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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 30 de abril de 2015

Suerte

Herraduras de caballo, patas de conejo, tréboles de cuatro hojas, el número siete… Hay una gran cantidad de símbolos a los que la sociedad les ha asignado el “poder” de la buena suerte, hasta el punto de crear amuletos con ellos para que al portador le sonría la fortuna. Algunos son conocidos a nivel global, otros son meros objetos a los que sólo un individuo en concreto les confiere la magnificencia de la buenaventura, como la camiseta con la que aprobó el primer examen o el colgante de amatista que representa su signo del zodiaco. Sea lo que sea lo que lo simbolice, algo queda en común: todos y todas queremos  buena suerte y confiamos en que la misma se alberga en ciertos enseres, para así apropiarnos de ellos y disfrutar de su “magia”.

¿Pero qué pasaría cuando algo otorga cierto tal de “suerte” que acaba por tornarse justo en lo contrario?

30 de abril de 1994. 4 a.m.

Enrique llegaba a casa. No debía hacer mucho ruido o su padre le descubriría. Había prometido que aparecería sobre las dos como muy tarde y en el caso de que tuviera que ir andando. Sin embargo, había roto su promesa retrasándose dos horas.

Y, aunque confiaba en que él ya se habría ido a dormir y podría poner de excusa mañana por la mañana que sólo había tardado media hora más de lo acordado por un mero contratiempo, ahora se jugaba todo, rezando para que sus oídos no detectaran sonido alguno hasta que estuviera a salvo en su mullida cama.

La llave se introdujo con facilidad y no hubo unos ruidos desmesurados mientras pasaba al recibidor y caminaba a hurtadillas por el salón. Afinó el oído y percibió los ronquidos de su padre procedentes de su habitación. Al parecer estaba a salvo.

Alcanzó su dormitorio, se desvistió y se puso el pijama con sigilo y finalmente se tumbó en su cama procurando que ninguno de los muelles de la misma chirriará en demasía. Su misión estaba a punto de completarse exitosamente sin riesgo alguno de una bronca más que merecida. Cerró los ojos y en pocos minutos el sueño le inundó.

Su somnolencia etílica no le permitió recordar nada de lo que su cerebro había soñado, y su despertar fue brusco por la vulnerabilidad lumínica que su resaca le estaba propiciando nada más los primeros rayos de Sol comenzaron a atravesar su ventana.

Entre mareos y sopor, alcanzó su despertador y vio que eran las siete de la mañana. Necesitaba dormir bastante más que tres simples horas, por lo que estiró el brazo hasta la cuerda de su persiana y de dos movimientos ágiles tapió completamente cualquier posibilidad de luz natural, quedando nuevamente su habitación totalmente oscura, con una tonalidad bastante relajante para alguien al que no le paraban de dar vueltas las cosas cual crío en un tiovivo.

Pero el deseo de prolongar el letargo no llegó muy lejos cuando un alarido le agitó violentamente. ¿Había sido creación de una inoportuna pesadilla o había sido real? No era plato de muy buen gusto esa clase de ruidos reales que te dejan pensativo durante un extenso periodo de onirismo macabro, y menos cuando se trataba de un ruido de proporciones problemáticas como tal, sobre todo al darse cuenta de que el timbre de voz de ese grito era parecido, por no decir el mismo, que el de su padre. ¿Debería de correr el riesgo de echar un vistazo a su habitación para ver si iba todo bien, sabiendo que despertarle era una de las peores cosas que alguien le podía hacer?

Permaneció en su cama un buen rato, con los ojos abiertos como platos, casi olvidando los terribles efectos secundarios que le acontecían por su embriaguez y centrándose en lo que podía suceder tras la pared que tenía a su derecha, dando a parar al dormitorio de su padre. ¿Sería aconsejable entrar y preguntar si marchaba todo bien?

La inquietud no le dejaba retomar su descanso, así que gruñó y se levantó bruscamente de la cama, con la intención de terminar con aquella duda de una vez por todas. Era mejor llevarse una riña de su padre que continuar dando vueltas en la cama sin ir a ningún lado.

Se frotó los ojos ante el repentino resplandor de la luz del pasillo. Una vez aclimatado, pegó el oído a la puerta de su habitación para comprobar si podía escuchar algo interesante. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna, así que no le quedó más alternativa que abrir con delicadeza.

