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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 1 de enero de 2015

Especial Año Nuevo: Cosecha

Deposité la enorme bolsa de terciopelo negro a mi lado y me senté en el borde de la azotea de ese edificio. Balanceaba mis colgantes pies y observaba con curiosidad a las personas que caminaban por la avenida, a los coches que circulaban de un lado a otro, y a los residentes del edificio de enfrente.

El viento soplaba y mecía mi blanco cabello a la vez que ondeaba mi fina indumentaria. Era una sensación agradable. Necesitaba ese aire refrescante y ese momento de relax, de verdad. Mis comisuras hacía bastantes semanas que no se elevaban hasta esbozar algo parecido a una… sonrisa.

Sí, mira que nunca me gustó eso de aquejarme de mis propios problemas, pues era partidario de eso que dicen de que siempre hay alguien en peores condiciones, pero lo mío no era que fueran estúpidas minucias. Era una auténtica pila de responsabilidades, con todas las de la ley.

Un 31 de diciembre, el único día en el que podía darme un descanso sin tener que intervenir directamente en el “asunto”. Quizá no fuera gran cosa tener 364 días laborales, uno más en años bisiestos, y sólo 24 horas de descanso, pero tampoco es que pudiera considerar mi trabajo como una aberración estranguladora. Era agradable, ameno, y bien remunerado. Además, hacer unas labores que de cierto modo te entretienen y con las que disfrutas no llegan a dejarte ni la centésima parte de exhausto de lo que te dejaría algo que te desagrada y que consideras una tortura monótona.

¿Que por qué entonces trataba el sonreír como una reacción poco usual en mí? Bueno… he afirmado que me gustaba mi “oficio”, pero eso no significaba que estuviera rodeado de flores y armonía. De hecho, era todo lo contrario. Eran lágrimas lo que provocaba en los clientes, más en concreto en sus allegados, porque lo que causaba directamente en la clientela era silencio y muy de vez en cuando un agudo y terrible dolor.

No, no era un torturador ni algo por el estilo. Es más, aunque suene raro, los que hemos tenido este puesto de trabajo hemos sido seres de renombre y nos hemos movido en los arrabales más precarios y en las más altas esferas.  Nosotros y nosotras hemos sido, por así decirlo, uno de esos engranajes en la maquinaria de la sociedad que, si dejara de funcionar, descolocaría por completo el orden de los demás y acabaría derruyéndose todo.

Sin embargo, si se ha de hacer una buena presentación de mi persona, resultaría más eficiente mostrar lo que ocurrió a continuación y no una secuencia somnífera de ostentada historia laboral.

Un perforante dolor cefálico esquió sobre mis cuencas oculares. Era un aviso de que debía acudir y no dejar todo el trabajo a la automatización que nos facilitaba tanto los quehaceres. Y, sintiendo esto en la fecha clave para descansar, tenía que ser algo lo suficientemente grave como para contactar cara a cara con mi cliente.

Mis cervicales se doblaron por una fuerza invisible. Era la segunda fase de esta singular alarma de llamada. Primero nos alertaba para prestar completa atención y después dirigía nuestra mirada hacia el susodicho usuario de nuestros servicios.

Afortunadamente no estaba lejos de la edificación en la que me encontraba. Precisamente se hallaba bajo mis pies. Afiné mi vista y pude ver que era un hombre bien trajeado que portaba un maletín en su mano derecha y un móvil, pegado a su oído, en su otra mano. Un hombre de negocios, quizá concretando los planes más frescos para Nochevieja. Vaya faena se le avecinaba.

Me encogí de hombros, recogí el saco y salté. Cinco segundos después aterricé justo detrás de él. Posé mi mano izquierda en su hombro derecho y le susurré a su oído, de ese mismo lado para que no escuchara nada aquel o aquella con quien hablase, unas palabras.

¿Que qué palabras? Oh, me gustaría recitarlas, pero aquel que las lee o escucha acaba sufriendo… ciertas consecuencias… Así que vamos a dejarlo en que eran dos vocablos en latín con un increíble poder imperante.

Una vez hecho eso, apartándome de él y dejándole seguir hablando, como si no hubiera sucedido definitivamente nada de nada, prosiguió su camino hacia el paso de cebra más cercano y lo cruzó, sin fijarse en que el semáforo estaba en rojo para los peatones.

