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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Microdemencia: Eternidad

Soy un emisario de la Tierra enviado a un planeta donde meses atrás se halló vida. No penséis que fuimos nosotros, los seres humanos, con nuestra obsoleta tecnología quienes les encontramos, sino que ellos vinieron en nuestra busca y se presentaron aquí mismo sin ninguna intención dañina. Es más, nos mostraron algo maravilloso y casi inimaginable: la clave para la inmortalidad.

La estupefacción fue a escala global. Al principio nadie de nosotros les creyó, pero, más tarde, pidiendo que les acompañara un grupo de genetistas, nos demostraron que estaban en lo cierto.

La noticia eclipsó el hecho de que había vida más allá de la terrícola. No sólo se había descubierto una existencia alienígena, sino que se había encontrado un modo de adquirir una juventud infinita. Aunque se pudiera seguir pereciendo por accidentes, enfermedades u homicidios, la imposibilidad de envejecer era un gran salto que nos acercaba mucho más a la utopía del ser humano inmortal.

Sin embargo, y de manera algo comprensible, no iban a darnos la “receta” así por las buenas. Aquel hallazgo era demasiado poderoso como para dárselo a la primera comunidad con la que se topasen, por lo que primero nos dijeron que se llevarían consigo a su planeta a un ser humano para determinar ya allí si de verdad la humanidad era apta.

Mucha gente se ofreció candidata, pero no había de tomarse la elección a la ligera. De inmediato, psicólogos y psicólogas de todo el globo elaboraron decenas de test que calificarían lo más apropiadamente todas y cada una de las competencias que dichos extraterrestres podrían exigir al ser humano que fuera con ellos.

Yo me ofrecí voluntario por mera curiosidad. Y, a pesar de que no tenía ninguna expectativa, asombrosamente saqué la calificación más alta. En cuestión de un día pasé de ser un sin nombre a una de las personas más famosas de la Historia de la humanidad.

No perdieron el tiempo y al cabo de siete horas ya estaban todos los preparativos completados. Aún no creía lo que estaba sucediendo ni cuando, ya dentro de la nave alienígena, observaba sin habla mi planeta natal a través de un ventanal.

El viaje, por cierto, resultó ser bastante escueto en comparación a lo que me esperaba. Sí, incluso salimos de la galaxia, pude verlo con mis propios ojos, aquella espiral galáctica empequeñeciendo lentamente. Pero, en lo referente a la relatividad, que ni percibía la velocidad vertiginosa a la que íbamos, fui consciente de que únicamente transcurrieron cuatro horas. Me estremecía el saber que poseían unos avances tecnológicos con los que, si lo deseasen, podrían exterminarnos como si fuéramos insectos desamparados y vulnerables.

Afortunadamente, entre su amabilidad y su aspecto idénticamente al nuestro, salvo porque sus ojos variaban entre colores naranjas, lilas y amarillos, no tenía nada que temer. Verdaderamente era un alivio el saber que los primeros alienígenas que nos visitaban no venían con intenciones belicosas ni de esclavitud, tal y como esas típicas películas querían hacernos creer.

Así que, en cuanto llegamos, se realizaron los trámites para aquello que denominaban La Prueba Máxima. (Otra cosa a destacar es que prodigiosamente habían confeccionado un artilugio que les permitía traducir sus voces en cualquier lengua extranjera, por lo que no había ningún tipo de barrera idiomática). La prueba en sí por lo visto consistía en una serie de tareas de las que debía hacerme cargo. Tras cumplirlas se me concedería sin más dilación la clave de la inmortalidad y la podría llevar orgullosamente conmigo de regreso a mi hogar.

Pero, quién me podría haber dicho a mí que aquellas labores trascenderían lo macabro y siniestro… Con sus rostros afables y bondadosos no tuvieron reparos en explicarme con total frialdad que todo lo que tenía que hacer era montarme en un teletransportador que me llevaría a la Tierra, con un previo cambio de imagen para que no se me reconociera, y fuera matando a los individuos que ellos me fueran indicando mediante un intercomunicador.

Al menos me permitieron tomarme un tiempo considerable para sopesar la situación. La idea de matar no me hacía gracia, pero, dentro del abanico de posibilidades en lo referente a sus petitorias, me estaban pidiendo algo que estaba a mi alcance, y, siendo honestos, entre el transporte instantáneo y el cambio de apariencia, asesinar sería medianamente sencillo. Por lo tanto, quitando los impedimentos éticos y morales, sería capaz de concederle a la humanidad el don del tiempo infinito. Grosso modo, era sacrificar a unos pocos por el bien de otros muchos…

Acepté. Aunque me advirtieron que podría darse la fatal casualidad de que uno de los objetivos fuera un amigo o familiar, aunque me avisaron que una vez en la Tierra la víctima podría defenderse y mi vida podría peligrar, aunque me dijeron de antemano que los muertos no volverían a la vida tras la Prueba Máxima finalizar… Me daba igual. Acepté, no podía defraudar a mi gente después de haber sido elegido como el más apto de mi especie para alcanzar tal gloria.

