
¿Pero qué pasaría cuando algo otorga cierto tal de “suerte” que
acaba por tornarse justo en lo contrario?
30 de abril de 1994. 4
a.m.
Enrique llegaba a casa. No debía hacer mucho ruido o su
padre le descubriría. Había prometido que aparecería sobre las dos como muy
tarde y en el caso de que tuviera que ir andando. Sin embargo, había roto su
promesa retrasándose dos horas.
Y, aunque confiaba en que él ya se habría ido a dormir y
podría poner de excusa mañana por la mañana que sólo había tardado media hora
más de lo acordado por un mero contratiempo, ahora se jugaba todo, rezando para
que sus oídos no detectaran sonido alguno hasta que estuviera a salvo en su
mullida cama.
La llave se introdujo con facilidad y no hubo unos ruidos
desmesurados mientras pasaba al recibidor y caminaba a hurtadillas por el
salón. Afinó el oído y percibió los ronquidos de su padre procedentes de su
habitación. Al parecer estaba a salvo.
Alcanzó su dormitorio, se desvistió y se puso el pijama con
sigilo y finalmente se tumbó en su cama procurando que ninguno de los muelles
de la misma chirriará en demasía. Su misión estaba a punto de completarse
exitosamente sin riesgo alguno de una bronca más que merecida. Cerró los ojos y
en pocos minutos el sueño le inundó.
Su somnolencia etílica no le permitió recordar nada de lo
que su cerebro había soñado, y su despertar fue brusco por la vulnerabilidad
lumínica que su resaca le estaba propiciando nada más los primeros rayos de Sol
comenzaron a atravesar su ventana.
Entre mareos y sopor, alcanzó su despertador y vio que eran
las siete de la mañana. Necesitaba dormir bastante más que tres simples horas,
por lo que estiró el brazo hasta la cuerda de su persiana y de dos movimientos
ágiles tapió completamente cualquier posibilidad de luz natural, quedando
nuevamente su habitación totalmente oscura, con una tonalidad bastante
relajante para alguien al que no le paraban de dar vueltas las cosas cual crío
en un tiovivo.
Pero el deseo de prolongar el letargo no llegó muy lejos
cuando un alarido le agitó violentamente. ¿Había sido creación de una
inoportuna pesadilla o había sido real? No era plato de muy buen gusto esa
clase de ruidos reales que te dejan pensativo durante un extenso periodo de
onirismo macabro, y menos cuando se trataba de un ruido de proporciones
problemáticas como tal, sobre todo al darse cuenta de que el timbre de voz de
ese grito era parecido, por no decir el mismo, que el de su padre. ¿Debería de
correr el riesgo de echar un vistazo a su habitación para ver si iba todo bien,
sabiendo que despertarle era una de las peores cosas que alguien le podía
hacer?
Permaneció en su cama un buen rato, con los ojos abiertos
como platos, casi olvidando los terribles efectos secundarios que le acontecían
por su embriaguez y centrándose en lo que podía suceder tras la pared que tenía
a su derecha, dando a parar al dormitorio de su padre. ¿Sería aconsejable
entrar y preguntar si marchaba todo bien?
La inquietud no le dejaba retomar su descanso, así que gruñó
y se levantó bruscamente de la cama, con la intención de terminar con aquella
duda de una vez por todas. Era mejor llevarse una riña de su padre que
continuar dando vueltas en la cama sin ir a ningún lado.
Se frotó los ojos ante el repentino resplandor de la luz del
pasillo. Una vez aclimatado, pegó el oído a la puerta de su habitación para
comprobar si podía escuchar algo interesante. Sin embargo, no obtuvo respuesta
alguna, así que no le quedó más alternativa que abrir con delicadeza.
Pronunció, en un leve susurro, su nombre, pero no respondió.
Incrementó el volumen y tampoco sirvió de mucho. Afinó la vista, pero como él
siempre dormía con las negras y opacas cortinas echadas, la habitación estaba
totalmente oscura.
Miró a un lado y a otro, queriendo detectar alguna sombra
extraña, pues el miedo estaba comenzando a carcomerle por dentro, pasando a un
plano secundario su afección ebria. Solamente necesitaba comprobar que todo
seguía como siempre y podría volver a su cálida y acogedora cama.