Ay… las prisas son muy malas… Por ello mismo tampoco se fijó en el camión de carga que le arrolló y dejó tras de sí una pulpa roja conglomerada a unas telas, una maleta rota y un teléfono aplastado. Todo aderezado con gritos y un melódico chirrido de las ruedas del mismo vehículo tratando de frenar, ya en vano…

Ah, sí, creo que se me había olvidado comentar un pequeño detalle antes de narrar eso: soy la Muerte.

Quiero decir, era una de las Parcas que se encargaba de redirigir los poderes de tal Jinete hacia la biosfera. Cada cuatro décadas una de nosotras asciende como la Muerte, con el deber de asegurarse de que cada defunción cumple los protocolos.

¿Qué protocolos? Que sus restos tangibles prevalezcan en el mundo mortal y nada de su cuerpo se deprenda, más allá de lo que se denomina vulgarmente desmembramiento, hacia otras realidades. Asimismo, tenemos que cerciorarnos de que la energía astral que se albergaba en el susodicho organismo sea completamente recanalizada a unas corrientes invisibles conformadas por puro polvo cósmico para recombinarse en nueva vida.

No intervenimos en la muerte per se a excepción de casos concretos, como pueden ser aquellos en los que el sujeto haya irrumpido las propias leyes que dictan su curso biológico, por X o por Y, bien salvándose de su hora final o bien anticipándose a su destino establecido; además hay otras razones secundarias para presentarme personalmente, ya sean cuestiones éticas donde un ser vivo ha abusado de su vida en demasía y se ha optado por adelantar su muerte, o por puro altruismo, habiendo de dotar a alguien con tiempo extra de vida en recompensa por su inmensa colaboración por el buen funcionamiento de la estabilización orgánica. Esto último es otorgado por una habilidad que las Parcas poseemos denominada Karma.

Huelga decir, y de paso lo comento para acallar esas famosas creencias de que “sólo el ser humano tiene alma”, que, aunque nosotras, Parcas, seamos humanoides, nos encargamos de todos y cada uno de los seres vivos que albergan este planeta, desde protozoos hasta las criaturas aún desconocidas para la humanidad. Lo que comúnmente se conoce como alma no es más que una especie de combustible arcano que dota a la materia de vida. Sería como decir que la marca de coche A tiene dentro gasolina porque es un automóvil “superior” y el resto no contienen absolutamente nada pese a que también se puedan usar para conducir. Absurdo, ¿no?

Comprendiendo esto, espero que ahora entendáis que el estrés era el pan de cada día en mi trabajo. Sobre todo últimamente que tenía que hacer bastantes actos de presencia a diario, especialmente en humanos y humanas. Era como si se estuviera desestructurando todo el constructo vital que llevaba cuasi intacto y perfecto desde hace siglos. Hasta estos finales de año, donde supuestamente librábamos, teníamos que estar con ojo avizor a la espera de avisos. Traducido en palabras laborales: podíamos descansar, pero no hacer planes.

Por no hablar, por supuesto, del entorno funesto que nos rodeaba. Ser la Muerte no implica ser tan gélido como nuestras manos, todo lo contrario, habitualmente se nos ablanda tanto el corazón que cuando, por ejemplo, toca anteponer la ejecución de alguien, nos es terriblemente difícil llevar a cabo la orden. Sumando, también como factor predisponente a la demacración emocional, los inacabables susurros de algunas energías que recolectamos, cuyas intenciones parecen enfocarse en maleabilizar nuestra cordura…

¿Se entiende por qué sólo ofrecemos nuestro ser durante cuarenta años? Porque a partir del cuarto decimal, con tanta muerte, agonía e impasividad forzada, nuestra propia energía implosiona y se pierde entre la multitud de dimensiones…




Pero no podemos huir de nuestro destino. Hemos sido criados desde infantes para ser Parcas, y, a pesar de todo, es un gran honor formar parte de este importantísimo servicio… aunque al final no queden ni los recuerdos y nos convirtamos en espectro vegetales, a expensas de que alguien nos encuentre en el Universo y nos arrastre de vuelta al ciclo vital, cual trigo ansiando ser segado.




Lo que me lleva al último punto explicativo. Y espero dejarlo bien claro. Las. Guadañas. No. Son. Nuestras. Herramientas. ¿Comprendido? No cortamos “almas”, ni las segamos, ni nada parecido. Lo que portamos es un mero saco de una tela dimensional que hace que su interior se expanda todo lo infinitamente posible para salvaguardar en un espacio agradable todas las energías astrales que acuden hasta dicho contenedor gracias a las corrientes cósmicas, siendo vaciado en la dimensión pertinente, cuyo nombre no diré, cada vez que el reloj marca las doce de la noche con respecto al meridiano de Greenwich.

