El primer lugar que se les ocurrió visitar fue la parte
trasera del patio, el aparcamiento para profesores. Allí había una gran
compuerta que normalmente estaba cerrada, pero ante la ausencia de esperanza
tendrían que valerse de cualquier resquicio de fortuna que albergara esta
pesadilla.
Como esperaban no había escapatoria, aunque ese sentimiento
de decepción era secundario. Estaban empezando a percatarse de que a medida que
transcurría el tiempo, el Instituto se cubría más y más por esos paisajes de
hilos y agujas sacados del sueño enfermizo de un escritor enloquecido. Algunos
profesores estaban enredados allí, empalados en agujas y levitando en charcos
de su propia sangre. La prueba de que ni de los adultos podrían obtener ayuda
se encontraba ahí, y si no lo resolvían ellos al menos deberían escapar.
Desesperados, volvieron a consultar a Blas. Este comenzó a
estresarse, a pesar de tomarse durante el inicio del horror todo con frialdad,
el límite de su mente se estaba quebrando. No soportaba tanta presión, quería
volver a ser el inexistente ente que era antaño. Lanzó una mirada suplicante a
Uriel y él comprendió que su naturaleza se anteponía a los acontecimientos.
Uriel calmó al grupo y habló entre susurros.
-Analicemos la
situación. Dejando a un lado lo irreal que puede resultar esto, creo que todos
estamos de acuerdo en que ese monstruo no resistirá indefinidamente, y aunque
pueda matarnos con una simple mirada, al cabo del tiempo acabará perdiendo a
causa del desgaste. Si de verdad poseyera tanto poder como el que nos hace
creer no habría creado este sanguinario plan. Lo que hizo Blas en el aula fue
un paso agigantado en nuestra supervivencia. No mata porque sí, si puso tal
pregunta en la pizarra y reaccionó así ante la respuesta de Blas es debido a
que esto trasciende a algo más que una caza mayor, nos pone a prueba. La
pregunta es: ¿cómo conseguir su aprobación?
-Siendo una prueba,
como tú dices, algo queda claro –continuó Sandro –. Esto debe ser el campo de experimentación. No sería extraño que nos
estuviera observando ahora mismo. Sin embargo seguimos vivos, es decir, tenemos
que averiguar sus reglas y seguirlas al pie de la letra. De momento sabemos que
está prohibido caotizar este silencio e intentar escapar por la puerta
principal.
-¿Y si sólo hace
tiempo para matarnos?¿Y si no hay ninguna salida? –preguntó Amador
balbuceando –.
-Siempre la hay. De
los videojuegos aprendí que por muy peliaguda que se ponga una situación,
siempre habrá un método que solventará todo.
-Ahora que lo
mencionas –dijo Marta repentinamente –. El
año pasado, cuando era delegada de clase, normalmente era citada en el aula de
profesores para tomas de decisiones, votaciones y demás. Creo recordar que al
lado de la entrada había un tablón con varios clavos de los cuales colgaban
unas cuantas llaves. Me parece que uno de esos llaveros contenía la llave que
abre la compuerta del aparcamiento. Podría ser nuestro método para salir de
aquí.
-No nos queda
alternativa –contestó Uriel –. Es eso
o esperar en el patio a que estos hilos nos asfixien. Será mejor entrar de
nuevo y andar con cautela hasta la sala de profesores.
El grupo lo asimiló. Deberían regresar al núcleo de la
pesadilla. A pesar de que esta fuera la única alternativa, paralizados por el
miedo, tres compañeros, nuevos ese año, decidieron quedarse allí a esperarles
de vuelta con el llavero. Se excusaron con el pánico y nadie les pudo echar la
culpa, de hecho lo increíble no era que se negaran a avanzar, sino que el
resto, veinte personas que aún ni eran adultas, agarraran con fuerza el poco
valor que brillaba en sus corazones e hicieran frente a un hombre con el poder
de Fobos.
Y allá fueron. En cabeza iban Uriel y Sandro, en la retaguardia,
cadena en mano, Blas, en los laterales Marta y Amanda. No debían dejar ningún
flanco al descubierto. Como un mismo ser, el grupo se movía casi al mismo paso.
Llegaron a la puerta y una maraña de hilos empapada en sangre aguardaba en la
sala principal. Algunos estaban atados a los barrotes de la puerta, impidiendo
su abertura. Sandro y Uriel intentaron abrir pero era en vano. Insistieron con
más fuerza, el tambaleo de la puerta emitía unos estrepitosos ruidos provocando
que algunos hilos, como culebras enrabietadas, comenzaran a agitarse.
