
El viento soplaba y mecía mi blanco cabello a la vez que
ondeaba mi fina indumentaria. Era una sensación agradable. Necesitaba ese aire
refrescante y ese momento de relax, de verdad. Mis comisuras hacía bastantes
semanas que no se elevaban hasta esbozar algo parecido a una… sonrisa.
Sí, mira que nunca me gustó eso de aquejarme de mis propios
problemas, pues era partidario de eso que dicen de que siempre hay alguien en
peores condiciones, pero lo mío no era que fueran estúpidas minucias. Era una
auténtica pila de responsabilidades, con todas las de la ley.
Un 31 de diciembre, el único día en el que podía darme un
descanso sin tener que intervenir directamente en el “asunto”. Quizá no fuera
gran cosa tener 364 días laborales, uno más en años bisiestos, y sólo 24 horas
de descanso, pero tampoco es que pudiera considerar mi trabajo como una
aberración estranguladora. Era agradable, ameno, y bien remunerado. Además,
hacer unas labores que de cierto modo te entretienen y con las que disfrutas no
llegan a dejarte ni la centésima parte de exhausto de lo que te dejaría algo
que te desagrada y que consideras una tortura monótona.
¿Que por qué entonces trataba el sonreír como una reacción
poco usual en mí? Bueno… he afirmado que me gustaba mi “oficio”, pero eso no
significaba que estuviera rodeado de flores y armonía. De hecho, era todo lo
contrario. Eran lágrimas lo que provocaba en los clientes, más en concreto en
sus allegados, porque lo que causaba directamente en la clientela era silencio
y muy de vez en cuando un agudo y terrible dolor.
No, no era un torturador ni algo por el estilo. Es más,
aunque suene raro, los que hemos tenido este puesto de trabajo hemos sido seres
de renombre y nos hemos movido en los arrabales más precarios y en las más
altas esferas. Nosotros y nosotras hemos
sido, por así decirlo, uno de esos engranajes en la maquinaria de la sociedad
que, si dejara de funcionar, descolocaría por completo el orden de los demás y
acabaría derruyéndose todo.
Sin embargo, si se ha de hacer una buena presentación de mi
persona, resultaría más eficiente mostrar lo que ocurrió a continuación y no
una secuencia somnífera de ostentada historia laboral.
Un perforante dolor cefálico esquió sobre mis cuencas
oculares. Era un aviso de que debía acudir y no dejar todo el trabajo a la
automatización que nos facilitaba tanto los quehaceres. Y, sintiendo esto en la
fecha clave para descansar, tenía que ser algo lo suficientemente grave como
para contactar cara a cara con mi cliente.
Mis cervicales se doblaron por una fuerza invisible. Era la
segunda fase de esta singular alarma de llamada. Primero nos alertaba para
prestar completa atención y después dirigía nuestra mirada hacia el susodicho
usuario de nuestros servicios.
Afortunadamente no estaba lejos de la edificación en la que
me encontraba. Precisamente se hallaba bajo mis pies. Afiné mi vista y pude ver
que era un hombre bien trajeado que portaba un maletín en su mano derecha y un
móvil, pegado a su oído, en su otra mano. Un hombre de negocios, quizá
concretando los planes más frescos para Nochevieja. Vaya faena se le avecinaba.
Me encogí de hombros, recogí el saco y salté. Cinco segundos
después aterricé justo detrás de él. Posé mi mano izquierda en su hombro
derecho y le susurré a su oído, de ese mismo lado para que no escuchara nada
aquel o aquella con quien hablase, unas palabras.
¿Que qué palabras? Oh, me gustaría recitarlas, pero aquel
que las lee o escucha acaba sufriendo… ciertas consecuencias… Así que vamos a
dejarlo en que eran dos vocablos en latín con un increíble poder imperante.
Una vez hecho eso, apartándome de él y dejándole seguir
hablando, como si no hubiera sucedido definitivamente nada de nada, prosiguió
su camino hacia el paso de cebra más cercano y lo cruzó, sin fijarse en que el
semáforo estaba en rojo para los peatones.
Ay… las prisas son muy malas… Por ello mismo tampoco se fijó
en el camión de carga que le arrolló y dejó tras de sí una pulpa roja
conglomerada a unas telas, una maleta rota y un teléfono aplastado. Todo
aderezado con gritos y un melódico chirrido de las ruedas del mismo vehículo
tratando de frenar, ya en vano…
Ah, sí, creo que se me había olvidado comentar un pequeño
detalle antes de narrar eso: soy la Muerte.
