
La estupefacción fue a escala global. Al principio nadie de
nosotros les creyó, pero, más tarde, pidiendo que les acompañara un grupo de genetistas, nos demostraron que estaban en lo cierto.
La noticia eclipsó el hecho de que había vida más allá de la
terrícola. No sólo se había descubierto una existencia alienígena, sino que se
había encontrado un modo de adquirir una juventud infinita. Aunque se pudiera
seguir pereciendo por accidentes, enfermedades u homicidios, la imposibilidad
de envejecer era un gran salto que nos acercaba mucho más a la utopía del ser
humano inmortal.
Sin embargo, y de manera algo comprensible, no iban a darnos
la “receta” así por las buenas. Aquel hallazgo era demasiado poderoso como para
dárselo a la primera comunidad con la que se topasen, por lo que primero nos
dijeron que se llevarían consigo a su planeta a un ser humano para determinar ya
allí si de verdad la humanidad era apta.
Mucha gente se ofreció candidata, pero no había de tomarse
la elección a la ligera. De inmediato, psicólogos y psicólogas de todo el globo elaboraron
decenas de test que calificarían lo más apropiadamente todas y cada una de las
competencias que dichos extraterrestres podrían exigir al ser humano que fuera
con ellos.
Yo me ofrecí voluntario por mera curiosidad. Y, a pesar de
que no tenía ninguna expectativa, asombrosamente saqué la calificación más
alta. En cuestión de un día pasé de ser un sin nombre a una de las personas más
famosas de la Historia de la humanidad.
No perdieron el tiempo y al cabo de siete horas ya estaban
todos los preparativos completados. Aún no creía lo que estaba sucediendo ni
cuando, ya dentro de la nave alienígena, observaba sin habla mi planeta natal a
través de un ventanal.
El viaje, por cierto, resultó ser bastante escueto en
comparación a lo que me esperaba. Sí, incluso salimos de la galaxia, pude verlo
con mis propios ojos, aquella espiral galáctica empequeñeciendo lentamente.
Pero, en lo referente a la relatividad, que ni percibía la velocidad vertiginosa
a la que íbamos, fui consciente de que únicamente transcurrieron cuatro horas.
Me estremecía el saber que poseían unos avances tecnológicos con los que, si lo
deseasen, podrían exterminarnos como si fuéramos insectos desamparados y
vulnerables.
Afortunadamente, entre su amabilidad y su aspecto
idénticamente al nuestro, salvo porque sus ojos variaban entre colores
naranjas, lilas y amarillos, no tenía nada que temer. Verdaderamente era un
alivio el saber que los primeros alienígenas que nos visitaban no venían con
intenciones belicosas ni de esclavitud, tal y como esas típicas películas
querían hacernos creer.
Así que, en cuanto llegamos, se realizaron los trámites para
aquello que denominaban La Prueba Máxima. (Otra cosa a destacar es que
prodigiosamente habían confeccionado un artilugio que les permitía traducir sus
voces en cualquier lengua extranjera, por lo que no había ningún tipo de
barrera idiomática). La prueba en sí por lo visto consistía en una serie de
tareas de las que debía hacerme cargo. Tras cumplirlas se me concedería sin más
dilación la clave de la inmortalidad y la podría llevar orgullosamente conmigo
de regreso a mi hogar.
Pero, quién me podría haber dicho a mí que aquellas labores
trascenderían lo macabro y siniestro… Con sus rostros afables y bondadosos no
tuvieron reparos en explicarme con total frialdad que todo lo que tenía que
hacer era montarme en un teletransportador que me llevaría a la Tierra, con un
previo cambio de imagen para que no se me reconociera, y fuera matando a los
individuos que ellos me fueran indicando mediante un intercomunicador.
Al menos me permitieron tomarme un tiempo considerable para
sopesar la situación. La idea de matar no me hacía gracia, pero, dentro del
abanico de posibilidades en lo referente a sus petitorias, me estaban pidiendo
algo que estaba a mi alcance, y, siendo honestos, entre el transporte
instantáneo y el cambio de apariencia, asesinar sería medianamente sencillo.