Sergio y Raúl se dieron cuenta de que si continuaban estaban
expuestos a una prematura defunción. Les separaron con brusquedad de la puerta
y, en silencio, señalaron la maraña. Ambos asintieron y se disculparon. Ahora
había que idear otra manera de acceder al interior.
-¿Qué os parece por
ahí arriba? –propuso uno de los nuevos indicando con la vista a la ventana
que tenían justo encima de ellos, que se encontraba afortunadamente abierta –.
-No creo que sea
posible. No hay seguridad alguna para alcanzar la ventana. –refutó Marta –.
-Puedo ir yo. Se me da
bien la escalada. Solamente decidme cómo llegar hasta la sala de profesores y
os traeré la llave enseguida.
-No. –respondió Uriel
–. No recorrerás todo el camino solo. Si
quieres subir, hazlo. Pero con una condición: justo al lado de esa ventana
verás unas escaleras. Te llevarán justo aquí abajo. Abre la puerta y te
acompañaremos.
-Lo haría encantado,
pero no creo que por abrir desde dentro los hilos dejen de evitar el movimiento
de la puerta.
-Tengo… esto –ofreció
Arturo con un tono de voz casi imperceptible –. Es una pequeña navaja, aunque el filo está bien afilado. Supongo que
esos hilos serán igual de débiles que el resto frente a una hoja.
El nuevo, quien se presentó con el nombre de Ernesto al
preguntarle Sandro su nombre justo antes de partir, cogió con gusto la navaja y
se la guardó en el bolsillo de sus vaqueros. Inspiró una gran bocanada de aire
y la echó de inmediato mientras mantenía los ojos cerrados. Era el momento,
entrar ahí podría considerarse suicidio, pero había que pagar un precio por ser
campeón municipal de escalada juvenil, además no se hubiera perdonado el
callarse al divisar tan perfecta entrada y, por tanto, posibilidad de
supervivencia.
Ernesto subió y entró sin problema alguno. Ahora el silencio
era estremecedor, vaticinaba una angustiosa espera que quizá nunca terminaría
bien. Durante esos segundos una chica rompió a llorar, era la amiga que habían
conocido Paula, Sonia y Marta al entrar a clase. Se llamaba Sara. No paraban de
encadenar su nombre a un repertorio de frases tranquilizadoras… sin solución
aparente. Blas lo sabía, esa histeria conduciría a un llanto cada vez más
sonoro. No sólo se estaba jugando el pellejo ella sola, sino el del grupo
entero. Esperó un poco más para ver si sus amigas conseguían algo. Ante la
ignorancia de la llamada a la calma, Blas no tuvo más remedio que comportarse
de la misma forma que con los niños novatos de antes.
-Bonita –contestó agachándose
y acercando su rostro al de Sara –. O
guardas silencio o te arrastro con nuestros compañeros, carentes de vísceras,
de la puerta principal. ¿De acuerdo?
El tono que puso era digno de un demente, entre cinismo y júbilo.
Pese a ello, el resultado no se podía cuestionar, se calló de inmediato, al
igual que los demás. Todos mirándole con cara de sorpresa.
-¿Qué? No hay que
tomarse esto a la ligera. Siento ponerme serio, no me haría ilusión, que se
diga, el ser atravesado por material de costura por culpa ajena. Si muero, que
sea porque YO he dado un paso en falso y no otra persona. No quiero ser brusco,
pero no voy a morir de manera tan absurda.
A partir de ahí el silencio reinó. Los diecinueve se
aproximaron a los cristales de la puerta, fijándose en las escaleras. Si todo
iba bien pronto verían bajar a Ernesto. Varios hilos, próximos a los escalones,
comenzaron a moverse. Al principio supusieron lo peor, pero entonces vieron
los pies de Ernesto. Los hilos no se movían por voluntad, sino porque los
estaba cortando, con suma precaución, él. Los demás, espectadores, tuvieron que
contener la alegría, cada vez faltaba menos.
