. Desgraciadamente, no llegó muy lejos, y ante las miradas bufonas de la gente asidua al lugar cayó al suelo desplomado, inconsciente.

Le siguieron, sentados en las sillas, Pablo y Mónica, sin poder apenas pronunciar palabra alguna para pedir socorro. Sus cabezas colisionaron contra la superficie de la mesa. Óscar, que se había sentado a mi lado y aún no había sido abatido por la atroz sustancia, con todas sus fuerzas exigió una explicación a Mara, pero ella siguió con su actitud reticente.

Fue entonces cuando mi móvil vibró. No podía creérmelo, ¿un mensaje? Pero no era el momento adecuado para ponerme a leer una pantalla, ¿o tal vez sí? Me rendí a mi intuición y saqué el teléfono.

Lo que sucedió a continuación me cortó la respiración.

“Hola, Manu, ¡perdón por la tardanza! He llegado hace poco al punto de reunión, pero obviamente no os encuentro por aquí. Por suerte parece que ya se ha restablecido la conexión a Internet. ¿Por dónde andáis? No creo que tarde mucho en alcanzaros. Responde cuando puedas. Un beso.”

Un mensaje de Mara, enviado hace solamente quince segundos… Óscar ya no estaba consciente para poderle mostrar el texto, pero me era suficiente conmigo mismo… Quien estaba delante de mí, sentada con pose altiva, era alguien ajena a nuestro grupo… Y lo peor era que no traía buenas intenciones… Esta emboscada tóxica sólo era el principio… Únicamente pude reírme por tal escena justo antes de perder el conocimiento.

Por lo visto el gato estaba muerto, no vivo.

domingo, 5 de octubre de 2014

Microdemencia: Eternidad

Soy un emisario de la Tierra enviado a un planeta donde meses atrás se halló vida. No penséis que fuimos nosotros, los seres humanos, con nuestra obsoleta tecnología quienes les encontramos, sino que ellos vinieron en nuestra busca y se presentaron aquí mismo sin ninguna intención dañina. Es más, nos mostraron algo maravilloso y casi inimaginable: la clave para la inmortalidad.

La estupefacción fue a escala global. Al principio nadie de nosotros les creyó, pero, más tarde, pidiendo que les acompañara un grupo de genetistas, nos demostraron que estaban en lo cierto.

La noticia eclipsó el hecho de que había vida más allá de la terrícola. No sólo se había descubierto una existencia alienígena, sino que se había encontrado un modo de adquirir una juventud infinita. Aunque se pudiera seguir pereciendo por accidentes, enfermedades u homicidios, la imposibilidad de envejecer era un gran salto que nos acercaba mucho más a la utopía del ser humano inmortal.

Sin embargo, y de manera algo comprensible, no iban a darnos la “receta” así por las buenas. Aquel hallazgo era demasiado poderoso como para dárselo a la primera comunidad con la que se topasen, por lo que primero nos dijeron que se llevarían consigo a su planeta a un ser humano para determinar ya allí si de verdad la humanidad era apta.

Mucha gente se ofreció candidata, pero no había de tomarse la elección a la ligera. De inmediato, psicólogos y psicólogas de todo el globo elaboraron decenas de test que calificarían lo más apropiadamente todas y cada una de las competencias que dichos extraterrestres podrían exigir al ser humano que fuera con ellos.

Yo me ofrecí voluntario por mera curiosidad. Y, a pesar de que no tenía ninguna expectativa, asombrosamente saqué la calificación más alta. En cuestión de un día pasé de ser un sin nombre a una de las personas más famosas de la Historia de la humanidad.

No perdieron el tiempo y al cabo de siete horas ya estaban todos los preparativos completados. Aún no creía lo que estaba sucediendo ni cuando, ya dentro de la nave alienígena, observaba sin habla mi planeta natal a través de un ventanal.

El viaje, por cierto, resultó ser bastante escueto en comparación a lo que me esperaba. Sí, incluso salimos de la galaxia, pude verlo con mis propios ojos, aquella espiral galáctica empequeñeciendo lentamente. Pero, en lo referente a la relatividad, que ni percibía la velocidad vertiginosa a la que íbamos, fui consciente de que únicamente transcurrieron cuatro horas. Me estremecía el saber que poseían unos avances tecnológicos con los que, si lo deseasen, podrían exterminarnos como si fuéramos insectos desamparados y vulnerables.