Pronunció, en un leve susurro, su nombre, pero no respondió. Incrementó el volumen y tampoco sirvió de mucho. Afinó la vista, pero como él siempre dormía con las negras y opacas cortinas echadas, la habitación estaba totalmente oscura.

Miró a un lado y a otro, queriendo detectar alguna sombra extraña, pues el miedo estaba comenzando a carcomerle por dentro, pasando a un plano secundario su afección ebria. Solamente necesitaba comprobar que todo seguía como siempre y podría volver a su cálida y acogedora cama.

Tanteó por la pared hasta dar con el interruptor. Lo palpó de inmediato. Contuvo la respiración y, sin detenerse por el pánico, encendió la luz. No obstante, volviendo a la realidad de la lógica y lo verosímil, pudo corroborar, ya aliviado, que su padre reposaba plácido sin ni siquiera haberse inmutado lo más mínimo por aquella poco piadosa bombilla que iluminaba todo el habitáculo.

Enrique apagó de inmediato la luz y cerró cuidadosamente, regresando al abrazo de sus sábanas para sumergirse por segunda vez en las tierras de Morfeo, aunque ahora los nervios, nacidos no de sus temores, sino de la comicidad de la escena que su paranoia había causado, iban a dejarle unos considerables minutos desvelado.

Desgraciadamente, hubiera sido mejor que se hubiera dormido rápido, pues aquello que había hecho que se despertara había resurgido. Un escalofriante alarido, absolutamente idéntico al de antes, volvió a revolverle las tripas, con la diferencia de que en ese momento sabía perfectamente de dónde provenía.

Estaba equivocado, no había sido emitido desde su casa, y mucho menos por su padre, sino que, aquel que hubiera lanzado semejante aullido, se encontraba fuera, posiblemente en la explanada próxima a su bloque.



Pero la cuestión era, sabiendo entonces que no había sido un producto onírico, aunque tampoco la creencia de que quien pedía auxilio era su padre, ¿merecería la pena ir a ver qué sucedía?



Para Enrique y su curiosidad la respuesta era un rotundo sí. Pese a sus mareos y malestar gástrico, así como las imploraciones de su cuerpo para dormitar, él tenía que satisfacer los deseos de su morbosidad. Ya que, a estas horas y en la calle, exceptuando los madrugadores trabajadores, lo único que podría causar un alboroto era algún malnacido que regresaba de un festejo aderezado con drogas, y eso podía suponer un espectáculo bastante llamativo para presenciar desde su terraza con una sonrisa de oreja a oreja.

Desafortunadamente, no hubo pasatiempo alguno que contemplar, o al menos uno del tipo que a él le agradaba. Es más, lo que estaba observando era una muerte en directo, la defunción paulatina de un desdichado con su antebrazos rojos por completo.

Aunque estaba a varios metros de distancia de él, Enrique sabía que en tales regiones sufría dos profundas y hemorrágicas heridas, las cuales, al realizarse, seguramente le habrían hecho lanzar esos dos gritos que antes escuchó. Y, a juzgar por el tiempo entre cada alarido, o bien se había defendido con garras y dientes para no recibir la segunda herida o bien, y con más probabilidades de ser cierto, se pensó detenidamente el rajarse su otra extremidad para culminar… su suicidio.

Los gemidos de la víctima, aunque tenues, eran espeluznantes. Y la escena se hacía más sobrecogedora cuando dos personas que le socorrían, queriendo en vano evitar el tremebundo sangrado, le repetían una y otra vez que no “se durmiera”.

En ese instante su apetito de desgracias se desvaneció y quiso ayudar. Recordó que en el botiquín de su casa había un par de vendas elásticas que podrían usarse para alargar su vida mientras la ambulancia llegaba.

Se puso unas zapatillas y agarró con velocidad el material de primeros auxilios necesario del cuarto de baño. Bajó con celeridad y se colocó a su lado, informando a la pareja que estaba con él que traía vendaje.

Una pena que la chica le dijera, entre lágrimas, que era demasiado tarde… Al parecer, mientras él estaba descendiendo por su bloque, el espíritu del herido había ido ascendiendo hasta los cielos, quedando todo su esfuerzo por ser un buen samaritano en un mero amago absurdo.

El gentío de los alrededores comenzó a marcharse. Una parte con el gusanillo del morbo satisfecho, otra por su incapacidad de ver un cadáver fresco. Y finalmente quedando la pareja, alguna que otra persona esperanzada en que hubiera un final feliz y Enrique.