Al cabo de un par de minutos Ernesto ya estaba al lado de la
puerta. Había cortado todos y cada uno de los hilos, abriendo paso a la entrada
de los compañeros. Sólo quedaban tres por cortar, los que se enrollaban con más
fuerza a los barrotes. Ernesto estaba nervioso, le estaba costando
seccionarlos. Procuraba no acelerar mucho el corte, pidió paciencia y fue
debilitando el hilo. Segundos después al final se rompió. Todo iba bien.
Con el segundo ocurrió lo mismo. Uno más. Sujetó con cuidado
el mango de la navaja y procedió. Las fibras se iban separando, poco a poco el
hilo adelgazaba. Apenas lo unían ya cuatro fibras, quedaba el corte final.
Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, a una velocidad
vertiginosa, una decena de hilos surgieron y se entrelazaron en los barrotes. A
Ernesto se le cortó la respiración, que pasara eso no auguraba nada bueno. Y
así era. Más hilos aparecieron tras de sí, penetraron en su tórax a través de
la espalda y le rompieron la camiseta dejando el tronco al aire.

Uriel volvió a intentar abrir la puerta para salvarle,
pero el movimiento amenazador de los hilos, aproximándose a sus manos,
arremolinándose justo donde él se encontraba, le obligó a parar y a resignarse
como los demás a observar, horrorizado, su muerte.
Antes de morir, se empleó su piel como un lienzo cosiendo en
él letras que conformarían un mensaje dirigido al resto.
“Un error fatal el no ver la fuente de los hilos.”
Inmediatamente buscaron de un lado para otro algún hilo que
condujera a la fuente que mencionaba. Era difícil lograrlo, pues se mezclaban
demasiado como para perder al que seguían. Sergio, sin embargo, consiguió
seguir por completo a uno. Afirmaba que la mayoría de los hilos, por no decir
todos, provenían de uno un poco más grueso que salía del pasillo que conducía,
en efecto, al aula 2 de biología. Al parecer había estado en todo momento en el
mismo sitio. No había duda, esos hilos y agujas eran parte de él, veían,
escuchaban, sentían… Entonces sí era cierto que fueran a donde fueran él conocería
sus posiciones.
-Ya me está cansando
este tío…
Blas no dijo nada más. Con el rostro claramente lleno de
furia, se dirigió, a marcha ligera, hacia el aparcamiento. Los demás, sin otra
opción, fueron tras de él. No sabían qué tramaba, ni siquiera se lo dijo a
Sandro que se adelantó y se puso a su lado. Solamente dijo, con el ceño
fruncido, que nadie tenía derecho a jugar a ser un Dios, y más cuando el que lo
hacía era una aberración del Inframundo. Sandro se detuvo en seco. No reconocía
a Blas, siempre tan callado, tan pasota; había cambiado, tomando la iniciativa,
aceptando de primera mano el reto que le ofrecía un ser sobrenatural. ¿Qué
almacenaba su cerebro?
Llegaron al aparcamiento. Allí les esperaban los tres
compañeros, ahora muertos. El “bosque” de hilos se había vuelto más frondoso.
Seguramente hubieran hecho algo que no debieran. Estaban empalados, como los
cadáveres docentes del lugar. Blas ni se inmutó, en el fondo ya sospechaba que
no iban a llegar muy lejos. Sin pararse a entristecerse por las pérdidas, buscó
algún coche que no estuviera invadido por los hilos. Hubo uno solo, un coche
gris. Seguramente alguno de los profesores que se hallaban por allí sería su
propietario. Con cuidado rebuscó entre sus bolsillos, tenía que encontrar la
llave de un Opel. Escasos minutos después la fortuna le sonrió y en su manó se
posó la ansiada llave.
Su intención al principio era la de tomar el coche y
acelerar para romper la compuerta, pero ya habían demasiados hilos. Seguramente
pararían el coche y acabaría muerto. No obstante, podría colisionar contra la
pared del edificio en un punto exacto donde había un par de ventanas. Confiaba
en la propagación de las ondas ante el impacto, no tenía alternativa. Fuera como
fuera, tomar el coche era, muy probablemente, una de las pruebas del macabro
profesor, si no estaba en lo correcto, podría haber engullido también ese
coche. Que no hubiera ni un minúsculo hilo en la carrocería indicaba eso, no
había otra respuesta.
