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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

viernes, 21 de diciembre de 2012

2012


Era un día bastante peculiar para todos los habitantes de este planeta. Sí, hoy era el supuesto día en el que se acababa todo, el día en el que la nada subiría al trono y nos echarían a patadas de aquel lugar llamado existencia, hoy era el día en el que los mayas afirmaron que por culpa de la alineación de los planetas la Tierra moriría. Hoy es 21 de diciembre de 2012.

Muchos de estos habitantes pensaron que aquella predicción iba a suceder realmente, otros, posiblemente la gran mayoría, con algo más de sentido común, sabían que eso eran puras leyendas que carecían de veracidad alguna. De entre todos estos escépticos estaba Abel, un  chico de veinte años que desde el día en el que fue informado de aquella fatídica fecha no paraba de hacer bromas respecto a ello. Constantemente hacía referencias al 2012, al día 21, e incluso a veces inventaba cosas que ni los supuestos mayas habían dictado. Todo por el simple deleite de la rabia y el pavor ajeno.

Afortunadamente las personas de su alrededor, por norma, tampoco es que se hubieran tragado aquello del Fin del Mundo. No obstante, tanto para los creyentes como para los que no, una atmósfera de intranquilidad y paranoia se hacía más densa conforme avanzaban los días y se acercaba la fecha clave.

De todos modos, fuera broma o no, aquellas terribles noticias hicieron más cosas que el peor de los psicópatas. Y aunque la ciencia replicase una y otra vez que no iba a pasar nada catastrófico el 21 de diciembre, la gente no era capaz de dormir cómoda sabiendo que había una probabilidad, aunque fuera ínfima, de que la Tierra tuviera una fecha de caducidad tan prematura…

Las semanas pasaban y las noticias respecto a ello estaban a la orden del día. No había humano alguno que no supiera la existencia de ese calendario fatal. Algunos se lo tomaban a risa, como Abel, pero otros lo único que veían era una pesadilla materializada. A veces las creencias son más fuertes que la realidad pura y dura, por lástima…

Ya únicamente quedaban tres días para que llegase el 21 del 12. Podía verse, en comparación con el año anterior, que la actitud de las personas se había atrofiado drásticamente. Tal vez era el efecto de la alineación de los planetas de nuestro Sistema Solar, único hecho predicho que empíricamente se comprobó, tal vez fuera el miedo al “y si” de la fecha o tal vez fuera el simple paso del tiempo, ya sabéis, el avance es una droga.

No se sabía con total certeza lo que estaba pasando, pero si pudiésemos afirmar que en el 2012 el mundo se acababa, viendo todos los estragos de los últimos meses, seguramente más de uno suplicaría que se exterminara esta raza homo sapiens corrupta.

Suicidios, asesinatos, agresiones, robos y otras injusticias ocupaban siempre las portadas de todos los periódicos. ¿Estaría empezando la gente a cometer esas locuras que hipotetizamos cuando preguntamos “qué harías si te quedase poco tiempo de vida”? Nadie sabía nada. Mientras media humanidad se burlaba del Final la otra mitad se lo tomaba en serio y escribía en sus listas de quehaceres sus últimas voluntades.

Pero entre toda esta incertidumbre y locura había algo que sí estaba claro, podría no haber fin del mundo propiamente dicho, mas lo que sí que estaba ocurriendo era otro tipo de final, no corpóreo sino metafórico, quiero decir, puede que no se acercase el Fin del Mundo, pero se estaba potenciado el final de la armonía con la que supuestamente nacemos y con la que yacemos en plena concordia con el resto de vecinos en este globo.

No… eso ya no existía. Y no podría definirse como el auge de nuestro instinto nato, el animal, pues ni el resto de animales se comporta así con los prójimos. Habría que esperar a dicha fecha para averiguar la, quizás, verdadera naturaleza del homo sapiens: ¿un ser social o egocéntrico?

Pero volviendo a la (escasa) vida de Abel; quedando aproximadamente 72 horas para la última hecatombe, el chico se fabricó una camiseta que encajaba a la perfección con el tema del viernes: de color negro y con una frase escrita con letras rojas ¡VAMOS A MORIR TODOS! Estaba realmente nervioso, quería que llegase el día ya para exhibir aquella macabra prensa, tal vez algunas personas con las que se cruzara enloquecieran. Abel sabía que no había Apocalipsis, pero él quería causar el suyo propio, quería crear una estampida de dementes y alimentarse de sus comportamientos paranoides.