Quiero decir, era una de las Parcas que se encargaba de
redirigir los poderes de tal Jinete hacia la biosfera. Cada cuatro décadas una
de nosotras asciende como la Muerte, con el deber de asegurarse de que cada
defunción cumple los protocolos.
¿Qué protocolos? Que sus restos tangibles prevalezcan en el
mundo mortal y nada de su cuerpo se deprenda, más allá de lo que se denomina
vulgarmente desmembramiento, hacia otras realidades. Asimismo, tenemos que
cerciorarnos de que la energía astral que se albergaba en el susodicho
organismo sea completamente recanalizada a unas corrientes invisibles
conformadas por puro polvo cósmico para recombinarse en nueva vida.
No intervenimos en la muerte per se a excepción de casos
concretos, como pueden ser aquellos en los que el sujeto haya irrumpido las propias
leyes que dictan su curso biológico, por X o por Y, bien salvándose de su hora
final o bien anticipándose a su destino establecido; además hay otras razones
secundarias para presentarme personalmente, ya sean cuestiones éticas donde un ser
vivo ha abusado de su vida en demasía y se ha optado por adelantar su muerte, o
por puro altruismo, habiendo de dotar a alguien con tiempo extra de vida en
recompensa por su inmensa colaboración por el buen funcionamiento de la
estabilización orgánica. Esto último es otorgado por una habilidad que las
Parcas poseemos denominada Karma.
Huelga decir, y de paso lo comento para acallar esas famosas
creencias de que “sólo el ser humano tiene alma”, que, aunque nosotras, Parcas,
seamos humanoides, nos encargamos de todos y cada uno de los seres vivos que
albergan este planeta, desde protozoos hasta las criaturas aún desconocidas
para la humanidad. Lo que comúnmente se conoce como alma no es más que una
especie de combustible arcano que dota a la materia de vida. Sería como decir
que la marca de coche A tiene dentro gasolina porque es un automóvil “superior”
y el resto no contienen absolutamente nada pese a que también se puedan usar
para conducir. Absurdo, ¿no?
Comprendiendo esto, espero que ahora entendáis que el estrés
era el pan de cada día en mi trabajo. Sobre todo últimamente que tenía que
hacer bastantes actos de presencia a diario, especialmente en humanos y
humanas. Era como si se estuviera desestructurando todo el constructo vital que
llevaba cuasi intacto y perfecto desde hace siglos. Hasta estos finales de año,
donde supuestamente librábamos, teníamos que estar con ojo avizor a la espera de
avisos. Traducido en palabras laborales: podíamos descansar, pero no hacer
planes.
Por no hablar, por supuesto, del entorno funesto que nos
rodeaba. Ser la Muerte no implica ser tan gélido como nuestras manos, todo lo
contrario, habitualmente se nos ablanda tanto el corazón que cuando, por
ejemplo, toca anteponer la ejecución de alguien, nos es terriblemente difícil
llevar a cabo la orden. Sumando, también como factor predisponente a la
demacración emocional, los inacabables susurros de algunas energías que
recolectamos, cuyas intenciones parecen enfocarse en maleabilizar nuestra
cordura…
¿Se entiende por qué sólo ofrecemos nuestro ser durante
cuarenta años? Porque a partir del cuarto decimal, con tanta muerte, agonía e
impasividad forzada, nuestra propia energía implosiona y se pierde entre la
multitud de dimensiones…
Lo que me lleva al último punto explicativo. Y espero
dejarlo bien claro. Las. Guadañas. No. Son. Nuestras. Herramientas.
¿Comprendido? No cortamos “almas”, ni las segamos, ni nada parecido. Lo que
portamos es un mero saco de una tela dimensional que hace que su interior se
expanda todo lo infinitamente posible para salvaguardar en un espacio agradable
todas las energías astrales que acuden hasta dicho contenedor gracias a las
corrientes cósmicas, siendo vaciado en la dimensión pertinente, cuyo nombre no
diré, cada vez que el reloj marca las doce de la noche con respecto al
meridiano de Greenwich.
Y, sin más dilación, volvamos a lo que nos concierne, que ni
siquiera estaba atardeciendo y faltaba bastante para que la cosa se pusiera
interesante. Sí… lo suficientemente interesante como para que me replantease la
concepción metafísica que devenía de todas las quejas lastradas durante mis 39
años de impoluto trabajo.
