Noticias desde la Oscuridad

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Suerte está concluido.

28-09-2015

Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Odio somos

Otro estúpido días más en este asqueroso mundo. Menos mal que pronto lo abandonaré y hallaré por fin la paz de la que tantos hablan. Tal vez me tachen de sociópata. Puede que tengan razón. Al principio hasta yo pensaba que mi apetencia a mantenerme solo, aislado, era una cruel enfermedad. Luego comprendí que estaba equivocado, que en realidad era un simple, y eficaz, mecanismo de defensa. Toda persona con la que me cruzo en la calle, toda persona que me habla o intenta entablar una amistad, toda persona que miente para que nadie se fije en lo cuan despreciable que es su existencia, todas merecen morir… Yo inclusive.

Desde pequeño supe que este mundo estaba demacrado por unas pautas incongruentes. Nuestra vida se transformaba en herrumbre con cada paso que dábamos hacia un futuro que prometían que sería espléndido…

Pero yo ya sospechaba algo. Sí, podría ser un niño, pero me había criado en un ambiente de desconfianza. No éramos ni adolescentes, nuestros cerebros eran esponjas que absorberían cualquier líquido que se les vertiera. Pese a ello, yo tenía una potente barrera. Llamémosla pesimismo. Puede ser perjudicial a largo plazo, pero en esos instantes evitaba que se me inculcara una falacia disfrazada de tautología: el ser humano es bueno.

A medida que crecía, mientras mi inocencia se iba marchitando, mis más temibles sospechas se cumplían. En efecto, los humanos éramos deleznables.  Guerras, homicidios, engaños, robos, burlas y demás delitos estaban a la orden del día en los telediarios, esos programas informativos que mostraban una cara lacrimosa frente al público cuando en realidad necesitaban de toda esa sangre derramada para existir. Siempre me sentaba a la hora de comer frente al televisor y veía las noticias. La misma historia, aunque distinta en argumento, similar en la síntesis, malos contra buenos, buenos contra malos. Pero, ¿quién era el malo y quién era el bueno cuando ambos bandos reclamaban una violenta justicia para el contrario?

Y ya que estoy hablando de la televisión, sería un poco estúpido por mi parte no hablar de la fama, el verdadero fin de nuestra existencia. Los filósofos y demás calaña han dedicado su vida a averiguar la razón de esta, la vida (cuando deberían haberse preguntado de qué madera querían su féretro). A temprana edad yo lo supe, y aunque peque de ostentoso, la verdad es absoluta. Haremos lo que sea para ser recordados, y cuanta más gente te alabe menos te importará morir. Aún no he visto ningún famoso aceptar que teme a la muerte a excepción de los que les puede más el sonido de las monedas. En cuanto al resto, les es irrelevante mientras cientos de extraños visiten su tumba y con cada suspiro les devuelvan a la vida. Sin embargo, si tu existencia se oculta entre las sombras, consciente de que cuando te vayas de aquí nadie sabrá que has tenido una vida, el miedo creará un embozo a tu alrededor y te hará tomar medidas desesperadas.

Aquí es donde entra la verdadera naturaleza ansiosa de las personas. Aquellos a los que respeto en parte por no ocultar la idiosincrasia humanoide que el resto de hipócritas de este globo pretenden ocultar. Hablo, por supuesto, de los que, para al menos conseguir su foto en un periódico de dudosa calidad, hacen lo impensable. Matan, violan, roban, pudren este mundo convirtiéndose en los Midas del dolor. Pero no les importa, tal vez sean recordados como el que despellejó a diez ancianos o el que torturó sexualmente a un par de niños… No obstante, su existencia no se perderá en los abismos del tiempo. Será entonces cuando se les vuelva a preguntar si temen a la muerte y, con una sonrisa de oreja a oreja, contestarán con un rotundo no.

Sin embargo, a pesar de una visible homogeneidad, a algunas personas el miedo se les introduce en el cerebro de tal manera que causa el efecto contrario y, frente al riesgo de estar exentos de fama, la maldad no se les libera, sino que se les reprime aún más.

A esta clase de miedo la considero como la inhibidora del auténtico modus operandi humano, donde la causalidad del susodicho toma suma importancia, pues aquí siempre se encuentran antecedentes familiares. En otras palabras, aquellos que piensen que todo acto erróneo tiene una consecuencia fatal se comportarán de tal forma cuando el miedo les infecte. Por supuesto esto no sería posible sin los amigos y familiares que les rodean. Y sí, no hay que ser adivino para saber que en esta categoría entran los cegados por la fe. Aunque he de admitir que también podrían entrar en el primer subgrupo si no fuera porque los primeros, y por eso me caen mejor dentro de lo posible, es que diferencian el mal del bien y saben perfectamente que sus actos se rigen por el mal. En cuanto a estos últimos, bueno, ya se sabe que hagan lo que hagan, como si es sajarle la garganta a su madre, si se lo ha dictado la voz demoniaca de una deidad, entonces será un paso más a un bien demente.

Pero lo que vengo a decir es que la hipocresía de los inhibidos por el miedo es tan fascinante que hasta algunos de ellos reconocen que la única razón por la que se comportan con bondad hacia el prójimo es para que luego ellos no reciban ningún desdichado fruto de dichos actos. Es como si tuvieran la mente controlada por un kármico péndulo de causa y efecto. Creo que ya son un poco adultos para que la anarquía cunda un poco por sus venas y no estén doblegados a nada.

Visto así doy a entender que haga lo que haga el ser humano, yo le voy a despreciar. En parte te doy la razón, aunque no pensaría así si desde el principio este me hubiera mostrado una faceta distinta a la actual. No hay ser humano bueno, los hay que hacen el bien temiendo las consecuencias de comportarse conforme a su naturaleza, luego están lo que sin importarle aquello, desesperados por la cuenta atrás, recurren a la forma más fácil de alcanzar la fama, mediante la sangre.

Unos manchados de violencia, otros de hipocresía. No hay mucho donde elegir. El continente, la Tierra, me encanta, y me hubiera gustado estar más tiempo si no fuera porque le espera un futuro, no muy lejano, donde las heridas que le causamos diariamente ya no cicatricen; pero el contenido, nosotros, me repugna. A diario me cruzo con personas cuyas acciones son de dudosa intencionalidad razonable y desearía pararme frente a ellos y preguntarles por qué lo han hecho. Pero sus respuestas serían parecidas a un “tú qué sabrás…”

Es curioso eso último, una llamada a la liberación de un modo de vida basado en pustulosas masas. Una vez me enseñaron que el ser humano tiende a la sociabilidad, y podría entonces considerarme a mí mismo como a una excepción. Sin embargo, por más que intente mirar un acto cordial que enlace a dos personas en una relación amistosa, sólo consigo ver que cuanto más se avanza en eso que denominan modernización, más se resquebrajan esos últimos resquicios de ligaduras entre uno mismo y el vecino. Una vida donde las frases que priman en los eslóganes vienen a decir que estemos unidos cuando esas mismas empresas te empujan al aislamiento con productos que hacen que te cuestiones: ¿para qué necesito a los demás si lo tengo todo?

Pese a la tristeza del asunto, es la realidad. Y si me dieran la oportunidad volvería a ser un niño donde algo en mi interior aún luchaba contra mi pesimismo y, esperanzador, insistía en que tal vez recapacitaríamos. Pero el tiempo pasó y aquí me veo yo ahora, aquejado de una grave enfermedad crónica cardiaca, a la espera de que algún donante perezca y mi organismo acepte su corazón. Si fuera otra persona estaría todas las noches suplicando que la fortuna hiciera aparecer un corazón para seguir con vida. Lástima que sea yo, el de siempre, y sepa perfectamente que moriré antes de ver un resquicio de humanidad.

En parte es irónico que vaya a morir a causa de una malfunción cardiaca. Si no fuera tan escéptico y realista, diría que todo el desprecio y aversión que siento hacia los demás ha provocado que este músculo bombeador se ennegrezca lo suficiente para compartir mis sentimientos y tampoco querer vivir en este mundo.

Los médicos y enfermeros pasan de vez en cuando por mi habitación animándome y engañándome afirmando que muy posiblemente pronto hallarían un corazón sano para mí. Enseguida les clasifiqué en el tipo de ser número dos: el inhibido. Esa actitud amable frente a un desconocido denotaba que realmente se les hacía la boca agua al pensar en el cuantioso sueldo que recibirían a final de mes. Ya me los imagino si fueran transeúntes normales y corrientes y me vieran por la calle mientras sufría mi primer episodio arrítmico. Quizás los más temerosos se pararían para preguntar acerca de mi estado, pero el resto, sabiendo que por tratarme bien no iban a recibir remuneración alguna, pasarían de largo. La realidad era distinta, me cuidaban porque se jugaban el sueldo, pero sabía que en un mundo paralelo me tratarían como una mota de polvo posándose en una mesa, me apartarían de la superficie y asunto arreglado.

En el hospital seguía con mis horarios de siempre. A la hora de cenar ponía los informativos en el televisor que colgaba en la pared para aumentar mi asco. Últimamente se veían bastantes seres del tipo uno: el auténtico. Podría ser por la dificultad de los tiempos, pero con asiduidad aparecían más personas cometiendo delitos. Relacionarían fama con dinero y la desesperación aumentaría acelerando el proceso de liberación. De hecho, hacía bastante tiempo que no veía un famoso estándar, si no era por un despiadado genocidio era por el robo de una numerosa cantidad de dinero. No obstante, siempre había un hueco reservado para las incesantes guerras. Me hacía gracia ver a manifestantes autodenominados pacifistas recriminando dichas confrontaciones bélicas. Siempre me pregunté: si van a favor de una humanidad equilibrada, ¿por qué abogan por la paz absoluta y la ausencia total de guerras cuando eso desbalancearía por completo tal equilibrio? Lo dicho, si tuviera que definir con un aroma a la humanidad sería con el hedor de la hipocresía…

Los días se sucedieron y en uno de estos el médico encargado de controlar mi estado me dio la esperada noticia de que mi corazón ya estaba demasiado grave y si en una semana no recibía donación alguna moriría. Me ofrecieron un psicólogo por aquello de tener que “afrontar” una muerte tan próxima. Claramente me negué, demasiados falsarios había visto ya como para tener que recordar a otro.

La semana transcurrió con calma y únicamente aguardaba ese último pinchazo en el pecho que pararía por siempre mi corazón. En muchas ocasiones me despertaba por la noche con tremendos dolores. Definitivamente ese médico tenía razón, había entrado en la etapa final, pero aún tenía suficiente capacidad cardiaca para albergar más antipatía. En mi últimos momentos hasta tuve ganas de llorar. Muchos no se lo habían ganado. No. Ahí estaban, disfrutando de vidas sintéticas conformadas por piezas de pura crueldad, poco piadosas. Aunque puede que me lo mereciera al fin y al cabo, probablemente se me haya olvidado mencionar al tipo de ser número tres: el hostil. No se trata de una categoría muy diferenciada de las otras dos, pues el carácter principal del tercero lo pueden presentar ambos. Es aquel que se mantiene ajeno a los demás y declina poca consideración hacia la humanidad llegando a dañarles por mero desprecio, que a veces secunda a una recreación falsa de superioridad. Quizá no cumpla todos los requisitos, pero desde luego sí que presento hostilidad frente al ser humano, por no hablar de que vomito ante la idea de la integración social… No, si al final hasta me creeré las premisas del ser inhibido y todo será culpa de no haber tenido un comportamiento digno de un santo. Pues si tuviera que haber adoptado esa actitud falsa para ser recompensado con una vida más duradera, me parece que estaré mejor abandonando este lugar. Escupiría a la humanidad a la cara, pero aprecio demasiado mi saliva como para que se ensucie con vuestras pieles.

