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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Morgue

Y aquí me hallo, suplicando unos segundos más antes de mi inminente, a la par que horrenda, destrucción absoluta. Unos dicen que mi esencia se separará, y por extensión quedaré intacto de tales injurias; otros dicen que caeré en el olvido, y por ende mi dolor será un simple vestigio extirpado de la raíz de mi ser. Pero no… todos son ignorantes, personas que obvian la adversa realidad que acaece a los de mi calaña.

¿Un puñal en mi vientre? Eso no es más que el tétrico anfitrión que esparce el vino entre los invitados, precursor deleite inmisericorde de la visualización necrótica del protagonista. ¿Una laceración sanguinolenta? Tan sólo el devenir de un reloj de arena marchito cuyos cristales resquebrajados dejan escapar granos provenientes de la erosión de mi mineralizado corazón. ¿Un vahído obnubilado? Simplemente la respuesta tardía de un arrepentimiento inaceptable nacido de un ente estrangulado por desgracias pasadas y acciones de inconsciente crueldad.

Me muero, sí, pero para mí esto no es el final, sino un mero trámite que me permite tomar algo de aliento, algo de fuerzas, para la infinita penitencia que está a punto de recaerme, como el pendular trazo de una afilada cuchilla a ras de mis globos oculares. Mis párpados tratan de protegerme del ineludible peligro, mas sólo consiguen entorpecer y cegar la inevitabilidad de mi epílogo.

Sí, así me sitúo, embuchado en una carcasa que por pura fisiología intenta mantenerse sobre sus pies y que, desgraciadamente, ha olvidado que fue mutilado de dichos apéndices.

Imagino que en parte soy merecedor de tal agridulce final, pues yo mismo busqué años atrás un verdugo que seccionara mi éxitos. Yo… yo fui el que se arrancó de cuajo las piernas justo antes de llegar a la meta, pero… ¿acaso no era comprensible? El premio era una copa rellena de burbujeante miseria, ¿quién, en su sano juicio, competiría por semejante repugnancia?

Tuve miedo… iba colocando las fichas de dominó con temor. Mis manos se comunicaban conmigo, afirmando que iba a fallar… Y así ocurrió. En cierto momento, para mofarse de mí, las piezas se fueron desmoronando. No importaba lo rápido que tratase de salvar mi construcción, esta se fue precipitando a la desolación absoluta. Cada ficha caída era un corte en mi piel.

Sangre. Me sentía bien coloreando mi tez de brillante rubí. Ya no me preocupaba el tiempo que estaba hilando. Si se caía a pedazos por pensamientos profanos de una porción sádica de mi córtex, mi resto, consecuentemente, no opondría resistencia. Es más, únicamente, tras los trazos carmesíes, había de hundir mis uñas y estirar a ambos lados para expandir las brechas cutáneas. Con un fluir más acelerado mi cuerpo se vaciaría mucho antes de tanto infortunio.

Así fue, así empecé, así tiré de la cuerda que abalanzó un hambriento filo contra mi pescuezo. Flechas ponzoñosas de precisión milimétrica, impactando en puntos vitales de mi espectro, escindiendo el optimismo y envenenando el coraje, quedando al desnudo frente a la bestialidad del vilipendio.

Sin embargo, embadurnado en tanta pintura, no me percaté de un minúsculo glóbulo putrefacto que por fin logró escapar del torrente sanguíneo. Deseoso de más, se amarró a mi ser y lo envolvió en un coágulo pastoso. Era el acabose de la luz que a todos nos guía en este lúgubre camino. La bombilla explotó, siendo irrecuperable, y los cristales se clavaron en mi garganta, impidiéndome respirar. Para entonces sólo veía lo que la podredumbre me permitía… Oscuridad, penuria, aflicción… Un nihilismo coaccionado por la demencia de las cuchilladas que me propiciaba. No hubo nada que se pudiera hacer, las retorcidas comisuras de mi boca, elevadas en señal de extasiada fascinación, lo confirmaban.

¿Locura? Yo más bien lo denominaría defensa. Una manera algo descabellada de deshacerme de los miasmas que me ahorcaban. Era la desesperada táctica de contraataque que los escasos átomos cabales que contenía habían llevado a cabo con el objetivo de marcarme como humano enfermo, y por extensión expuesto a la posibilidad de recibir una cura…

Una cura que jamás llegó, pues no había nada que realmente pudiese ser sanado, sino más bien ulcerado con mayor brutalidad en el caso de que un incauto tercero se hubiera interpuesto en mi camino hacia el necrosado clímax que me deparaba. Al menos en eso la fortuna si se puso de mi lado, aunque esta fuera una maquiavélica arpía que conducía las vías por el trayecto específico para que el maquinista, junto con su tren, se estrellara y sólo dejara como legado una amalgama ensangrentada de dolor e impotencia.