Antes de entrar se acercó a los demás y exigió silencio
pasara lo que pasara. Volvió y se subió en el asiento del conductor. Al primer
ruido al que se enfrentaba era al del encendido del motor. Introdujo despacio
la llave y la giró. Arrancó a la primera y no era un sonido muy alto. Blas miró
a los lados y atrás. Lo que se temía: unos cuantos hilos se posaron, rodeando
el automóvil, pero no lo hacían de forma tan radical como en la puerta que
pretendía abrir Ernesto, ahora se movían de manera mucho más lenta. No era
momento para quedarse expectante. Podría morir al estrellarse contra el muro,
pero ya lo había dicho, si moría, que fuera por su culpa. Suspiró, quitó el
freno de mano, metió primera marcha y pisó a fondo el acelerador. La distancia
no era muy grande, y la aceleración dejaría mucho que desear, sin embargo, si
todo iba bien el golpe sería suficiente para provocar algunos daños. Sabía que
uno de esos cristales ya estaba muy frágil. Años atrás, cuando daba clases en
una de las aulas cercanas, en días de bastante viento, se escuchaba claramente
el vibrar del vidrio. Le tenía ganas a esa ventana por no dejarle meditar con
comodidad en las horas agotadoras, era su momento de arremeter contra ella.
El coche impactó. Hubo la suficiente inercia para que Blas
hubiera salido despedido si no llegara a ser porque llevaba puesto el cinturón.
Y, por consiguiente a la potente vibración, los cristales se resquebrajaron en
mil pedazos. Se había abierto una entrada, pero quedaba lo peor para Blas. El
ruido fue considerable. Se desabrochó el cinturón y salió todo lo rápido que
pudo del coche. En cuestión de segundos los hilos, que en un principio
permanecían con suavidad en el coche, apretaron con tanta fuerza que hasta se
hundieron en este. El coche se hizo añicos en un abrir y cerrar de ojos. Blas,
mirando atrás, no pudo evitar el imaginarse a él mismo dentro del coche, hecho
trozos, confundiendo la carne con el metal, la sangre con la gasolina. Habría
sido una muerte terrible, desde luego.
El destino, por el contrario, había optado por la otra
alternativa. Seguía vivo y no había amenaza por parte de los hilos. El ruido
había cesado, así que la calma reinó nuevamente. Sebas se asomó con cautela a
una de las ventanas. El camino estaba despejado, no obstante, en la lejanía del
pasillo se divisaban más marañas de hilos, no sería una travesía tranquila la
de llegar a la sala de profesores. Sebas compartió la información con los demás.
-Está bien, la
situación es crítica –aseguró Sandro –. Si
entramos corremos el riesgo de acabar como Ernesto… o peor. Puede que la
sugerencia sea mala, pero propongo el dividirnos. No deberíamos entrar todos,
sino los más veloces y escurridizos. No tengo la menor duda de que, aunque no
hagamos ruido, alguna que otra hebra irá como una bala hacia nuestro cuerpo. Por
ello, los que se vean capaces de resistir el ataque, ¿podríais dar un paso
adelante?
Al principio sólo se ofrecieron Uriel, Blas y él mismo. La
situación les sometería al mismísimo desafío de la muerte, no era una prueba
más de educación física, esto era enfrentarse al campo de trampas de un
demente. El silencio, incómodo, hizo que algunos más se ofrecieran. Fueron Raúl
y Sergio quienes pusieron plena confianza en sus desarrollados reflejos para
enfrentarse a la amenaza. Seguidamente dos de los nuevos, junto con Paula y
Marta, aceptaron. Por último, mordiéndose los labios ante la presión moral,
avanzó Amador.
Amanda tiró de él, le suplicó que se quedara, pero él
reconoció que era su obligación ir. Si era como Sandro explicaba, él era
necesario dentro, pues, al menos de entre los veteranos del grupo, Amador era
el más rápido. Ante su contestación, Amanda sugirió entonces acompañarle, pero
Uriel la convenció para quedarse. Era bien sabida su magnífica labia y muy
probablemente, aunque no se lo dijera a los demás, alguno de los voluntarios
moriría. El miedo florecería en los que iban a aguardar sus retornos, y si
Amanda se quedaba podría, mano a mano con Sonia, tranquilizarles. Ella, a
regañadientes y con la cara inundada de lágrimas, aceptó. Dio un beso de
despedida a Amador y retrocedió junto con los demás.
Diez iban, nueve se quedaban.
