
¿Un puñal en mi vientre? Eso no es más que el tétrico anfitrión
que esparce el vino entre los invitados, precursor deleite inmisericorde de la
visualización necrótica del protagonista. ¿Una laceración sanguinolenta? Tan
sólo el devenir de un reloj de arena marchito cuyos cristales resquebrajados
dejan escapar granos provenientes de la erosión de mi mineralizado corazón. ¿Un
vahído obnubilado? Simplemente la respuesta tardía de un arrepentimiento
inaceptable nacido de un ente estrangulado por desgracias pasadas y acciones de
inconsciente crueldad.
Me muero, sí, pero para mí esto no es el final, sino un mero
trámite que me permite tomar algo de aliento, algo de fuerzas, para la infinita
penitencia que está a punto de recaerme, como el pendular trazo de una afilada
cuchilla a ras de mis globos oculares. Mis párpados tratan de protegerme del
ineludible peligro, mas sólo consiguen entorpecer y cegar la inevitabilidad de
mi epílogo.
Sí, así me sitúo, embuchado en una carcasa que por pura
fisiología intenta mantenerse sobre sus pies y que, desgraciadamente, ha
olvidado que fue mutilado de dichos apéndices.
Imagino que en parte soy merecedor de tal agridulce final,
pues yo mismo busqué años atrás un verdugo que seccionara mi éxitos. Yo… yo fui
el que se arrancó de cuajo las piernas justo antes de llegar a la meta, pero…
¿acaso no era comprensible? El premio era una copa rellena de burbujeante
miseria, ¿quién, en su sano juicio, competiría por semejante repugnancia?
Tuve miedo… iba colocando las fichas de dominó con temor.
Mis manos se comunicaban conmigo, afirmando que iba a fallar… Y así ocurrió. En
cierto momento, para mofarse de mí, las piezas se fueron desmoronando. No
importaba lo rápido que tratase de salvar mi construcción, esta se fue
precipitando a la desolación absoluta. Cada ficha caída era un corte en mi
piel.
Sangre. Me sentía bien coloreando mi tez de brillante rubí.
Ya no me preocupaba el tiempo que estaba hilando. Si se caía a pedazos por
pensamientos profanos de una porción sádica de mi córtex, mi resto,
consecuentemente, no opondría resistencia. Es más, únicamente, tras los trazos
carmesíes, había de hundir mis uñas y estirar a ambos lados para expandir las
brechas cutáneas. Con un fluir más acelerado mi cuerpo se vaciaría mucho antes de
tanto infortunio.
Así fue, así empecé, así tiré de la cuerda que abalanzó un
hambriento filo contra mi pescuezo. Flechas ponzoñosas de precisión
milimétrica, impactando en puntos vitales de mi espectro, escindiendo el
optimismo y envenenando el coraje, quedando al desnudo frente a la bestialidad del
vilipendio.
Sin embargo, embadurnado en tanta pintura, no me percaté de
un minúsculo glóbulo putrefacto que por fin logró escapar del torrente
sanguíneo. Deseoso de más, se amarró a mi ser y lo envolvió en un coágulo
pastoso. Era el acabose de la luz que a todos nos guía en este lúgubre camino.
La bombilla explotó, siendo irrecuperable, y los cristales se clavaron en mi
garganta, impidiéndome respirar. Para entonces sólo veía lo que la podredumbre
me permitía… Oscuridad, penuria, aflicción… Un nihilismo coaccionado por la
demencia de las cuchilladas que me propiciaba. No hubo nada que se pudiera
hacer, las retorcidas comisuras de mi boca, elevadas en señal de extasiada
fascinación, lo confirmaban.