Tanteó por la pared hasta dar con el interruptor. Lo palpó
de inmediato. Contuvo la respiración y, sin detenerse por el pánico, encendió
la luz. No obstante, volviendo a la realidad de la lógica y lo verosímil, pudo
corroborar, ya aliviado, que su padre reposaba plácido sin ni siquiera haberse
inmutado lo más mínimo por aquella poco piadosa bombilla que iluminaba todo el
habitáculo.
Enrique apagó de inmediato la luz y cerró cuidadosamente,
regresando al abrazo de sus sábanas para sumergirse por segunda vez en las
tierras de Morfeo, aunque ahora los nervios, nacidos no de sus temores, sino de
la comicidad de la escena que su paranoia había causado, iban a dejarle unos
considerables minutos desvelado.
Desgraciadamente, hubiera sido mejor que se hubiera dormido
rápido, pues aquello que había hecho que se despertara había resurgido. Un escalofriante
alarido, absolutamente idéntico al de antes, volvió a revolverle las tripas,
con la diferencia de que en ese momento sabía perfectamente de dónde provenía.
Estaba equivocado, no había sido emitido desde su casa, y
mucho menos por su padre, sino que, aquel que hubiera lanzado semejante
aullido, se encontraba fuera, posiblemente en la explanada próxima a su bloque.
Para Enrique y su curiosidad la respuesta era un rotundo sí.
Pese a sus mareos y malestar gástrico, así como las imploraciones de su cuerpo
para dormitar, él tenía que satisfacer los deseos de su morbosidad. Ya que, a
estas horas y en la calle, exceptuando los madrugadores trabajadores, lo único
que podría causar un alboroto era algún malnacido que regresaba de un festejo
aderezado con drogas, y eso podía suponer un espectáculo bastante llamativo
para presenciar desde su terraza con una sonrisa de oreja a oreja.
Desafortunadamente, no hubo pasatiempo alguno que
contemplar, o al menos uno del tipo que a él le agradaba. Es más, lo que estaba
observando era una muerte en directo, la defunción paulatina de un desdichado
con su antebrazos rojos por completo.
Aunque estaba a varios metros de distancia de él, Enrique
sabía que en tales regiones sufría dos profundas y hemorrágicas heridas, las
cuales, al realizarse, seguramente le habrían hecho lanzar esos dos gritos que
antes escuchó. Y, a juzgar por el tiempo entre cada alarido, o bien se había
defendido con garras y dientes para no recibir la segunda herida o bien, y con
más probabilidades de ser cierto, se pensó detenidamente el rajarse su otra
extremidad para culminar… su suicidio.
Los gemidos de la víctima, aunque tenues, eran espeluznantes.
Y la escena se hacía más sobrecogedora cuando dos personas que le socorrían,
queriendo en vano evitar el tremebundo sangrado, le repetían una y otra vez que
no “se durmiera”.
En ese instante su apetito de desgracias se desvaneció y
quiso ayudar. Recordó que en el botiquín de su casa había un par de vendas
elásticas que podrían usarse para alargar su vida mientras la ambulancia
llegaba.
Se puso unas zapatillas y agarró con velocidad el material
de primeros auxilios necesario del cuarto de baño. Bajó con celeridad y se colocó
a su lado, informando a la pareja que estaba con él que traía vendaje.
Una pena que la chica le dijera, entre lágrimas, que era
demasiado tarde… Al parecer, mientras él estaba descendiendo por su bloque, el
espíritu del herido había ido ascendiendo hasta los cielos, quedando todo su
esfuerzo por ser un buen samaritano en un mero amago absurdo.
El gentío de los alrededores comenzó a marcharse. Una parte con
el gusanillo del morbo satisfecho, otra por su incapacidad de ver un cadáver
fresco. Y finalmente quedando la pareja, alguna que otra persona esperanzada en
que hubiera un final feliz y Enrique.
Siete minutos más tarde la ambulancia llegó. Se realizó la
praxis pertinente y se preparó un sudario. Definitivamente no había salvación
para él. Un paramédico asistió a los tres, por si necesitaban algún tipo de
apoyo debido a la traumática experiencia, más aun cuando se había certificado
que muy seguramente había sido un suicidio, aunque nadie le había visto en
ningún momento provocarse a sí mismo ese par de heridas letales.