Al día siguiente en la calle podían encontrarse predicadores que seguramente no se creían ninguna de las palabras que sus bocas escupían. Había habido cantidad de fechas anteriores en las que se afirmaba una y otra vez que el Fin del Mundo se avecinaba, pero esta tenía un gusto especial, el apoyo a la idea de fuentes pseudocientíficas, la gran espera, y la propia estupidez nata de los hombres propulsaron la creencia para convertirse en lo más parecido a una tautología que jamás otra falacia había alcanzado.

Sí, estaba claro, no hacía falta un Apocalipsis porque ya se estaba sufriendo uno; era mentira que ocurriera en un intervalo tan corto de tiempo pues el verdadero estaba sucediendo durante años. La burla y el terror eran dos hermanos que danzaban juntos alrededor del ser humano en estos tiempos, ¿a quién seguir los pasos de baile? He ahí la cuestión…

Abel no paraba de mirar las noticias, se habían convertido en su programa de humor favorito estos días. Había gente que estaba construyendo búnkeres para sobrevivir, ¿qué tiene de interesante hallarse solo en un planeta en ruinas? Otros se habían suicidado para no vivir aquello. ¿Acaso no sentían intriga por cómo la Tierra iba a fallecer? Algunos incluso habían realizado actos horrendos a terceros…. Nuestro planeta necesitaba un psicólogo. Bueno, no, más bien inyectarse una antiviral.

Y finalmente sonó el despertador de nuestro protagonista. Ya era 21. Abel no estaba muy acostumbrado a los madrugones, pero el día de hoy lo merecía. Se había despertado nada más y nada menos que a las seis de la mañana. Supuestamente el Final coincidiría con el solsticiode invierno, así que tenía seis horas aún para reírse de los crédulos.

Como un neutrino se vistió, por supuesto con su apreciada camiseta, desayunó y salió a la calle a observar el panorama de un día que para muchos era la más oscura de las noches. Al principio había poca gente en la calle, era demasiado temprano, sólo encontró varios madrugadores que iban cansados a sus trabajos y algún que otro niño que iba al colegio que, eso sí, se quedó embobado al leer lo que la camiseta de Abel decía.

Decidió ir al centro, un lugar más concurrido donde estaba seguro que en una hora más o menos, aquel sitio se llenaría de gente. Hoy era el día que tanto había esperado, y si al final el mundo se acababa realmente él podría morir a gusto sabiendo que durante un día tuvo la mejor camiseta, la más acertada para aquella fatídica ocasión.

Al llegar al centro notó que las personas tenían un comportamiento más extraño del habitual. Podía palparse con las manos la alteración que emanaba de ellos. ¿El solsticio y la alineación estaban afectándoles de verdad?

Abel no cesaba de mirar su reloj. Tras una larga espera y sentado en un banco tomando unas pipas para matar el tiempo ya marcaron las 12 horas. Se levantó y, aprovechando que el centro ya se encontraba totalmente lleno, volvió a dar vueltas por los alrededores.

Como era de esperar, no estaba ocurriendo nada paranormal, era otro día normal y corriente, lo único destacable que se pudiera señalar era que era el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad.

Tic, tac, tic, tac… Y llegaron las dos de la tarde y nada. Obvio, no es posible predecir una catástrofe de tal calibre. Abel tenía que admitir que se encontraba aliviado, el bizarro humor negro que tenía no le salvaba de la sospecha que rondaba la cabeza de todos los habitantes. Y aunque no lo manifestara al exterior, estaba agradecido de que ese Fin fuera otra predicción falsa. Podían vivir, al menos otro día más. Sí, la pesadilla paranoide había terminado, el solsticio había llegado, los planetas se habían alineado y no había indicio alguno de algo parecido a eso que llaman Apocalipsis.

Regresó  a casa y se fue a la cama. Madrugar tanto le había pasado factura y ahora el sueño estaba comiéndole por dentro. Necesitaba descansar si quería salir esa noche, de lo contrario parecería un zombi digno de aquel Fin del Mundo fallido.