¿Locura? Yo más bien lo denominaría defensa. Una manera algo
descabellada de deshacerme de los miasmas que me ahorcaban. Era la desesperada
táctica de contraataque que los escasos átomos cabales que contenía habían
llevado a cabo con el objetivo de marcarme como humano enfermo, y por extensión
expuesto a la posibilidad de recibir una cura…
Una cura que jamás llegó, pues no había nada que realmente
pudiese ser sanado, sino más bien ulcerado con mayor brutalidad en el caso de
que un incauto tercero se hubiera interpuesto en mi camino hacia el necrosado
clímax que me deparaba. Al menos en eso la fortuna si se puso de mi lado,
aunque esta fuera una maquiavélica arpía que conducía las vías por el trayecto
específico para que el maquinista, junto con su tren, se estrellara y sólo
dejara como legado una amalgama ensangrentada de dolor e impotencia.
De fantasía a lugubridad, de soñador a fatalista, de
pletórico a consumido, de energía a inanición. Mi mundo y mi organismo,
encadenados por una férrea sinergia, habían visto su enlace despedazado, roto…
descuajeringado volitivamente por un ente maníaco cuya única llama ardiente en
él era prendida por un azulado y hediondo trozo de azufre. Un ser que era yo,
pero que al reflejarse en el espejo no podía reconocerse…
Salvo por un detalle, sí. Cuando aún no se había originado
un agujero negro de calibre desesperanzador en mi tórax, había un rasgo que
continuaba inamovible y me deprimía, pues era el símbolo póstumo, la marca
superviviente, la cicatriz última de mi cuerpo que rememoraba un pasado
náufrago en la línea temporal que había masacrado meses ha.
Mis antebrazos estaban intactos… En efecto, la marca a la
que me refería era la impecabilidad de la piel que revestía esta región
braquial. Quizás a primera vista careciera de sentido, pues alguien ajeno a mi
convulsivo contexto no lo interpretaría como una comparación de lo que mi piel
era antaño… Para mí eran distintivos que conmemoraban una época de victoria
incuestionable que había sido grabada con recuerdos indelebles. Evocaban
imágenes y me plasmaban a mí mismo como un ganador, triunfante tras un perturbador
ciclo en el que hojas afiladas acariciaban mi cuero, deseosas por desollarlo… Sí, bien es cierto que en aquel instante tuve
el valor de salir adelante. Pero ese tocayo ahora era un simple holograma
conformado por ceniza, desintegrado por el viento de la discordia. El actual
disfraz que portaba, en cambio, era digno de Halloween, matizado por el asco y
rebosante de putrescina y cadaverina.
Era escoria, y como tal me enorgullecí de mutilar mi
esencia. El arrepentimiento quedó desmembrado hace mucho, por no hablar del
coraje y la humanidad, que se convirtieron en meros peleles abrazados por
sogas. No es que hubiera tenido la desgracia de no toparme con la salvación,
sino que no merecía a la susodicha, y bien hacía ella si, además, se empeñaba
en darme esquinazo, porque podía asegurar que una encarnizada tortura hacia
esta hubiera amanecido si mis ojos la hubieran detectado… Renegaba de todo, me
sentía bien en mi mugriento estanque y no requería la colaboración de nada ni
de nadie. Yo era el único que sabía lo que había de hacerse, o en otras
palabras, yo tenía que ser obligatoriamente el ejecutor y el ejecutado.
Sé… que aquel que atienda a mis enmudecidas imploraciones no
hallará en ellas ni un resquicio de orden, sino más bien una pulpa caótica
amaestrada por un discípulo de Eris. Pido perdón por incluso en estos momento
seguir siendo un lastre para ese gentío que sólo trata de encontrar su refugio
armónico en este lacrimoso tugurio denominado existencia. Me disculpo con total
sinceridad por la metamorfosis que mi naturaleza ha sufrido, que, como el
propio Midas, ya puedo hasta convertir lo que toco en la envidia del alquimista
más experto… Pero no es oro lo que creo, y tampoco el mentado taumaturgo es
alguien convencional. No… si de verdad fuera la réplica exacta de dicho monarca
no tendría derecho a comportarme como un arlequín de lágrimas tatuadas con
clavos. Podría definirlo como un aura que prescinde del contacto físico, una
sofisticación maldita de su leyenda que lo que hace es alterar la pureza de
aquello que me rodea y descomponerlo hasta unidades básicas de tortuosa
pesadumbre.