Y el día llegó. Un tremendo apretón en el tórax, como si me estrujaran el corazón con extrema fuerza, un breve quejido y oscuridad. Fue extraño que, supuestamente estando muerto, escuchara aún voces. Pude diferenciar la de uno avisando al médico, ya habrían encontrado mi cadáver. Luego me alzaron y me pusieron en otra camilla. Algunas luces aún atravesaban mis párpados, se difuminaba todo, pero podía distinguirlo de la plena oscuridad. Segundos después me conectaron a algo y me pusieron algunos tubos, probablemente estarían sacándome la sangre, no es que supiera muy bien qué se hacía con un muerto en un hospital. Sólo esperaba a que pronto me quedara  difunto del todo y dejara de estar en este incómodo stand by. Pero hubiera estado interesante estar así hasta mi funeral, con mis padres también muertos, y sin más familiares que me apreciaran, incluso podría ser Record Guinness en cuanto al funeral más solitario de la historia…

Como era de esperar, ese estadío cambió tiempo después, pero no por la muerte, sino por la vida. No comprendía nada. Me encontraba en una habitación similar a la que abandoné. Lo primero que percibí fue comodidad, sí, carente de dolor torácico. Me levanté la parte superior del pijama y pude observar una considerable cicatriz en la región donde se hallaba el corazón. Obviamente el órgano que me latía estaba sano, ¿pero cómo?

Tras un par de horas el cirujano entró en la habitación y, viendo que ya había despertado, me explicó que ese tremendo dolor punzante podría haberme matado, pero afortunadamente en ese justo momento había llegado un corazón al hospital perfecto para mí. Se me llevó rápidamente al quirófano y se realizó la operación exitosamente. Me entró la curiosidad por saber de quién era tal músculo. Resultó ser de una mujer en coma. Su marido, en contra de la voluntad de ella, exigió alargar su estado comatoso, el cual era irreversible. A pesar de que los médicos afirmaban que sólo conseguiría estirar su sufrimiento, el marido, tal vez un poco egoísta, quiso mantener a la mujer un año más enchufada a una máquina. Pero un día se enteró de que un paciente de ese mismo hospital necesitaba un corazón urgentemente. No se sabe la razón exacta, pero el marido entró en razones y permitió descansar en paz a su mujer. Ipso facto, se la extrajo el corazón, el cual era compatible con mi organismo, y se llevó al quirófano para implantármelo.

Realmente me sorprendí. Tal comportamiento no encajaba con ningún tipo de ser existente hasta ahora. Algo no cuadraba. ¿Egoísmo, aceptación, fama, curiosidad por el asesinato? Nada de eso…

Una vez recuperado lo suficiente para caminar, quise hablar con él, el cual se encontraba en la capilla del hospital. Al verme no sabía quién era, así que me presenté. Se echó a llorar y por primera vez no sentí asco por un humano. Puede que los cirujanos me hubieran operado porque era su trabajo, quién sabe, pero él no tenía razón alguna para darme tal regalo. Aunque consciente de la presencia de un enfermo de corazón, todos entenderían el negarse a donar el corazón de su esposa. Intrigado, y sin saber medir muy bien mis palabras, le pregunté por qué lo había hecho. Su respuesta me dejó conmocionado.

-Ante mis manos se hallaban dos posibilidades. Sinceramente al principio pensé en tomar la primera alternativa y no desconectar a mi mujer, pero recapacité. Si hacía eso provocaría dolor en dos personas, en ella por seguir en un coma interminable y en ti por dejarte morir. Sin embargo, si tomaba la decisión correcta os liberaría a los dos de vuestras penas. Ella al fin podría descansar y tú seguirías disfrutando de la vida que se te ha otorgado.

Justo en esa última frase se me hizo un nudo en la garganta. Si de verdad conociera mi vida, deficitaria en felicidad, se arrepentiría de haber elegido esa opción. Esperaba verle triste y en cambio sonreía. Simplemente era feliz por haberle dado la vida a alguien pese a que fuera un extraño. ¿Qué clase de persona era? Era imposible que estuviera marcada por el altruismo, eso era mera fantasía.

-Quizás te preguntes cómo cambié drásticamente de negarme a donar su corazón a… matar a la persona que más quería –prosiguió el señor–. Hasta hace poco creía que el ser humano era un monstruo. Y… puede que aún lo piense.  Pero llegué a la conclusión de que gente buena existía, aunque poca, y ellos tenían el duro deber de contrarrestar toda la maldad de este mundo. Siendo minoría tendrían que hacer que sus actos repercutieran mucho más que los del resto. Y yo he querido apoyar a la causa. A veces decaigo y sigo creyendo que en realidad no hay hombre bueno, pero eso no me importa si yo estoy a gusto conmigo mismo, y te lo digo de verdad, esta decisión me reconforta mucho más que la otra…

Me quedé sin palabras. Ese señor era como yo y, sin nada a su favor, se había dispuesto a nadar contra la corriente.  Me parece que este hombre había hecho algo más que darme un corazón o una segunda oportunidad para vivir.

Puede que haya que incluir un cuarto tipo de ser, este sí, humano.

domingo, 29 de septiembre de 2013

El Discípulo [2/3]

El primer lugar que se les ocurrió visitar fue la parte trasera del patio, el aparcamiento para profesores. Allí había una gran compuerta que normalmente estaba cerrada, pero ante la ausencia de esperanza tendrían que valerse de cualquier resquicio de fortuna que albergara esta pesadilla.

Como esperaban no había escapatoria, aunque ese sentimiento de decepción era secundario. Estaban empezando a percatarse de que a medida que transcurría el tiempo, el Instituto se cubría más y más por esos paisajes de hilos y agujas sacados del sueño enfermizo de un escritor enloquecido. Algunos profesores estaban enredados allí, empalados en agujas y levitando en charcos de su propia sangre. La prueba de que ni de los adultos podrían obtener ayuda se encontraba ahí, y si no lo resolvían ellos al menos deberían escapar.

Desesperados, volvieron a consultar a Blas. Este comenzó a estresarse, a pesar de tomarse durante el inicio del horror todo con frialdad, el límite de su mente se estaba quebrando. No soportaba tanta presión, quería volver a ser el inexistente ente que era antaño. Lanzó una mirada suplicante a Uriel y él comprendió que su naturaleza se anteponía a los acontecimientos. Uriel calmó al grupo y habló entre susurros.

-Analicemos la situación. Dejando a un lado lo irreal que puede resultar esto, creo que todos estamos de acuerdo en que ese monstruo no resistirá indefinidamente, y aunque pueda matarnos con una simple mirada, al cabo del tiempo acabará perdiendo a causa del desgaste. Si de verdad poseyera tanto poder como el que nos hace creer no habría creado este sanguinario plan. Lo que hizo Blas en el aula fue un paso agigantado en nuestra supervivencia. No mata porque sí, si puso tal pregunta en la pizarra y reaccionó así ante la respuesta de Blas es debido a que esto trasciende a algo más que una caza mayor, nos pone a prueba. La pregunta es: ¿cómo conseguir su aprobación?

-Siendo una prueba, como tú dices, algo queda claro –continuó Sandro –. Esto debe ser el campo de experimentación. No sería extraño que nos estuviera observando ahora mismo. Sin embargo seguimos vivos, es decir, tenemos que averiguar sus reglas y seguirlas al pie de la letra. De momento sabemos que está prohibido caotizar este silencio e intentar escapar por la puerta principal.

-¿Y si sólo hace tiempo para matarnos?¿Y si no hay ninguna salida? –preguntó Amador balbuceando –.

-Siempre la hay. De los videojuegos aprendí que por muy peliaguda que se ponga una situación, siempre habrá un método que solventará todo.

-Ahora que lo mencionas –dijo Marta repentinamente –. El año pasado, cuando era delegada de clase, normalmente era citada en el aula de profesores para tomas de decisiones, votaciones y demás. Creo recordar que al lado de la entrada había un tablón con varios clavos de los cuales colgaban unas cuantas llaves. Me parece que uno de esos llaveros contenía la llave que abre la compuerta del aparcamiento. Podría ser nuestro método para salir de aquí.

-No nos queda alternativa –contestó Uriel –. Es eso o esperar en el patio a que estos hilos nos asfixien. Será mejor entrar de nuevo y andar con cautela hasta la sala de profesores.

El grupo lo asimiló. Deberían regresar al núcleo de la pesadilla. A pesar de que esta fuera la única alternativa, paralizados por el miedo, tres compañeros, nuevos ese año, decidieron quedarse allí a esperarles de vuelta con el llavero. Se excusaron con el pánico y nadie les pudo echar la culpa, de hecho lo increíble no era que se negaran a avanzar, sino que el resto, veinte personas que aún ni eran adultas, agarraran con fuerza el poco valor que brillaba en sus corazones e hicieran frente a un hombre con el poder de Fobos.

Y allá fueron. En cabeza iban Uriel y Sandro, en la retaguardia, cadena en mano, Blas, en los laterales Marta y Amanda. No debían dejar ningún flanco al descubierto. Como un mismo ser, el grupo se movía casi al mismo paso. Llegaron a la puerta y una maraña de hilos empapada en sangre aguardaba en la sala principal. Algunos estaban atados a los barrotes de la puerta, impidiendo su abertura. Sandro y Uriel intentaron abrir pero era en vano. Insistieron con más fuerza, el tambaleo de la puerta emitía unos estrepitosos ruidos provocando que algunos hilos, como culebras enrabietadas, comenzaran a agitarse.

Sergio y Raúl se dieron cuenta de que si continuaban estaban expuestos a una prematura defunción. Les separaron con brusquedad de la puerta y, en silencio, señalaron la maraña. Ambos asintieron y se disculparon. Ahora había que idear otra manera de acceder al interior.

-¿Qué os parece por ahí arriba? –propuso uno de los nuevos indicando con la vista a la ventana que tenían justo encima de ellos, que se encontraba afortunadamente abierta –.

-No creo que sea posible. No hay seguridad alguna para alcanzar la ventana. –refutó Marta –.

-Puedo ir yo. Se me da bien la escalada. Solamente decidme cómo llegar hasta la sala de profesores y os traeré la llave enseguida.

-No. –respondió Uriel –. No recorrerás todo el camino solo. Si quieres subir, hazlo. Pero con una condición: justo al lado de esa ventana verás unas escaleras. Te llevarán justo aquí abajo. Abre la puerta y te acompañaremos.

-Lo haría encantado, pero no creo que por abrir desde dentro los hilos dejen de evitar el movimiento de la puerta.

-Tengo… esto –ofreció Arturo con un tono de voz casi imperceptible –. Es una pequeña navaja, aunque el filo está bien afilado. Supongo que esos hilos serán igual de débiles que el resto frente a una hoja.