Cuando todo concluyó y llegó el momento de regresar cada uno
a su labor, Enrique optó por echar un breve vistazo por los alrededores, ya que
nadie había sido capaz de hallar el instrumento que había sido utilizado para
los cortes. Quizá, aun sin haber podido haber ayudado al ya difunto, podría
acelerar el proceso de investigación encontrando para el equipo forense el arma
homicida/suicida.
29 de abril de 1994.
23:30 a.m.
Lucas caminaba con la mirada perdida, chocaba
descuidadamente con los madrugadores transeúntes, parecía obnubilado, pero no
estaba bajo los efectos de un presíncope ni de los de cualquier tipo de tóxico.
Simple y llanamente estaba a rebosar de tristeza, de rendición.
Necesitaba darle fin a todo, estaba cansado de vivir una
vida que todos envidiaban menos él. ¿Para qué quería esa vida, supuestamente de
ensueño, si no podía compartirla con nadie? ¿No era irónico, además, que le
apodaran “El Suertudo”, cuando el único golpe de suerte que anhelaba, y que no
recibía, era el de su muerte?
Entonces, sin nada por lo que luchar, sin motivación alguna,
¿qué le encadenaba al mundo? Sencillamente su imposibilidad para morir. Había
sido bendecido, o, en palabras más acordes, maldecido, al ser el propietario de
un objeto singular: una pequeña figura de un gato dorado con una siniestra
sonrisa de dientes blanco nuclear.
Al principio, cuando la compró en una tienda de antigüedades
y la encargada le alertó de que aquello no era una pieza normal y podría
traerle tanto la dicha como la desgracia, se mostró receloso. Eso era
imposible. Pero con el transcurso de los meses el aviso de aquella mujer se fue
haciendo real.
¿Cuál era la “magia” de ese gato? Lucas regresó a la tienda
para alabar el poder de su ahora gran preciado amuleto. Él había sido expuesto,
más por su temeridad y sus reiterados descuidos que por otros factores
causales, a un relevante número de situaciones en las que, de no ser por el
poder de esa estatua, habría acabado arrollado, apuñalado, electrocutado,
ahogado y unos pocos óbitos más.
Era imposible burlar la muerte tantas veces sin tener
consigo algo que le protegiera, y ese algo era el gato inerte del que tanto se
enorgullecía. Pero su júbilo iba a terminar esa misma tarde cuando la encargada
le revelara la parte oscura del pacto, pues, tal y como le dijo, ese objeto
también conllevaba desgracia.
“Cada vez que ella te salve la vida, drenará la vitalidad de
un familiar, matándolo al momento.” Fue la frase que congeló de pavor el cuerpo
de Lucas. Y no podía reprochar nada o negarlo porque lo había comprobado ya.
Él no se llevaba muy bien con gran parte de su familia, y
poco le importaba que falleciese un primo lejano o una bisabuela, pero ahora
todo tenía sentido, ya que, recordando, era verdad que, días después de
salvarse de una de sus inminentes muertes, recibía la noticia por parte de su
padre o su madre de que alguien, por X o por Y, había muerto.
Y de momento le estaba ocurriendo a familiares lejanos o a
los que él no tenía aprecio alguno, pero no había que ser muy hábil para saber
que sería cuestión de tiempo el que le tocara a un verdadero ser querido.
Desesperado, exigió devolver la estatua, confiando que así
se disiparía el hechizo de inmortalidad, pero la dependienta negó con la
cabeza, mostrando lástima. Una vez alguien se hacía el dueño de ese gato, jamás
podría deshacerse de él hasta morir. Añadió que, el antiguo propietario de este
objeto era su difunto jefe y, aunque de él heredó la tienda, por fortuna el
hechizo no pasó a ser de su incumbencia.
Entre lágrimas e ira, Lucas preguntó la razón de que no le
hubiera dicho directamente todo eso antes de comprarlo. Y ella, con un gélido
tono serio, explicó que no debe revelarse la naturaleza de la estatua cuando
esta no ha vuelto inmortal a nadie, pues si eso se hiciera, la persona que
hubiese contado el secreto sería el primer objetivo en caer en cuanto fuera
propiedad de alguien y, palabras textuales, por mucho que tratara de evitarse,
el inmisericorde gato siempre hallaba un nuevo dueño.
