
La habitación estaba a oscuras. El techo se iluminó por la
pantalla del teléfono y el silencio se quebró por la vibración del mismo. No me
gustaba poner ningún tono de llamada, pues era algo contraproducente para la
vida tranquila que tanto me agradaba.
Echado en la cama, con la cara pegada en la almohada, lo
último que me apetecía hacer era contestar. Me limité a alzar la cabeza y a
contemplar el leve desplazamiento del móvil mientras retumbaba sobre la
superficie de la mesita de noche. Ni siquiera sabía quién era, y tampoco es que
me interesase.
Completa y absoluta anhedonia, eso es lo que tenía. Y todo
para no resultar muy brusco con mis palabras, por supuesto. Porque, si
dependiera de mí, apuntaría a otra clase de proceso emocional como la
desesperanza… ¿Alguien conoce esa sensación en la que tu futuro es tan incierto
que ni alcanzas a pronosticar un plan estable para el siguiente día? Pues algo
así…
Sólo quería dormir y evadirme en los brazos de la oscuridad.
Sin hambre, sin sed, sin palabras, sin sonrisas. Únicamente mi mutismo estático
y yo. Hasta consumirme y cremar toda la vitalidad que otrora tuve. Porque es
obvio que en la vida conseguimos y perdemos cosas y personas… pero hay algunas
de ellas que, cuando desaparecen para siempre, hacen que no nos quede nada del
ser humano que éramos.
Mi madre se había ido, y con ella se fue todo lo que yo era.
El fin de su risueño rostro arrancó la felicidad de mi cuerpo. El cese de su
tierna voz finiquitó la afabilidad que poseía. El colofón de su respirar y su
latir mutiló mis fuerzas para seguir adelante. Y la ejecución de su ternura y
su sabiduría intoxicó mi orientación en la vida… Había perdido mi identidad
como ser vivo.
Ella no se lo merecía, era ese tipo de persona tan amable y
bondadosa que cuando la ves no puedes evitar empaparte de esa misma aura de alegría
que desprende, esa clase de persona por la que oras para tus adentros, deseando
que todo le vaya de maravilla… Claro… la gente normal así lo haría, pero hay un
ente sádico, el mismo que mata en guerras a pacifistas, manda a animales devorar
a sus cuidadores o enferma sanitarios.
Este ente la demacró hasta llevarla al límite, y, cuando
parecía que iba a recuperarse, dejó caer ignominiosamente la guillotina sobre
su cuello. Sin segundas oportunidades, sin respiros, sin piedad, sin contemplaciones.
Esperaba, al menos, que ahora descansara, porque se lo había
ganado. Fue un experimento macabro del destino, pateada y escupida repetidas
veces como si algo tratase de eliminar la generosidad y el amparo que ofrecía,
¡como si aquello fuera un pecado!
Frío, soledad, despersonalización, aflicción. Sus herencias,
el regalo que un vórtice de insania no para de vomitar en mi cuerpo para
apresarlo por una oscuridad más tenebrosa y punzante que la que recreaba cada
tarde en mi dormitorio… Se fue. No está. No volverá. Y yo seguía aquí. Estando.
Con un sedentarismo impuesto.
Apreté mi cabeza contra la almohada con fuerza. Me estaba
ahogando en mis pensamientos de manera incontrolable. Tenía que escapar,
gritar, hacer algo. Mis ojos viraban en sus órbitas, contrayendo y dilatando
sus pupilas. Lo sentía. Me estaba transformando en la nueva víctima de la Reina
de Corazones. Pero peor, pues con ella al menos todo se pintaría de rojo.
Las vibraciones del teléfono prosiguieron. Quien fuera que
quisiera charlar conmigo era bastante insistente. No tenía ganas de más
perturbaciones en mi remanso de dolorosa paz, así que extendí el brazo y, a
ciegas, alcancé el móvil, apagándolo.
