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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 3 de mayo de 2015

Especial Día de la Madre: Llamada

Mi móvil comenzó a sonar. No era habitual que alguien quisiera ponerse en contacto conmigo, aunque, tal y como estaban las cosas, en estas semanas la probabilidades de que alguien lo hiciera se incrementaban drásticamente.

La habitación estaba a oscuras. El techo se iluminó por la pantalla del teléfono y el silencio se quebró por la vibración del mismo. No me gustaba poner ningún tono de llamada, pues era algo contraproducente para la vida tranquila que tanto me agradaba.

Echado en la cama, con la cara pegada en la almohada, lo último que me apetecía hacer era contestar. Me limité a alzar la cabeza y a contemplar el leve desplazamiento del móvil mientras retumbaba sobre la superficie de la mesita de noche. Ni siquiera sabía quién era, y tampoco es que me interesase.

Completa y absoluta anhedonia, eso es lo que tenía. Y todo para no resultar muy brusco con mis palabras, por supuesto. Porque, si dependiera de mí, apuntaría a otra clase de proceso emocional como la desesperanza… ¿Alguien conoce esa sensación en la que tu futuro es tan incierto que ni alcanzas a pronosticar un plan estable para el siguiente día? Pues algo así…

Sólo quería dormir y evadirme en los brazos de la oscuridad. Sin hambre, sin sed, sin palabras, sin sonrisas. Únicamente mi mutismo estático y yo. Hasta consumirme y cremar toda la vitalidad que otrora tuve. Porque es obvio que en la vida conseguimos y perdemos cosas y personas… pero hay algunas de ellas que, cuando desaparecen para siempre, hacen que no nos quede nada del ser humano que éramos.

Mi madre se había ido, y con ella se fue todo lo que yo era. El fin de su risueño rostro arrancó la felicidad de mi cuerpo. El cese de su tierna voz finiquitó la afabilidad que poseía. El colofón de su respirar y su latir mutiló mis fuerzas para seguir adelante. Y la ejecución de su ternura y su sabiduría intoxicó mi orientación en la vida… Había perdido mi identidad como ser vivo.

Ella no se lo merecía, era ese tipo de persona tan amable y bondadosa que cuando la ves no puedes evitar empaparte de esa misma aura de alegría que desprende, esa clase de persona por la que oras para tus adentros, deseando que todo le vaya de maravilla… Claro… la gente normal así lo haría, pero hay un ente sádico, el mismo que mata en guerras a pacifistas, manda a animales devorar a sus cuidadores o enferma sanitarios.

Este ente la demacró hasta llevarla al límite, y, cuando parecía que iba a recuperarse, dejó caer ignominiosamente la guillotina sobre su cuello. Sin segundas oportunidades, sin respiros, sin piedad, sin contemplaciones.

Esperaba, al menos, que ahora descansara, porque se lo había ganado. Fue un experimento macabro del destino, pateada y escupida repetidas veces como si algo tratase de eliminar la generosidad y el amparo que ofrecía, ¡como si aquello fuera un pecado!

Frío, soledad, despersonalización, aflicción. Sus herencias, el regalo que un vórtice de insania no para de vomitar en mi cuerpo para apresarlo por una oscuridad más tenebrosa y punzante que la que recreaba cada tarde en mi dormitorio… Se fue. No está. No volverá. Y yo seguía aquí. Estando. Con un sedentarismo impuesto.

Apreté mi cabeza contra la almohada con fuerza. Me estaba ahogando en mis pensamientos de manera incontrolable. Tenía que escapar, gritar, hacer algo. Mis ojos viraban en sus órbitas, contrayendo y dilatando sus pupilas. Lo sentía. Me estaba transformando en la nueva víctima de la Reina de Corazones. Pero peor, pues con ella al menos todo se pintaría de rojo.

Las vibraciones del teléfono prosiguieron. Quien fuera que quisiera charlar conmigo era bastante insistente. No tenía ganas de más perturbaciones en mi remanso de dolorosa paz, así que extendí el brazo y, a ciegas, alcancé el móvil, apagándolo.