Afortunadamente, entre su amabilidad y su aspecto idénticamente al nuestro, salvo porque sus ojos variaban entre colores naranjas, lilas y amarillos, no tenía nada que temer. Verdaderamente era un alivio el saber que los primeros alienígenas que nos visitaban no venían con intenciones belicosas ni de esclavitud, tal y como esas típicas películas querían hacernos creer.

Así que, en cuanto llegamos, se realizaron los trámites para aquello que denominaban La Prueba Máxima. (Otra cosa a destacar es que prodigiosamente habían confeccionado un artilugio que les permitía traducir sus voces en cualquier lengua extranjera, por lo que no había ningún tipo de barrera idiomática). La prueba en sí por lo visto consistía en una serie de tareas de las que debía hacerme cargo. Tras cumplirlas se me concedería sin más dilación la clave de la inmortalidad y la podría llevar orgullosamente conmigo de regreso a mi hogar.

Pero, quién me podría haber dicho a mí que aquellas labores trascenderían lo macabro y siniestro… Con sus rostros afables y bondadosos no tuvieron reparos en explicarme con total frialdad que todo lo que tenía que hacer era montarme en un teletransportador que me llevaría a la Tierra, con un previo cambio de imagen para que no se me reconociera, y fuera matando a los individuos que ellos me fueran indicando mediante un intercomunicador.

Al menos me permitieron tomarme un tiempo considerable para sopesar la situación. La idea de matar no me hacía gracia, pero, dentro del abanico de posibilidades en lo referente a sus petitorias, me estaban pidiendo algo que estaba a mi alcance, y, siendo honestos, entre el transporte instantáneo y el cambio de apariencia, asesinar sería medianamente sencillo. Por lo tanto, quitando los impedimentos éticos y morales, sería capaz de concederle a la humanidad el don del tiempo infinito. Grosso modo, era sacrificar a unos pocos por el bien de otros muchos…

Acepté. Aunque me advirtieron que podría darse la fatal casualidad de que uno de los objetivos fuera un amigo o familiar, aunque me avisaron que una vez en la Tierra la víctima podría defenderse y mi vida podría peligrar, aunque me dijeron de antemano que los muertos no volverían a la vida tras la Prueba Máxima finalizar… Me daba igual. Acepté, no podía defraudar a mi gente después de haber sido elegido como el más apto de mi especie para alcanzar tal gloria.

Y maté, asesiné a un gran número de personas. Llegó un punto en el que la gente sentía miedo y apenas salía a la calle. No sabían quién era, no había pruebas ni nada que les diese una pista del criminal. Tampoco en sus casas estaban a salvo, pues podía aparecer en el mismo salón donde se resguardaban. Lo hice… Me llené las manos de sangre, pero en mi mente se repetía una y otra vez que el bien justificaba estos cruentos medios, así que continué hasta el final, sin detenerme, teniendo la suerte de que en ningún momento se había dado el caso de que una de mis víctimas fuera alguien que conociese, porque no sabría si, al suceder esto, me hubiera detenido…

Me convertí en un genocida de ambigua heroicidad. El bien se empezaba a emborronar con cada gota de sangre que profanaba mi tez. Iba viendo menos claro que esto fuera la elección correcta. Algo en mi interior me dijo innumerables veces que cesara, algo lo cual ignoré constantemente…

Y llegó el día, mi último objetivo acababa de perder la vida y estaba iniciando el proceso de teletransportación hacia el planeta de los alienígenas. Estaba realmente nervioso, me era imposible creer que en pocas horas sería el primer ser humano en conocer la fórmula para ser joven perpetuamente.

Tan imposible que no sucedió…

-Humano, has fallado la Prueba Máxima.

Fue lo primero que escuché por parte de la representante de estos extraterrestres nada más me materialicé en el respectivo habitáculo. Naturalmente pensé que era una broma para quitar formalismo al asunto, pero su expresión, más seria que de costumbre, me dio muy mala espina.

-¿Qué quieres decir? –pregunté asustadizo–. ¿He hecho algo mal?