Y, sin más dilación, volvamos a lo que nos concierne, que ni siquiera estaba atardeciendo y faltaba bastante para que la cosa se pusiera interesante. Sí… lo suficientemente interesante como para que me replantease la concepción metafísica que devenía de todas las quejas lastradas durante mis 39 años de impoluto trabajo.

Sucedió poco después de permanecer, invisible a la vida que fluía a mi alrededor, contemplando cómo acordonaba la policía el perímetro. Ya se habían llevado la pulpa del incauto en una bolsa, y en un lateral podía ver a un agente interrogando a un angustiado camionero, en cuya faz no paraban de deslizarse lágrimas. Por otro lado, para seguir la morbosa tradición, una amplia multitud de personas seguía atenta a todo el procedimiento. De vez en cuando llegaba alguien más y preguntaba a la gente próxima cómo había pasado todo, sin apartar la mirada del extenso charco de sangre con alguna que otra viruta visceral.

Si supieran que entre ellos y ellas aún se encontraba el causante del “homicidio”, oculto a sus ojos, capaz de infringir las normas y arrancarles la vida que se les dio… Totalmente inconscientes de ello, únicamente centrados en el sufrimiento de un difunto y en la aflicción del conductor que lo mató. Ignorantes de que en cualquier instante podría chasquear los dedos y parar sus corazones… Era increíblemente sobrecogedor lo que percibía cada vez que pasaba una escena similar y me ponía a reflexionar sobre la fragilidad de la vida.

Suspiré y opté por marcharme antes de continuar enfermando… Aunque en parte esto fuera una cura para las punzadas que mi corazón recibía cuando tenía que separar, entre súplicas, a alguien de entre las personas que quería, también se ennegrecía este mismo músculo por la toxicidad que estaba inhalando.

Inmediatamente, pasados unos minutos, una estela translúcida serpenteó por las calles hasta entrar en mi saco. Una de las mejores partes del trabajo como Muerte era este. Ya estaba a kilómetros de distancia gracias a una especie de poder que coloquialmente denominábamos Pasaje de las Sombras, consistente en la capacidad de desplazarnos a gran velocidad desmaterializándonos en una nube gaseosa sombría. Y, sin embargo, sin importar cuán lejos estuviera, la energía siempre encontraba el recorrido hacia este singular recipiente de tela. Sinceramente, era bastante impresionante el dibujo que realizaba la estela al trazar la trayectoria desde su inerte cuerpo. Mi favorito fue el que confeccionó una niña de unos 5 años al morir en un accidente en una noria. Su energía ascendió velozmente en espiral, creando un cono brillante, para, una vez alcanzada la “cima”, descender vertiginosamente en una línea diagonal perfectamente recta hasta el saco… Recordé que ese día desprendí un par de lágrimas ante tal majestuosidad post mortem.

Pero tuve que dejar a un lado mis evocaciones nostálgicas cuando mis párpados se entumecieron. Nuevamente el dolor… ¿Dos veces seguidas tal día como hoy? Los pinchazos oculares insistieron con más fuerza de la normal. Definitivamente era un caso de máxima urgencia y no se arriesgaban a dejárselo a los mecanismos estándar.

Mi cuello se retorció y me mostró el camino. A juzgar por el brusco machaque cervical que sufrí, esta vez el sujeto había de ubicarse bastante lejos de donde yo estaba actualmente, posiblemente en otro continente.

Había de ponerme en marcha cuanto antes si quería celebrar la nueva entrada de año en cada uno de los husos horarios. Además, se avecinaba uno de los mejores acontecimientos a mi parecer: la primera defunción del año. La afortunada o el afortunado que muriera nada más entrar el 1 de enero, vería su energía transportada automáticamente a una realidad de pura y placentera comodidad donde prácticamente todo lo que deseara se haría verdad, menos volver a la vida o traer a su lado a otra persona, viva o muerta, que no hubiera cumplido los requisitos para estar allí… Una pena que mi siguiente objetivo estuviera tan cerca de conseguir esta espléndida recompensa… ¿Cómo iría a morir?

Llegué a la barriada madrileña donde aguardaba mi futuro cadáver. Era dentro de un domicilio. La mayoría de las persianas estaban echadas y la oscuridad reinaba en el interior por mucho que el Sol iluminase las afueras.