El nuevo, quien se presentó con el nombre de Ernesto al preguntarle Sandro su nombre justo antes de partir, cogió con gusto la navaja y se la guardó en el bolsillo de sus vaqueros. Inspiró una gran bocanada de aire y la echó de inmediato mientras mantenía los ojos cerrados. Era el momento, entrar ahí podría considerarse suicidio, pero había que pagar un precio por ser campeón municipal de escalada juvenil, además no se hubiera perdonado el callarse al divisar tan perfecta entrada y, por tanto, posibilidad de supervivencia.

Ernesto subió y entró sin problema alguno. Ahora el silencio era estremecedor, vaticinaba una angustiosa espera que quizá nunca terminaría bien. Durante esos segundos una chica rompió a llorar, era la amiga que habían conocido Paula, Sonia y Marta al entrar a clase. Se llamaba Sara. No paraban de encadenar su nombre a un repertorio de frases tranquilizadoras… sin solución aparente. Blas lo sabía, esa histeria conduciría a un llanto cada vez más sonoro. No sólo se estaba jugando el pellejo ella sola, sino el del grupo entero. Esperó un poco más para ver si sus amigas conseguían algo. Ante la ignorancia de la llamada a la calma, Blas no tuvo más remedio que comportarse de la misma forma que con los niños novatos de antes.

-Bonita –contestó agachándose y acercando su rostro al de Sara –. O guardas silencio o te arrastro con nuestros compañeros, carentes de vísceras, de la puerta principal. ¿De acuerdo?

El tono que puso era digno de un demente, entre cinismo y júbilo. Pese a ello, el resultado no se podía cuestionar, se calló de inmediato, al igual que los demás. Todos mirándole con cara de sorpresa.

-¿Qué? No hay que tomarse esto a la ligera. Siento ponerme serio, no me haría ilusión, que se diga, el ser atravesado por material de costura por culpa ajena. Si muero, que sea porque YO he dado un paso en falso y no otra persona. No quiero ser brusco, pero no voy a morir de manera tan absurda.

A partir de ahí el silencio reinó. Los diecinueve se aproximaron a los cristales de la puerta, fijándose en las escaleras. Si todo iba bien pronto verían bajar a Ernesto. Varios hilos, próximos a los escalones, comenzaron a moverse. Al principio supusieron lo peor, pero entonces vieron los pies de Ernesto. Los hilos no se movían por voluntad, sino porque los estaba cortando, con suma precaución, él. Los demás, espectadores, tuvieron que contener la alegría, cada vez faltaba menos.

Al cabo de un par de minutos Ernesto ya estaba al lado de la puerta. Había cortado todos y cada uno de los hilos, abriendo paso a la entrada de los compañeros. Sólo quedaban tres por cortar, los que se enrollaban con más fuerza a los barrotes. Ernesto estaba nervioso, le estaba costando seccionarlos. Procuraba no acelerar mucho el corte, pidió paciencia y fue debilitando el hilo. Segundos después al final se rompió. Todo iba bien.

Con el segundo ocurrió lo mismo. Uno más. Sujetó con cuidado el mango de la navaja y procedió. Las fibras se iban separando, poco a poco el hilo adelgazaba. Apenas lo unían ya cuatro fibras, quedaba el corte final.

Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, a una velocidad vertiginosa, una decena de hilos surgieron y se entrelazaron en los barrotes. A Ernesto se le cortó la respiración, que pasara eso no auguraba nada bueno. Y así era. Más hilos aparecieron tras de sí, penetraron en su tórax a través de la espalda y le rompieron la camiseta dejando el tronco al aire.

Uriel volvió a intentar abrir la puerta para salvarle, pero el movimiento amenazador de los hilos, aproximándose a sus manos, arremolinándose justo donde él se encontraba, le obligó a parar y a resignarse como los demás a observar, horrorizado, su muerte.

Antes de morir, se empleó su piel como un lienzo cosiendo en él letras que conformarían un mensaje dirigido al resto.

“Un error fatal el no ver la fuente de los hilos.”

Inmediatamente buscaron de un lado para otro algún hilo que condujera a la fuente que mencionaba. Era difícil lograrlo, pues se mezclaban demasiado como para perder al que seguían. Sergio, sin embargo, consiguió seguir por completo a uno. Afirmaba que la mayoría de los hilos, por no decir todos, provenían de uno un poco más grueso que salía del pasillo que conducía, en efecto, al aula 2 de biología. Al parecer había estado en todo momento en el mismo sitio. No había duda, esos hilos y agujas eran parte de él, veían, escuchaban, sentían… Entonces sí era cierto que fueran a donde fueran él conocería sus posiciones.

-Ya me está cansando este tío…

Blas no dijo nada más. Con el rostro claramente lleno de furia, se dirigió, a marcha ligera, hacia el aparcamiento. Los demás, sin otra opción, fueron tras de él. No sabían qué tramaba, ni siquiera se lo dijo a Sandro que se adelantó y se puso a su lado. Solamente dijo, con el ceño fruncido, que nadie tenía derecho a jugar a ser un Dios, y más cuando el que lo hacía era una aberración del Inframundo. Sandro se detuvo en seco. No reconocía a Blas, siempre tan callado, tan pasota; había cambiado, tomando la iniciativa, aceptando de primera mano el reto que le ofrecía un ser sobrenatural. ¿Qué almacenaba su cerebro?

Llegaron al aparcamiento. Allí les esperaban los tres compañeros, ahora muertos. El “bosque” de hilos se había vuelto más frondoso. Seguramente hubieran hecho algo que no debieran. Estaban empalados, como los cadáveres docentes del lugar. Blas ni se inmutó, en el fondo ya sospechaba que no iban a llegar muy lejos. Sin pararse a entristecerse por las pérdidas, buscó algún coche que no estuviera invadido por los hilos. Hubo uno solo, un coche gris. Seguramente alguno de los profesores que se hallaban por allí sería su propietario. Con cuidado rebuscó entre sus bolsillos, tenía que encontrar la llave de un Opel. Escasos minutos después la fortuna le sonrió y en su manó se posó la ansiada llave.

Su intención al principio era la de tomar el coche y acelerar para romper la compuerta, pero ya habían demasiados hilos. Seguramente pararían el coche y acabaría muerto. No obstante, podría colisionar contra la pared del edificio en un punto exacto donde había un par de ventanas. Confiaba en la propagación de las ondas ante el impacto, no tenía alternativa. Fuera como fuera, tomar el coche era, muy probablemente, una de las pruebas del macabro profesor, si no estaba en lo correcto, podría haber engullido también ese coche. Que no hubiera ni un minúsculo hilo en la carrocería indicaba eso, no había otra respuesta.

Antes de entrar se acercó a los demás y exigió silencio pasara lo que pasara. Volvió y se subió en el asiento del conductor. Al primer ruido al que se enfrentaba era al del encendido del motor. Introdujo despacio la llave y la giró. Arrancó a la primera y no era un sonido muy alto. Blas miró a los lados y atrás. Lo que se temía: unos cuantos hilos se posaron, rodeando el automóvil, pero no lo hacían de forma tan radical como en la puerta que pretendía abrir Ernesto, ahora se movían de manera mucho más lenta. No era momento para quedarse expectante. Podría morir al estrellarse contra el muro, pero ya lo había dicho, si moría, que fuera por su culpa. Suspiró, quitó el freno de mano, metió primera marcha y pisó a fondo el acelerador. La distancia no era muy grande, y la aceleración dejaría mucho que desear, sin embargo, si todo iba bien el golpe sería suficiente para provocar algunos daños. Sabía que uno de esos cristales ya estaba muy frágil. Años atrás, cuando daba clases en una de las aulas cercanas, en días de bastante viento, se escuchaba claramente el vibrar del vidrio. Le tenía ganas a esa ventana por no dejarle meditar con comodidad en las horas agotadoras, era su momento de arremeter contra ella.

El coche impactó. Hubo la suficiente inercia para que Blas hubiera salido despedido si no llegara a ser porque llevaba puesto el cinturón. Y, por consiguiente a la potente vibración, los cristales se resquebrajaron en mil pedazos. Se había abierto una entrada, pero quedaba lo peor para Blas. El ruido fue considerable. Se desabrochó el cinturón y salió todo lo rápido que pudo del coche. En cuestión de segundos los hilos, que en un principio permanecían con suavidad en el coche, apretaron con tanta fuerza que hasta se hundieron en este. El coche se hizo añicos en un abrir y cerrar de ojos. Blas, mirando atrás, no pudo evitar el imaginarse a él mismo dentro del coche, hecho trozos, confundiendo la carne con el metal, la sangre con la gasolina. Habría sido una muerte terrible, desde luego.

El destino, por el contrario, había optado por la otra alternativa. Seguía vivo y no había amenaza por parte de los hilos. El ruido había cesado, así que la calma reinó nuevamente. Sebas se asomó con cautela a una de las ventanas. El camino estaba despejado, no obstante, en la lejanía del pasillo se divisaban más marañas de hilos, no sería una travesía tranquila la de llegar a la sala de profesores. Sebas compartió la información con los demás.

­-Está bien, la situación es crítica –aseguró Sandro –. Si entramos corremos el riesgo de acabar como Ernesto… o peor. Puede que la sugerencia sea mala, pero propongo el dividirnos. No deberíamos entrar todos, sino los más veloces y escurridizos. No tengo la menor duda de que, aunque no hagamos ruido, alguna que otra hebra irá como una bala hacia nuestro cuerpo. Por ello, los que se vean capaces de resistir el ataque, ¿podríais dar un paso adelante?

Al principio sólo se ofrecieron Uriel, Blas y él mismo. La situación les sometería al mismísimo desafío de la muerte, no era una prueba más de educación física, esto era enfrentarse al campo de trampas de un demente. El silencio, incómodo, hizo que algunos más se ofrecieran. Fueron Raúl y Sergio quienes pusieron plena confianza en sus desarrollados reflejos para enfrentarse a la amenaza. Seguidamente dos de los nuevos, junto con Paula y Marta, aceptaron. Por último, mordiéndose los labios ante la presión moral, avanzó Amador.

Amanda tiró de él, le suplicó que se quedara, pero él reconoció que era su obligación ir. Si era como Sandro explicaba, él era necesario dentro, pues, al menos de entre los veteranos del grupo, Amador era el más rápido. Ante su contestación, Amanda sugirió entonces acompañarle, pero Uriel la convenció para quedarse. Era bien sabida su magnífica labia y muy probablemente, aunque no se lo dijera a los demás, alguno de los voluntarios moriría. El miedo florecería en los que iban a aguardar sus retornos, y si Amanda se quedaba podría, mano a mano con Sonia, tranquilizarles. Ella, a regañadientes y con la cara inundada de lágrimas, aceptó. Dio un beso de despedida a Amador y retrocedió junto con los demás.
Diez iban, nueve se quedaban.

Primero entraron Blas y Sandro, seguidos de Paula, Marta y Uriel. Justo atrás iban los dos nuevos, Jaime y Fran, y Amador, este último prestando una excesiva atención a lo que le rodeaba, pues sabía que si moría causaría un tremendo dolor en Amanda, destrozaría su corazón. Hasta ya estaba arrepintiéndose el haber aceptado ir, aunque sabía que si hubiera hecho lo contrario jamás asimilaría el lograr sobrevivir sin hacer nada a cambio mientras otros habían muerto intentándolo. Debía continuar.