Siete minutos más tarde la ambulancia llegó. Se realizó la praxis pertinente y se preparó un sudario. Definitivamente no había salvación para él. Un paramédico asistió a los tres, por si necesitaban algún tipo de apoyo debido a la traumática experiencia, más aun cuando se había certificado que muy seguramente había sido un suicidio, aunque nadie le había visto en ningún momento provocarse a sí mismo ese par de heridas letales.

Cuando todo concluyó y llegó el momento de regresar cada uno a su labor, Enrique optó por echar un breve vistazo por los alrededores, ya que nadie había sido capaz de hallar el instrumento que había sido utilizado para los cortes. Quizá, aun sin haber podido haber ayudado al ya difunto, podría acelerar el proceso de investigación encontrando para el equipo forense el arma homicida/suicida.

29 de abril de 1994. 23:30 a.m.

Lucas caminaba con la mirada perdida, chocaba descuidadamente con los madrugadores transeúntes, parecía obnubilado, pero no estaba bajo los efectos de un presíncope ni de los de cualquier tipo de tóxico. Simple y llanamente estaba a rebosar de tristeza, de rendición.

Necesitaba darle fin a todo, estaba cansado de vivir una vida que todos envidiaban menos él. ¿Para qué quería esa vida, supuestamente de ensueño, si no podía compartirla con nadie? ¿No era irónico, además, que le apodaran “El Suertudo”, cuando el único golpe de suerte que anhelaba, y que no recibía, era el de su muerte?

Entonces, sin nada por lo que luchar, sin motivación alguna, ¿qué le encadenaba al mundo? Sencillamente su imposibilidad para morir. Había sido bendecido, o, en palabras más acordes, maldecido, al ser el propietario de un objeto singular: una pequeña figura de un gato dorado con una siniestra sonrisa de dientes blanco nuclear.

Al principio, cuando la compró en una tienda de antigüedades y la encargada le alertó de que aquello no era una pieza normal y podría traerle tanto la dicha como la desgracia, se mostró receloso. Eso era imposible. Pero con el transcurso de los meses el aviso de aquella mujer se fue haciendo real.

¿Cuál era la “magia” de ese gato? Lucas regresó a la tienda para alabar el poder de su ahora gran preciado amuleto. Él había sido expuesto, más por su temeridad y sus reiterados descuidos que por otros factores causales, a un relevante número de situaciones en las que, de no ser por el poder de esa estatua, habría acabado arrollado, apuñalado, electrocutado, ahogado y unos pocos óbitos más.

Era imposible burlar la muerte tantas veces sin tener consigo algo que le protegiera, y ese algo era el gato inerte del que tanto se enorgullecía. Pero su júbilo iba a terminar esa misma tarde cuando la encargada le revelara la parte oscura del pacto, pues, tal y como le dijo, ese objeto también conllevaba desgracia.


Si bien cierto era que confería a su poseedor de la inmortalidad, definida esta como la incapacidad del sujeto para morir por accidentes tales como enfermedades o asesinatos y siendo susceptible a la muerte natural al llegar a la ancianidad, dicho poder se valía de una indecorosa energía.



“Cada vez que ella te salve la vida, drenará la vitalidad de un familiar, matándolo al momento.” Fue la frase que congeló de pavor el cuerpo de Lucas. Y no podía reprochar nada o negarlo porque lo había comprobado ya.

Él no se llevaba muy bien con gran parte de su familia, y poco le importaba que falleciese un primo lejano o una bisabuela, pero ahora todo tenía sentido, ya que, recordando, era verdad que, días después de salvarse de una de sus inminentes muertes, recibía la noticia por parte de su padre o su madre de que alguien, por X o por Y, había muerto.

Y de momento le estaba ocurriendo a familiares lejanos o a los que él no tenía aprecio alguno, pero no había que ser muy hábil para saber que sería cuestión de tiempo el que le tocara a un verdadero ser querido.

Desesperado, exigió devolver la estatua, confiando que así se disiparía el hechizo de inmortalidad, pero la dependienta negó con la cabeza, mostrando lástima. Una vez alguien se hacía el dueño de ese gato, jamás podría deshacerse de él hasta morir. Añadió que, el antiguo propietario de este objeto era su difunto jefe y, aunque de él heredó la tienda, por fortuna el hechizo no pasó a ser de su incumbencia.