Me había vuelto imparable, engullido en una vorágine de remedios sanguinolentos y pesadillas encostradas. Yo mismo me lamentaba de lo que veía, como un espectador engarzado en mis ojos, incapaz de tomar las riendas de tamaño descontrol frenético… Y lo peor de todo era que iba en aumento, tanto la saña como la insania.


De fantasía a lugubridad, de soñador a fatalista, de pletórico a consumido, de energía a inanición. Mi mundo y mi organismo, encadenados por una férrea sinergia, habían visto su enlace despedazado, roto… descuajeringado volitivamente por un ente maníaco cuya única llama ardiente en él era prendida por un azulado y hediondo trozo de azufre. Un ser que era yo, pero que al reflejarse en el espejo no podía reconocerse…

Salvo por un detalle, sí. Cuando aún no se había originado un agujero negro de calibre desesperanzador en mi tórax, había un rasgo que continuaba inamovible y me deprimía, pues era el símbolo póstumo, la marca superviviente, la cicatriz última de mi cuerpo que rememoraba un pasado náufrago en la línea temporal que había masacrado meses ha.

Mis antebrazos estaban intactos… En efecto, la marca a la que me refería era la impecabilidad de la piel que revestía esta región braquial. Quizás a primera vista careciera de sentido, pues alguien ajeno a mi convulsivo contexto no lo interpretaría como una comparación de lo que mi piel era antaño… Para mí eran distintivos que conmemoraban una época de victoria incuestionable que había sido grabada con recuerdos indelebles. Evocaban imágenes y me plasmaban a mí mismo como un ganador, triunfante tras un perturbador ciclo en el que hojas afiladas acariciaban mi cuero, deseosas por desollarlo…  Sí, bien es cierto que en aquel instante tuve el valor de salir adelante. Pero ese tocayo ahora era un simple holograma conformado por ceniza, desintegrado por el viento de la discordia. El actual disfraz que portaba, en cambio, era digno de Halloween, matizado por el asco y rebosante de putrescina y cadaverina.

Era escoria, y como tal me enorgullecí de mutilar mi esencia. El arrepentimiento quedó desmembrado hace mucho, por no hablar del coraje y la humanidad, que se convirtieron en meros peleles abrazados por sogas. No es que hubiera tenido la desgracia de no toparme con la salvación, sino que no merecía a la susodicha, y bien hacía ella si, además, se empeñaba en darme esquinazo, porque podía asegurar que una encarnizada tortura hacia esta hubiera amanecido si mis ojos la hubieran detectado… Renegaba de todo, me sentía bien en mi mugriento estanque y no requería la colaboración de nada ni de nadie. Yo era el único que sabía lo que había de hacerse, o en otras palabras, yo tenía que ser obligatoriamente el ejecutor y el ejecutado.


Y ya lo oigo… los goteos… Emulan el sonido del herrero forjando mi óbito. Y ya lo siento… el frío… Recrea la fase final de la obra magna en la fragua. Y ya lo saboreo… la nada… Simula el abandono de la creación a manos de su artista. Y ya lo veo… la umbra… Imita el óxido que carcome sin remordimiento el metal desamparado.


Sé… que aquel que atienda a mis enmudecidas imploraciones no hallará en ellas ni un resquicio de orden, sino más bien una pulpa caótica amaestrada por un discípulo de Eris. Pido perdón por incluso en estos momento seguir siendo un lastre para ese gentío que sólo trata de encontrar su refugio armónico en este lacrimoso tugurio denominado existencia. Me disculpo con total sinceridad por la metamorfosis que mi naturaleza ha sufrido, que, como el propio Midas, ya puedo hasta convertir lo que toco en la envidia del alquimista más experto… Pero no es oro lo que creo, y tampoco el mentado taumaturgo es alguien convencional. No… si de verdad fuera la réplica exacta de dicho monarca no tendría derecho a comportarme como un arlequín de lágrimas tatuadas con clavos. Podría definirlo como un aura que prescinde del contacto físico, una sofisticación maldita de su leyenda que lo que hace es alterar la pureza de aquello que me rodea y descomponerlo hasta unidades básicas de tortuosa pesadumbre.