Así que el grupo avanzó con pocos obstáculos hacia las escaleras que conducían a la primera planta, sin más impedimentos que unos pocos débiles hilos que saltaron con facilidad. Sin embargo el piso superior era peor. Lo primero que vieron todos fue el cuerpo de Ernesto, con la espalda totalmente roja por su sangre, pegado a las puertas, cosido a estas.  Miraron al lado contrario, dirección a la sala de profesores, apenas podían ver algo, un millar de hilos, con agujas goteando sangre, les esperaban. Antes de subir el último peldaño Uriel se interpuso y habló al resto.

-Creo que hay que dejar algo claro. Muy posiblemente alguien de los que estamos aquí no vuelva al aparcamiento. Puede que el profesor quiera que vayamos hasta la sala de profesores, pero no quiere decir que, por gusto, no nos mate a algunos por el camino. Somos demasiados y va a ser inevitable el entrar en contacto con algún que otro hilo. Alguien podría ir a rastras hasta la entrada y coger la navaja de Arturo para ir abriendo paso, pero no vamos a cometer el mismo fallo, tendremos que ir sin ayuda alguna hasta allí. Así que, conociendo el alto riesgo de muerte, si alguno quiere retroceder que lo haga, yo al menos no guardaré rencor alguno.

Ninguno se echó atrás a excepción de Fran. Pidió disculpas, con la voz temblorosa, y bajó las escaleras para reunirse con los demás. Uriel esperó unos segundos más por si alguien se arrepentía también. Viendo que los demás estaban dispuestos a todo, asintió y dio la orden de tumbarse. Cerca del suelo había menos cantidad de hilos, y por tanto el riesgo, aunque aún vigente, era menor.

El sudor resbalaba por sus frentes. Muy de vez en cuando alguno entraba en contacto con un hilo y se paraba en seco con el corazón palpitando a gran velocidad. Cada vez que ocurría, el susodicho imaginaba una muerte atroz. Por fortuna esos leves toques no alteraban los hilos y podían continuar.

Pese a la aparente facilidad del viaje, el profesor, que sabía a la perfección qué estaba pasando, quiso poner más peligro a los acontecimientos. Los objetivos fueron Sandro y Jaime. Unos cuantos hilos se enredaron en sus tobillos y muñecas con una fuerza moderada. Se dieron cuenta enseguida, no podían continuar, si se movían demasiado sí podrían provocarse, tal vez, un desagradable desmembramiento. Ante la pausa de ambos, los demás preguntaron qué ocurría, aunque no hizo falta que se lo dijeran, lo vieron con sus propios ojos. Jaime empezó a hiperventilar, asimilando ya su muerte. Por su lado, Sandro, sin ponerse nervioso, no opuso resistencia alguna y se dirigió a los otros siete.

-Seguid adelante, estaremos bien… dentro de lo que cabe. Ya hubiéramos muerto si así hubiera querido ese maldito. Dadme una breve pausa y ya veréis que salgo de esta junto a Jaime –dijo apaciblemente –.


Pero eso no convenció a Jaime y, omitiendo la posibilidad de poner en peligro al grupo, tiró de los hilos para soltarse. A ellos no les gustó su reacción y, como era de esperar, apretaron con mucha más fuerza para, tras ello, tirar, arrancándole los miembros.
Jaime no murió de inmediato y empezó a gritar debido a la inmensa agonía. Blas indicó a los otros que aceleraran el paso. Al momento se negaron, pero Sandro insistió, sabía que no había esperanza para él y que se quedaran observando cómo moría era innecesario.

Con los ojos vidriosos, los siete continuaron. Hubo un momento en el que Paula miró hacia atrás. Era cierto, no había salida. Sangre, agujas e hilos formaron un cúmulo donde ellos dos se encontraban. Adiós Sandro…

Finalmente alcanzaron la sala de profesores, ausente de trampas. Se incorporaron y Marta buscó en el tablón el llavero. Lo cogió y lo guardó en el bolsillo de su camisa. Quedaba el trayecto de vuelta, pero antes de emprenderlo Blas se detuvo al lado de una mesa, donde había unos papeles manchados de sangre, bajo una madeja del mismo hilo que el que manejaba el profesor. La lógica sugería que lo había depositado allí para ellos, con lo cual, el venir a por las llaves también formaba parte de su “experimento”.

­-Esto es… surrealista –exclamó Blas tras darle una ojeada a las páginas –. La mayoría de párrafos son divagaciones, tipos de hilos y demás material de costura y alguna que otra frase vacía. Pero lo interesante es esto… Habla de un discípulo, alguien digno de ser… ¿su predecesor?

Así lo exponía en las páginas. Parece que el profesor por fin revelaba sus intenciones. Buscaba un joven de entre dieciséis y diecisiete años, con gusto por la ciencia, capaz de defenderse frente a las pruebas tanto físicas como químicas que el Maestro debía ofrecer. En el peor de los casos sería el discípulo el que, consciente de ello y con total libertad, se dirigiera personalmente al antiguo Tanatohilador para tomar su puesto una vez este muriera.

-Entonces, ¿si uno de nosotros acepta ser… su discípulo, todo acabará? ­–preguntó Amador incrédulo –. ¡No tiene ni pies ni cabeza! O sea, que aunque a partir de ahora seamos sumamente precavidos y nadie más muera accidentalmente, según esto, sí o sí, uno más morirá, porque no se puede llamar vida a lo que vaya a tener el que sea elegido aprendiz de tanato… lo que sea.

-Tanatohilador –corrigió Marta –. Y sí, según eso, aunque nos neguemos, uno de nosotros será escogido por él. La otra opción es que muramos todos. Tampoco espero que siga al pie de la letra lo aquí establecido, pero que lo haya dejado a simple vista, a nuestro alcance para leerlo, me hace sospechar que nos sugiere que alguno se ofrezca ya, o como mucho, mostrar la “recompensa” que puede recibir uno de los supervivientes… Me dan escalofríos con sólo pensar en lo que hará con el discípulo.

-Todo encaja –sentenció Blas –. Su pregunta de la pizarra, la disciplina del silencio digna de cualquier maestro, los castigos incompasivos ante la desobediencia. Es de la vieja usanza. Aparte de eso, aunque alguno de nosotros se sacrificara y se ofreciera, eso no aseguraría la imposibilidad de morir. Si hace esto con aprendices de prueba, sometidos a un proceso de perfección, seguramente exija aún más al elegido. Y, además, en el peor de los casos podría seguirle la corriente y luego traicionarle, si fuera así, orgullosamente yo habría aceptado ir con él. Pero algo me hace pensar que él no es el primero, y probablemente también fue un asustadizo alumno inmiscuido en un proceso de selección similar. Indudablemente se le moldearía la mente y el cuerpo… No sé, no puede ser tan fácil como gritar a los cuatros vientos que quieres ser su alumno y a partir de ahí ningún funeral más…

Nadie sabía qué hacer. Quizás, al compartir todo lo ocurrido con los otros nueve del aparcamiento, alguna idea surgiría. Doblaron las páginas y cada uno metió una en un bolsillo. Salieron de la sala de profesores y cuál fue su sorpresa al contemplar que toda esa gran cantidad de hilos había desaparecido y sólo había unos pocos en el techo sosteniendo huesos, músculos y piel en recuerdo de la desgracia de Sandro y Jaime.

Anduvieron manteniendo la precaución y bajaron las escaleras. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que Fran no había llegado muy lejos. Tal vez, por arrepentirse de continuar, el Tanatohilador le castigó. Allí estaba, abierto en canal, con dos agujas clavadas en sus ojos, tirado en el suelo, inerte.

No era momento para pararse a lamentarse, siguieron el camino de vuelta, faltaban escasos metros para llegar a la ventana rota. Sin embargo Amador cometió un error fatal. Impaciente por rencontrarse con Samanta, avivó el paso casi poniéndose a correr. Sergio y Raúl, que en ese momento estaban a su lado, intentaron agarrarle tirando de su chaqueta, pero este se desprendió de ella y siguió hacia la ventana. Impotentes, sin poder gritar ni correr por el riesgo que ello suponía, solamente pudieron quedarse mirando. Cuatro hilos aparecieron por la puerta de una de las aulas, rodearon a Amador y los arrastraron de un brusco empujón al interior del aula.

Cuando los demás llegaron a la puerta intentaron abrir, pero no servía de nada, al igual que con la puerta principal, los hilos evitaban que se abriera. A través del espejo estaba la imagen de Amador, con su cuello rodeado por un hilo un poco más grueso que los que inmovilizaban  sus piernas y brazos. Este hilo colgaba del techo, y por consiguiente provocaba en Amador el castigo del ahorcamiento. En sus últimos segundos de vida, casi sin poder hablar, tuvo la suficiente fortaleza para vocalizar dos palabras: lo siento.

Amanda era la primera que esperaba al lado de la ventana. En cuanto vio aparecer a seis de los diez que habían entrado, de entre los cuales Amador no se hallaba, preguntó intranquila dónde se encontraba él, aún esperanzada de que aparecería saltando la ventana en cualquier momento. Los seis agacharon la cabeza.

Sonia, comprendiendo enseguida la silenciosa respuesta del grupo, tapó la boca de Amanda y la abrazó con fuerza. Sus ojos estaban abiertos como platos y tenía la respiración entrecortada, sin creer aún que Amador había muerto. No reaccionaba, estaba inmóvil, ni siquiera podía gritar, simplemente su rostro era lo único que mostraba señal alguna de vida, el resto del cuerpo permanecía inerte, compartiendo el mismo estado que su amado…

Tras un minuto de mutismo en honor a los cuatro que se atrevieron a entrar y murieron por salvar a los demás, Blas contó lo ocurrido dentro, evitando las partes en las que alguno de ellos perecía. La aflicción no era sólo por Amador, no hacía faltar afirmar que Sandro, Jaime y Fran también les habían abandonado para siempre, dejando a un lado las ganas de vivir por el valor heroico que ahora ayudaría a los demás a salir del Instituto.

Ahora todos sabían que uno de ellos, por mucho que lucharan, acabaría con el cerebro lavado por infinitas locuras que el Tanatohilador introduciría en su cabeza, elegido por la desdicha en incesante sufrimiento hasta acabar transformado en un autómata que provocaría el mismo pánico en un futuro. ¿Quién sería el discípulo?

Alguien más no saldría sano y salvo hoy, eso seguro, pese a ello, habían de seguir. Uriel pidió las llaves a Marta, quería ser él el que se enfrentara a los hilos que se interponían entre ellos y la puerta del aparcamiento, después de todo, no podía evitar culparse al haber hecho que aceptaran entrar en el edificio. Por supuesto no le dijo las intenciones a Marta, pues se habría negado. Tan sólo pidió las llaves y ella se las entregó. Entonces, relajó su cuerpo y fue de cabeza a la hojarasca de hilos.

Tal vez los hilos ignoraran su avance, pero las agujas no, todos los filos se dirigieron hacia su piel. Notaba el calor de su sangre fluyendo, era como abrirse paso a través de unas zarzas. Sin embargo hizo caso omiso al dolor, continuó, estiró el brazo, introdujo la llave y abrió la puerta.

Las pruebas estaban a punto de terminar. La maraña se retiró y no había absolutamente nada que les impidiera escapar. Algunos sonrieron, otros alzaron el ceño sin creérselo aún. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: correr.