Primero entraron Blas y Sandro, seguidos de Paula, Marta y
Uriel. Justo atrás iban los dos nuevos, Jaime y Fran, y Amador, este último
prestando una excesiva atención a lo que le rodeaba, pues sabía que si moría
causaría un tremendo dolor en Amanda, destrozaría su corazón. Hasta ya estaba
arrepintiéndose el haber aceptado ir, aunque sabía que si hubiera hecho lo
contrario jamás asimilaría el lograr sobrevivir sin hacer nada a cambio
mientras otros habían muerto intentándolo. Debía continuar.
Así que el grupo avanzó con pocos obstáculos hacia las
escaleras que conducían a la primera planta, sin más impedimentos que unos pocos
débiles hilos que saltaron con facilidad. Sin embargo el piso superior era
peor. Lo primero que vieron todos fue el cuerpo de Ernesto, con la espalda
totalmente roja por su sangre, pegado a las puertas, cosido a estas. Miraron al lado contrario, dirección a la sala
de profesores, apenas podían ver algo, un millar de hilos, con agujas goteando
sangre, les esperaban. Antes de subir el último peldaño Uriel se interpuso y
habló al resto.
-Creo que hay que
dejar algo claro. Muy posiblemente alguien de los que estamos aquí no vuelva al
aparcamiento. Puede que el profesor quiera que vayamos hasta la sala de
profesores, pero no quiere decir que, por gusto, no nos mate a algunos por el
camino. Somos demasiados y va a ser inevitable el entrar en contacto con algún
que otro hilo. Alguien podría ir a rastras hasta la entrada y coger la navaja
de Arturo para ir abriendo paso, pero no vamos a cometer el mismo fallo,
tendremos que ir sin ayuda alguna hasta allí. Así que, conociendo el alto
riesgo de muerte, si alguno quiere retroceder que lo haga, yo al menos no
guardaré rencor alguno.
Ninguno se echó atrás a excepción de Fran. Pidió disculpas,
con la voz temblorosa, y bajó las escaleras para reunirse con los demás. Uriel
esperó unos segundos más por si alguien se arrepentía también. Viendo que los
demás estaban dispuestos a todo, asintió y dio la orden de tumbarse. Cerca del
suelo había menos cantidad de hilos, y por tanto el riesgo, aunque aún vigente,
era menor.
El sudor resbalaba por sus frentes. Muy de vez en cuando
alguno entraba en contacto con un hilo y se paraba en seco con el corazón
palpitando a gran velocidad. Cada vez que ocurría, el susodicho imaginaba una
muerte atroz. Por fortuna esos leves toques no alteraban los hilos y podían
continuar.
Pese a la aparente facilidad del viaje, el profesor, que
sabía a la perfección qué estaba pasando, quiso poner más peligro a los
acontecimientos. Los objetivos fueron Sandro y Jaime. Unos cuantos hilos se
enredaron en sus tobillos y muñecas con una fuerza moderada. Se dieron cuenta enseguida,
no podían continuar, si se movían demasiado sí podrían provocarse, tal vez, un
desagradable desmembramiento. Ante la pausa de ambos, los demás preguntaron qué
ocurría, aunque no hizo falta que se lo dijeran, lo vieron con sus propios
ojos. Jaime empezó a hiperventilar, asimilando ya su muerte. Por su lado,
Sandro, sin ponerse nervioso, no opuso resistencia alguna y se dirigió a los
otros siete.
-Seguid adelante,
estaremos bien… dentro de lo que cabe. Ya hubiéramos muerto si así hubiera
querido ese maldito. Dadme una breve pausa y ya veréis que salgo de esta junto
a Jaime –dijo apaciblemente –.
Pero eso no convenció a Jaime y, omitiendo la posibilidad de
poner en peligro al grupo, tiró de los hilos para soltarse. A ellos no les
gustó su reacción y, como era de esperar, apretaron con mucha más fuerza para,
tras ello, tirar, arrancándole los miembros.
Jaime no murió de inmediato y empezó a gritar debido a la
inmensa agonía. Blas indicó a los otros que aceleraran el paso. Al momento se
negaron, pero Sandro insistió, sabía que no había esperanza para él y que se
quedaran observando cómo moría era innecesario.