Lo divisé en un rincón de la cocina, con la radio resonando. Había puesto un CD de música clásica a un volumen moderado. Me parecía que era Mozart, o tal vez Chopin. El joven estaba solo, tenía la mirada perdida y en sus manos sujetaba un trozo maltrecho de papel escrito por ambas caras, donde las líneas apuraban hasta los márgenes.

No hizo falta que me acercara mucho para averiguar que era una nota de suicidio. El “Lo siento” al final del papel así lo confirmaba. Eso sin mencionar la hoja de bisturí que estaba entre sus piernas.

En cambio, algo descompuso mi teoría. Un bote de povidona yodada, algodón, gasas y esparadrapo poroso. ¿Para qué querría tratarse los evidentes cortes que iba a hacerse si lo que anhelaba presuntamente era morir?

También se unió otro factor para combatir mi prejuiciosa idea de que era un suicida a punto de cometer autolisis: su rostro. Sí, aunque afligido, estaba bastante tranquilo. No lloraba, no gritaba, no hiperventilaba. He presenciado miles de suicidios y podía afirmar con completa seguridad que una persona, por muy convencida que esté de que lo mejor que puede hacer es quitarse la vida, cuando es consciente de su inminente muerte, pierde los estribos, ya sea por medio de la ansiedad o del llanto. Así que, suponiendo que él no sería la excepción que confirmase la regla, no, no iba a destrozar su carne con el fin de desvanecerse en el funesto olvido. ¿Por qué, entonces, me habían enviado?

Estático totalmente, reposando mi espalda en una de las paredes más alejadas, para poder tener un buen campo de visión ante la desquiciada escena que se abalanzaba contra el chaval, me despedí de su vida con mi imperceptible voz para el oído mortal. No era plato de buen gusto cuando se trataba de ver a un ser humano denigrando su condición hasta tal punto, pero yo no podía hacer nada hasta aclarar a dónde quería él llegar con todo esto.

Comenzó dejando la nota en la encimera que había a sus espaldas. Después dirigió la mirada a la hoja y la cogió entre el pulgar y el índice de la mano izquierda con suma delicadeza. Extendió su antebrazo derecho y con el corazón y el anular se puso a palpar una de las venas, siguiendo su recorrido hasta la fosa cubital.

Y quedé abrumadoramente sorprendido por lo que vino a continuación. La fría lógica indicaba que estaba buscando una vena importante para seccionarla. Pero era justamente lo opuesto. La buscaba para evitarla… Había acertado en mi conclusión: no quería morir. Para lo único que estaba empleando el filo de tal instrumental quirúrgico era para autolesionarse sin llegar a producirse una herida fatal que lo desangrara.

Entonces comprendí por qué había sido informado para acudir a su hogar… Por muy precavido que uno sea, a veces la estadística juega en tu contra… Así era en este caso. Hoy sería el día en el que sus cortes trascenderían a algo más mortífero. Quizás accidental, quizás intencionado, pero al fin y al cabo el suicidio sería consumado.

Diez tajos. Quince. Veinte. Parecía no tener fin su episodio masoquista. Sus ojos, abiertos como platos, como si quisieran engullir cada una de las secuencias que encadenaban desde la apertura de la piel hasta la exuberancia sanguina, hacían que me incomodara a unos niveles pocas veces alcanzados. ¿Había de esperar mucho más hasta que falleciese? ¿Por qué en los suicidios no podíamos intervenir con nuestra “palabras mágicas” y evitarnos estos estremecimientos cardíacos?

Prosiguió hasta que sus brazos estaban plenamente teñidos. Los admiró durante unos segundos y luego limpió la hoja con un trapo que había colgando en el respaldo de una silla próxima a él. Y, cuando se dispuso a levantarse para iniciar las curas…

-¡¿Quién eres tú!?

Miró con terror e incredulidad justamente al punto de la cocina donde yo estaba. Sin embargo, me quedé paralizado y no respondí. Era imposible que se refiriera a mí. Debía ser algo detrás de mí… O no.

-Contesta –imperó mientras sujetaba lo primero que sus manos tenían al alcance para defenderse… Una sartén–. ¿Qué haces en mi casa y por qué vas así vestido?

Bueno, aunque mi túnica negra no resaltase mucho, sí que era cierto que llamaba la atención al contrastar con las vestimentas de estos tiempos. Eso sin mencionar el saco que portaba y mi capucha. Así que podía confirmar que, sin saber cómo, había roto el aura de invisibilidad que tenía.

-¿Estás vivo?

Fue lo primero que se me ocurrió preguntar. Aunque absurda, era una cuestión importante para llevar la conversación por buen cauce.