La voz de su madre le despertó. Ya eran la diez de la noche, no podía creérselo, no esperaba dormir tanto…. Aunque más le valía despertarse… Su madre estaba gritando de terror; ruido en la calle, más gritos de otras personas y una oscuridad demasiado densa a pesar del horario. Abel se levantó sobresaltado casi al borde del infarto. Miró la ventana y observó en el cielo estrellas fugaces. ¿Precioso? No. Se veían demasiado cerca, no rozaban la atmósfera, penetraban en ella y más de un meteoro ya había impactado en la periferia.

Al parecer el Fin del Mundo sí iba a ocurrir. Solamente fue un error de cálculo por parte de los mayas en el tiempo… Y, entonces, ¿qué había que hacer ahora? Correr. ¿A dónde? Nadie lo sabía, pero había que correr. Efectivamente, el lado animal se rebelaba contra el humano. Naturaleza contra seres humanos, y la única contienda que tenía posibilidades de ganar el segundo era la de la lucha por la supervivencia. Ahora el destino no se decidía por riqueza, belleza o inteligencia, ahora era mero instinto el que guiaría sus pasos a la par que la fortuna cegaba sus ojos.

Abel fue en busca de su madre. Su casa había recibido el impacto de una de esas rocas y ella había quedado atrapada entre los escombros, el golpe había seccionado su pierna izquierda, justo lacerando la femoral, estaba perdiendo mucha sangre, se moría. Abel no supo cómo reaccionar ante tal imagen, nadie más estaba allí para ayudarle y él no tenía la suficiente fuerza como para sacarla de allí. Tenía que pedir ayuda, pero a quién si estaba todo el mundo huyendo de esa caótica destrucción.

Intentó una y otra vez sacarla de esa situación tirando de ella, pero era en vano, no había manera humana de extraerla de allí. No podía hacer nada para liberarla, no obstante tenía que para la hemorragia de su femoral, eso podría darle tiempo  para buscar ayuda.

Corrió a por el botiquín y sacó un par de vendas y agua oxigenada.  No sabía muy bien cuál era el protocolo a seguir cuando se enfrenta uno a una hemorragia de ese horrendo calibre. Simplemente recurrió a los auxilios básicos de las heridas, cambiando las tiritas por las vendas.

Desgraciadamente, cuando regresó a la localización de su madre, en el salón, ella ya había muerto desangrada. Abel tenía la cara completamente pálida y los ojos abiertos como platos, no tenía reacción alguna, tan sólo se quedó allí, firme, observándola. Y al cabo de varios minutos se puso de rodillas junto a ella para llorar desconsoladamente. Acababa de perder el último familiar cercano que le quedaba, más aun, acababa de perder a su madre, aquella persona que le dio la vida, y él no había hecho nada para ayudarla, ni siquiera darle una buena muerte; tuvo que sufrir mucho, fue verdaderamente una muerte lenta y dolorosa, al menos con los dos primeros litros de sangre derramados.

Tras quince minutos llorando junto a su madre, se armó de valentía y optó por salir a la calle, al fin y al cabo lo que ahora yacía bajo esos escombros era únicamente un cadáver, nada vivo… Él tenía que luchar por su cuenta, evitar la muerte fuera como fuera y ahí, en su casa, la seguridad brillaba por su ausencia.

Nada más salir al portal la explosión de varios coches le hizo sobresaltarse. Las calles estaban manchadas de puro caos. Abel pensó en un lugar al que ir, debía buscar un sitio que pudiera protegerle de la catástrofe. Pero claro, la pregunta del millón: ¿el Fin del Mundo consistía en una lluvia de meteoritos o habría algo más? Mucha gente decía que iba a ser un tsunami, otros que serían erupciones volcánicas, una era glaciar, etc. Aunque todos coincidían en una cosa: iban a haber varios factores. Abel tendría que arriesgar y apostar, tampoco le hacía gracia la idea de lograr sobrevivir pero darse cuenta de que era la única persona viva en la Tierra.

Suicidarse tampoco era algo que rondara su cabeza. Nunca se sabe lo que puede pasar, quería luchar hasta el final, aunque eso significase perder alguna que otra extremidad o la vista o algo por el estilo. La vida conllevaba un sacrificio, ahora se daba cuenta de que este don no nos lo regalan, tiene un precio, y además muy caro.

