Sabía
que pronto la sombra vendría… Ha pasado poco tiempo, pero han pasado tantas
cosas… No… no puedo reconocerme, cuando mi faz se refleja en algo y la miro no
me veo a mí, no veo al yo de antes. No sé qué me ocurre, jamás pretendí ser
así, luché, mucho… Pero hasta los más fuertes acaban cayendo…
Justo
antes de Nochevieja opté por suicidarme. Sabía que dentro de mí se encontraba
un yo horripilante, me estaba volviendo cruel poco a poco, ningún amigo mío
conocía aquello, ni mi madre y mi hermana. Soy un buen actor. Tal vez esa
maldad estaba creciendo con toda la aflicción que llevaba acumulando estos dieciocho
años, tal vez si hubiera hablado con alguien…. ¡Tonterías! ¿Y fastidiarle el
día a alguien? Fue mejor guardármelo en mi interior, sí… a pesar de haber
creado semejante bomba.
Día a
día luché contra aquella maldad, contra aquel yo que no quería que aflorara,
sabía perfectamente que si no me oponía a él acabaría haciendo daño a los que
me rodean y no quiero eso, antes morir.
Y por
eso opté por suicidarme. Ese mismo día, el 31 de diciembre, estuve toda la
tarde escribiendo una extensa carta de suicidio despidiéndome de todos aquellos
que junto a mí habían opuesto resistencia al mal de mi otro yo. También tenía
preparada la forma, había cogido una piedra de un armario que tiene mi madre
llena de minerales y piedras preciosas. Hacía tiempo ya que me había echado el
ojo a aquella piedra, era perfecta, pocos años atrás cayó al suelo y se rompió
dejando una de las mitades con un borde extremadamente afilado…
Sí,
efectivamente, iba a cortarme las venas. Además, miré por internet los mejores
métodos para hacerlo, una cosa que me hizo gracia fue cuando busqué en Google y
me salió una frase que hizo que me desternillara de risa: “¿Necesitas ayuda?
Teléfono de la Esperanza” ¿¡Esperanza!? ¡No hay esperanza para un condenado!
Terminé
la carta justo a tiempo, ya eran casi las doce y tenía que ir al salón a
tomarme las uvas y después arreglarme a la velocidad de la luz porque había
quedado a las doce y media con mis amigos. Sonaron las campanadas y corrí a mi
habitación. Me vestí. Guardé todo el cúmulo de páginas dobladas en el bolsillo
derecho de mi pantalón y la piedra en el bolsillo izquierdo. Me despedí de mi
madre y mi hermana con un enorme abrazo sin que ellas supieran que
(supuestamente) ya no volverían a verme jamás…
La
noche pasó rápida, disfruté al máximo con mis amigos sin dejar de darle vueltas
al tema de matarme. Menos mal que estoy acostumbrado a sonreír falsamente,
nadie sospechó nada, nadie sabía que todo lo que dijera esa noche, todo lo que
hiciera… todo eso serían mis últimos actos…
Poco a
poco se fueron yendo a sus casas. Yo aguanté hasta las seis de la mañana,
quería estar el máximo tiempo con ellos, pensé que no habría más momentos como
aquellos de Año Nuevo. Fuimos a tomar churros, yo solamente me pedí un cola cao,
no tenía apetito. Y tras el desayuno regresé de camino a casa acompañado de la
soledad de la Luna, quien, como yo, pronto iba a desaparecer.
Estuve
buscando un lugar en el que suicidarme donde nadie pudiese interrumpirme
mientras me desangraba, pero que, sin embargo, estuviera visible para que
encontraran la nota, a la cual, antes, siendo previsor, le había escrito la
dirección de mi casa. No obstante, sin darme cuenta, acabé llegando a mi
portal. Parece que tendría que hacerlo en las escaleras de mi bloque. Bueno,
así al menos no habría problemas en la entrega de la carta, pensé.