Porque actualmente no me conformo con ver mi proceso de
degradación seguir su curso. Soy insaciable… tengo hambre de dolor y sed de
lágrimas. Mi cosmos interno ha intentado retener una voraz supernova cuyo
destino inexorable era inquinar a su contenedor… y lo ha conseguido. Me infundo
con la melancolía y juro mil represalias contra el que disfruta de la vida, esa
misma que insertó el anzuelo en mi maxilar y tiró de él hasta astillar mi
mandíbula, desgarrando mi lengua para que no pudiera articular súplica alguna…
Fui un perro apaleado al que no se le concedió ningún respiro,
que quedó infectado con la rabia, haciendo ahora de vector viral, perjudicando
inocentes al ritmo de las palmas satíricas del destino.
Soy un bailarín de zapatos pretéritos que acompasa su danza
final con las lamentaciones de reminiscencias descosidas, cuya preocupación
inicial es procurar que uno de esos prófugos suspiros que se filtran por mis
rejas de marfil no sea el último.
Seré un títere canónicamente exánime, de esos que el infante
abandona en un desván nada más ver su rostro de inherente monstruosidad y es
gélidamente acogido por insectos, en una bienvenida que simple y llanamente
conforma el depravado preludio de un epitafio dibujado a mordiscos por
termitas.
Mi yo se desvanece, es mera arena grisácea que escapa a
través de los dedos. No sé exactamente en qué punto de mi historia un capítulo
emborronó su tinta y desvió la trama hacia una novela de atroz calamidad, pero
parece que el personaje principal, aun consciente de lo poco que le falta para
palpar con los dedos la famosa página que esconde el colofón, sigue creyendo
que la commedia è finita es una
tremebunda falacia.
¡Y qué inepto es! ¡Y qué incrédulo soy! Que a pesar de la
circunstancias, hallado en un lienzo manchado por los vástagos de una paleta de
tonalidades rojizas y negruzcas, mantengo la ilusión de que llegarán pinceladas
verdes y blancas…
Ya que, aunque el caudal escarlata pierda sus efluvios
vertiginosamente, mis manos, inquietas, reposan sobre mi pecho, convencidas de
que sus plegarias harán regresar el contenido al continente. Pero… es en vano…
Navego por un lago bermellón y, conforme mis tuberías se van deshidratando, la
insidiosa ancla que otrora prometió serme de utilidad para no dejarme flotar en
el vacío se ha vuelto la falsaria quimera que hunde mi cadavérica silueta hacia
el fondo abisal. Pierdo la consciencia, pierdo los sueños, pierdo las sonrisas,
pierdo el sentido y pierdo la humanidad… En definitiva, he perdido.
Y me es inevitable acordarme de todas esas cruentas
contiendas que combatí con osadía, donde el temple era mi armadura y el futuro
mi arma… ¿¡por qué no vuelve ese joven que miraba por encima del hombro al
riesgo y a los miedos!? Ah… lo entiendo. No ha de regresar de ningún lado;
desafortunadamente sus descuidos hicieron que fuera digerido por descomponedores
una vez le abrí la puerta de mi casa a la rendición. Desfavorablemente… sin
percatarme, cometí tiempo atrás un homicidio y en un hoyo incrusté mi condición
de ser. No hay que forzar más el viraje de la situación. El único culpable cuya
cabeza yacerá en bandeja herrumbrosa será la de un servidor. Soy asesino, soy
víctima, soy juez, soy jurado, soy el crimen por antonomasia.

Eso sí, puede que quizás mi existencia no haya sido
beneficiosa para este organismo llamado humanidad, pero tengo bien claro que mi
defunción será todo lo contrario: fructífera y agradable. Una minúscula lágrima,
mensajera de Anubis, lo corrobora. Esta me susurra y me hace estremecer al
encender una lívida chispa de arrepentimiento.
Supongo que, antes de que lo inerte me arrebate la corona y
se enquiste en mi trono, tendré que cambiar mi ideal de lápida y colocar una
nueva cuestión en la pétrea pizarra. Incertidumbre, dame la mano, porque…
¿Acaso le fui útil a
alguien?
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