El silencio retornó. Suspiré y me di la vuelta para mirar al
sombrío techo. Mi respiración enlentecía. A pesar de ser las seis de la tarde,
tenía un sueño inconmensurable. Pero me era imposible dormir cuando mi cerebro
incesantemente reproducía recuerdos sobre mi madre. La calma ya no me
confortaba, sólo me rodeaba la entropía.
Más molestias. Era el teléfono fijo. Incrédulo, solté una
leve carcajada sarcástica. Quizá era algo importante y estaba haciendo mal en
ignorar esa solicitud de contactar conmigo. ¿Quién estaría tan preocupado o
preocupada por mí? ¿Quién, en un mundo infestado por ególatras? No me hablaba
con mi familia. Era hijo único. Mi padre falleció cuando yo era pequeño. Sólo
tenía dos amigos y les había pedido que me dejaran solo al menos este mes
venidero. ¿Quién, entonces, querría fastidiar mi tortuoso estado emocional?
Accioné el interruptor de la pequeña lámpara adherida al
cabecero. Su luz me destrozó los ojos. Me los froté y me levanté rápidamente,
dando tumbos por el pasillo. Llegué al salón, a la mesa azabache donde reposaba
el teléfono y, sin mirar el número ni nada, lo cogí y contesté.
Ni una respuesta. Un sonido blanco era lo único que recibía.
Pregunté cuatro veces casi seguidas quién era, pero no dejó de escucharse ese
molesto ruido, por lo cual, irritado, colgué y desenchufé el aparato para
concluir con esa estúpida broma de mal gusto.
Regresé a la cama, con una postura boca abajo increíblemente
cómoda, y retomé mi viaje por las más ponzoñosas reminiscencias de mi mente.
Era como un masoquista empedernido que usaba sus propias lágrimas como camisa
de fuerza, en aras de una autoayuda condenada al fracaso.
De repente, una fría brisa recorrió mi nuca cual caricia. Me
provocó un auténtico escalofrío en toda la espina dorsal. ¿Me habría dejado la
ventana abierta? Estiré mis brazos en busca del marco de la ventana que se
erguía justo encima. En cambio, lo que hallé en mi trayecto fue cristal, un
frío y rígido vidrio, señal de que en realidad estaba cerrada.
Encendí la luz una vez más, incorporándome para hacer uso de
la vista y cerciorarme. Tanto ella como la puerta estaban cerradas a cal y a
canto, imposibilitando cualquier corriente de aire escurridiza.
Me llevé la mano a la nuca. Y, como si un mecanismo se
hubiera encendido en mi masa cerebral, tal víscera rezumó una promesa que se
había repetido incontables veces en mi breve vida. Un juramento materno que
ella creó en primera instancia para eliminar esos típicos miedos que en la
niñez surgen al percatarte de que la muerte es tan despiadada que incluso
alcanza a las personas que adoras.
Cuando me vaya te haré
una señal para que sepas que estoy contigo y que estoy bien. Sentirás un soplido
detrás de tu cuello, ¿de acuerdo, mi niño?
Con velocidad activé toda mi musculatura, para literalmente
saltar de la cama y agarrar con torpeza el móvil, queriendo encenderlo lo más
raudo posible. Sé que era una corazonada más fútil que la creencia de seres
divinos en una existencia gobernada por lo caduco, pero a veces habían de
romperse los mapas y guiarse por el último resquicio que poseíamos de nuestra
madre naturaleza: el instinto.
La pantalla se iluminó, introduje la contraseña para
desbloquearlo y aguardé impacientemente a la configuración de inicio. Me dirigí
hacia el registro de llamadas, y mis sospechas, de carácter sobrenatural,
quedaron indudablemente aclaradas…
Tenía dos llamadas perdidas de ella. Realizadas hace unos
escasos minutos. Se me cortó la respiración y abrí la boca a más no poder
mientras el corazón se revolvía casi a punto de romper las costillas y salir de
mi pecho. ¿Esto… estaba sucediendo de verdad?