Entre lágrimas e ira, Lucas preguntó la razón de que no le hubiera dicho directamente todo eso antes de comprarlo. Y ella, con un gélido tono serio, explicó que no debe revelarse la naturaleza de la estatua cuando esta no ha vuelto inmortal a nadie, pues si eso se hiciera, la persona que hubiese contado el secreto sería el primer objetivo en caer en cuanto fuera propiedad de alguien y, palabras textuales, por mucho que tratara de evitarse, el inmisericorde gato siempre hallaba un nuevo dueño.

Ya de vuelta a su presente, con hasta su hermana pequeña de tres años fallecida hace una hora en un accidente claramente causado por la maldición de Lucas, su objetivo no era otro que finalizar de una dichosa vez el macabro esoterismo que manaba de ese repugnante objeto.

Había hecho todo lo posible por ralentizar el efecto siendo exageradamente cuidadoso en su día a día, pero ese gato era más listo que cualquier homólogo vivo. La inmortalidad es una simple excusa para rodear de desgracia al poseedor o poseedora, confeccionando accidentes y otras situaciones mortales para que vea cómo caen uno por uno sus seres más preciados.

El punto y final lo puso su hermana. ¿A quién le arrebataría ahora que era el único de los suyos en pie? No quedaba nadie, sin embargo, no podía matarse así como así, dejando a la vista la estatua para que alguien la hallara. No, debía hacerlo en algún sitio donde ella y su cuerpo se rompieran en mil pedazos.

Corría el riesgo de que se reconstruyera a sí misma tal y como incontables veces había pasado, pero quizá al desligarse de un sujeto al que torturar, quedase destruida para siempre. Y, si eso no funcionaba… nada lo haría.

Lucas llegó hasta unas vías. Eran las tres de la mañana. A pesar de la larga caminata, había llegado al lugar adecuado. En una hora circularía un tren nocturno de transporte de mercancías.

Se tumbó perpendicularmente a la dirección de las vías y aguardó el momento, sin poder dejar de pensar que era el escenario perfecto. En solitario, de noche, y con un arma cuya potencia le descuartizaría… a él y a su compañera. Sólo había de cerrar los ojos y dejar a sus pensamientos fluir hasta dentro de sesenta minutos.

En cambio, para acrecentar su desgracia, una luz cálida le sacó de su tranquilidad. Se había quedado dormido. Dio un sobresalto y se llevó las manos a su abdomen. Después echó un vistazo a sus piernas. Estaba entero, de hecho, lo único que no estaba eran las vías. Mirando los alrededores comprendió que alguien… o algo le había alejado de su sanguino escenario y le había colocado en mitad de una calle.

Al borde de un ataque de histeria comprobó la hora en su reloj de muñeca. Eran las siete de la mañana… Ya era demasiado tarde para regresar allí, pues habría trabajadores por los alrededores… Todo se había echado a perder, y sabía de alguien que se estaría regodeando por ello.

Gritó de rabia. Se levantó e hiperventiló. No le dio importancia a la reacción de los viandantes. Lo que él quería era morir y era incapaz de ello. Y la culpable era esa estatua de su bolsillo. La extrajo, la observó con rabia y la estrelló con brutalidad contra el asfalto. Quería ver esa sonrisa burlesca resquebrajada.

Comenzó a andar en círculos con las manos en la cara y repitiendo entre murmullos que “esto no podía estar pasando”. Su última alternativa se había evaporado. Al parecer lo de matar poco a poco a los de su misma estirpe no era ni la punta del iceberg, pues ahora debería soportar la soledad hasta quién sabe qué lejana edad.

O tal vez antes… Sí… A lo mejor era tiempo de que le sonriera algo más que un gato de porcelana. A lo mejor era el momento de tener algo de buenaventura, pese a que el precio tuviera que ser pagado con sangre.

De nuevo gritó. Esta vez de dolor. Unas irritantes punzadas se deslizaron sobre sus antebrazos. Inexplicablemente habían surgido dos profundos cortes por los cuales se avecinaba unas abundantes hemorragias.

Sus ojos brillaron. Ni siquiera le era relevante saber la razón de esos estigmas, solamente le preocupaba acelerar su circulación para desangrarse rápido. Pero posiblemente, la gente de alrededor, que acababa de percatarse de su crítica situación, se aproximaría para ofrecerle ayuda.