Con los ojos vidriosos, los siete continuaron. Hubo un
momento en el que Paula miró hacia atrás. Era cierto, no había salida. Sangre,
agujas e hilos formaron un cúmulo donde ellos dos se encontraban. Adiós Sandro…
Finalmente alcanzaron la sala de profesores, ausente de
trampas. Se incorporaron y Marta buscó en el tablón el llavero. Lo cogió y lo
guardó en el bolsillo de su camisa. Quedaba el trayecto de vuelta, pero antes
de emprenderlo Blas se detuvo al lado de una mesa, donde había unos papeles
manchados de sangre, bajo una madeja del mismo hilo que el que manejaba el
profesor. La lógica sugería que lo había depositado allí para ellos, con lo
cual, el venir a por las llaves también formaba parte de su “experimento”.
-Esto es… surrealista
–exclamó Blas tras darle una ojeada a las páginas –. La mayoría de párrafos son divagaciones, tipos de hilos y demás
material de costura y alguna que otra frase vacía. Pero lo interesante es esto…
Habla de un discípulo, alguien digno de ser… ¿su predecesor?
Así lo exponía en las páginas. Parece que el profesor por
fin revelaba sus intenciones. Buscaba un joven de entre dieciséis y diecisiete años, con gusto por la ciencia, capaz de defenderse frente a las pruebas tanto
físicas como químicas que el Maestro debía ofrecer. En el peor de los casos
sería el discípulo el que, consciente de ello y con total libertad, se
dirigiera personalmente al antiguo Tanatohilador
para tomar su puesto una vez este muriera.
-Entonces, ¿si uno de
nosotros acepta ser… su discípulo, todo acabará? –preguntó Amador
incrédulo –. ¡No tiene ni pies ni cabeza!
O sea, que aunque a partir de ahora seamos sumamente precavidos y nadie más
muera accidentalmente, según esto, sí o sí, uno más morirá, porque no se puede
llamar vida a lo que vaya a tener el que sea elegido aprendiz de tanato… lo que
sea.
-Tanatohilador –corrigió
Marta –. Y sí, según eso, aunque nos
neguemos, uno de nosotros será escogido por él. La otra opción es que muramos
todos. Tampoco espero que siga al pie de la letra lo aquí establecido, pero que
lo haya dejado a simple vista, a nuestro alcance para leerlo, me hace sospechar
que nos sugiere que alguno se ofrezca ya, o como mucho, mostrar la “recompensa”
que puede recibir uno de los supervivientes… Me dan escalofríos con sólo pensar
en lo que hará con el discípulo.
-Todo encaja –sentenció
Blas –. Su pregunta de la pizarra, la
disciplina del silencio digna de cualquier maestro, los castigos incompasivos
ante la desobediencia. Es de la vieja usanza. Aparte de eso, aunque alguno de
nosotros se sacrificara y se ofreciera, eso no aseguraría la imposibilidad de
morir. Si hace esto con aprendices de prueba, sometidos a un proceso de
perfección, seguramente exija aún más al elegido. Y, además, en el peor de los
casos podría seguirle la corriente y luego traicionarle, si fuera así,
orgullosamente yo habría aceptado ir con él. Pero algo me hace pensar que él no es
el primero, y probablemente también fue un asustadizo alumno inmiscuido en un
proceso de selección similar. Indudablemente se le moldearía la mente y el
cuerpo… No sé, no puede ser tan fácil como gritar a los cuatros vientos que
quieres ser su alumno y a partir de ahí ningún funeral más…
Nadie sabía qué hacer. Quizás, al compartir todo lo ocurrido
con los otros nueve del aparcamiento, alguna idea surgiría. Doblaron las
páginas y cada uno metió una en un bolsillo. Salieron de la sala de profesores
y cuál fue su sorpresa al contemplar que toda esa gran cantidad de hilos había
desaparecido y sólo había unos pocos en el techo sosteniendo huesos, músculos y
piel en recuerdo de la desgracia de Sandro y Jaime.
Anduvieron manteniendo la precaución y bajaron las
escaleras. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que Fran no había llegado
muy lejos. Tal vez, por arrepentirse de continuar, el Tanatohilador le
castigó. Allí estaba, abierto en canal, con dos agujas clavadas en sus ojos,
tirado en el suelo, inerte.
No era momento para pararse a lamentarse, siguieron el
camino de vuelta, faltaban escasos metros para llegar a la ventana rota. Sin
embargo Amador cometió un error fatal. Impaciente por rencontrarse con Samanta,
avivó el paso casi poniéndose a correr. Sergio y Raúl, que en ese momento
estaban a su lado, intentaron agarrarle tirando de su chaqueta, pero este se
desprendió de ella y siguió hacia la ventana. Impotentes, sin poder gritar ni
correr por el riesgo que ello suponía, solamente pudieron quedarse mirando.