Había de confrontarlo con la fría realidad. En un cajón de
uno de los muebles del salón estaba guardado su móvil. La única manera de que
tuviera esto en mi registro es usando su teléfono para realizar las llamadas,
pero si este se encontraba apagado… No sé entonces qué podría pensar. Y
solamente había una forma de averiguarlo.
Abrí el cajón y extraje el teléfono. Efectivamente no se
encontraba encendido. Aun así, queriendo profundizar en esta extraña
experiencia que estaba viviendo, lo activé, sopesando la idea de que algún tipo
de interferencia había provocado este curioso altercado paranoide.
Nada más apareció el menú principal, pulsé en el mismo lugar
donde había entrado antes con mi móvil, salvo por la diferencia de que aquí me
interesaba el registro de las llamadas realizadas. Y entonces lo vi…
No había absolutamente nada. El registro estaba vacío, y con
él, igual de vacía estaba mi cordura en estos instantes… ¿Podríais poneros en
mi lugar, por favor? Una persona que queréis con toda vuestra alma fallece, y
semanas más tarde, como si no fuera complicado ya olvidar, algo inexplicable se
produce delante de vuestros ojos, algo de una índole digna de cualquier
vivencia de médium. ¿Me tacharíais, entonces, de loco, si dijera que creía
levemente que ella estaba tratando de comunicarse conmigo desde la dimensión
que fuera a la que van las personas que mueren?
Cualquier escéptico lo tacharía de un fallo del teléfono,
los más sagaces hasta afirmarían que lo había hecho yo mismo pero que mi
cerebro había borrado parte de mis recuerdos para que pareciera otra cosa. Sí,
saldrían mil y una teorías antes que concluir que un “fantasma” quería
hablarme, pero yo me quedaba con la última y la más alocada de las hipótesis:
mi madre no se había desvanecido en la nada, sino que estaba aquí… Esas
llamadas, el sonido del teléfono fijo, el tacto en la nuca nacido de una
promesa. Eran definitivamente actos suyos.
Sin embargo, ¿cómo podría responder? Sé que suena egoísta.
Al fin y al cabo mucha gente daría media vida con tal de saber solamente que
sus difuntos están bien, pero yo anhelaba más. Al menos, como mínimo, un breve
diálogo, una minúscula interacción, una interlocución fugaz. ¡Algo! ¿¡Pero
cómo!?
Prendido por la llama de la locura, comencé a llorar
mientras balbuceaba el nombre de mi madre. Cada vez era más fuerte en mí el
deseo de volver a verla, de que todo esto no fuera más que una pesadilla y en
realidad estuviera viva. No quería vivir en un mundo donde nunca más pudiera
refugiarme entre sus brazos. No, porque mi corazón estaba enfermando al no
recibir su afecto.
Caí de rodillas y giré la cabeza hacia la terraza, con
vistas al mar. Allí fue donde esparcí sus cenizas, tal y como ella pidió. Allí
reposaban sus restos, flotando, en una inmensa masa acuática… Aunque quizás…
Debía intentarlo. No por mí, sino por ella. Había quedado
claro que charlar mediante un aparato como un móvil era tarea imposible desde
el más allá. Pero posiblemente podría hablar con ella si me bañaba en las
mismas aguas donde yacía.
Con velocidad salí de casa, sin apenas llevar conmigo objetos
importantes a excepción de las llaves y una sudadera por si refrescaba. Ni
siquiera me replanteé el ponerme un bañador, pues, aunque resultase
descabellado bañarse con un chándal que empleaba como pijama, a estas alturas
de la primavera poca gente iría a la playa.
Y con cada paso que daba desprendía una lágrima desde mis
ojos. Me estaba autoengañando, lo sabía perfectamente. ¿De verdad iba a
funcionar ese absurdo plan? La humanidad llevaba intentando ponerse en contacto
con los muertos desde hacía siglos y lo mejor que se había podido hacer era dar
por válidos los testimonios de infames videntes, ¿y yo ahora iba a revolucionar
el mundo esotérico dándome un chapuzón?