-¡Por… por supuesto que sí! ¿Qué clase de pregunta es esa?

-¿Cómo, por tanto, es que puedes verme?

-¿Estás loco? No tengo ningún tipo de ceguera. Si te pones delante de mí, evidentemente no podrás ocultarte…

-Chico –dije con un tono sereno–. Que me puedas ver es un augurio un tanto desconcertante. Suelta esa sartén y te contaré todo. No… no creo que haga falta que inicies cura alguna.

-Eres… eres la Muerte, ¿cierto?

Mis ojos se abrieron como platos. Jamás habría esperado que fuera alguien tan perspicaz. Había creído que sería una larga charla hasta que quebrara su actitud negativista y finalmente aceptara que era una Parca, pero ni siquiera necesitaría presentarme.

-¿Cómo lo has sabido?

-Imagino que te habrás fijado en el papel de la encimera. Es una carta de despedida. Mi intención no es acabar con mi vida con estas lesiones, ni mucho menos, pero conozco el riesgo que acaece tal acción, así que desde que empecé a tomar esto como una rutina ansiolítica, escribí esta nota por si las cosas se torcían. Ya sabes… más vale prevenir que… Curar, ese es el segundo punto. Con tus ropas y tu afirmación de que no va a hacer falta que trate mis heridas, ante las evidentes hemorragias, no es necesario pensar mucho para imaginar que eres una especie de mensajero sobrenatural, más allá de la prueba de que no has entrado por la puerta principal, y que he perdido sangre hasta el punto de desfallecer.

-Pero no lo entiendes. Lo extraño de esto es que… no has muerto.

Me aproximé a él y agarré sus manos, poniéndolas directamente sobre su corazón, con la finalidad de que notase sus latidos. Y, por cada serie de sístole y diástole, su cara manifestaba más y más incertidumbre.

-Entiendo –expresó con tristeza–.Supongo, entonces, que no me queda mucho tiempo. Estoy dejando el suelo hecho un estropicio con toda esta sangre.

-Puede… puede que no venga precisamente para llevarte conmigo en el sentido que ambos sabemos. No sé, yo tampoco llego a comprender con profundidad  todos los mandatos y las intenciones de los mandamases, pero si me han enviado para estar junto a ti es porque has alterado el día de tu muerte.

-Eso es obvio. No voy a morir de una enfermedad o de un accidente, estoy muriéndome por mi culpa. Yo estoy decidiendo cuándo parar mi reloj… Y quizá sea así mejor. Que cesen de una vez estos episodios tan desagradables.

-Si son desagradables, ¿por qué los haces?

-Porque no tengo otra alternativa.

-Todos tenemos más de una opción para cada una de las cosas que nos ocurren a lo largo de nuestras existencias. Puede que con ayuda profesional…

-¿Tú también, Muerte, también te vas a unir a ellos? ¿Por qué la gente siempre dice que el que necesita ayuda soy yo? ¿Por qué no ellos, que no pueden ver que lo que me hago es el único y verdadero alivio para lo que me ocurre, que reniego de ser embuchado por botes de pastillas y falsarios grupos de apoyo donde nos instan a sonreír tirando de nuestras comisuras con hilos herrumbrosos? ¿Por qué? Yo, al fin y al cabo, comprendo a los demás, pero ellos sí que necesitan ayuda… ayuda para que de una vez por todas nos toleren a los que usamos nuestras pieles como piedra que tallar.

-...

-Pero no hablemos de mis opciones, hablemos de las tuyas. Te he escuchado hace unos segundos mencionar a unos mandamases. Así que los que se encargan de quién muere y quién vive son unos que están por encima de ti, ¿eh? ¿Eso no te deja sin opciones a la hora de tener libertad para segar el alma de los que a lo mejor merecen algo más de tiempo?

-Te equivocas, ellos no son tan fríos. En las leyes por las que nos regimos aparece estipulado que algunas acciones pueden conceder un plus de años de vida…

-No me refería a las vidas que ellos consideren que han de ser ampliadas, sino a las que consideres tú, como individuo “libre para elegir”.

Volvió a dejarme sin palabras. Cerré mis puños y mis dientes con fuerza. En gran parte de lo que había dicho tenía razón. Uno de los mayores factores que estaba destrozándome, espiritualmente hablando, era el tener que realizar siegas que en mi opinión eran injustas.

-No es tan fácil, chico. Es el orden natural de las cosas.