Tenía que dejar de luchar por mantenerse activo. Se dejó caer al suelo. Se sentía débil y mareado. Pronto culminaría todo. Puede que se hubiera librado de ser troceado por unas ruedas, pero no había magia en el mundo que pudiera contener esos dos grifos rubí.

¿Y por qué había optado por matarle? Un último momento de lucidez en Lucas le hizo comprenderlo. A ese gato le gustaba jugar más retorcidamente de lo que él creía a priori. La razón, a su parecer, era que todavía quedaba un familiar más por asesinar. Uno que se encontraba dentro de Lucas.

Así era, él de pequeño había fantaseado con que tenía un doble de él mismo que se manifestaba en sus pensamientos, tratándose de una especie de siamés psíquico. Y esta idea, aunque parcialmente olvidada, nunca había llegado a despreciarla, por lo que era más que factible que la magia de la estatua hubiera surtido efecto no en Lucas, sino en su “hermano”.

Fuera como fuera, si uno moría, el otro también lo haría. E incluso puede que el auténtico porqué fuera otro distinto. Pero él se quedaba con esta verdad, una en la que podría sonreír pensando que había puesto en jaque a una pieza de poderes sobrehumanos. Su verdad. Su victoria.

30 de abril de 1994. 7:45 a.m.

Carlos abría los ojos mientras se estiraba y bostezaba. Una pausa le hizo revolverse. Él no tenía que estar ahí. Ni ahí ni en ningún lugar. Concretamente no debía estar con vida después de haber tomado ese bote entero de antidepresivos a las dos de la madrugada a causa de un repentino ataque incontrolable de ansiedad e instintos autolíticos.

Se palpó la boca, la sentía pastosa. Notó unos tropezones sobre sus labios y su barbilla. Observó su sábana y el resto de la cama. Había vómito por todas partes. Era de esperar que con esa acción emética inconsciente hubiera echado todo el mejunje farmacológico, evitando su suicidio.

Suspiró y se encogió de hombros. Debería aprovechar esa segunda oportunidad. Lo primero sería dar las gracias con un generoso desayuno. No sin antes cerciorarse de que su hijo había llegado a casa.

Abrió la puerta de su habitación y no le vio descansando en ella. El malhumor empezó a bullir. Tenía que tranquilizarse. Sería mejor que el desayuno esperase unos minutos y saliera a tomar el aire fresco desde su terraza.

El piar de las aves más madrugadoras y una fina brisa le acogieron con quietud. Debía aprovechar eso y dejar el tema del juerguista de su hijo para otro momento. Sobre todo cuando se estaba armando un buen barullo en la calle de abajo. Tal vez un poco de caos entre vecinos le animara la mañana.

Pero cuál fue su sorpresa al vislumbrar una ambulancia y, peor aún, a su hijo por los alrededores. ¿Le había ocurrido algo grave? ¿Qué hacía una ambulancia por esos lares a estas horas matutinas?

Cuando comprobó que él estaba ileso, el enfado volvió a arraigar, y con una gruñona y grave voz le llamó, obligándole a subir a casa inmediatamente, poniendo de excusa que dejara trabajar a los profesionales sanitarios.

Su hijo, entre conmoción y obediencia, acató la orden y se guardó en su bolsillo derecho un objeto con el que estaba jugueteando para dirigirse veloz hacia el portal. Más le valía no hacer enojar todavía más a su padre.

Mientras tanto, sin que nadie lo percibiera, un chirrido metálico retumbó en toda la calle. El sistema exterior del aire acondicionado del piso que estaba justo debajo del de Carlos se desprendió por algún motivo y fue a parar nada menos que al cráneo de su hijo, matándolo al instante.

Carlos no tenía palabras para lo que había visto. No sabía qué le enmudecía más, si no haber podido evitar la violenta muerte de su primogénito o la ironía de haber sobrevivido a una intoxicación horas antes, pudiendo haber quedado ignorante de tal cruel destino.

Esa misma mañana esa calle había sido testigo de dos muertes aisladas entre sí, sin relación alguna… ¿O sí?

21 de octubre de 1990. 6:22 p.m.

-¡Enrique, mientras estés bajo mi techo todo lo que sea tuyo será de mi propiedad! ¿Queda claro?

-Entendido, padre…

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