Por lo tanto, quitando los impedimentos éticos y morales, sería capaz de
concederle a la humanidad el don del tiempo infinito. Grosso modo, era sacrificar
a unos pocos por el bien de otros muchos…

Y maté, asesiné a un gran número de personas. Llegó un punto
en el que la gente sentía miedo y apenas salía a la calle. No sabían quién era,
no había pruebas ni nada que les diese una pista del criminal. Tampoco en sus
casas estaban a salvo, pues podía aparecer en el mismo salón donde se
resguardaban. Lo hice… Me llené las manos de sangre, pero en mi mente se
repetía una y otra vez que el bien justificaba estos cruentos medios, así que
continué hasta el final, sin detenerme, teniendo la suerte de que en ningún
momento se había dado el caso de que una de mis víctimas fuera alguien que
conociese, porque no sabría si, al suceder esto, me hubiera detenido…
Me convertí en un genocida de ambigua heroicidad. El bien se
empezaba a emborronar con cada gota de sangre que profanaba mi tez. Iba viendo
menos claro que esto fuera la elección correcta. Algo en mi interior me dijo
innumerables veces que cesara, algo lo cual ignoré constantemente…
Y llegó el día, mi último objetivo acababa de perder la vida
y estaba iniciando el proceso de teletransportación hacia el planeta de los
alienígenas. Estaba realmente nervioso, me era imposible creer que en pocas
horas sería el primer ser humano en conocer la fórmula para ser joven
perpetuamente.
Tan imposible que no sucedió…
-Humano, has fallado
la Prueba Máxima.
Fue lo primero que escuché por parte de la representante de
estos extraterrestres nada más me materialicé en el respectivo habitáculo.
Naturalmente pensé que era una broma para quitar formalismo al asunto, pero su
expresión, más seria que de costumbre, me dio muy mala espina.
-¿Qué quieres decir? –pregunté
asustadizo–. ¿He hecho algo mal?
-Lo has hecho mal
desde el principio –respondió tajantemente–. ¿De verdad concluiste que estaba bien matar a diestro y siniestro
para conseguir la inmortalidad?
-¡Pero fue lo que me
pedisteis!
-¿Si alguien te dijese
que te concedería una gran riqueza a cambio de amputarte las extremidades, lo
harías?
-¡Es distinto!
-¿Distinto? Considera
el cuerpo tu mundo y los apéndices que mutilas una porción del mismo. ¿Hay, por
tanto, diferencia con lo que has hecho tú, exterminando a una pequeña porción
de la humanidad para obtener un tesoro?
-No… no lo entiendo –contesté
llevándome las manos a la cabeza–.
¿Entonces era una trampa?
-Ni mucho menos.
Simplemente, como te he dicho hace un momento, lo hiciste mal.
-¿Y qué debí haber
hecho? ¡Contesta! –grité imperantemente–. ¿¡Qué era lo correcto!?
-Negarte.
Caí de rodillas al suelo. Estaba a punto de desmayarme, la
cabeza me daba vueltas y sólo quería creer que todo esto era una retorcida
pesadilla de la que tarde o temprano iba a despertar… ¿Cómo pude estar tan
ciego? Me lo advirtieron… me informaron y me preguntaron una y otra vez si
estaba seguro de aceptar convertirme en un homicida múltiple. ¡Y la verdadera
prueba era tan sencilla como decir desde el principio que no!
-Eso es absurdo –recriminé–… No había forma humana de considerar
que los asesinatos eran un engaño. ¡Estamos hablando de la inmortalidad! ¡Es
que nadie se habría negado!
-¿Tú crees? Dime, ¿qué
piensas que contestarían la familia y las amistades de las víctimas que has matado
si llegases con la fórmula? ¿Les interesaría no morir nunca, sabiendo que con
la muerte natural erradicada podrían estar siglos pensando irremediablemente
una y otra vez en aquella persona que tú les has arrebatado de las manos? Sabes
lo que pasaría perfectamente.
No tenía nada que decir. Llevaba razón. Tan sólo me eché a
llorar. Quizás no estaban en lo cierto esos test al indicar que yo era el más
apto. Estoy seguro de que cualquier otra persona, incluso de las que ni se
inmutaron en hacer algún test, se habría negado a tamaña locura, aunque eso
pudiera suponer llegar a la Tierra con las manos vacías… Pero al menos no
volvería como yo, con el corazón vacío, reducido a cenizas por todas las
muertes que había causado…
En shock, sin fuerzas ni para ponerme en pie, dos de ellos me
levantaron y me metieron en una cápsula con dirección a mi planeta. Ahora que
no requería cambio de apariencia era imposible emplear el teletransportador.
La compuerta se cerró y una minúscula ventana me mostró la
imagen de aquella representante. Alcé lentamente la cabeza y con la mirada, aún
manifestante de conmoción, me fijé en ela. El sonido de su voz podía escucharse
todavía traspasando las paredes de la pequeña nave en la que iba.
-Aunque os demos a
vosotros, seres humanos, la capacidad de no envejecer nunca, hay algo que no podréis
solucionar…
Lo último que me dijo antes de ser devuelto a la Tierra, con
temibles noticias para aquellos que habían puesto tantas esperanzas en mí, me
dejó sin habla, pues me veía incapaz de afirmar que se equivocaba cuando yo
había sido la prueba irrefutable de ello.
-… y es que con
vuestros actos no hacéis más que desgastar vuestras almas.
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