Sucedió poco después de permanecer, invisible a la vida que
fluía a mi alrededor, contemplando cómo acordonaba la policía el perímetro. Ya
se habían llevado la pulpa del incauto en una bolsa, y en un lateral podía ver
a un agente interrogando a un angustiado camionero, en cuya faz no paraban de
deslizarse lágrimas. Por otro lado, para seguir la morbosa tradición, una amplia
multitud de personas seguía atenta a todo el procedimiento. De vez en cuando
llegaba alguien más y preguntaba a la gente próxima cómo había pasado todo, sin
apartar la mirada del extenso charco de sangre con alguna que otra viruta
visceral.
Si supieran que entre ellos y ellas aún se encontraba el
causante del “homicidio”, oculto a sus ojos, capaz de infringir las normas y
arrancarles la vida que se les dio… Totalmente inconscientes de ello,
únicamente centrados en el sufrimiento de un difunto y en la aflicción del
conductor que lo mató. Ignorantes de que en cualquier instante podría chasquear
los dedos y parar sus corazones… Era increíblemente sobrecogedor lo que percibía
cada vez que pasaba una escena similar y me ponía a reflexionar sobre la
fragilidad de la vida.
Suspiré y opté por marcharme antes de continuar enfermando…
Aunque en parte esto fuera una cura para las punzadas que mi corazón recibía
cuando tenía que separar, entre súplicas, a alguien de entre las personas que
quería, también se ennegrecía este mismo músculo por la toxicidad que estaba
inhalando.
Inmediatamente, pasados unos minutos, una estela translúcida
serpenteó por las calles hasta entrar en mi saco. Una de las mejores partes del
trabajo como Muerte era este. Ya estaba a kilómetros de distancia gracias a una
especie de poder que coloquialmente denominábamos Pasaje de las Sombras,
consistente en la capacidad de desplazarnos a gran velocidad desmaterializándonos
en una nube gaseosa sombría. Y, sin embargo, sin importar cuán lejos estuviera,
la energía siempre encontraba el recorrido hacia este singular recipiente de
tela. Sinceramente, era bastante impresionante el dibujo que realizaba la
estela al trazar la trayectoria desde su inerte cuerpo. Mi favorito fue el que
confeccionó una niña de unos 5 años al morir en un accidente en una noria. Su
energía ascendió velozmente en espiral, creando un cono brillante, para, una
vez alcanzada la “cima”, descender vertiginosamente en una línea diagonal
perfectamente recta hasta el saco… Recordé que ese día desprendí un par de
lágrimas ante tal majestuosidad post mortem.
Pero tuve que dejar a un lado mis evocaciones nostálgicas
cuando mis párpados se entumecieron. Nuevamente el dolor… ¿Dos veces seguidas
tal día como hoy? Los pinchazos oculares insistieron con más fuerza de la
normal. Definitivamente era un caso de máxima urgencia y no se arriesgaban a
dejárselo a los mecanismos estándar.
Mi cuello se retorció y me mostró el camino. A juzgar por el
brusco machaque cervical que sufrí, esta vez el sujeto había de ubicarse
bastante lejos de donde yo estaba actualmente, posiblemente en otro continente.
Había de ponerme en marcha cuanto antes si quería celebrar
la nueva entrada de año en cada uno de los husos horarios. Además, se avecinaba
uno de los mejores acontecimientos a mi parecer: la primera defunción del año.
La afortunada o el afortunado que muriera nada más entrar el 1 de enero, vería
su energía transportada automáticamente a una realidad de pura y placentera
comodidad donde prácticamente todo lo que deseara se haría verdad, menos volver
a la vida o traer a su lado a otra persona, viva o muerta, que no hubiera
cumplido los requisitos para estar allí… Una pena que mi siguiente objetivo
estuviera tan cerca de conseguir esta espléndida recompensa… ¿Cómo iría a
morir?
Llegué a la barriada madrileña donde aguardaba mi futuro cadáver.
Era dentro de un domicilio. La mayoría de las persianas estaban echadas y la
oscuridad reinaba en el interior por mucho que el Sol iluminase las afueras.
Lo divisé en un rincón de la cocina, con la radio resonando.
Había puesto un CD de música clásica a un volumen moderado. Me parecía que era
Mozart, o tal vez Chopin. El joven estaba solo, tenía la mirada perdida y en
sus manos sujetaba un trozo maltrecho de papel escrito por ambas caras, donde
las líneas apuraban hasta los márgenes.
No hizo falta que me acercara mucho para averiguar que era
una nota de suicidio. El “Lo siento” al final del papel así lo confirmaba. Eso
sin mencionar la hoja de bisturí que estaba entre sus piernas.