-Lo has hecho mal desde el principio –respondió tajantemente–. ¿De verdad concluiste que estaba bien matar a diestro y siniestro para conseguir la inmortalidad?

-¡Pero fue lo que me pedisteis!

-¿Si alguien te dijese que te concedería una gran riqueza a cambio de amputarte las extremidades, lo harías?

-¡Es distinto!

-¿Distinto? Considera el cuerpo tu mundo y los apéndices que mutilas una porción del mismo. ¿Hay, por tanto, diferencia con lo que has hecho tú, exterminando a una pequeña porción de la humanidad para obtener un tesoro?

-No… no lo entiendo –contesté llevándome las manos a la cabeza–. ¿Entonces era una trampa?

-Ni mucho menos. Simplemente, como te he dicho hace un momento, lo hiciste mal.

-¿Y qué debí haber hecho? ¡Contesta! –grité imperantemente–. ¿¡Qué era lo correcto!?

-Negarte.

Caí de rodillas al suelo. Estaba a punto de desmayarme, la cabeza me daba vueltas y sólo quería creer que todo esto era una retorcida pesadilla de la que tarde o temprano iba a despertar… ¿Cómo pude estar tan ciego? Me lo advirtieron… me informaron y me preguntaron una y otra vez si estaba seguro de aceptar convertirme en un homicida múltiple. ¡Y la verdadera prueba era tan sencilla como decir desde el principio que no!

-Eso es absurdo –recriminé–… No había forma humana de considerar que los asesinatos eran un engaño. ¡Estamos hablando de la inmortalidad! ¡Es que nadie se habría negado!

-¿Tú crees? Dime, ¿qué piensas que contestarían la familia y las amistades de las víctimas que has matado si llegases con la fórmula? ¿Les interesaría no morir nunca, sabiendo que con la muerte natural erradicada podrían estar siglos pensando irremediablemente una y otra vez en aquella persona que tú les has arrebatado de las manos? Sabes lo que pasaría perfectamente.

No tenía nada que decir. Llevaba razón. Tan sólo me eché a llorar. Quizás no estaban en lo cierto esos test al indicar que yo era el más apto. Estoy seguro de que cualquier otra persona, incluso de las que ni se inmutaron en hacer algún test, se habría negado a tamaña locura, aunque eso pudiera suponer llegar a la Tierra con las manos vacías… Pero al menos no volvería como yo, con el corazón vacío, reducido a cenizas por todas las muertes que había causado…

En shock, sin fuerzas ni para ponerme en pie, dos de ellos me levantaron y me metieron en una cápsula con dirección a mi planeta. Ahora que no requería cambio de apariencia era imposible emplear el teletransportador.

La compuerta se cerró y una minúscula ventana me mostró la imagen de aquella representante. Alcé lentamente la cabeza y con la mirada, aún manifestante de conmoción, me fijé en ela. El sonido de su voz podía escucharse todavía traspasando las paredes de la pequeña nave en la que iba.

­-Aunque os demos a vosotros, seres humanos, la capacidad de no envejecer nunca, hay algo que no podréis solucionar…

Lo último que me dijo antes de ser devuelto a la Tierra, con temibles noticias para aquellos que habían puesto tantas esperanzas en mí, me dejó sin habla, pues me veía incapaz de afirmar que se equivocaba cuando yo había sido la prueba irrefutable de ello.

-… y es que con vuestros actos no hacéis más que desgastar vuestras almas.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Morgue

Y aquí me hallo, suplicando unos segundos más antes de mi inminente, a la par que horrenda, destrucción absoluta. Unos dicen que mi esencia se separará, y por extensión quedaré intacto de tales injurias; otros dicen que caeré en el olvido, y por ende mi dolor será un simple vestigio extirpado de la raíz de mi ser. Pero no… todos son ignorantes, personas que obvian la adversa realidad que acaece a los de mi calaña.

¿Un puñal en mi vientre? Eso no es más que el tétrico anfitrión que esparce el vino entre los invitados, precursor deleite inmisericorde de la visualización necrótica del protagonista. ¿Una laceración sanguinolenta? Tan sólo el devenir de un reloj de arena marchito cuyos cristales resquebrajados dejan escapar granos provenientes de la erosión de mi mineralizado corazón. ¿Un vahído obnubilado? Simplemente la respuesta tardía de un arrepentimiento inaceptable nacido de un ente estrangulado por desgracias pasadas y acciones de inconsciente crueldad.