-El mismo orden que te ha conducido a mi morada. Vuelve a mirar –peticionó, extendiendo sus brazos, palmas arriba, en un ángulo de 90o con respecto a su tronco–. No puedo más… No tengo a nadie, no tengo trabajo, apenas me queda dinero. Mi futuro es incierto, es una niebla hallada a pocos metros de mí, lo único que sé con certeza de lo que me acontecerá es que mi cuerpo se llenará de nuevas cicatrices cada día.

-Pero…

-Y puede que esta no sea la mejor salida, posiblemente sea la más cobarde –añadió, interrumpiéndome–. Sin embargo, la valentía que no se me otorgó para afrontar la vida me fue dada para encarar a la muerte.

-¡Ya está bien! No puedo hacer nada al respecto. Ahora quiero que tú contemples tus marcas. ¿No ves que han parado milagrosamente de sangrar? Sigue sin ser tu hora, joven. Y no hay nada que yo pueda hacer. Tendrás que seguir viviendo.

-¿Tú le llamarías vida a esto? Soy un cadáver viviente. Mis ojeras son lo que he conseguido por tantas noches en vela sollozando, mi huesudo cuerpo lo gané por la pérdida de apetito inconmensurable que he sufrido estos últimos meses, y mi actitud nihilista fue granjeada por tantas artimañas que el destino elucubró para mí. Déjame, al menos, ser yo quien escriba la fecha de mi muerte. Si no lo haces… te contradirás en lo que respecta a lo de que podemos elegir.

Desvié la mirada. Era absurdo permanecer allí. Quedaban minutos para que se iniciase la primera entrada de año en el planeta e iba a perdérmela, y él no iba a dar su brazo a torcer. Sus extremidades superiores estaban sanadas y había evitado que falleciera, quizá la misión había sido cumplida, ya que los dolores cefálicos habían cesado. Era el momento de decir adiós.

-Por mucho que insistas, me es imposible complacerte. Da igual lo que hagas, como si te sajas la garganta. Si no es tu hora, no es tu hora…  

-Vale, de acuerdo. Muy amable –agradeció con sarcasmo mientras surgía alguna que otra lágrima en sus ojos–. Pensaba que la Muerte daba un descanso eterno, en cambio parece que le gusta dejarnos agonizar.

Mi corazón dio un vuelco. No podía desmentir aquello, las Parcas éramos las causantes de uno de los mayores dolores que los seres vivos podían sufrir. Nos llevábamos a seres queridos en momentos inoportunos y también dejábamos vivir a quienes ansiaban descansar en paz.

Tal vez… tal vez pudiera hacer algo… Eran mis últimas semanas de servicio antes de cumplir la cuarentena… Puede que ya fuera hora de hacer ver al chico que incluso el individuo más estrangulado por mandatos y normas es capaz de volar con libertad.

Le sujeté por la cintura y le dije que cerrará los ojos. Me transformé en sombras y con ello todo lo que estaba en contacto conmigo, tanto materia muerta como viva. El Pasaje de las Sombras nos llevó casi de manera instantánea a Nueva Zelanda, lugar donde faltaban escasos minutos para la entrada de año nuevo.

-¿Qué… qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

-Estás en un lugar donde podría decirse que, con respecto a tu país, vive en el futuro. Estás a punto de presenciar los festejos de Nochevieja.

-¿Y eso para qué? Por muchos fuegos artificiales o júbilo que contemple no voy a cambiar de idea.

-Te confundes. Verás, hay otra ley… Todo ser mortal que fenezca, siendo la primera muerte del año, irá a un lugar espléndido. Lo más cercano a lo que imagináis como el Paraíso. De verdad, no te engaño. Lo he visto con mis propios ojos, hasta los seres más afligidos han llegado a ser felices.

Mientras le informaba de ello, empleé mi magia para abrir nuevamente sus heridas, con un ritmo acelerado del flujo sanguíneo, para que falleciera por desangramiento exactamente una milésima de segundo pasadas las doce de la noche.

-Tengo la obligación de preguntante algo –alegó el chico al ver que volvía a sangrar–. ¿Por qué has cambiado tan repentinamente de parecer?

Su cuerpo se tornó pálido y cayó al suelo, mareado. Quedaban segundos, los suficientes para contestarle y dejar una sonrisa en su rostro como agradecimiento, para que a posteriori lo acompañara personalmente al lugar de ensueño que le correspondía a una energía astral tan maltratada como la suya y que así saboreara la auténtica felicidad.

-Porque me has enseñado que incluso somos libres para destruir los imposibles.

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