En cambio, algo descompuso mi teoría. Un bote de povidona
yodada, algodón, gasas y esparadrapo poroso. ¿Para qué querría tratarse los
evidentes cortes que iba a hacerse si lo que anhelaba presuntamente era morir?
También se unió otro factor para combatir mi prejuiciosa
idea de que era un suicida a punto de cometer autolisis: su rostro. Sí, aunque
afligido, estaba bastante tranquilo. No lloraba, no gritaba, no hiperventilaba.
He presenciado miles de suicidios y podía afirmar con completa seguridad que
una persona, por muy convencida que esté de que lo mejor que puede hacer es
quitarse la vida, cuando es consciente de su inminente muerte, pierde los
estribos, ya sea por medio de la ansiedad o del llanto. Así que, suponiendo que
él no sería la excepción que confirmase la regla, no, no iba a destrozar su
carne con el fin de desvanecerse en el funesto olvido. ¿Por qué, entonces, me
habían enviado?
Estático totalmente, reposando mi espalda en una de las
paredes más alejadas, para poder tener un buen campo de visión ante la
desquiciada escena que se abalanzaba contra el chaval, me despedí de su vida con
mi imperceptible voz para el oído mortal. No era plato de buen gusto cuando se
trataba de ver a un ser humano denigrando su condición hasta tal punto, pero yo
no podía hacer nada hasta aclarar a dónde quería él llegar con todo esto.
Comenzó dejando la nota en la encimera que había a sus
espaldas. Después dirigió la mirada a la hoja y la cogió entre el pulgar y el
índice de la mano izquierda con suma delicadeza. Extendió su antebrazo derecho
y con el corazón y el anular se puso a palpar una de las venas, siguiendo su
recorrido hasta la fosa cubital.
Y quedé abrumadoramente sorprendido por lo que vino a
continuación. La fría lógica indicaba que estaba buscando una vena importante
para seccionarla. Pero era justamente lo opuesto. La buscaba para evitarla… Había
acertado en mi conclusión: no quería morir. Para lo único que estaba empleando
el filo de tal instrumental quirúrgico era para autolesionarse sin llegar a
producirse una herida fatal que lo desangrara.
Entonces comprendí por qué había sido informado para acudir
a su hogar… Por muy precavido que uno sea, a veces la estadística juega en tu
contra… Así era en este caso. Hoy sería el día en el que sus cortes
trascenderían a algo más mortífero. Quizás accidental, quizás intencionado,
pero al fin y al cabo el suicidio sería consumado.
Diez tajos. Quince. Veinte. Parecía no tener fin su episodio
masoquista. Sus ojos, abiertos como platos, como si quisieran engullir cada una
de las secuencias que encadenaban desde la apertura de la piel hasta la
exuberancia sanguina, hacían que me incomodara a unos niveles pocas veces
alcanzados. ¿Había de esperar mucho más hasta que falleciese? ¿Por qué en los
suicidios no podíamos intervenir con nuestra “palabras mágicas” y evitarnos
estos estremecimientos cardíacos?
Prosiguió hasta que sus brazos estaban plenamente teñidos.
Los admiró durante unos segundos y luego limpió la hoja con un trapo que había
colgando en el respaldo de una silla próxima a él. Y, cuando se dispuso a
levantarse para iniciar las curas…
-¡¿Quién eres tú!?
Miró con terror e incredulidad justamente al punto de la
cocina donde yo estaba. Sin embargo, me quedé paralizado y no respondí. Era
imposible que se refiriera a mí. Debía ser algo detrás de mí… O no.
-Contesta –imperó
mientras sujetaba lo primero que sus manos tenían al alcance para defenderse…
Una sartén–. ¿Qué haces en mi casa y por
qué vas así vestido?
Bueno, aunque mi túnica negra no resaltase mucho, sí que era
cierto que llamaba la atención al contrastar con las vestimentas de estos
tiempos. Eso sin mencionar el saco que portaba y mi capucha. Así que podía
confirmar que, sin saber cómo, había roto el aura de invisibilidad que tenía.
Fue lo primero que se me ocurrió preguntar. Aunque absurda,
era una cuestión importante para llevar la conversación por buen cauce.
-¡Por… por supuesto
que sí! ¿Qué clase de pregunta es esa?
-¿Cómo, por tanto, es
que puedes verme?