Los primeros pasos fueron desconfiados, pensando que todavía el Tanatohilador les tenía en el punto de mira, pero al ver que no había respuesta alguna por su parte, corrieron todo lo que pudieron hacia la salida. Estaban fuera, en cuanto se alejaran un poco más celebrarían la victoria, aunque la euforia del momento no podían esconderla.

Desgraciadamente la felicidad fue demasiado fugaz. Quince hilos salieron a por ellos, cada hebra a por uno. Cayeron destartaladamente al suelo cuando se arremolinaron en sus piernas, sin que ni siquiera los reflejos de Raúl y Sergio pudieran evadir el agarre. El único que no se enredó en una pierna fue el que persiguió a Sara, que directamente atravesó su cuello matándola casi al instante.

Esa muerte daba a entender que todos y cada uno de ellos iba a ser castigado, sin elegir un discípulo. No podían comprenderlo, habían llegado tan lejos, siguiendo las indicaciones del profesor, ¿qué habían hecho mal, tendrían que haber esperado en la entrada en vez de salir? ¿Qué ocurría?

Nadie tenía la respuesta. Lentamente el hilo avanzaba como una serpiente. A la muerte de Sara le siguió la de uno de los nuevos, quien fue estrangulado. Segundos más tarde perecieron los últimos alumnos nuevos de la clase de Bachillerato, uno desangrado al ser atravesado repetidas veces por el hilo, el otro por una despiadada evisceración.

Arturo quedó impactado. Por primera vez su aspecto tranquilo había dado paso a pura angustia. No quería ver más muertos, no quería ver más sangre. Un fuego apareció en sus ojos. Se resistió al hilo que le impedía avanzar. Tiró de él separándolo de la piel, pero de este surgieron agujas que arremetieron contra su mano. No le importaba, siguió tirando. Las agujas que brotaban era cada vez más largas, llegaban a atravesar por completo su mano. Entre la sangre y las agujas incrustadas, nada tenía que envidiar a una rosa con espinas. Se debilitaba. Tenía que entrar en razón, no había escapatoria. Justo cuando se iba a dar por vencido, le alertó el alarido de Ricardo.

Ricardo, exasperado, trataba de arrastrase hasta su gran amigo Sebas. Lloraba sin poder ayudarle, Sebas había sido el siguiente en recibir el castigo. El grueso hilo se había dividido en filamentos más finos que cosieron su boca para, de inmediato, ser su cráneo atravesado por una gran aguja.

Sus sollozos le hicieron entender. No había otra manera. Arturo se levantó del suelo como pudo y se giró en dirección al Instituto. Dios un fuerte grito para llamar al Tanatohilador. Y, entonces, pronunció la frase que nadie se atrevía a decir.

­-¡Yo seré tu discípulo!

En cuanto sus palabras retumbaron alcanzando el interior del edificio, los hilos dejaron de inmovilizarles y se echaron atrás. Los demás se quedaron conmocionados, esperaban la ofrenda de cualquiera excepto de él, siempre tan callado. Entonces apareció el homicida, sin decir vocablo alguno se aproximó a Arturo. De su espalda manaban todos los hilos que inundaban el Instituto, uno de estos agarró por la cintura a Arturo y lo puso cara a cara con él. Cuando Arturo se cercioró de que tenía la atención explícitamente puesta en su rostro, atacó. Aprovechando la espinosa mano, se arrancó una de las agujas más largas y se la hundió de lleno en el corazón.

El Tanatohilador emitió un grito vacío y miró con rabia a Arturo. Con el hilo que le rodeaba, lo levantó y lo precipitó contra el suelo repetidas veces. Al cabo de pocos segundos el profesor cayó muerto, presa de uno de sus propios instrumentos, perdiendo toda la fuerza que ejercía en los hilos Uriel corrió enseguida a socorrer a Arturo, pero los golpes que había recibido eran demasiado graves como para que sobreviviera, tendría una gran hemorragia interna con más de un hueso roto.

-Hasta los monstruos tienen puntos débiles –aseguró Arturo –. Siento Uriel que me veas así… No había otra manera… Sé que tendría que… haberme ofrecido antes de que acabara con ellos cinco… Pero… tenía miedo…

Uriel no tuvo tiempo para responderle. Arturo exhaló su último aliento sin perder la sonrisa de victoria que había mantenido desde el momento en el que había apuñalado al Tanatohilador. Había sido un acto inteligente, a la par que una temeridad, el ofrecerse como discípulo y atacarle, pues así había terminado con una oscura tradición que podría llevar años en marcha, el maestro y el aprendiz estaban muerto… Junto con diecinueve alumnos más de la promoción del Bachillerato de Ciencias de la Salud de 2013.

Ahora tendrían que avisar a las autoridades, si les creían o no era indiferente, ya se había hecho justicia. Lo que les importaba era si en algún momento sus mentes borrarían esos recuerdos… Se habían sometido, en el primer día de clase, a un examen de extrema dureza, y muy pocos habían conseguido aprobar… Tanto dolor, tanta sangre… tantas pérdidas.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Pequeño diario de una pequeña alma #7

Borja… Por favor… Sé que probablemente no poseas empatía, que la única razón por la que pides que te cuente mis vivencias es por el mero deleite de tus cosechas… Estás muerto, y como tal puedo comprender que tu aprecio hacia los vivos esté marchito… Pero por primera vez me veo obligado a pedir ayuda a alguien… Si Santiago realmente estuvo, aunque fuera durante unos breves instantes, en el mundo de los muertos, entonces tú sabrás algo de él… Borja… te necesito…

Era la maña siguiente, el último día que íbamos a estar en mi hogar. Los gruñidos de Santiago nos despertaron, al parecer estaba bastante molesto por el asunto de su ausencia de mandíbula. Ignorando sus ruidos hicimos las maletas. Ya estaba todo listo, me aseguré de que estaban los billetes de tren en mi cartera y dejamos todo en el vestíbulo. Me acerqué a la habitación donde estaba él y le apuñalé con pura saña. No quería que Samanta viera aquello, pues la crueldad del ataque tenía un vital significado para mí, esto haría que Yin saciara su sed durante varios días, así que la sugerí que fuera bajando alguna que otra maleta. Ya lo he dicho, aunque ella pudiera conocer mis antecedentes asesinos, no me gustaba la idea de que a mis espaldas estuviera contemplándome, a carcajada limpia, con la cara ensangrentada, disfrutando placenteramente con cada puñalada que le propiciaba. Ese no era yo… había dejado que Yin me poseyera durante esos instantes. Realmente, a pesar de que la víctima era el enemigo, seguía sin gustarme el homicidio…

Honestamente,  me preguntaba constantemente si el haberme separado del doppelgänger hubiera sido una mejor decisión. No obstante le debía una a este, no te lo conté la última vez que nos vimos pero las heridas del abdomen cicatrizaron más rápido de lo normal. Definitivamente el enterarme de que verdaderamente este cuerpo alberga dos entes ha abierto nuevas puertas de, llamémosle, potencial. Todo es por partida doble, el dolor se divide, la mente piensa dos veces más rápido, la recuperación frente a cualquier cosa, ya sea fatiga, cansancio o heridas, tarda la mitad. Sí, podría llegar a considerarlo un… “superpoder”, pero en la ficción el héroe es el bueno, y sé de buena tinta todos los crímenes que he cometido. El día que muera, si es por justicia, lo haré a gusto, de eso no tengas la menor duda.

De hecho, no es que me hiciera mucha ilusión marcharme. Desde pequeño pensé que moriría en esta casa, y realmente hubiera sido así si mi mente no me hubiera traicionado en el último segundo. Me habría ahorrado tantas cosas si lo hubiera hecho… pero no, tuve que acobardarme, llorar como un debilucho e irme a la cama. Sí… qué fácil sería acabar con todo ahora, pero el destino había jugado bien, y estando Samanta conmigo no podría suicidarme, pues era precisamente la idea de provocar dolor entre la gente que me conocía lo que siempre me echaba para atrás. No era el momento, al menos hoy.

Pero continuemos. ¿Por dónde iba? Ah, sí… Terminé de apuñalar a Santiago. Había causado tal estropicio… Yin dejó de retumbar dentro de mí, estaba saciado. Arrastré las últimas maletas que quedaban fuera del vestíbulo y eché un último vistazo a mi hogar. Había vivido tantas cosas, aunque más de la mitad fueran recuerdos de angustia y penas seguían siendo mis vivencias… Aquí me despedí de mi madre y mi hermana… Aquí comenzó todo y aquí debería terminar… Cerré la puerta, eché el cerrojo y, cabizbajo, bajé las escaleras.

Ya en la calle mes esperaba Samanta, por suerte Santiago no le había hecho nada a su coche, estaba listo para llevarnos a la estación. Ella me lanzó una sonrisa compasiva y yo tuve la obligación de devolvérsela. Estaba seguro de que sabía que era fingida, pero quién iba a estar bien en estas condiciones, siendo prófugos de la muerte. Aún en nuestro interior permanecía un nudo de incertidumbre. El trayecto a la estación preservaba el peligro de que aquel que mandaba a Santiago a por nosotros viniera a acabar el trabajo. Creo que justo entonces la calma que me ofrecía Yin me hacía recapacitar y afirmar que la unión había sido la mejor idea. Después de todo estaba cobrando el papel de simbionte, en vez del de parásito.

Samanta arrancó y nos dirigimos raudos hacia la estación. De vez en cuando, en los momentos en los que la iluminación descendía, observaba mi nítido reflejo en la luna de la puerta del coche. Unas veces era yo, pero otras, sin lugar a dudas, el reflejado era Yin. Era extraño, nunca antes había contemplado su rostro de esa forma. Era difícil diferenciarlo de mi verdadero yo. Ni siquiera se tomaba a broma la situación, ¿estaría realmente preocupado? Siempre que conversábamos, fuera por lo que fuera, con lo primero con lo que se presentaba era con una breve risa. ¿Qué ocurría hoy que hasta entrecerraba los ojos y le veía suspirar? Si de verdad los doopelgänger auguran desolación, verle así me preocupaba, tanto que le insté a Samanta para que aminorara la velocidad. Podría ser, quizás, un truco mental de los mil y uno que poseía en su arsenal para hacerme enloquecer. Sin embargo ya había visto que ni yo era pura bondad ni él pura maldad. Después de todo así está compuesto el Yin Yang: en la mitad blanca hay un círculo negro, y viceversa. Yo soy humano y no puedo echarle la culpa de todo a mi otro yo. Hasta a veces creo que yo, Yang, también me deleitaba con las muertes… Sólo con pensarlo se me pone el vello de punta… Mejor dejémoslo.

Finalmente llegamos a la estación. El ambientes estaba demasiado calmado, mi lógica pesimista me encarcelaba en un escepticismo poco esperanzador. Samanta dio un último adiós del automóvil, sacamos las pertenencias del maletero y entramos en la estación.

Había tanta gente, en cuanto mis ojos entraron en contacto con la muchedumbre el corazón me dio un vuelco. La sensación era inconfundible, Yin volvía a la carga. Le exigí que se relajara y que recordara lo pactado. Sé que para él no era fácil, era como si a mí me ponían en un expositor de videojuegos, perdería el control. No me quedaba otra, agarré la mano de Samanta y, con suma celeridad, anduve hasta el mostrador. Todo en orden, podíamos entrar el vagón.