El silencio retornó. Suspiré y me di la vuelta para mirar al sombrío techo. Mi respiración enlentecía. A pesar de ser las seis de la tarde, tenía un sueño inconmensurable. Pero me era imposible dormir cuando mi cerebro incesantemente reproducía recuerdos sobre mi madre. La calma ya no me confortaba, sólo me rodeaba la entropía.

Más molestias. Era el teléfono fijo. Incrédulo, solté una leve carcajada sarcástica. Quizá era algo importante y estaba haciendo mal en ignorar esa solicitud de contactar conmigo. ¿Quién estaría tan preocupado o preocupada por mí? ¿Quién, en un mundo infestado por ególatras? No me hablaba con mi familia. Era hijo único. Mi padre falleció cuando yo era pequeño. Sólo tenía dos amigos y les había pedido que me dejaran solo al menos este mes venidero. ¿Quién, entonces, querría fastidiar mi tortuoso estado emocional?


Accioné el interruptor de la pequeña lámpara adherida al cabecero. Su luz me destrozó los ojos. Me los froté y me levanté rápidamente, dando tumbos por el pasillo. Llegué al salón, a la mesa azabache donde reposaba el teléfono y, sin mirar el número ni nada, lo cogí y contesté.



Ni una respuesta. Un sonido blanco era lo único que recibía. Pregunté cuatro veces casi seguidas quién era, pero no dejó de escucharse ese molesto ruido, por lo cual, irritado, colgué y desenchufé el aparato para concluir con esa estúpida broma de mal gusto.

Regresé a la cama, con una postura boca abajo increíblemente cómoda, y retomé mi viaje por las más ponzoñosas reminiscencias de mi mente. Era como un masoquista empedernido que usaba sus propias lágrimas como camisa de fuerza, en aras de una autoayuda condenada al fracaso.

De repente, una fría brisa recorrió mi nuca cual caricia. Me provocó un auténtico escalofrío en toda la espina dorsal. ¿Me habría dejado la ventana abierta? Estiré mis brazos en busca del marco de la ventana que se erguía justo encima. En cambio, lo que hallé en mi trayecto fue cristal, un frío y rígido vidrio, señal de que en realidad estaba cerrada.

Encendí la luz una vez más, incorporándome para hacer uso de la vista y cerciorarme. Tanto ella como la puerta estaban cerradas a cal y a canto, imposibilitando cualquier corriente de aire escurridiza.

Me llevé la mano a la nuca. Y, como si un mecanismo se hubiera encendido en mi masa cerebral, tal víscera rezumó una promesa que se había repetido incontables veces en mi breve vida. Un juramento materno que ella creó en primera instancia para eliminar esos típicos miedos que en la niñez surgen al percatarte de que la muerte es tan despiadada que incluso alcanza a las personas que adoras.

Cuando me vaya te haré una señal para que sepas que estoy contigo y que estoy bien. Sentirás un soplido detrás de tu cuello, ¿de acuerdo, mi niño?

Con velocidad activé toda mi musculatura, para literalmente saltar de la cama y agarrar con torpeza el móvil, queriendo encenderlo lo más raudo posible. Sé que era una corazonada más fútil que la creencia de seres divinos en una existencia gobernada por lo caduco, pero a veces habían de romperse los mapas y guiarse por el último resquicio que poseíamos de nuestra madre naturaleza: el instinto.

La pantalla se iluminó, introduje la contraseña para desbloquearlo y aguardé impacientemente a la configuración de inicio. Me dirigí hacia el registro de llamadas, y mis sospechas, de carácter sobrenatural, quedaron indudablemente aclaradas…

Tenía dos llamadas perdidas de ella. Realizadas hace unos escasos minutos. Se me cortó la respiración y abrí la boca a más no poder mientras el corazón se revolvía casi a punto de romper las costillas y salir de mi pecho. ¿Esto… estaba sucediendo de verdad?

Había de confrontarlo con la fría realidad. En un cajón de uno de los muebles del salón estaba guardado su móvil. La única manera de que tuviera esto en mi registro es usando su teléfono para realizar las llamadas, pero si este se encontraba apagado… No sé entonces qué podría pensar. Y solamente había una forma de averiguarlo.