Me muero, sí, pero para mí esto no es el final, sino un mero trámite que me permite tomar algo de aliento, algo de fuerzas, para la infinita penitencia que está a punto de recaerme, como el pendular trazo de una afilada cuchilla a ras de mis globos oculares. Mis párpados tratan de protegerme del ineludible peligro, mas sólo consiguen entorpecer y cegar la inevitabilidad de mi epílogo.

Sí, así me sitúo, embuchado en una carcasa que por pura fisiología intenta mantenerse sobre sus pies y que, desgraciadamente, ha olvidado que fue mutilado de dichos apéndices.

Imagino que en parte soy merecedor de tal agridulce final, pues yo mismo busqué años atrás un verdugo que seccionara mi éxitos. Yo… yo fui el que se arrancó de cuajo las piernas justo antes de llegar a la meta, pero… ¿acaso no era comprensible? El premio era una copa rellena de burbujeante miseria, ¿quién, en su sano juicio, competiría por semejante repugnancia?

Tuve miedo… iba colocando las fichas de dominó con temor. Mis manos se comunicaban conmigo, afirmando que iba a fallar… Y así ocurrió. En cierto momento, para mofarse de mí, las piezas se fueron desmoronando. No importaba lo rápido que tratase de salvar mi construcción, esta se fue precipitando a la desolación absoluta. Cada ficha caída era un corte en mi piel.

Sangre. Me sentía bien coloreando mi tez de brillante rubí. Ya no me preocupaba el tiempo que estaba hilando. Si se caía a pedazos por pensamientos profanos de una porción sádica de mi córtex, mi resto, consecuentemente, no opondría resistencia. Es más, únicamente, tras los trazos carmesíes, había de hundir mis uñas y estirar a ambos lados para expandir las brechas cutáneas. Con un fluir más acelerado mi cuerpo se vaciaría mucho antes de tanto infortunio.

Así fue, así empecé, así tiré de la cuerda que abalanzó un hambriento filo contra mi pescuezo. Flechas ponzoñosas de precisión milimétrica, impactando en puntos vitales de mi espectro, escindiendo el optimismo y envenenando el coraje, quedando al desnudo frente a la bestialidad del vilipendio.

Sin embargo, embadurnado en tanta pintura, no me percaté de un minúsculo glóbulo putrefacto que por fin logró escapar del torrente sanguíneo. Deseoso de más, se amarró a mi ser y lo envolvió en un coágulo pastoso. Era el acabose de la luz que a todos nos guía en este lúgubre camino. La bombilla explotó, siendo irrecuperable, y los cristales se clavaron en mi garganta, impidiéndome respirar. Para entonces sólo veía lo que la podredumbre me permitía… Oscuridad, penuria, aflicción… Un nihilismo coaccionado por la demencia de las cuchilladas que me propiciaba. No hubo nada que se pudiera hacer, las retorcidas comisuras de mi boca, elevadas en señal de extasiada fascinación, lo confirmaban.

¿Locura? Yo más bien lo denominaría defensa. Una manera algo descabellada de deshacerme de los miasmas que me ahorcaban. Era la desesperada táctica de contraataque que los escasos átomos cabales que contenía habían llevado a cabo con el objetivo de marcarme como humano enfermo, y por extensión expuesto a la posibilidad de recibir una cura…

Una cura que jamás llegó, pues no había nada que realmente pudiese ser sanado, sino más bien ulcerado con mayor brutalidad en el caso de que un incauto tercero se hubiera interpuesto en mi camino hacia el necrosado clímax que me deparaba. Al menos en eso la fortuna si se puso de mi lado, aunque esta fuera una maquiavélica arpía que conducía las vías por el trayecto específico para que el maquinista, junto con su tren, se estrellara y sólo dejara como legado una amalgama ensangrentada de dolor e impotencia.


Me había vuelto imparable, engullido en una vorágine de remedios sanguinolentos y pesadillas encostradas. Yo mismo me lamentaba de lo que veía, como un espectador engarzado en mis ojos, incapaz de tomar las riendas de tamaño descontrol frenético… Y lo peor de todo era que iba en aumento, tanto la saña como la insania.