Ya de vuelta a su presente, con hasta su hermana pequeña de
tres años fallecida hace una hora en un accidente claramente causado por la
maldición de Lucas, su objetivo no era otro que finalizar de una dichosa vez el
macabro esoterismo que manaba de ese repugnante objeto.
Había hecho todo lo posible por ralentizar el efecto siendo
exageradamente cuidadoso en su día a día, pero ese gato era más listo que
cualquier homólogo vivo. La inmortalidad es una simple excusa para rodear de
desgracia al poseedor o poseedora, confeccionando accidentes y otras
situaciones mortales para que vea cómo caen uno por uno sus seres más
preciados.
El punto y final lo puso su hermana. ¿A quién le arrebataría
ahora que era el único de los suyos en pie? No quedaba nadie, sin embargo, no
podía matarse así como así, dejando a la vista la estatua para que alguien la
hallara. No, debía hacerlo en algún sitio donde ella y su cuerpo se rompieran
en mil pedazos.
Corría el riesgo de que se reconstruyera a sí misma tal y
como incontables veces había pasado, pero quizá al desligarse de un sujeto al
que torturar, quedase destruida para siempre. Y, si eso no funcionaba… nada lo
haría.
Lucas llegó hasta unas vías. Eran las tres de la mañana. A
pesar de la larga caminata, había llegado al lugar adecuado. En una hora
circularía un tren nocturno de transporte de mercancías.
Se tumbó perpendicularmente a la dirección de las vías y
aguardó el momento, sin poder dejar de pensar que era el escenario perfecto. En
solitario, de noche, y con un arma cuya potencia le descuartizaría… a él y a su
compañera. Sólo había de cerrar los ojos y dejar a sus pensamientos fluir hasta
dentro de sesenta minutos.
En cambio, para acrecentar su desgracia, una luz cálida le
sacó de su tranquilidad. Se había quedado dormido. Dio un sobresalto y se llevó
las manos a su abdomen. Después echó un vistazo a sus piernas. Estaba entero,
de hecho, lo único que no estaba eran las vías. Mirando los alrededores
comprendió que alguien… o algo le había alejado de su sanguino escenario y le
había colocado en mitad de una calle.
Al borde de un ataque de histeria comprobó la hora en su
reloj de muñeca. Eran las siete de la mañana… Ya era demasiado tarde para
regresar allí, pues habría trabajadores por los alrededores… Todo se había
echado a perder, y sabía de alguien que se estaría regodeando por ello.
Gritó de rabia. Se levantó e hiperventiló. No le dio
importancia a la reacción de los viandantes. Lo que él quería era morir y era
incapaz de ello. Y la culpable era esa estatua de su bolsillo. La extrajo, la
observó con rabia y la estrelló con brutalidad contra el asfalto. Quería ver
esa sonrisa burlesca resquebrajada.
Comenzó a andar en círculos con las manos en la cara y
repitiendo entre murmullos que “esto no podía estar pasando”. Su última
alternativa se había evaporado. Al parecer lo de matar poco a poco a los de su
misma estirpe no era ni la punta del iceberg, pues ahora debería soportar la
soledad hasta quién sabe qué lejana edad.
O tal vez antes… Sí… A lo mejor era tiempo de que le
sonriera algo más que un gato de porcelana. A lo mejor era el momento de tener
algo de buenaventura, pese a que el precio tuviera que ser pagado con sangre.
De nuevo gritó. Esta vez de dolor. Unas irritantes punzadas
se deslizaron sobre sus antebrazos. Inexplicablemente habían surgido dos
profundos cortes por los cuales se avecinaba unas abundantes hemorragias.
Sus ojos brillaron. Ni siquiera le era relevante saber la
razón de esos estigmas, solamente le preocupaba acelerar su circulación para
desangrarse rápido. Pero posiblemente, la gente de alrededor, que acababa de
percatarse de su crítica situación, se aproximaría para ofrecerle ayuda.
Tenía que dejar de luchar por mantenerse activo. Se dejó
caer al suelo. Se sentía débil y mareado. Pronto culminaría todo. Puede que se
hubiera librado de ser troceado por unas ruedas, pero no había magia en el
mundo que pudiera contener esos dos grifos rubí.