Abrí el cajón y extraje el teléfono. Efectivamente no se encontraba encendido. Aun así, queriendo profundizar en esta extraña experiencia que estaba viviendo, lo activé, sopesando la idea de que algún tipo de interferencia había provocado este curioso altercado paranoide.

Nada más apareció el menú principal, pulsé en el mismo lugar donde había entrado antes con mi móvil, salvo por la diferencia de que aquí me interesaba el registro de las llamadas realizadas. Y entonces lo vi…

No había absolutamente nada. El registro estaba vacío, y con él, igual de vacía estaba mi cordura en estos instantes… ¿Podríais poneros en mi lugar, por favor? Una persona que queréis con toda vuestra alma fallece, y semanas más tarde, como si no fuera complicado ya olvidar, algo inexplicable se produce delante de vuestros ojos, algo de una índole digna de cualquier vivencia de médium. ¿Me tacharíais, entonces, de loco, si dijera que creía levemente que ella estaba tratando de comunicarse conmigo desde la dimensión que fuera a la que van las personas que mueren?

Cualquier escéptico lo tacharía de un fallo del teléfono, los más sagaces hasta afirmarían que lo había hecho yo mismo pero que mi cerebro había borrado parte de mis recuerdos para que pareciera otra cosa. Sí, saldrían mil y una teorías antes que concluir que un “fantasma” quería hablarme, pero yo me quedaba con la última y la más alocada de las hipótesis: mi madre no se había desvanecido en la nada, sino que estaba aquí… Esas llamadas, el sonido del teléfono fijo, el tacto en la nuca nacido de una promesa. Eran definitivamente actos suyos.

Sin embargo, ¿cómo podría responder? Sé que suena egoísta. Al fin y al cabo mucha gente daría media vida con tal de saber solamente que sus difuntos están bien, pero yo anhelaba más. Al menos, como mínimo, un breve diálogo, una minúscula interacción, una interlocución fugaz. ¡Algo! ¿¡Pero cómo!?

Prendido por la llama de la locura, comencé a llorar mientras balbuceaba el nombre de mi madre. Cada vez era más fuerte en mí el deseo de volver a verla, de que todo esto no fuera más que una pesadilla y en realidad estuviera viva. No quería vivir en un mundo donde nunca más pudiera refugiarme entre sus brazos. No, porque mi corazón estaba enfermando al no recibir su afecto.

Caí de rodillas y giré la cabeza hacia la terraza, con vistas al mar. Allí fue donde esparcí sus cenizas, tal y como ella pidió. Allí reposaban sus restos, flotando, en una inmensa masa acuática… Aunque quizás…

Debía intentarlo. No por mí, sino por ella. Había quedado claro que charlar mediante un aparato como un móvil era tarea imposible desde el más allá. Pero posiblemente podría hablar con ella si me bañaba en las mismas aguas donde yacía.

Con velocidad salí de casa, sin apenas llevar conmigo objetos importantes a excepción de las llaves y una sudadera por si refrescaba. Ni siquiera me replanteé el ponerme un bañador, pues, aunque resultase descabellado bañarse con un chándal que empleaba como pijama, a estas alturas de la primavera poca gente iría a la playa.

Y con cada paso que daba desprendía una lágrima desde mis ojos. Me estaba autoengañando, lo sabía perfectamente. ¿De verdad iba a funcionar ese absurdo plan? La humanidad llevaba intentando ponerse en contacto con los muertos desde hacía siglos y lo mejor que se había podido hacer era dar por válidos los testimonios de infames videntes, ¿y yo ahora iba a revolucionar el mundo esotérico dándome un chapuzón?

“Vuelve, vuelve, no hagas el tonto”. Era lo que me repetía mi cerebro una y otra vez en su afán por contener esa locura que como mucho me conduciría a un resfriado. “Sigue, sigue, ella te está esperando”. Era lo que me aconsejaba mi corazón contraargumentando a su órgano vecino.