De fantasía a lugubridad, de soñador a fatalista, de pletórico a consumido, de energía a inanición. Mi mundo y mi organismo, encadenados por una férrea sinergia, habían visto su enlace despedazado, roto… descuajeringado volitivamente por un ente maníaco cuya única llama ardiente en él era prendida por un azulado y hediondo trozo de azufre. Un ser que era yo, pero que al reflejarse en el espejo no podía reconocerse…

Salvo por un detalle, sí. Cuando aún no se había originado un agujero negro de calibre desesperanzador en mi tórax, había un rasgo que continuaba inamovible y me deprimía, pues era el símbolo póstumo, la marca superviviente, la cicatriz última de mi cuerpo que rememoraba un pasado náufrago en la línea temporal que había masacrado meses ha.

Mis antebrazos estaban intactos… En efecto, la marca a la que me refería era la impecabilidad de la piel que revestía esta región braquial. Quizás a primera vista careciera de sentido, pues alguien ajeno a mi convulsivo contexto no lo interpretaría como una comparación de lo que mi piel era antaño… Para mí eran distintivos que conmemoraban una época de victoria incuestionable que había sido grabada con recuerdos indelebles. Evocaban imágenes y me plasmaban a mí mismo como un ganador, triunfante tras un perturbador ciclo en el que hojas afiladas acariciaban mi cuero, deseosas por desollarlo…  Sí, bien es cierto que en aquel instante tuve el valor de salir adelante. Pero ese tocayo ahora era un simple holograma conformado por ceniza, desintegrado por el viento de la discordia. El actual disfraz que portaba, en cambio, era digno de Halloween, matizado por el asco y rebosante de putrescina y cadaverina.

Era escoria, y como tal me enorgullecí de mutilar mi esencia. El arrepentimiento quedó desmembrado hace mucho, por no hablar del coraje y la humanidad, que se convirtieron en meros peleles abrazados por sogas. No es que hubiera tenido la desgracia de no toparme con la salvación, sino que no merecía a la susodicha, y bien hacía ella si, además, se empeñaba en darme esquinazo, porque podía asegurar que una encarnizada tortura hacia esta hubiera amanecido si mis ojos la hubieran detectado… Renegaba de todo, me sentía bien en mi mugriento estanque y no requería la colaboración de nada ni de nadie. Yo era el único que sabía lo que había de hacerse, o en otras palabras, yo tenía que ser obligatoriamente el ejecutor y el ejecutado.


Y ya lo oigo… los goteos… Emulan el sonido del herrero forjando mi óbito. Y ya lo siento… el frío… Recrea la fase final de la obra magna en la fragua. Y ya lo saboreo… la nada… Simula el abandono de la creación a manos de su artista. Y ya lo veo… la umbra… Imita el óxido que carcome sin remordimiento el metal desamparado.


Sé… que aquel que atienda a mis enmudecidas imploraciones no hallará en ellas ni un resquicio de orden, sino más bien una pulpa caótica amaestrada por un discípulo de Eris. Pido perdón por incluso en estos momento seguir siendo un lastre para ese gentío que sólo trata de encontrar su refugio armónico en este lacrimoso tugurio denominado existencia. Me disculpo con total sinceridad por la metamorfosis que mi naturaleza ha sufrido, que, como el propio Midas, ya puedo hasta convertir lo que toco en la envidia del alquimista más experto… Pero no es oro lo que creo, y tampoco el mentado taumaturgo es alguien convencional. No… si de verdad fuera la réplica exacta de dicho monarca no tendría derecho a comportarme como un arlequín de lágrimas tatuadas con clavos. Podría definirlo como un aura que prescinde del contacto físico, una sofisticación maldita de su leyenda que lo que hace es alterar la pureza de aquello que me rodea y descomponerlo hasta unidades básicas de tortuosa pesadumbre.