¿Y por qué había optado por matarle? Un último momento de
lucidez en Lucas le hizo comprenderlo. A ese gato le gustaba jugar más
retorcidamente de lo que él creía a priori. La razón, a su parecer, era que
todavía quedaba un familiar más por asesinar. Uno que se encontraba dentro de
Lucas.
Así era, él de pequeño había fantaseado con que tenía un
doble de él mismo que se manifestaba en sus pensamientos, tratándose de una
especie de siamés psíquico. Y esta idea, aunque parcialmente olvidada, nunca
había llegado a despreciarla, por lo que era más que factible que la magia de
la estatua hubiera surtido efecto no en Lucas, sino en su “hermano”.
Fuera como fuera, si uno moría, el otro también lo haría. E
incluso puede que el auténtico porqué fuera otro distinto. Pero él se quedaba
con esta verdad, una en la que podría sonreír pensando que había puesto en
jaque a una pieza de poderes sobrehumanos. Su verdad. Su victoria.
30 de abril de 1994.
7:45 a.m.
Carlos abría los ojos mientras se estiraba y bostezaba. Una
pausa le hizo revolverse. Él no tenía que estar ahí. Ni ahí ni en ningún lugar.
Concretamente no debía estar con vida después de haber tomado ese bote entero
de antidepresivos a las dos de la madrugada a causa de un repentino ataque
incontrolable de ansiedad e instintos autolíticos.
Se palpó la boca, la sentía pastosa. Notó unos tropezones
sobre sus labios y su barbilla. Observó su sábana y el resto de la cama. Había
vómito por todas partes. Era de esperar que con esa acción emética inconsciente
hubiera echado todo el mejunje farmacológico, evitando su suicidio.
Suspiró y se encogió de hombros. Debería aprovechar esa
segunda oportunidad. Lo primero sería dar las gracias con un generoso desayuno.
No sin antes cerciorarse de que su hijo había llegado a casa.
Abrió la puerta de su habitación y no le vio descansando en
ella. El malhumor empezó a bullir. Tenía que tranquilizarse. Sería mejor que el
desayuno esperase unos minutos y saliera a tomar el aire fresco desde su
terraza.
El piar de las aves más madrugadoras y una fina brisa le
acogieron con quietud. Debía aprovechar eso y dejar el tema del juerguista de
su hijo para otro momento. Sobre todo cuando se estaba armando un buen barullo
en la calle de abajo. Tal vez un poco de caos entre vecinos le animara la
mañana.
Pero cuál fue su sorpresa al vislumbrar una ambulancia y,
peor aún, a su hijo por los alrededores. ¿Le había ocurrido algo grave? ¿Qué
hacía una ambulancia por esos lares a estas horas matutinas?
Cuando comprobó que él estaba ileso, el enfado volvió a
arraigar, y con una gruñona y grave voz le llamó, obligándole a subir a casa
inmediatamente, poniendo de excusa que dejara trabajar a los profesionales
sanitarios.
Su hijo, entre conmoción y obediencia, acató la orden y se
guardó en su bolsillo derecho un objeto con el que estaba jugueteando para
dirigirse veloz hacia el portal. Más le valía no hacer enojar todavía más a su
padre.
Mientras tanto, sin que nadie lo percibiera, un chirrido
metálico retumbó en toda la calle. El sistema exterior del aire acondicionado
del piso que estaba justo debajo del de Carlos se desprendió por algún motivo y
fue a parar nada menos que al cráneo de su hijo, matándolo al instante.
Carlos no tenía palabras para lo que había visto. No sabía
qué le enmudecía más, si no haber podido evitar la violenta muerte de su
primogénito o la ironía de haber sobrevivido a una intoxicación horas antes,
pudiendo haber quedado ignorante de tal cruel destino.
Esa misma mañana esa calle había sido testigo de dos muertes
aisladas entre sí, sin relación alguna… ¿O sí?
21 de octubre de 1990.
6:22 p.m.
-¡Enrique, mientras
estés bajo mi techo todo lo que sea tuyo será de mi propiedad! ¿Queda claro?
-Entendido, padre…
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