El cielo empezó a nublarse y la temperatura fue bajando hasta helar mi piel. Podría ser el preludio del verano, pero en mayo todavía había resquicios de este pasado y gélido clima primaveral que habíamos tenido. Seguramente, entre los vientos que estaban comenzando a formarse y el pequeño chispeo, el mar estaría un poco embravecido…


Olas revueltas me dieron la bienvenida en el paseo marítimo. Ya no era sólo un tema de que alguien me pillara nadando con estas inapropiadas ropas, sino que podría incluso jugarme la vida. Cerré los ojos y llevé las manos hacia mi pecho, en contacto con mis latidos. ¿Qué debería hacer? Si mi madre me estuviera viendo, ¿qué me estaría diciendo? ¿Había de atender a la razón o al corazón?



Caminé despacio hasta la orilla. La superficie marina brillaba más que de costumbre. Hasta podría haber afirmado que contenía partículas resplandecientes más acordes con un cuento mágico. Me quité los zapatos y me subí la cremallera de la sudadera. Dejé el llavero enterrado en un montoncito de arena al lado de mi calzado y di los primeros pasos hacia adelante para irme aclimatando al frío del agua.

Sin embargo, para mi sorpresa, su temperatura era verdaderamente acogedora, más que cualquier día veraniego. Aproveché la oportunidad para lanzarme de cabeza entre las olas en busca de alguna señal… de su señal.

Para mi desgracia, la gentil bienvenida acabó justo ahí, pues a partir de entonces sólo recibí la visita de golpes alocados por la inestable marea. Las corrientes me arrastraban de un lado a otro dejándome apenas unos segundos para emerger y retomar aire. El mar me estaba tragando sin compasión, como si quisiera ajusticiarme por la temeridad que había cometido.

Fue tan irónico… Quería dejar de existir, pero, ahora que estaba a punto de conseguirlo, consciente del mal rato que estaba pasando y que el camino hacia la muerte era inefablemente agónico y vil, luchaba con un gran ímpetu por escapar de esa trampa salina.

Perdía fuerzas conforme más y más litros de agua se filtraban en mi estómago y en mis pulmones. Mis músculos dejaban de obedecerme. Chapoteos, burbujeos y mi tos era lo que escuchaba. Rodeado de agua, sumergido incesantemente y divisando la orilla más lejos con cada intento de mantenerme con vida, cada vez veía más óptima la idea de rendirme.

Una última ola arrasó con mi cuerpo y lo hundió. Me alejaba de la superficie, pero estaba tranquilo, el dolor había concluido. Ya sólo me quedaba esperar al sueño, esa sensación que tanto reclamaba durante mis horas de pereza en mi habitación. Quedarían segundos para que mi cerebro decidiese ondear también la bandera blanca. Era todo tan confortable, tan relajante el sonido del fluir del agua, tan agradable la imagen de la luz atravesando el agua y bailando al son del oleaje…

En cambio, entre todo ese juego lumínico, un punto en concreto en mi campo de visión me llamó la atención. Su intensidad y color diferían del resto. Su brillo era casi cegador y su blancura incomparable. De hecho, parecía que se aproximaba a mí.

No, no lo parecía, lo estaba haciendo. Con la vista borrosa tardé en fijarme en que aquella luz iba cobrando una forma humanoide. Y qué decir del calor que me aportaba. Mi cuerpo agradecía ese aumento de temperatura antes de volverse inerte. ¿Sería un ángel? ¿Acaso había muerto ya y lo desconocía?

-Este no puede ser tu final, mi niño.

-¡Mamá!

Burbujas de aire escaparon de mi boca. Aún estaba vivo. La silueta me la tapó para que no perdiera más oxígeno. Aproximó su rostro al mío y vi a mi madre a la perfección. Era ella. No era un sueño. No estaba loco. Estaba con ella hablando de nuevo a pesar de que hubiera fallecido.

-No hace falta que hables. Sólo piensa lo que quieres decirme y yo recibiré tus pensamientos.

-Mamá –pensé, obedeciendo a su consejo, tal y como siempre había hecho–, ¿de verdad eres tú?

-Fue muy complicado contactar contigo. Esto no es como en las películas. Se requiere de mucha energía, y el proceso es muy agotador. Fue una suerte que tuvieras esta idea, pero tendrías que haber esperado a un momento con un temporal más calmado.