“Vuelve, vuelve, no hagas el tonto”. Era lo que me repetía
mi cerebro una y otra vez en su afán por contener esa locura que como mucho me
conduciría a un resfriado. “Sigue, sigue, ella te está esperando”. Era lo que
me aconsejaba mi corazón contraargumentando a su órgano vecino.
El cielo empezó a nublarse y la temperatura fue bajando hasta
helar mi piel. Podría ser el preludio del verano, pero en mayo todavía había
resquicios de este pasado y gélido clima primaveral que habíamos tenido.
Seguramente, entre los vientos que estaban comenzando a formarse y el pequeño
chispeo, el mar estaría un poco embravecido…
Caminé despacio hasta la orilla. La superficie marina
brillaba más que de costumbre. Hasta podría haber afirmado que contenía
partículas resplandecientes más acordes con un cuento mágico. Me quité los
zapatos y me subí la cremallera de la sudadera. Dejé el llavero enterrado en un
montoncito de arena al lado de mi calzado y di los primeros pasos hacia
adelante para irme aclimatando al frío del agua.
Sin embargo, para mi sorpresa, su temperatura era
verdaderamente acogedora, más que cualquier día veraniego. Aproveché la
oportunidad para lanzarme de cabeza entre las olas en busca de alguna señal… de
su señal.
Para mi desgracia, la gentil bienvenida acabó justo ahí,
pues a partir de entonces sólo recibí la visita de golpes alocados por la
inestable marea. Las corrientes me arrastraban de un lado a otro dejándome
apenas unos segundos para emerger y retomar aire. El mar me estaba tragando sin
compasión, como si quisiera ajusticiarme por la temeridad que había cometido.
Fue tan irónico… Quería dejar de existir, pero, ahora que
estaba a punto de conseguirlo, consciente del mal rato que estaba pasando y que
el camino hacia la muerte era inefablemente agónico y vil, luchaba con un gran
ímpetu por escapar de esa trampa salina.
Perdía fuerzas conforme más y más litros de agua se
filtraban en mi estómago y en mis pulmones. Mis músculos dejaban de obedecerme.
Chapoteos, burbujeos y mi tos era lo que escuchaba. Rodeado de agua, sumergido
incesantemente y divisando la orilla más lejos con cada intento de mantenerme con
vida, cada vez veía más óptima la idea de rendirme.
Una última ola arrasó con mi cuerpo y lo hundió. Me alejaba
de la superficie, pero estaba tranquilo, el dolor había concluido. Ya sólo me
quedaba esperar al sueño, esa sensación que tanto reclamaba durante mis horas
de pereza en mi habitación. Quedarían segundos para que mi cerebro decidiese
ondear también la bandera blanca. Era todo tan confortable, tan relajante el
sonido del fluir del agua, tan agradable la imagen de la luz atravesando el
agua y bailando al son del oleaje…
En cambio, entre todo ese juego lumínico, un punto en
concreto en mi campo de visión me llamó la atención. Su intensidad y color
diferían del resto. Su brillo era casi cegador y su blancura incomparable. De
hecho, parecía que se aproximaba a mí.
No, no lo parecía, lo estaba haciendo. Con la vista borrosa
tardé en fijarme en que aquella luz iba cobrando una forma humanoide. Y qué
decir del calor que me aportaba. Mi cuerpo agradecía ese aumento de temperatura
antes de volverse inerte. ¿Sería un ángel? ¿Acaso había muerto ya y lo
desconocía?
-Este no puede ser tu
final, mi niño.
-¡Mamá!
Burbujas de aire escaparon de mi boca. Aún estaba vivo. La
silueta me la tapó para que no perdiera más oxígeno. Aproximó su rostro al mío
y vi a mi madre a la perfección. Era ella. No era un sueño. No estaba loco.
Estaba con ella hablando de nuevo a pesar de que hubiera fallecido.
-No hace falta que
hables. Sólo piensa lo que quieres decirme y yo recibiré tus pensamientos.