Pensó en ir al centro, ya que a lo mejor las fuerzas militares estaban evacuando a las personas para llevarlas a un búnker o a alguna fortaleza que les protegiese. Se supone que esa es su obligación, ¿no? Ellos deben proteger al ciudadano, pero claro, en esta situación, como ya se ha dicho antes, la actitud humana es reemplazada por el puro instinto de nuestros antepasados.

Debería ir, no perdía nada, y si finalmente allí no encontraba nada que no fuera destrucción entonces tenía un plan B: huir al norte de su ciudad. Abel estuvo de visita hace tiempo y se enteró de que las condiciones geográficas la convierten en un lugar bastante exento de fenómenos naturales tales como terremotos, maremotos e incluso tormentas debido al buen clima del lugar que contrasta los vientos de la montaña con los próximos a la costa.

La meta ya había sido decidida, ahora faltaba lo más difícil, avanzar en un trayecto propio del mismísimo Infierno. ¿Sobreviviría? Bueno. En su gran parte Abel ya estaba muerto.

Corrió raudo por las calles prestando atención a los más mínimos indicios de movimiento. Cualquier chispa, cualquier temblor de una viga, cualquier cosa podría provocarle la muerte. Ni siquiera podía pararse a ayudar a aquellos que pedían auxilio sin cesar, aquellos que morirían aplastados, asfixiados, carbonizados… aquellos a los que dejaría morir… tal y como hizo con su madre.

En la lejanía ya podía divisar el centro de la ciudad. Lo mejor de todo era que sus sospechas eran ciertas, había un convoy militar que les iba a sacar de allí. Ya quedaban pocos minutos para escapar de aquella pesadilla. Su cuerpo dio un último esfuerzo para esprintar por la última calle que quedaba.

Al llegar, los militares le asistieron y apuntaron su nombre. En cuestión de media hora saldrían de allí, cuando todos los supervivientes se hallasen en el centro de evacuación. Abel había abandonado toda la tristeza que le abordaba y estaba lleno de júbilo, estaba orgulloso de que en un futuro pudiese decir que había sobrevivido a la Muerte del Todo.

No obstante, en el momento que ya estaba a punto de partir, una gran masa de niebla inundó el centro de la ciudad haciendo que fuera imposible la vista a más de escasos metros. Abel, preocupado, gritó y caminó a ciegas en busca de algún militar que le pusiera a salvo. Pero nadie contestaba. Gritó y gritó, pero lo único que recibía era la fría humedad de aquella niebla.

Finalmente, cuando la niebla se despejó, el chico pudo distinguir poco a poco el panorama que le rodeaba. No, al parecer que la niebla se disipara no era indicio precisamente de algo positivo: todas y cada una de las personas que se encontraban allí, a excepción de Abel, habían perdido su carne, es decir, de ellos lo único que quedaba eran sus esqueletos, la niebla les había devorado, pero, ¿y por qué a Abel no?

Él no tenía tiempo para reflexionar sobre aquello, si el plan de escapar mediante una evacuación no había salido bien, ahora tenía que seguir su plan alternativo… siempre y cuando hubiera un camino que pudiera tomar, cosa que cada vez se volvía más improbable.

Pese a todo, la posibilidad de que el plan B fuera un éxito se estaba tambaleando, pues, si el núcleo de salvamento había sido aniquilado de tal forma, un simple pueblecito norteño no tenía nada que hacer frente a todo lo que se avecinaba. Pero tenía que arriesgar, no podía quedarse sentando esperando a que el fuego lo engullera. Aún le quedaba media hora de trayecto y eso suponiendo que no habría obstáculo alguno que le retrasara.

Y lo hubo. Una enorme grieta le separaba del único camino que conducía al norte. ¿Y ahora cómo cruzaría? Trató de ir por los laterales para ver si en algún momento se estrechaba y así podía saltarla. Por desgracia a la derecha había otra masa de niebla; sí, en su último contacto con ella tuvo suerte, pero a lo mejor ahora no le concedía una segunda oportunidad. Y por el lado izquierdo había un enorme edificio desplomado.