-¿Estás loco? No tengo
ningún tipo de ceguera. Si te pones delante de mí, evidentemente no podrás
ocultarte…
-Chico –dije con
un tono sereno–. Que me puedas ver es un
augurio un tanto desconcertante. Suelta esa sartén y te contaré todo. No… no
creo que haga falta que inicies cura alguna.
-Eres… eres la Muerte,
¿cierto?
Mis ojos se abrieron como platos. Jamás habría esperado que
fuera alguien tan perspicaz. Había creído que sería una larga charla hasta que
quebrara su actitud negativista y finalmente aceptara que era una Parca, pero
ni siquiera necesitaría presentarme.
-¿Cómo lo has sabido?
-Imagino que te habrás
fijado en el papel de la encimera. Es una carta de despedida. Mi intención no
es acabar con mi vida con estas lesiones, ni mucho menos, pero conozco el
riesgo que acaece tal acción, así que desde que empecé a tomar esto como una
rutina ansiolítica, escribí esta nota por si las cosas se torcían. Ya sabes…
más vale prevenir que… Curar, ese es el segundo punto. Con tus ropas y tu
afirmación de que no va a hacer falta que trate mis heridas, ante las evidentes
hemorragias, no es necesario pensar mucho para imaginar que eres una especie de
mensajero sobrenatural, más allá de la prueba de que no has entrado por la
puerta principal, y que he perdido sangre hasta el punto de desfallecer.
-Pero no lo entiendes.
Lo extraño de esto es que… no has muerto.
Me aproximé a él y agarré sus manos, poniéndolas
directamente sobre su corazón, con la finalidad de que notase sus latidos. Y, por cada serie de sístole y diástole, su cara manifestaba más y más incertidumbre.
-Entiendo –expresó
con tristeza–.Supongo, entonces, que no
me queda mucho tiempo. Estoy dejando el suelo hecho un estropicio con toda esta
sangre.
-Puede… puede que no
venga precisamente para llevarte conmigo en el sentido que ambos sabemos. No
sé, yo tampoco llego a comprender con profundidad todos los mandatos y las intenciones de los
mandamases, pero si me han enviado para estar junto a ti es porque has alterado
el día de tu muerte.
-Eso es obvio. No voy
a morir de una enfermedad o de un accidente, estoy muriéndome por mi culpa. Yo
estoy decidiendo cuándo parar mi reloj… Y quizá sea así mejor. Que cesen de una
vez estos episodios tan desagradables.
-Si son desagradables,
¿por qué los haces?
-Porque no tengo otra
alternativa.
-Todos tenemos más de
una opción para cada una de las cosas que nos ocurren a lo largo de nuestras
existencias. Puede que con ayuda profesional…
-¿Tú también, Muerte,
también te vas a unir a ellos? ¿Por qué la gente siempre dice que el que
necesita ayuda soy yo? ¿Por qué no ellos, que no pueden ver que lo que me hago
es el único y verdadero alivio para lo que me ocurre, que reniego de ser
embuchado por botes de pastillas y falsarios grupos de apoyo donde nos instan a
sonreír tirando de nuestras comisuras con hilos herrumbrosos? ¿Por qué? Yo, al
fin y al cabo, comprendo a los demás, pero ellos sí que necesitan ayuda… ayuda
para que de una vez por todas nos toleren a los que usamos nuestras pieles como
piedra que tallar.
-...
-Pero no hablemos de
mis opciones, hablemos de las tuyas. Te he escuchado hace unos segundos
mencionar a unos mandamases. Así que los que se encargan de quién muere y quién
vive son unos que están por encima de ti, ¿eh? ¿Eso no te deja sin opciones a
la hora de tener libertad para segar el alma de los que a lo mejor merecen algo
más de tiempo?
-Te equivocas, ellos
no son tan fríos. En las leyes por las que nos regimos aparece estipulado que
algunas acciones pueden conceder un plus de años de vida…
-No me refería a las
vidas que ellos consideren que han de ser ampliadas, sino a las que consideres
tú, como individuo “libre para elegir”.
Volvió a dejarme sin palabras. Cerré mis puños y mis dientes
con fuerza. En gran parte de lo que había dicho tenía razón. Uno de los mayores
factores que estaba destrozándome, espiritualmente hablando, era el tener que
realizar siegas que en mi opinión eran injustas.
-No es tan fácil,
chico. Es el orden natural de las cosas.