Estúpido… Ahora en un recinto más cerrado, la densidad humana era mayor. Sí… tanta carne por cortar, cientos de voces distintas suplicándome, arrodilladas ante mis hojas ensangrentadas. Consciente de una doble fuerza, aquel tren no transportaría pasajeros, sino carnaza.

¡Pero no! Que confíe en ti no quiere decir que decida quedar desprotegido. Nada más sentarme extraje del bolsillo inferior de una de las maletas una caja de sedantes. Esto me ayudaría a dormir y evitar las pulsiones maliciosas. Tuvo su gracia, pude escuchar los gritos de rabia de Yin. Hasta intentó estrangular los músculos constrictores del esófago para dificultar el paso de la pastilla, pero nada que no pudiera arreglar un buen buche de agua fresca. Ahora sólo quedaba esperar a que el ácido clorhídrico estomacal hiciera el resto. A pesar de las medidas, no podía culpar a Yin, él ya me lo dijo: “una vez dentro, no podré ser tan permisivo como ahora, ya conoces mi naturaleza…”.

Al menos tenía la seguridad de que, así como auténticos hermanos, esto era un duelo sinfín y cada batalla ganada no sería vista con rencor por el perdedor. Hoy había ganado yo, sólo podía esperar a que un día él hiciera jaque, y esperemos que no mate.

Mientras yo trataba de conciliar el sueño, Samanta, a mi lado, se dispuso a leer un libro. Qué irónico, se trataba de un libro de psicoanálisis freudiana. Creo que si Freud siguiera vivo, se interesaría bastante por mi ello superdesarrollado, con capacidad de razonamiento y todo, y lo único que tuve que hacer fue devorar un embrión. Digno de un ritual satánico.

El tren cerró las puertas, nos marchábamos ya y de momento no había sucedido nada desagradable, aunque hasta que no hubiéramos llegado a Madrid no estaría del todo relajado. Seguro que si dejaba a Yin matar a unos cuantos pasajero acabaría rendido y toda preocupación desaparecería, pero por una vez en la vida tendría que actuar como alguien normal y aguardar al efecto de las drogas comerciales. Empezaba a marearme un poco, supongo que los efectos narcóticos ya estaban surgiendo.

Poco a poco la vista se me nublaba. A punto de cerrar los párpados para perpetuarme en un sueño, mi última imagen fue la de Samanta mostrando esa sonrisa que siempre me animaba. Hubiera sido perfecto si no fuera porque al fondo de dicha imagen, en uno de los cristales, pude contemplar a Yin con un rostro inquieto a la par que sádico. Justo antes de que todo se volviera negro, este, aprovechándose de la perspectiva, transformó sus manos en cuchillos y las dirigió con velocidad al lateral derecho del cristal simulando que se hundían en el cuello de ella. Todo hubiera quedado en una broma si no hubiera llegado a ser porque realmente salió sangre de su cuello…

Abrí los ojos completamente por culpa del susto, pero al parecer me había dormido. No había pasado ni una milésima de segundo estando con los ojos cerrados y en realidad habían transcurrido posiblemente unos cuantos minutos. Giré la cabeza y ella ya no estaba ahí. Me levanté del asiento y resbalé con un charco del suelo. Por suerte no me provoqué ninguna contusión, pude incorporarme sin complicaciones. Y entonces lo vi. Así como Samanta no estaba en su asiento, absolutamente nadie más se hallaba en el vagón. Agaché la cabeza, impulsado por mis más oscuras sospechas y efectivamente aquel charco era de sangre. Muchas más manchas de este líquido estaban esparcidas por la zona. Creo que lo comprendía…

Caí al suelo de rodillas y observé mis manos, entumecidas. Estaban impregnadas con sangre. Parece que el sedarme formaba parte de su plan. Dormido, estando Yang debilitado, Yin no tendría obstáculo alguno para hacerse con el control. ¿Pero cómo? Puede que posea un doppelgänger en mi interior, pero no soy imparable, ni mucho menos. ¿Es que nadie ha sido capaz de detener esta carnicería? Y lo peor de todo es que he acabado con Samanta… Hiciste realidad tu deseo de matarla… Bien jugado… Yin, dime, ¿dónde has dejado los cuerpos?

Si quería la respuesta tendría que hacerle aparecer. Busqué algún cristal exento de sangre y me acerqué lo suficiente para que me reflejara por completo. Me concentré en mis pupilas y al fin volvió a escindirse de mí.

-¿¡Dónde están los putos cadáveres!? –exigí a punto de llorar de rabia –.

-Ey, tranquilo. Ya estaba concienciado de que me echarías la culpa a mí, pero…

-¿Y a quién si no? ¡Si desde el momento en el que entramos a la estación empezaste a golpearme con ansias de sangre! –respondí interrumpiéndole –.

-Es cierto que quería salir al exterior. Sin embargo no era para crear tamaña matanza. Puedo ser todo lo cruel y frío que quieras, pero un trato es un trato y aunque lo hubiera hecho te aseguro que para mí Samanta ya es intocable. Yang, la razón por la que lo hacía es porque aquel que mandó a Santiago estaba rondándonos. Sentía su presencia, tanto en la estación como dentro del vagón.


-¿Y por qué no lo dijiste? Hubiéramos podido escapar…

-Yang. Yo no funciono así, después de todo soy un apéndice más de tu cuerpo. Tengo mis limitaciones. Las conversaciones que mantenemos se mantienen en márgenes racionales que cualquiera de los dos podría alcanzar independientemente. Si tú no eras capaz de reconocerle, yo no podía avisarte de otra forma que no fuera con esos impulsos. Y por eso grité y traté de evitar que te tragaras la pastilla… Justo antes de que cayeras rendido su ataque comenzó.

-Entonces, ¿ya está, he perdido? Lo comprendo, Samanta muere y yo vivo, después soy detenido por la policía siendo el primer sospechoso del genocidio y quedo encarcelado sin poder escapar de mi sufrimiento…

-No, Yang. Jugamos con ventaja. Ellos no saben que no han dejado viva a una persona, sino a dos. Ya te he dicho que no puedo mostrarte lo que tú no serías capaz de conocer, y eso no incluye lo que nos acontece mientras uno de los dos duerme.

-¿Presenciaste lo que ocurrió?

-En efecto –afirmó con entusiasmo –. No fui capaz de tomar los mandos de tu cuerpo porque tu cerebro permanecía obnubilado, pero al menos pude escuchar. Hasta yo tengo que admitir que ese tío sobrepasa los niveles de crueldad. Mató uno por uno en una reacción en cadena a todos los pasajeros. Samanta agarró fuertemente tu brazo e intentó despertarte, pero no hubo manera. Seguidamente, no sé cómo, el tren descarriló, aunque este vagón parece que se mantuvo inamovible. Desde luego, sea quien sea, este también presenta algo sobrenatural, como Santiago. Tras ello, tapó la boca de Samanta y se la llevó a rastras, no sin antes susurrarte algo al oído.

-Adelante, ¿qué me dijo ese cabrón? –pregunté invadido por un cocktail de intriga y furia –.

-“Sé quién te visita, serás mi mensajero para él y ella será tu recompensa si te portas bien, dile que Óscar le declara la guerra”.

-Claramente hace referencia a Borja, la sombra. ¿Cómo se ha podido enterar de ello? ¿Cómo pudo saber que íbamos a coger el tren dirección Madrid? ¿Cómo ha conseguido causar tal estropicio en un tren de alta tecnología? ¿¡Pero a qué clase de ser nos enfrentamos!?

-Yang, cálmate. Vayamos por partes. Lo primero será salir de aquí. Todos los cuerpos han desaparecido así que no levantarás sospechas si tú también te esfumas. Segundo, la única solución que se me ocurre frente a lo de que sabía nuestra posición es que existe algún tipo de conexión entre este y Santiago, y no me refiero a un micrófono convencional… Tercero, que conozca la existencia de la sombra significa que, o bien él ha sido otro “afortunado” vivo que se ha relacionado con él, o bien…

-Está muerto –concluí –.

Hice caso a su petición y me escabullí del lugar del accidente. Al salir del vagón el fuego, la destrucción, y los alaridos reinaron el panorama. Si hubiera sido otra persona hubiera ayudado sin dudarlo un instante, no obstante necesitaba moverme por este entorno asolador. Me negué a rematar a toda persona moribunda con la que me cruzara, pero el mero hecho de verlas agonizando, suplicando, mutiladas, ahogándose con su propia sangre, ya era suficiente inhibidor para Yin.

No tenía ni la más remota idea de a dónde dirigirme. No podía quedarme esperando de brazos cruzados a que tú, Borja, aparecieras, la vida de Samanta corría un grave peligro frente a alguien que podría ser mucho más letal que el propio Santiago. Lo único que se me ocurría era regresar a casa y hablar con este último. Puede que fuera inmortal, pero seguro que agradecería el desatarle si me contaba todo lo que sabía. Por primera vez obedecería con gusto las órdenes inquisidoras de Yin contra un humano. Todo fuera por un bien común.

No habíamos ido a parar muy lejos. En diez minutos siguiendo las vías llegué a la parada de tren. Por suerte no tenía sangre ni nada por el estilo en mi piel o vestimenta, así que pasaría desapercibido. Esperé el momento oportuno para subir al andén sin que nadie me viera y continué. Fui directo en busca de un taxi, tenía dinero de sobra, había cogido lo necesario de las maletas.

Por fortuna el taxista transcribió el tono nervioso de mi voz y se dio prisa en terminar el trayecto. En poco más de cinco minutos estaba ahí de nuevo. Sin embargo, el tiempo se detuvo cuando fui a darle el dinero y se percató la sangre, ya seca, de mi mano. Entendí enseguida por qué ese tal Óscar me las había manchado, así sería más fácil salir sin impedimentos del vagón…

Yin lo sabía, incluso yo. No nos quedaba otra. Miré a un lado de la calle, luego al otro. Eran las nueve de la mañana, un sábado. No había nadie más en la calle. Tiré del cordón de la capucha de mi sudadera y lo saqué. Justo antes de que el taxista pudiera reaccionar rodeé con el cordón su cuello y apreté con fuerza. En cuestión de segundos dejaría de retorcerse.

Bueno… ahora tendría algo con lo que matar el tiempo mientras esperaba a que vinieras. Creo que aún guardaba algo de lejía pura en la cocina.

El coche había estacionado en zona de aparcamiento, así que tardarían en darse cuenta de que nadie lo reclamaba. Arrastre el cuerpo a la entrada del bloque y cerré las puertas del taxi. Lo llevé por las escaleras con un poco de dificultad y con cuidado abrí la puerta de casa. No hice ruido alguno, así que aproveche el sigilo para primero asomarme al salón. Todo en orden. Llegué a la cocina y ahí estaba Santiago, aún muerto. Llevé el cuerpo del taxista a la bañera y vertí la lejía. Lentamente se iba deshaciendo, tenía tiempo para ir repartiendo los restos en los contenedores de los alrededores.

Sin desprenderme de la preocupación, ya de noche, Santiago revivió y, como de costumbre, emitió varios gruñidos. Necesitaba entenderle, así que le entregué la mandíbula y esperé a que se volviera a encarnar junto con el maxilar superior. Una vez la quijada era estable lo primero que me preguntó era si ya había tenido mi primer encuentro con Óscar.