Cuatro hilos aparecieron por la puerta de una de las aulas, rodearon a Amador y
los arrastraron de un brusco empujón al interior del aula.
Cuando los demás llegaron a la puerta intentaron abrir, pero
no servía de nada, al igual que con la puerta principal, los hilos evitaban que
se abriera. A través del espejo estaba la imagen de Amador, con su cuello
rodeado por un hilo un poco más grueso que los que inmovilizaban sus piernas y brazos. Este hilo colgaba del
techo, y por consiguiente provocaba en Amador el castigo del ahorcamiento. En
sus últimos segundos de vida, casi sin poder hablar, tuvo la suficiente
fortaleza para vocalizar dos palabras: lo
siento.
Amanda era la primera que esperaba al lado de la ventana. En
cuanto vio aparecer a seis de los diez que habían entrado, de entre los cuales
Amador no se hallaba, preguntó intranquila dónde se encontraba él, aún
esperanzada de que aparecería saltando la ventana en cualquier momento. Los
seis agacharon la cabeza.
Sonia, comprendiendo enseguida la silenciosa respuesta del
grupo, tapó la boca de Amanda y la abrazó con fuerza. Sus ojos estaban abiertos
como platos y tenía la respiración entrecortada, sin creer aún que Amador había
muerto. No reaccionaba, estaba inmóvil, ni siquiera podía gritar, simplemente
su rostro era lo único que mostraba señal alguna de vida, el resto del cuerpo
permanecía inerte, compartiendo el mismo estado que su amado…
Tras un minuto de mutismo en honor a los cuatro que se
atrevieron a entrar y murieron por salvar a los demás, Blas contó lo ocurrido
dentro, evitando las partes en las que alguno de ellos perecía. La aflicción no
era sólo por Amador, no hacía faltar afirmar que Sandro, Jaime y Fran también
les habían abandonado para siempre, dejando a un lado las ganas de vivir por el
valor heroico que ahora ayudaría a los demás a salir del Instituto.
Ahora todos sabían que uno de ellos, por mucho que lucharan,
acabaría con el cerebro lavado por infinitas locuras que el Tanatohilador
introduciría en su cabeza, elegido por la desdicha en incesante sufrimiento
hasta acabar transformado en un autómata que provocaría el mismo pánico en un
futuro. ¿Quién sería el discípulo?
Alguien más no saldría sano y salvo hoy, eso seguro, pese a
ello, habían de seguir. Uriel pidió las llaves a Marta, quería ser él el que se
enfrentara a los hilos que se interponían entre ellos y la puerta del
aparcamiento, después de todo, no podía evitar culparse al haber hecho que
aceptaran entrar en el edificio. Por supuesto no le dijo las intenciones a
Marta, pues se habría negado. Tan sólo pidió las llaves y ella se las entregó.
Entonces, relajó su cuerpo y fue de cabeza a la hojarasca de hilos.
Tal vez los hilos ignoraran su avance, pero las agujas no,
todos los filos se dirigieron hacia su piel. Notaba el calor de su sangre
fluyendo, era como abrirse paso a través de unas zarzas. Sin embargo hizo caso
omiso al dolor, continuó, estiró el brazo, introdujo la llave y abrió la
puerta.
Las pruebas estaban a punto de terminar. La maraña se retiró
y no había absolutamente nada que les impidiera escapar. Algunos sonrieron,
otros alzaron el ceño sin creérselo aún. Pero todos estaban de acuerdo en una
cosa: correr.
Los primeros pasos fueron desconfiados, pensando que todavía
el Tanatohilador les tenía en el punto de mira, pero al ver que no había
respuesta alguna por su parte, corrieron todo lo que pudieron hacia la salida.
Estaban fuera, en cuanto se alejaran un poco más celebrarían la victoria,
aunque la euforia del momento no podían esconderla.
Desgraciadamente la felicidad fue demasiado fugaz. Quince
hilos salieron a por ellos, cada hebra a por uno. Cayeron destartaladamente al
suelo cuando se arremolinaron en sus piernas, sin que ni siquiera los reflejos
de Raúl y Sergio pudieran evadir el agarre. El único que no se enredó en una
pierna fue el que persiguió a Sara, que directamente atravesó su cuello
matándola casi al instante.