-El mismo orden que te
ha conducido a mi morada. Vuelve a mirar –peticionó, extendiendo sus
brazos, palmas arriba, en un ángulo de 90o con respecto a su tronco–. No puedo más… No tengo a nadie, no tengo
trabajo, apenas me queda dinero. Mi futuro es incierto, es una niebla hallada a
pocos metros de mí, lo único que sé con certeza de lo que me acontecerá es que
mi cuerpo se llenará de nuevas cicatrices cada día.
-Pero…
-Y puede que esta no
sea la mejor salida, posiblemente sea la más cobarde –añadió,
interrumpiéndome–. Sin embargo, la
valentía que no se me otorgó para afrontar la vida me fue dada para encarar a
la muerte.
-¡Ya está bien! No
puedo hacer nada al respecto. Ahora quiero que tú contemples tus marcas. ¿No
ves que han parado milagrosamente de sangrar? Sigue sin ser tu hora, joven. Y
no hay nada que yo pueda hacer. Tendrás que seguir viviendo.
-¿Tú le llamarías vida
a esto? Soy un cadáver viviente. Mis ojeras son lo que he conseguido por tantas
noches en vela sollozando, mi huesudo cuerpo lo gané por la pérdida de apetito
inconmensurable que he sufrido estos últimos meses, y mi actitud nihilista fue
granjeada por tantas artimañas que el destino elucubró para mí. Déjame, al
menos, ser yo quien escriba la fecha de mi muerte. Si no lo haces… te
contradirás en lo que respecta a lo de que podemos elegir.
Desvié la mirada. Era absurdo permanecer allí. Quedaban
minutos para que se iniciase la primera entrada de año en el planeta e iba a
perdérmela, y él no iba a dar su brazo a torcer. Sus extremidades superiores
estaban sanadas y había evitado que falleciera, quizá la misión había sido
cumplida, ya que los dolores cefálicos habían cesado. Era el momento de decir
adiós.
-Por mucho que
insistas, me es imposible complacerte. Da igual lo que hagas, como si te sajas
la garganta. Si no es tu hora, no es tu hora…
-Vale, de acuerdo. Muy
amable –agradeció con sarcasmo mientras surgía alguna que otra lágrima en
sus ojos–. Pensaba que la Muerte daba un
descanso eterno, en cambio parece que le gusta dejarnos agonizar.
Mi corazón dio un vuelco. No podía desmentir aquello, las
Parcas éramos las causantes de uno de los mayores dolores que los seres vivos
podían sufrir. Nos llevábamos a seres queridos en momentos inoportunos y
también dejábamos vivir a quienes ansiaban descansar en paz.
Tal vez… tal vez pudiera hacer algo… Eran mis últimas
semanas de servicio antes de cumplir la cuarentena… Puede que ya fuera hora de
hacer ver al chico que incluso el individuo más estrangulado por mandatos y
normas es capaz de volar con libertad.
Le sujeté por la cintura y le dije que cerrará los ojos. Me
transformé en sombras y con ello todo lo que estaba en contacto conmigo, tanto
materia muerta como viva. El Pasaje de las Sombras nos llevó casi de manera
instantánea a Nueva Zelanda, lugar donde faltaban escasos minutos para la
entrada de año nuevo.
-¿Qué… qué ha pasado?
¿Dónde estoy?
-Estás en un lugar
donde podría decirse que, con respecto a tu país, vive en el futuro. Estás a
punto de presenciar los festejos de Nochevieja.
-¿Y eso para qué? Por
muchos fuegos artificiales o júbilo que contemple no voy a cambiar de idea.
-Te confundes. Verás,
hay otra ley… Todo ser mortal que fenezca, siendo la primera muerte del año,
irá a un lugar espléndido. Lo más cercano a lo que imagináis como el Paraíso.
De verdad, no te engaño. Lo he visto con mis propios ojos, hasta los seres más
afligidos han llegado a ser felices.
Mientras le informaba de ello, empleé mi magia para abrir
nuevamente sus heridas, con un ritmo acelerado del flujo sanguíneo, para que
falleciera por desangramiento exactamente una milésima de segundo pasadas las
doce de la noche.
-Tengo la obligación
de preguntante algo –alegó el chico al ver que volvía a sangrar–. ¿Por qué has cambiado tan repentinamente
de parecer?
Su cuerpo se tornó pálido y cayó al suelo, mareado. Quedaban
segundos, los suficientes para contestarle y dejar una sonrisa en su rostro
como agradecimiento, para que a posteriori lo acompañara personalmente al lugar
de ensueño que le correspondía a una energía astral tan maltratada como la suya
y que así saboreara la auténtica felicidad.
-Porque me has
enseñado que incluso somos libres para destruir los imposibles.
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