Porque actualmente no me conformo con ver mi proceso de degradación seguir su curso. Soy insaciable… tengo hambre de dolor y sed de lágrimas. Mi cosmos interno ha intentado retener una voraz supernova cuyo destino inexorable era inquinar a su contenedor… y lo ha conseguido. Me infundo con la melancolía y juro mil represalias contra el que disfruta de la vida, esa misma que insertó el anzuelo en mi maxilar y tiró de él hasta astillar mi mandíbula, desgarrando mi lengua para que no pudiera articular súplica alguna…

Fui un perro apaleado al que no se le concedió ningún respiro, que quedó infectado con la rabia, haciendo ahora de vector viral, perjudicando inocentes al ritmo de las palmas satíricas del destino.

Soy un bailarín de zapatos pretéritos que acompasa su danza final con las lamentaciones de reminiscencias descosidas, cuya preocupación inicial es procurar que uno de esos prófugos suspiros que se filtran por mis rejas de marfil no sea el último.

Seré un títere canónicamente exánime, de esos que el infante abandona en un desván nada más ver su rostro de inherente monstruosidad y es gélidamente acogido por insectos, en una bienvenida que simple y llanamente conforma el depravado preludio de un epitafio dibujado a mordiscos por termitas.

Mi yo se desvanece, es mera arena grisácea que escapa a través de los dedos. No sé exactamente en qué punto de mi historia un capítulo emborronó su tinta y desvió la trama hacia una novela de atroz calamidad, pero parece que el personaje principal, aun consciente de lo poco que le falta para palpar con los dedos la famosa página que esconde el colofón, sigue creyendo que la commedia è finita es una tremebunda falacia.

¡Y qué inepto es! ¡Y qué incrédulo soy! Que a pesar de la circunstancias, hallado en un lienzo manchado por los vástagos de una paleta de tonalidades rojizas y negruzcas, mantengo la ilusión de que llegarán pinceladas verdes y blancas…

Ya que, aunque el caudal escarlata pierda sus efluvios vertiginosamente, mis manos, inquietas, reposan sobre mi pecho, convencidas de que sus plegarias harán regresar el contenido al continente. Pero… es en vano… Navego por un lago bermellón y, conforme mis tuberías se van deshidratando, la insidiosa ancla que otrora prometió serme de utilidad para no dejarme flotar en el vacío se ha vuelto la falsaria quimera que hunde mi cadavérica silueta hacia el fondo abisal. Pierdo la consciencia, pierdo los sueños, pierdo las sonrisas, pierdo el sentido y pierdo la humanidad… En definitiva, he perdido.

Y me es inevitable acordarme de todas esas cruentas contiendas que combatí con osadía, donde el temple era mi armadura y el futuro mi arma… ¿¡por qué no vuelve ese joven que miraba por encima del hombro al riesgo y a los miedos!? Ah… lo entiendo. No ha de regresar de ningún lado; desafortunadamente sus descuidos hicieron que fuera digerido por descomponedores una vez le abrí la puerta de mi casa a la rendición. Desfavorablemente… sin percatarme, cometí tiempo atrás un homicidio y en un hoyo incrusté mi condición de ser. No hay que forzar más el viraje de la situación. El único culpable cuya cabeza yacerá en bandeja herrumbrosa será la de un servidor. Soy asesino, soy víctima, soy juez, soy jurado, soy el crimen por antonomasia.

Así que, con el reloj quebrado, la guadaña preparada, la vida mancillada, la genética estropeada, la vista nublada, la psique apaleada y el cuerpo demacrado, no me queda más que despedirme debidamente como el despreciable malgasto molecular que he sido. La máxima ofensa de los creadores; yo, el imperfecto constructo, al fin, colapsará y se difuminará en su mordaz evanescencia, sin dejar tras de sí nada más que inservible chancro, repulsivos retales y, lamentándolo mucho, pustulosas remembranzas.

Eso sí, puede que quizás mi existencia no haya sido beneficiosa para este organismo llamado humanidad, pero tengo bien claro que mi defunción será todo lo contrario: fructífera y agradable. Una minúscula lágrima, mensajera de Anubis, lo corrobora. Esta me susurra y me hace estremecer al encender una lívida chispa de arrepentimiento.

Supongo que, antes de que lo inerte me arrebate la corona y se enquiste en mi trono, tendré que cambiar mi ideal de lápida y colocar una nueva cuestión en la pétrea pizarra. Incertidumbre, dame la mano, porque…

¿Acaso le fui útil a alguien? 

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