Sin embargo se fijó en que metros antes del edificio había una viga que unía ambos lados de la fisura, era muy estrecha, pero lo suficientemente gruesa como para que Abel cruzase. Fue hacia allí y subió con dificultad hasta la viga. Nada más se situó encima del vacío, comenzó a marearse, sufría de vértigo y la idea de precipitarse a la lava no le hacía gracia. Lentamente fue avanzando y con cada paso que daba se relajaba más. Desafortunadamente esa confianza se marchó cuando iba por la mitad de la viga y un temblor hizo que se desestabilizara. Consiguió agarrarse y no caer, pero si no se daba prisa otro temblor podría tirar la viga.

Y así ocurrió. Cada vez los temblores se sucedían de forma más frecuente y con una magnitud mayor. No podía agarrarse con los brazos a la viga, Abel debía incorporarse y correr, tenía que confiar en sus canales semicirculares y en su cerebelo. Otro temblor impidió que se incorporara. Este último provocó un enorme sonido rocoso, lo cual alertó al chico para que lo apostara todo y se pusiera de pie. Corrió como nunca hasta el final. Vibró de nuevo el suelo, esta vez moviendo la viga y haciendo que el extremo contrario descendiera. A punto de caer logró agarrarse al otro lado de la grieta y evitar caer a la lava junto a la viga.

Ante él ya se mostraba un camino llano, solamente cinco minutos de caminata le separaban del supuesto territorio intocable. Anduvo con tranquilidad para recuperarse del miedo y el estrés de antes. Por extraño que pareciera, el caos lo había dejado atrás, parecía que ese lugar verdaderamente estaba intacto, como si fuera inmune al Fin del Mundo. Había que admitir que era raro, pero a Abel no le importaba, sólo ansiaba llegar, ver que todo iba bien y descansar, dormir, olvidar…

Llegó incluso antes de lo que creía. Lo primero que vio fue un enorme cementerio. Él no vio eso cuando estuvo allí, tal vez lo hubieran puesto hace poco tiempo o puede que no se acordara. De todos modos eso daba igual, ahora tenía que encontrar a alguien. Al menos, viendo el estado del lugar, eso de que ningún fenómeno natural era capaz de poner un pie en dicho territorio parecía bien cierto.

Para llegar a las casas tuvo que cruzar el cementerio. Había algo en el ambiente que le incomodaba, tenía frío, algo incongruente y que contrastaba con aquella atmósfera ceniza. Además, notaba como si le estuvieran observando, podía notar la compañía de alguien. Miró a todos lados pero no veía a nadie. Gritó y nadie le respondió. No pensó que fuera una broma tal y como estaban las cosas, seguramente fuera obra de su imaginación.

Justo antes de cruzar por completo el cementerio, una lápida del final le llamo la atención. En ella estaban grabados los cuatro ases de la baraja francesa, justamente lo que Abel siempre dibujaba en su tiempo libre. Quiso saber quién compartía con él aquella afición con las cartas. Pero lo que leyó le dejó petrificado.

Abel Garrido Rojas 1992-2012. Aquí yace un gran hijo, un gran hermano y un gran amigo. Que su recuerdo nunca muera y que su sonrisa perdure grabada por siempre en los corazones de los suyos.

No comprendía absolutamente nada. Demasiadas coincidencias. El grabado, el nombre, los apellidos, la edad, el lugar… Como un poseso excavó la tierra a sus pies para comprobarlo. Estaba profanando un cadáver, pero la situación lo justificaba. Tras quitar todo el montón de tierra abrió la tapa del féretro y dentro no encontró nada a excepción de su querida camiseta…

Era él.

Antes de cerrar los ojos recordó todo. Cuando salió a la calle por la mañana fue atropellado por un coche, el impacto fue tan fuerte que rompió su médula espinal y murió al instante sin dolor alguno… Todo eso del Apocalipsis era tan solo un sueño post mortem antes de que se diera cuenta de su verdadero estado vital.

Podría decirse que finalmente no sucedió nada catastrófico, tan solo una muerte, algo que día a día ocurre en cientos de lugares. Aunque si reflexionáis un poco, realmente sí hubo un Fin del Mundo, ya que no hay mayor Final que el que ocurre cuando tú mueres. Así que después de todo el chico tenía razón: hoy era el Fin de los Tiempos.

Su tiempo.

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