-Mamá –pensé,
obedeciendo a su consejo, tal y como siempre había hecho–, ¿de verdad eres tú?
-Fue muy complicado
contactar contigo. Esto no es como en las películas. Se requiere de mucha
energía, y el proceso es muy agotador. Fue una suerte que tuvieras esta idea,
pero tendrías que haber esperado a un momento con un temporal más calmado.
Lloré con tesón, sin importarme que perdiera las últimas
fuerzas que me podrían permitir salir de esa con vida. Aún había algo que
quería enfrentarse a la realidad y negarlo, pero era un algo tan minúsculo que
quedaba eclipsado por el júbilo que en ese momento sentía. Podía tocar sus
mejillas y su cabello, ver el color de sus ojos y el de su sonrisa y hasta
escuchar su aterciopelada voz.
-Estoy tan contento,
mamá. Ahora sé que cada vez que te eche de menos sólo tendré que bañarme aquí y
estaré a tu lado.
Su rostro se tornó triste. Parecía que había mencionado algo
hiriente. Esperé a su respuesta, pero se mantuvo en silencio. Estaba
impacientándome y poniéndome nervioso. ¿Es que acaso no podía ser así, había dicho
algo que no fuera verdad?
-Mamá, ¿qué sucede?
-Como ya te dije… esto
es muy agotador… Apenas somos los y las que podemos conseguirlo y hablar con
quienes dejamos atrás… Y sólo podemos hacerlo una vez. Sólo quería que supieras
que estoy bien.
-¿No… no volverá a
suceder esto? No, mamá… ¡No, no es justo! Te necesito… nada tiene sentido para
mí si tú no estás…
-Mi niño, esto no es
una despedida final… Nos veremos dentro de un tiempo, te lo puedo asegurar.
Pero tienes que vivir tu vida, tienes que seguir feliz rodeado de las personas
que te quieren, que son muchas más de las que tú crees.
-No puedo, mamá… De
verdad que no puedo.
-Tienes que hacerlo –dijo
pasando sus dedos por mi nuca–. Tienes
que convertirte en el chico que siempre quise ver. Aunque no esté ahí para
verte relucir cuando seas un diamante, de un modo u otro percibirás mi
presencia. Eres un gran regalo para los demás… No te destruyas.
-Mamá…
-Te quiero, mi niño.
Tanto ella como yo éramos conscientes de que no podía
aguantar mucho más hasta perder el conocimiento. Me desvanecí… Sólo permaneció
el eco de sus últimas palabras entre tanta oscuridad hasta que desperté
reposando en la arena, escupiendo agua y tiritando.
Nadie, aparentemente, me había sacado del agua. Más aún,
tampoco había pruebas de que… aquello… hubiera ocurrido de verdad. ¿Me habría
arrastrado ella hasta la orilla o fue simplemente la fuerza de las olas?
Nunca jamás obtuve respuesta para ello. Regresé a casa y me
di una ducha. Durante el resto de la noche estuve meditando sobre lo acontecido.
No debía contárselo a nadie. No por el hecho de que me etiquetasen de demente,
sino por la posibilidad de que me avasallaran con teorías más “realistas” para
así desmembrar la increíble vivencia que había tenido. Para mí, sueño o no,
había pasado, ¿o acaso los sueños pierden credibilidad en su existencia por el
mero hecho de pertenecer a una realidad distinta a la de la cuadriculada y
frívola lógica?
Sí… para mí aquello ocurrió. Estuve al borde de la muerte y
mi madre me salvó, pudiendo tener la maravillosa ocasión de volver a hablar con
ella. Puede que aquello no se volviera a repetir, pero para mí fue más que
suficiente, pese a que en esos instantes me mostrase codicioso.
Fascinantemente, a partir de entonces, muy de vez en cuando
una brisa similar a la de aquella tarde rozaba mi nuca. Y, aun en los días con
más viento, yo pensaba que era ella informándome de que todo seguía yendo bien.

“Te echo de menos.”
Bello
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