Acabé
subiendo hasta las últimas escaleras, cinco escalones antes de llegar a la
puerta de mi casa. Saqué de mi bolsillo mi cartera y la deposité al lado de mí,
junto con los mitones de esqueleto. Me senté y extraje de los bolsillos la piedra
y la carta. Puse la carta bajo la cartera para que no se moviera. Por último,
saqué mi móvil y me alumbré el brazo derecho (soy zurdo, así que era mejor
empezar la faena sosteniendo la piedra con la mano buena). Me remangué. Acerqué
el filo a mi muñeca, detecté la vena radial y apoyé la piedra contra mi piel.
Contuve la respiración. Había tanto silencio…

Decidí
darme otra oportunidad. Guardé las cosas que había puesto en el escalón, me
sequé las lágrimas y entré en casa. Por suerte estaban durmiendo, así que me
puse el pijama, guardé la carta y la piedra dentro de mis mitones, me acosté en
la cama y enseguida me dormí.
Por la
tarde me levanté sin ganas de hacer nada. Quizá no me hubiera suicidado, pero
el día anterior algo en mí murió. Sí, podría afirmarse que cometí un suicidio,
aquel acto le había dado vía libre al mal de mi interior para ganar terreno. Y
pronto empezaría a tomar el control. Pronto, muy pronto…
Dos días
después, tres de enero, una idea macabra se me pasó por la cabeza: “¿por qué
matarte si puedes matarles?” Al principio no le hice caso a esa estupidez,
sería el recuerdo de alguna película de terror o algo. ¿Cómo iba a tener ideas
homicidas cuando precisamente quería quitarme la vida para no dañar a los
demás? Incongruente.
Pero
sí, esa idea al final fue escuchada, no por mí, sino por “el otro”… Esa noche… esa fatídica noche… me desperté riendo, eran las cuatro de la
mañana, mi hermana y mi madre dormían plácidamente. Fui a la cocina, agarré el
cuchillo más grande que había, aquel que una vez me llevé al instituto para
hacer una broma… (tuve que haber recapacitado en ese momento, aunque fuese una
broma me entraron unas ganas tremendas de apuñalar a algunos malnacidos). Me
dirigí a la habitación de mi hermana, tapé su boca con mi mano derecha y con la
izquierda la apuñalé repetidas veces en el corazón. Intentó morder mi mano,
pero le fue imposible, intentaba gritar, pero tampoco podía, pronto, segundos
después, dejó de moverse… Afortunadamente, gracias a la oscuridad, no supo que
su asesino era su hermano.
Algo
distinto es lo que ocurrió cuando entré en la habitación de mi madre. Las
enormes ventanas dejaban entrar la suficiente luz como para que se pudiera
distinguir mi rostro. Tapé su boca también y comencé con el sañoso apuñalamiento.
Jamás se me borrará su mirada de mi memoria. Esos ojos… esa pupilas… Sin que
dijera nada pude escucharla: “¿por qué me haces esto?” No opuso resistencia, el
escaso tiempo que le quedaba de vida simplemente me miró con los ojos llorosos.
No fui capaz de seguir mirándola, aparté la vista y esperé a que su aliento
dejase de rozar la palma de mi mano. Duró poco aquel sufrimiento, pero lo
suficiente como para dejar una profunda cicatriz en mi corazón. Estaba desecho,
había realizado algo más que dos asesinatos, había cometido una traición, me daba
asco a mí mismo, deseaba con todas mis ganas regresar a aquel uno de enero a las seis y veintitrés de la madrugada y seccionarme las venas.
Pero no
podía remediarlo. La bestia había emergido.
Dejé
los cuerpos en sus camas, no los moví, tan solo limpié la poca sangre que se
había derramado hasta tocar el suelo y regresé a mi cama. Aunque no pude pegar
ojo, hiperventilaba, aún veía la mirada de mi madre, aún notaba su aliento en
mi mano y el cuchillo en la otra. Fui a la cocina y busqué alguna pastilla que
me ayudase a dormir. Por fortuna encontré un tarro, me tomé cuatro y volví a acostarme.
Media hora después caí en un profundo sueño.