Pensaba que el sorprendido iba a ser él al verme volver, pero veo que estaba equivocado. Lo único que podía hacer era torturarle hasta que me revelara su paradero. Permití a Yin que me poseyera. No sé con exactitud todo lo que hizo con él, pero desde luego gritó como una alimaña indefensa. Le arrancó uno por uno todos los dientes. Levantó sus uñas y quemó la piel de debajo. Serró pies y manos. Echó agua hirviendo en su cara. Martilleó cientos de clavos en su espina dorsal. Le abrió una profunda herida en el abdomen y vertió un saco entero de sal en su interior. Le extrajo un ojo con una cuchara y llenó la cuenca con alcohol. En definitiva, recreó un infierno en vida…

Desgraciadamente, nada de eso le hizo hablar. No sé si fue gracias a Blood Services o a Óscar, pero estaba bien entrenado. Por ende, la última alternativa, mi última esperanza era suplicarte ayuda… Han pasado cuatro días y gracias a que has escuchado mi llamada.

Borja, te lo imploro, esto se escapa a mi comprensión. Es una guerra que no puedo combatir solo, necesito tu alma. Él puede tener un poder que probablemente también le otorgue inmortalidad, pero tú sobrepasas a la mismísima naturaleza. Puede que en ocasiones te haya tratado como escoria, que te haya menospreciado o ridiculizado, pero créeme, he adoptado una estabilidad que antes no poseía, por primera vez veo una razón a mi existencia. Supongo que esto tampoco será coser y cantar para ti, lo veo en tu mirada, pero ya lo sabes:

Tienes el Yin Yang de tu lado.

[Creo que tras esto todos comprenderéis que debo saltarme las mismas reglas que yo establecí en su momento. Óscar está sobrepasando las propias reglas de la vida y la muerte. Sé que a mí no me concierne para nada, pues mi tarea es la de narrar y cosechar. Sin embargo, todos sabéis por qué lo hago y tal vez esto implique avanzar en mi búsqueda. Puede que a partir de ahora mi relación con Bruno cambie y no sólo me dedique a contar sus vivencias como un mero espectador. Es probable que ahora yo, la Sombra, tome cartas en el asunto. Creo que algunas piezas están empezando a encajar.

Y no me gusta cómo está quedando el puzle…]

domingo, 22 de septiembre de 2013

El Discípulo [1/3]

Era el primer día de clase, no se haría gran cosa. Los profesores se presentarían, los nuevos harían amistades, nos darían el nuevo horario… Lo de siempre, no por ser Bachillerato iba a cambiar la monotonía…

Este era el pensamiento con el que Uriel acompañaba sus pasos de camino, otro Septiembre más, al Instituto Los Heraldos. Mientras iba de camino el frío viento impactaba contra su cuerpo. Tendría que haberse abrigado más. ¿Cómo era posible que el paso de verano a otoño hubiera sido tan radical? Los otros años, en los primeros días de clase, hasta estar en el aula era insoportable debido al calor. Sin embargo hoy hacía un clima gélido digno de enero.

Dobló la esquina y ya, en la lejanía, en la puerta del Instituto, pudo distinguir las siluetas de sus amigos. Sonia estaba apoyada en la pared con las manos en la espalda mientras charlaba entre risas con Marta, seguramente se estarían contando con pelos y señales todo el verano que habían vivido. Por otro lado, sentado en el suelo con las piernas encogidas y la mirada perdida, estaba Arturo. A la derecha de los tres se encontraban los gemelos Raúl y Sergio. Ambos, como buenos analizadores, no perdían ojo a cada nuevo estudiante que pasaba a su lado, y tras el análisis compartían sus opiniones. Por último, aún desorientada, sin encontrar al resto, estaba Paula dando vueltas entre los grupos de alumnos.

Uriel se aproximó hasta Paula y la llamó. Ella se alegró al verle y él le guio con el resto. Todos saludaron a los dos. Paula se fue con las chicas mientras que él se sentó al lado de Arturo. Era el más callado del grupo, pero eso a Uriel no le desagradaba, de hecho hacía más interesante la relación de amistad que tenían ellos dos. Sabía que Arturo no se mantenía en silencio por desprecio a los demás, sino que esa era su forma de dejarte entrar en su hábitat, eso sí, con la condición de no romper el mutismo. A Uriel a veces le gustaba la tranquilidad y sabía que con la compañía de Arturo el silencio era de todo menos incómodo.

Era un verdadero alivio para el grupo que todos hubieran escogido el Bachillerato de ciencias, además de que algunos compañeros del año anterior, los cuales no les caían muy bien, se habían perdido por el camino al escoger otra modalidad. No obstante, ya se había filtrado la lista de la clase y sabían que en gran parte volverían a ver caras conocidas.

Quince minutos después del reencuentro las puertas se abrieron. Ahora tocaba ir en manada a intentar entre la multitud hallar la lista de la clase correspondiente y colocarse en la fila indicada. El grupo de amigos fue directamente a la fila, pues ya sabían que pertenecían a la clase B. Pese a ello, no fueron los primeros en llegar, allí les esperaba Blas, más conocido entre el resto de la clase como la Cucaracha. Fue una verdadera sorpresa para ellos, de hecho no figuraba en la lista, y sin embargo estaba ahí, afirmando que se había cambiado a ciencias en el último momento y que por eso aún no aparecía en el papel. Tenía el mismo comportamiento que Arturo, distante, callado e introvertido, pero entre los dos había una gran diferencia que espantaba a los que pretendían hacer amistades: su indumentaria. Siempre que le preguntaban si era gótico él contestaba con un rotundo no, seguido de un “la palabra correcta es siniestro”. Con los párpados sombreados y dos líneas negras pintadas que salían de sus ojos y alcanzaban las mejillas, una camisa negra, un collar de pinchos, una cadena metálica que colgaba, atada a su kilt, y unas Dr. Martens negras. Siempre vestido y maquillado de la misma manera… inmutable.

Tan sólo se dirigieron un saludo y él concluyó la conversación con la aclaración antes contada. Tras ello, cada uno fue por su parte, Blas siguió en el principio de la fila, estático, y el grupo de amigos siguió charlando a la espera de los nuevos allegados.

No tardaron mucho en venir el resto de antiguos compañeros. Los siguientes fueron la pintoresca pareja de enamorados, Amador y Amanda. Su historia amorosa corrió como la pólvora por todo el Instituto debido a la curiosa coincidencia de los nombres y lo que sentían el uno por el otro. A todos les caía bien la susodicha pareja, incluso levantaban respeto en el sociópata de Blas. Siempre sonreían, sabiendo que pasara lo que pasara se tenían el uno al otro. A veces se bromeaba con que dejaban tras de sí una estela que causaba diabetes a quien les viera manifestar su amor.

Unos segundos después llegaron los insoportables hermanos Ricardo y Sebas. Realmente no eran hermanos pero tenían una amistad tan fuerte que entre ellos se habían adoptado mutuamente. No hacía falta saber el futuro para adivinar qué asientos iban a escoger al llegar al aula: los que se encontraran más atrás. Siempre se oía de fondo sus voces y risas, ideando día sí y día también alguna broma para sus mil y una víctimas de la clase. No obstante se podía tener plena confianza a la hora de pedirles un favor.

En cinco minutos la fila se llenó. El resto eran caras nuevas, aunque aún quedaba un antiguo estudiante por acudir. No era extraño, ya se le conocía por llegar tarde siempre. Era el friki de la clase, y no se le llamaba así con intención despectiva, era él mismo quien, con orgullo, exigía que se le denominara así. Sandro mantenía entre sus manos una consola más tiempo que un libro, y sin embargo siempre aprobaba con buena nota. Cuando se le preguntaba su método él respondía que, al contrario que el resto, él consideraba el estudio como un videojuego donde la misión era recopilar información para luego hacer un “informe”.  Desde luego para Sandro el rol le era de gran ayuda. Se llevaba bien con todo el mundo, hasta con Blas. Era el único que se había molestado en iniciar con él una conversación más de una vez, a pesar de que este le respondiera de manera brusca y seca.

Así que ya estaban todos. Quince personas nuevas, un siniestro, un dúo de chiste, una pareja perfecta, un friki, una despistada, dos potenciales investigadores, dos grandes amigas, un tímido introvertido y un futuro filósofo, Uriel. Veintiocho en total. El curso prometía.

Por los altavoces de las paredes retumbó la voz del director. Los alumnos, como era de esperar, hicieron caso omiso y siguieron con el vocerío. Ninguno podía escuchar a qué clase iba a llamar primero. Pero eso no era problema para Raúl y su increíble audición. A duras penas el resto se enteraba de las palabras que salían de los altavoces. Caos en la entrada, como de costumbre.

Llegó el momento y Raúl avisó a los demás para avanzar hacia la entrada al edificio, pero el avance cesó rápido. Una muchedumbre de críos obstaculizaba el paso. Más de uno les pidió permiso para pasar, la única respuesta era la ausencia de esta. Entre nervios y gritos de los novatos era imposible que abrieran algún hueco para continuar hasta la entrada.

-Ya me ocupo yo…

Era la voz de Blas. Estaba claro que si ayudaba era porque sacaba beneficio, y podía comprenderse. Para una persona como él, la situación actual del patio, infestada de personas, era una auténtica pesadilla. Preferiría encerrarse en un aula con veintiocho personas que estar al aire libre con cientos de ellas. A todos les intrigó qué iría a hacer él para que los niños les permitieran alcanzar la entrada. Aunque realmente no tuvo que hacer absolutamente nada, tan sólo ponerse el primero de la fila y mirarles fijamente. En cuestión de segundos todos los niños se habían alertado entre ellos y la presencia de Blas ya no era desconocida. A partir de ahí, con tranquilidad les fue abriendo el paso al resto de la clase. Los únicos que se reían eran Sebas, Sandro, Ricardo y un par de los nuevos.

Al entrar, el secretario hizo una breve pausa para mirar el mapa de las aulas que tenía y, seguidamente, les indicó dónde debían ir. Aula 2 de Biología, planta 1. Al parecer el tutor iba a ser el mismo que les iba a dar biología. Una noticia buena para empezar. Y si el profesor era el renombrado Jose Luis, la noticia era el doble de buena. Un profesor que daba las clases de una forma totalmente amena, hacía que, hasta siendo de letras, llegases a adorar el método científico.

Marta, Paula y Sonia fueron corriendo para ver si era cierto aquello. Cuando los demás alcanzaron el pasillo del aula vieron las caras sorprendidas de las chicas. No hacía falta asomarse al cristal de la puerta para percatarse de que Jose Luis no estaba dentro. ¿Quién era, entonces, el profesor?

Cuando este vio asomada a Paula fue rápido para abrir la puerta. Todos aligeraron el paso para poder elegir un buen pupitre. Los únicos que mantuvieron el paso lento fueron Blas, Sandro, que seguía enfrascado en su mundo, Arturo, que prefería apartarse de los nuevos, y Uriel, que le acompañaba. Los cuatro juntos pero en silencio. Había que romper el hielo.

-Bueno. ¿Os ha dado tiempo a hacer muchas cosas este verano? – preguntó Sandro –.

-No mucho. Parece que el año mete un acelerón cuando llega el calor… – respondió Uriel –.

-A mí esa tontería de la añoranza veraniega se me quitó cuando me enteré de que ha ingresado en Los Heraldos cierto profesor de… cierta fama – contestó repentinamente Blas –.