Esa muerte daba a entender que todos y cada uno de ellos iba
a ser castigado, sin elegir un discípulo. No podían comprenderlo, habían
llegado tan lejos, siguiendo las indicaciones del profesor, ¿qué habían hecho
mal, tendrían que haber esperado en la entrada en vez de salir? ¿Qué ocurría?
Nadie tenía la respuesta. Lentamente el hilo avanzaba como
una serpiente. A la muerte de Sara le siguió la de uno de los nuevos, quien fue
estrangulado. Segundos más tarde perecieron los últimos alumnos nuevos de la
clase de Bachillerato, uno desangrado al ser atravesado repetidas veces por el hilo,
el otro por una despiadada evisceración.
Arturo quedó impactado. Por primera vez su aspecto tranquilo
había dado paso a pura angustia. No quería ver más muertos, no quería ver más
sangre. Un fuego apareció en sus ojos. Se resistió al hilo que le impedía
avanzar. Tiró de él separándolo de la piel, pero de este surgieron agujas que arremetieron
contra su mano. No le importaba, siguió tirando. Las agujas que brotaban era
cada vez más largas, llegaban a atravesar por completo su mano. Entre la sangre
y las agujas incrustadas, nada tenía que envidiar a una rosa con espinas. Se
debilitaba. Tenía que entrar en razón, no había escapatoria. Justo cuando se
iba a dar por vencido, le alertó el alarido de Ricardo.
Ricardo, exasperado, trataba de arrastrase hasta su gran
amigo Sebas. Lloraba sin poder ayudarle, Sebas había sido el siguiente en recibir el
castigo. El grueso hilo se había dividido en filamentos más finos que cosieron
su boca para, de inmediato, ser su cráneo atravesado por una gran aguja.
Sus sollozos le hicieron entender. No había otra manera. Arturo se
levantó del suelo como pudo y se giró en dirección al Instituto. Dios un fuerte
grito para llamar al Tanatohilador. Y, entonces, pronunció la frase que nadie
se atrevía a decir.
-¡Yo seré tu
discípulo!
En cuanto sus palabras retumbaron alcanzando el interior del
edificio, los hilos dejaron de inmovilizarles y se echaron atrás. Los demás se
quedaron conmocionados, esperaban la ofrenda de cualquiera excepto de él,
siempre tan callado. Entonces apareció el homicida, sin decir vocablo alguno se
aproximó a Arturo. De su espalda manaban todos los hilos que inundaban el
Instituto, uno de estos agarró por la cintura a Arturo y lo puso cara a cara
con él. Cuando Arturo se cercioró de que tenía la atención explícitamente puesta
en su rostro, atacó. Aprovechando la espinosa mano, se arrancó una de las
agujas más largas y se la hundió de lleno en el corazón.
El Tanatohilador emitió un grito vacío y miró con rabia a
Arturo. Con el hilo que le rodeaba, lo levantó y lo precipitó contra el suelo
repetidas veces. Al cabo de pocos segundos el profesor cayó muerto, presa de
uno de sus propios instrumentos, perdiendo toda la fuerza que ejercía en los hilos Uriel corrió enseguida a socorrer a Arturo,
pero los golpes que había recibido eran demasiado graves como para que
sobreviviera, tendría una gran hemorragia interna con más de un hueso roto.
-Hasta los monstruos
tienen puntos débiles –aseguró Arturo –. Siento Uriel que me veas así… No había otra manera… Sé que tendría que…
haberme ofrecido antes de que acabara con ellos cinco… Pero… tenía miedo…
Uriel no tuvo tiempo para responderle. Arturo exhaló su
último aliento sin perder la sonrisa de victoria que había mantenido desde el
momento en el que había apuñalado al Tanatohilador. Había sido un acto inteligente, a
la par que una temeridad, el ofrecerse como discípulo y atacarle, pues así
había terminado con una oscura tradición que podría llevar años en marcha, el
maestro y el aprendiz estaban muerto… Junto con diecinueve alumnos más de la
promoción del Bachillerato de Ciencias de la Salud de 2013.

Ahora tendrían que avisar a las autoridades, si les creían o
no era indiferente, ya se había hecho justicia. Lo que les importaba era si en
algún momento sus mentes borrarían esos recuerdos… Se habían sometido, en el
primer día de clase, a un examen de extrema dureza, y muy pocos habían
conseguido aprobar… Tanto dolor, tanta sangre… tantas pérdidas.