Porque actualmente no me conformo con ver mi proceso de degradación seguir su curso. Soy insaciable… tengo hambre de dolor y sed de lágrimas. Mi cosmos interno ha intentado retener una voraz supernova cuyo destino inexorable era inquinar a su contenedor… y lo ha conseguido. Me infundo con la melancolía y juro mil represalias contra el que disfruta de la vida, esa misma que insertó el anzuelo en mi maxilar y tiró de él hasta astillar mi mandíbula, desgarrando mi lengua para que no pudiera articular súplica alguna…

Fui un perro apaleado al que no se le concedió ningún respiro, que quedó infectado con la rabia, haciendo ahora de vector viral, perjudicando inocentes al ritmo de las palmas satíricas del destino.

Soy un bailarín de zapatos pretéritos que acompasa su danza final con las lamentaciones de reminiscencias descosidas, cuya preocupación inicial es procurar que uno de esos prófugos suspiros que se filtran por mis rejas de marfil no sea el último.

Seré un títere canónicamente exánime, de esos que el infante abandona en un desván nada más ver su rostro de inherente monstruosidad y es gélidamente acogido por insectos, en una bienvenida que simple y llanamente conforma el depravado preludio de un epitafio dibujado a mordiscos por termitas.

Mi yo se desvanece, es mera arena grisácea que escapa a través de los dedos. No sé exactamente en qué punto de mi historia un capítulo emborronó su tinta y desvió la trama hacia una novela de atroz calamidad, pero parece que el personaje principal, aun consciente de lo poco que le falta para palpar con los dedos la famosa página que esconde el colofón, sigue creyendo que la commedia è finita es una tremebunda falacia.

¡Y qué inepto es! ¡Y qué incrédulo soy! Que a pesar de la circunstancias, hallado en un lienzo manchado por los vástagos de una paleta de tonalidades rojizas y negruzcas, mantengo la ilusión de que llegarán pinceladas verdes y blancas…

Ya que, aunque el caudal escarlata pierda sus efluvios vertiginosamente, mis manos, inquietas, reposan sobre mi pecho, convencidas de que sus plegarias harán regresar el contenido al continente. Pero… es en vano… Navego por un lago bermellón y, conforme mis tuberías se van deshidratando, la insidiosa ancla que otrora prometió serme de utilidad para no dejarme flotar en el vacío se ha vuelto la falsaria quimera que hunde mi cadavérica silueta hacia el fondo abisal. Pierdo la consciencia, pierdo los sueños, pierdo las sonrisas, pierdo el sentido y pierdo la humanidad… En definitiva, he perdido.

Y me es inevitable acordarme de todas esas cruentas contiendas que combatí con osadía, donde el temple era mi armadura y el futuro mi arma… ¿¡por qué no vuelve ese joven que miraba por encima del hombro al riesgo y a los miedos!? Ah… lo entiendo. No ha de regresar de ningún lado; desafortunadamente sus descuidos hicieron que fuera digerido por descomponedores una vez le abrí la puerta de mi casa a la rendición. Desfavorablemente… sin percatarme, cometí tiempo atrás un homicidio y en un hoyo incrusté mi condición de ser. No hay que forzar más el viraje de la situación. El único culpable cuya cabeza yacerá en bandeja herrumbrosa será la de un servidor. Soy asesino, soy víctima, soy juez, soy jurado, soy el crimen por antonomasia.

Así que, con el reloj quebrado, la guadaña preparada, la vida mancillada, la genética estropeada, la vista nublada, la psique apaleada y el cuerpo demacrado, no me queda más que despedirme debidamente como el despreciable malgasto molecular que he sido. La máxima ofensa de los creadores; yo, el imperfecto constructo, al fin, colapsará y se difuminará en su mordaz evanescencia, sin dejar tras de sí nada más que inservible chancro, repulsivos retales y, lamentándolo mucho, pustulosas remembranzas.

Eso sí, puede que quizás mi existencia no haya sido beneficiosa para este organismo llamado humanidad, pero tengo bien claro que mi defunción será todo lo contrario: fructífera y agradable. Una minúscula lágrima, mensajera de Anubis, lo corrobora. Esta me susurra y me hace estremecer al encender una lívida chispa de arrepentimiento.

Supongo que, antes de que lo inerte me arrebate la corona y se enquiste en mi trono, tendré que cambiar mi ideal de lápida y colocar una nueva cuestión en la pétrea pizarra. Incertidumbre, dame la mano, porque…

¿Acaso le fui útil a alguien?