Y maté, asesiné a un gran número de personas. Llegó un punto en el que la gente sentía miedo y apenas salía a la calle. No sabían quién era, no había pruebas ni nada que les diese una pista del criminal. Tampoco en sus casas estaban a salvo, pues podía aparecer en el mismo salón donde se resguardaban. Lo hice… Me llené las manos de sangre, pero en mi mente se repetía una y otra vez que el bien justificaba estos cruentos medios, así que continué hasta el final, sin detenerme, teniendo la suerte de que en ningún momento se había dado el caso de que una de mis víctimas fuera alguien que conociese, porque no sabría si, al suceder esto, me hubiera detenido…

Me convertí en un genocida de ambigua heroicidad. El bien se empezaba a emborronar con cada gota de sangre que profanaba mi tez. Iba viendo menos claro que esto fuera la elección correcta. Algo en mi interior me dijo innumerables veces que cesara, algo lo cual ignoré constantemente…

Y llegó el día, mi último objetivo acababa de perder la vida y estaba iniciando el proceso de teletransportación hacia el planeta de los alienígenas. Estaba realmente nervioso, me era imposible creer que en pocas horas sería el primer ser humano en conocer la fórmula para ser joven perpetuamente.

Tan imposible que no sucedió…

-Humano, has fallado la Prueba Máxima.

Fue lo primero que escuché por parte de la representante de estos extraterrestres nada más me materialicé en el respectivo habitáculo. Naturalmente pensé que era una broma para quitar formalismo al asunto, pero su expresión, más seria que de costumbre, me dio muy mala espina.

-¿Qué quieres decir? –pregunté asustadizo–. ¿He hecho algo mal?

-Lo has hecho mal desde el principio –respondió tajantemente–. ¿De verdad concluiste que estaba bien matar a diestro y siniestro para conseguir la inmortalidad?

-¡Pero fue lo que me pedisteis!

-¿Si alguien te dijese que te concedería una gran riqueza a cambio de amputarte las extremidades, lo harías?

-¡Es distinto!

-¿Distinto? Considera el cuerpo tu mundo y los apéndices que mutilas una porción del mismo. ¿Hay, por tanto, diferencia con lo que has hecho tú, exterminando a una pequeña porción de la humanidad para obtener un tesoro?

-No… no lo entiendo –contesté llevándome las manos a la cabeza–. ¿Entonces era una trampa?

-Ni mucho menos. Simplemente, como te he dicho hace un momento, lo hiciste mal.

-¿Y qué debí haber hecho? ¡Contesta! –grité imperantemente–. ¿¡Qué era lo correcto!?

-Negarte.

Caí de rodillas al suelo. Estaba a punto de desmayarme, la cabeza me daba vueltas y sólo quería creer que todo esto era una retorcida pesadilla de la que tarde o temprano iba a despertar… ¿Cómo pude estar tan ciego? Me lo advirtieron… me informaron y me preguntaron una y otra vez si estaba seguro de aceptar convertirme en un homicida múltiple. ¡Y la verdadera prueba era tan sencilla como decir desde el principio que no!

-Eso es absurdo –recriminé–… No había forma humana de considerar que los asesinatos eran un engaño. ¡Estamos hablando de la inmortalidad! ¡Es que nadie se habría negado!

-¿Tú crees? Dime, ¿qué piensas que contestarían la familia y las amistades de las víctimas que has matado si llegases con la fórmula? ¿Les interesaría no morir nunca, sabiendo que con la muerte natural erradicada podrían estar siglos pensando irremediablemente una y otra vez en aquella persona que tú les has arrebatado de las manos? Sabes lo que pasaría perfectamente.

No tenía nada que decir. Llevaba razón. Tan sólo me eché a llorar. Quizás no estaban en lo cierto esos test al indicar que yo era el más apto. Estoy seguro de que cualquier otra persona, incluso de las que ni se inmutaron en hacer algún test, se habría negado a tamaña locura, aunque eso pudiera suponer llegar a la Tierra con las manos vacías… Pero al menos no volvería como yo, con el corazón vacío, reducido a cenizas por todas las muertes que había causado…

En shock, sin fuerzas ni para ponerme en pie, dos de ellos me levantaron y me metieron en una cápsula con dirección a mi planeta. Ahora que no requería cambio de apariencia era imposible emplear el teletransportador.

La compuerta se cerró y una minúscula ventana me mostró la imagen de aquella representante. Alcé lentamente la cabeza y con la mirada, aún manifestante de conmoción, me fijé en ela. El sonido de su voz podía escucharse todavía traspasando las paredes de la pequeña nave en la que iba.

­-Aunque os demos a vosotros, seres humanos, la capacidad de no envejecer nunca, hay algo que no podréis solucionar…

Lo último que me dijo antes de ser devuelto a la Tierra, con temibles noticias para aquellos que habían puesto tantas esperanzas en mí, me dejó sin habla, pues me veía incapaz de afirmar que se equivocaba cuando yo había sido la prueba irrefutable de ello.

-… y es que con vuestros actos no hacéis más que desgastar vuestras almas.

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