Había
quedado con mis amigos el día cinco por la noche tras la cabalgata de los Reyes
Magos para vernos por última vez antes de que comenzaran de nuevo las clases.
Yo, por supuesto, acudí. Pero antes de marchar guardé en mi pantalón un
cuchillo, no como con el que maté a mi hermana y a mi madre, este era más
pequeño, aunque eso sí, estaba dentado y muy afilado, era para cortar los
filetes y tal, pero yo lo llevé por otro motivo: un cuchillo como ese fue el
que compré cuando estaba en 2º de Bachillerato para hacerme cortes en el brazo
(otro indicio de que algo malo fluía en mi interior). No era el mismo cuchillo,
ese lo tiré porque le hice una promesa a una amiga, sin embargo, el que compró
mi madre era idéntico, el mismo, y me traía gratos recuerdos.
No
tenía pensando matar a ninguno de mis amigos, no sería capaz de soportar otra
mirada como la de mi madre en un periodo tan corto de tiempo. Además, nos
fuimos pronto y no había posibilidad de matar con tanta gente y tan temprano,
aún faltaban bastante minutos para que fueran las doce de la noche. Pero
alguien moriría esa noche, sí.
Dije
que me iría a dar una vuelta porque aún era pronto para ir a casa. Lo mejor fue
que se tragaron aquella mentira, y mira que había formas de averiguar que era
una enorme falacia. En fin, mejor así. Me fui por un camino por el que nunca
había pasado. Doblé la esquina y vi a un solitario como yo caminando. Objetivo
detectado. Apagué la música de mi mp4 y le seguí en silencio hasta que
finalmente fuimos a parar a una calle plenamente oscura y sin gente a
excepción de nosotros dos. Esa calle no estaba muy lejos de mi casa, así que sería
tarea fácil llevar el cuerpo después hacia allí. Me sé un trayecto por el que a
esas horas de la noche nunca pasa nadie.
Empuñé
el cuchillo y corrí hacia él. No pudo hacer nada gracias al factor sorpresa. La
hoja atravesó toda su garganta. Evité entrar en contacto con él mucho tiempo
por el tema de la sangre. Una puñalada bastó para matarle, pero yo seguí
clavando el cuchillo en su abdomen. Menuda sensación, era como atravesar con el
dedo una fina capa de plástico, sólo que aquí brotaba sangre y dolor.
Cinco
minutos después, más calmado, limpié con su chaqueta la sangre y lo subí a mi
espalda. La víctima era lo suficientemente joven como para que pasara por un
amigo mío. Si por algún casual alguien preguntaba diría que se había
emborrachado mucho. Viendo el panorama intelectual de los alrededores de mi
casa fijo que esa mentira se la creían.
Llegué
sin ningún obstáculo, tiré el cadáver en el cuarto de baño de la habitación de
mi madre y limpié los restos de sangre. Mañana empezaría a hacerlo trozos y a
ir repartiéndolos por los contenedores de las calles. Eso sí, aún no sé qué
hacer con los cuerpos de mi madre y mi hermana, ya han empezado las clases y
estoy poco tiempo en casa, además, el poco tiempo que estoy aquí es para ir
descuartizando al otro muerto. Ya veré qué se me ocurre.
Y
ahora, por favor, vete, déjame en paz. ¿No ves que me encuentro mal? Acabas de
leer cosas que no pertenecen a mi verdadero yo, o a lo mejor sí, ¡no lo sé! Me
está pasando algo, y lo peor de todo es que lentamente la sed asesina vuelve a
crecer. Tendré que replantearme nuevamente el suicidio, pero estoy seguro de
que ocurrirá lo mismo, mi otro yo hablará y entonces no lo haré, cada día él
está más tiempo al control que yo. No sé qué hacer, pero de momento no quiero
hablar más, en un buen periodo de tiempo no quiero visitas tuyas, por favor,
tengo que reflexionar sobre muchas cosas… Necesito meditar, necesito combatir
esto, necesito razonar…
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