Lloré con tesón, sin importarme que perdiera las últimas fuerzas que me podrían permitir salir de esa con vida. Aún había algo que quería enfrentarse a la realidad y negarlo, pero era un algo tan minúsculo que quedaba eclipsado por el júbilo que en ese momento sentía. Podía tocar sus mejillas y su cabello, ver el color de sus ojos y el de su sonrisa y hasta escuchar su aterciopelada voz.

-Estoy tan contento, mamá. Ahora sé que cada vez que te eche de menos sólo tendré que bañarme aquí y estaré a tu lado.

Su rostro se tornó triste. Parecía que había mencionado algo hiriente. Esperé a su respuesta, pero se mantuvo en silencio. Estaba impacientándome y poniéndome nervioso. ¿Es que acaso no podía ser así, había dicho algo que no fuera verdad?

-Mamá, ¿qué sucede?

-Como ya te dije… esto es muy agotador… Apenas somos los y las que podemos conseguirlo y hablar con quienes dejamos atrás… Y sólo podemos hacerlo una vez. Sólo quería que supieras que estoy bien.

-¿No… no volverá a suceder esto? No, mamá… ¡No, no es justo! Te necesito… nada tiene sentido para mí si tú no estás…

-Mi niño, esto no es una despedida final… Nos veremos dentro de un tiempo, te lo puedo asegurar. Pero tienes que vivir tu vida, tienes que seguir feliz rodeado de las personas que te quieren, que son muchas más de las que tú crees.

-No puedo, mamá… De verdad que no puedo.

-Tienes que hacerlo –dijo pasando sus dedos por mi nuca–. Tienes que convertirte en el chico que siempre quise ver. Aunque no esté ahí para verte relucir cuando seas un diamante, de un modo u otro percibirás mi presencia. Eres un gran regalo para los demás… No te destruyas.

-Mamá…

-Te quiero, mi niño.

Tanto ella como yo éramos conscientes de que no podía aguantar mucho más hasta perder el conocimiento. Me desvanecí… Sólo permaneció el eco de sus últimas palabras entre tanta oscuridad hasta que desperté reposando en la arena, escupiendo agua y tiritando.

Nadie, aparentemente, me había sacado del agua. Más aún, tampoco había pruebas de que… aquello… hubiera ocurrido de verdad. ¿Me habría arrastrado ella hasta la orilla o fue simplemente la fuerza de las olas?

Nunca jamás obtuve respuesta para ello. Regresé a casa y me di una ducha. Durante el resto de la noche estuve meditando sobre lo acontecido. No debía contárselo a nadie. No por el hecho de que me etiquetasen de demente, sino por la posibilidad de que me avasallaran con teorías más “realistas” para así desmembrar la increíble vivencia que había tenido. Para mí, sueño o no, había pasado, ¿o acaso los sueños pierden credibilidad en su existencia por el mero hecho de pertenecer a una realidad distinta a la de la cuadriculada y frívola lógica?

Sí… para mí aquello ocurrió. Estuve al borde de la muerte y mi madre me salvó, pudiendo tener la maravillosa ocasión de volver a hablar con ella. Puede que aquello no se volviera a repetir, pero para mí fue más que suficiente, pese a que en esos instantes me mostrase codicioso.

Fascinantemente, a partir de entonces, muy de vez en cuando una brisa similar a la de aquella tarde rozaba mi nuca. Y, aun en los días con más viento, yo pensaba que era ella informándome de que todo seguía yendo bien.

Por mi parte, cada fin de mes, para cerciorarme de que de verdad no se perdía nada sobre mi vida, escribía una carta con todo lo que había estado realizando y logrando. Luego la forraba y la enrollaba, atándola con un cordel y uniendo una roca mediana a uno de sus extremos. Tras ello emprendía trayecto hacia la playa y lanzaba lo más lejos posible el escrito para que se hundiera en lo más profundo. Después me quedaba un rato admirando el oleaje y recordando aquel momento mientras las sonrientes comisuras de mi boca se humedecían por alguna que otra lágrima fugitiva. Por último, antes de marchar, escribía unas breves palabras en la orilla, lo suficientemente cerca del agua para que el mar se las llevara rápido hacia el interior y también ella las recibiera.

“Te echo de menos.”

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