-¿Cierta fama? – dijo con gran interés Arturo, el cual necesitaba un gran motivo para hablar a alguien, y más tratándose de la Cucaracha –.

Desgraciadamente Blas no tuvo tiempo para aclarar la incógnita. El camino era corto y ya en la clase había silencio, no sería conveniente entrar hablando, máxime cuando se trataba de un cotilleo que podría provocar el alboroto entre todos. Sin embargo, y en contra de su naturaleza nada extrovertida, Blas les había prometido a los tres contarles la noticia tras la hora de la presentación.

Al entrar, los cuatro comprendieron por qué se mantenía la clase tan silenciosa. Si de un profesor variopinto se trataba la noticia, el aspecto de este indicaba que tenía las de ganar para ser él. Sentado en su silla, expectante a que llegaran los últimos, vestía una camisa blanca con costuras deshilachadas en las mangas y una corbata negra con un parche blanco mal enmendado. Seguramente, aunque no se viera, los pantalones también llevarían alguna señal de una costura de calidad deficiente. Pero lo más impactante no radicaba en su ropa, sino en su faz. Con una blancura casi nuclear, su piel también se mantenía abrazada a unos hilos, más en concreto las comisuras de su boca, de las cuales surgían dos largos tajos que casi llegaban hasta los lóbulos de sus orejas, ambas cicatrices cosidas con un grueso hilo negro. En la frente también presentaba una herida suturada de la misma manera, pero esta era mucho más pequeña en comparación. Asimismo uno de sus ojos no mostraba pupila ni iris alguno, tenía el cristalino tan opaco que se confundía con la esclerótica que lo rodeaba. En la periferia distante del ojo, sin embargo, lograba diferenciarse de entre todo ese blanco unas pinceladas rojas de carácter vascular.

Los únicos asientos que quedaban eran cuatro de los seis pupitres de atrás, en los dos ocupados estaban, obviamente, Sebas y Ricardo. Hasta ellos habían cambiado su mueca circense por una seria. Aquel profesor imponía, desde luego. Arturo y Uriel se sentaron juntos, y Blas no tuvo más remedio que sentarse al lado de Sandro.

Ahora todos estaban a la espera de que el extraño profesor se presentara. El silencio era incómodo y lento. La única pupila que tenía se iba fijando uno a uno en los veintiocho alumnos.  Había tres columnas, una de cuatro filas y las otras dos de cinco, todas compuestas por parejas de pupitres. En la columna menor se encontraba la mesa del profesor. Casualmente los quince alumnos nuevos se habían situado en los pupitres más cercanos. La única que se había sentado junto a uno de ellos era Paula, que estaba sentada justo delante de Marta y Sonia. Paula compartía asiento con una chica con la que las tres ya estaban haciendo buenas migas. No hablaban, pero se las veía sin dificultad alguna pasándose pequeños trozos de papel con mensajes.

Finalmente el profesor decidió levantarse y procedió a cerrar las persianas de todas las ventanas. Todos pensaban que iba a poner en el proyector algún video, pero la intención de él era algo diferente. La única iluminación que recibía el aula, tras bajar las persianas, era la luz que procedía del cristal de la puerta. Dicha luz dejaba la pizarra lo suficientemente visible como para que pudiera ser legible lo que el profesor estaba a punto de escribir.

“¿Quién es apto?”

Esa era la frase que había escrito. Ni dijo su nombre ni nada. Después de ello se echó a un lado y esperó de pie a que todos la leyeran. Los murmullos comenzaron a surgir entre los alumnos. Podría ser algún tipo de introducción al primer tema de biología.

Pasaron varios minutos y él seguía sin dar aclaraciones. Todos se preguntaban la razón de esos actos. Todos a excepción de Blas, quien ya había concluido que sí era el famoso profesor. Alguno tendría que dar una respuesta a su pregunta, y si no podían entre ellos hallar nada, tendrían que pedirle ayuda.

Uno de la primera fila alzó el brazo para pedir permiso para hablar. Justo antes de que pudiera decir algo, la mirada del profesor se clavó en él, frunció el ceño y sonrió. En cuanto mostró sus dientes, entre las sombras del aula todos pudieron apreciar que en la mano alzada del chico decenas de hilos surgían de entre su carne y rodeaban el brazo comprimiéndolo hasta tal punto que dichos hilos volvieron a hundirse y le seccionaron la extremidad.


Pasó tan rápido que la única reacción de la clase, incluida la de la propia víctima, fue una expresión muda, boquiabierta. El mutilado bajó lo poco que le quedaba del brazo y se observó, consternado, la ensangrentada herida. Comenzó a temblar y a gritar. Ese mismo alarido activó el mecanismo de defensa del resto de organismos de la sala y todos se levantaron de los pupitres para salir del aula.


Sin embargo la idea de escapar era errónea. Los otros tres de la primera fila se abalanzaron contra la puerta para abrirla, pero lo único que consiguieron fue perecer. El que tocó el picaporte recibió la metralla del cristal de la puerta, que acababa de romperse en mil pedazos sin razón alguna. Al que le seguía le fue cosida la boca y las narinas. Y el último fue atravesado cientos de veces por hilos tan dañinos como un alambre de espinos.

Por fortuna el resto reaccionó a tiempo y se alejó de la posición del profesor. Estaba claro que esas cuatro muertes eran por su culpa y no tenía ni que moverse para matar. La única opción que tenían era ir a la parte trasera del aula y golpear la pared hasta que alguien del aula colindante se percatara del ruido.

No obstante, eso tampoco era una buena idea. Blas, con tranquilidad agarró un papel de su libreta y escribió un breve texto. Luego fue llamando la atención de todos, en completo silencio, dando toques a sus espaldas. En el papel ponía lo siguiente.

“No ha escrito eso en la pizarra porque sí. Si nos mantenemos en silencio y seguimos sentados no moriremos.”

Era poco creíble, pero podría dar resultado, después de todo sólo había matado a los que intentaron alterar el ambiente. Así que lentamente, más calmados, todos volvieron a sus asientos y miraron de reojo a Blas esperando a que diera alguna orden más.

Él suspiró, no le gustaba para nada ser el centro de atención y ahora toda la clase aguardaba su pronunciación. Si estuviera exento de remordimientos escribiría un mensaje obligándoles a volver a alborotar la clase, así todos morirían y le dejarían en paz, pero después de todo el asunto era serio. Arrancó otra hoja del cuaderno y escribió.

“Me he dado cuenta de que podemos comunicarnos si nos pasamos mensajes de esta forma. Parece que nos permitirá hacer cualquier cosa que no implique romper esta tranquilidad. Pásale este mensaje al siguiente.”

Le enseñó el mensaje a Sandro y luego lo hizo una bola para lanzárselo a Arturo. El papel fue pasando a cada uno de ellos. Una vez todos enterados, le llegaron unos cuantos papeles preguntando qué había que hacer ahora. Lo único que se lo ocurría a Blas era algo que seguramente a nadie le iba a gustar, y era esperar a que acabara la hora. Maldijo en ese momento que no compartieran su misma indiferencia al sacrificio. Se entiende que estar en una clase fingiendo calma con tres muertos dentro es un poco difícil, pero ahora primaba la supervivencia.

Había dos cosas claras que no se podían hacer: levantar la mano y abrir la puerta. Esa última prohibición era la que incomodaba a Blas, cuando llegase el momento, ¿les dejaría salir o les mantendría ahí encerrados por siempre?

No le importaba mucho si vivía o moría. Así que emplearía eso a su favor para experimentar. Ante la mirada preocupada del resto, Blas se levantó del pupitre y caminó por el aula. Al parecer eso estaba permitido. Siguiente prueba. Se aproximó a la pizarra y agarró una tiza, entonces volvió la cabeza y observó la reacción del profesor. Por primera vez Blas sintió verdadero miedo, ahí estaba él, con su único ojo sano mirándole, como un espectador, mando en mano, dispuesto a cambiar de canal en el momento que el programa no fuera de su agrado. Así se veía él, si cometía un paso en falso, si llegaba a hacer algo que para el macabro mundo del profesor no era legal, terminaría como un muñeco lleno de costuras.

Levantó el brazo y apoyó la punta de la tiza contra la superficie de la pizarra. Tragó saliva, cerró los ojos e hizo un ligero trazo. Seguía vivo, pero aún no se había comprobado lo que realmente quería. Llevó su mano izquierda justo debajo de la pregunta y se dispuso a escribir una respuesta.

“Todos somos aptos.”

Blas volvió a mirar la cara del profesor. Ahora sonreía en señal de aprobación, así que todo iba según como esperaba, ya sólo quedaba la prueba definitiva. En otro lado de la pizarra escribió una orden para el resto de la clase.

“Levantaos y poneos en fila. Nos vamos.”

Claramente muchos no comprendían la locura que Blas estaba cometiendo al querer salir. Era un suicidio. Sin embargo ya habían visto que con sus indicaciones seguían vivos. Sin rechistar formaron una fila. Blas soltó la tiza con cuidado y se puso al principio de esta. Fue entonces cuando se acercó a la puerta y con suma delicadeza colocó su mano en el picaporte. De momento todo bien, ningún hilo brotaba de su piel. Despacio lo giró y fue abriendo con suavidad la puerta. Vivo aún. Volvió a tragar saliva y puso un pie fuera del aula. Volteó la cabeza y mostró a los demás alumnos una mirada de éxito. Aligeró un poco el paso y al cabo de pocos segundos todos habían conseguido salir sanos y salvos de aquel habitáculo de pesadilla.

Aún guardaba silencio, aunque el profesor no les seguía. Blas había metido varios papeles en sus bolsillos con órdenes estándar por si se volvían a encontrar en esa situación. El primero que extrajo fue uno que decía que tenían que salir del Instituto y alertar a la policía.

Pero sus esperanzas se deshilacharon de sus mentes al abrir la puerta. El patio era un estanque de sangre. Todos los grupos que quedaban aún por entrar en sus respectivas aulas habían sido reducidos a trozos de carne minúsculos. Aquello era como una montaña gigante de carne picada bañada en una fuente carmesí. Desolador. Algunos alzaron la vista y vieron en las ventanas de varias aulas huellas sanguinolentas…

La cosa estaba clara, por un lado tenían la fortuna de haber escapado de aquel psicópata, pero por otro lado tenían la desgracia de que ahora mismo, muy posiblemente, fueran los únicos supervivientes de lo que podría considerarse una masacre escolar. Estaban solos frente a un campo de batalla virtualizado por un hombre que sin mover un solo músculo trazaría tu epitafio en un cenizo lienzo.

Invadidos por la tristeza y la furia fueron hasta las puertas de la salida. Pero tremenda sorpresa se llevaron al ver que, aunque les hubiera dejado salir del aula, no iba a ser igual de permisivo a la hora de salir del Instituto. La verja de la puerta estaba totalmente rodeada de miles de hilos de los cuales surgían otro centenar de agujas.

Se echaron atrás e intentaron buscar otro sitio por donde escapar. Mientras pensaban en una alternativa, dos de ellos, también de los nuevos, cargaron contra la verja para saltarla. Sin embargo no llegaron muy lejos. Nada más poner las manos en la puerta, como si hubieran activado una trampa, todas las agujas se lanzaron hacia sus vientres. Penetraron y salieron de la carne mil veces hasta que fueron partidos en dos. Las piernas cayeron inertes al suelo, pero la parte superior, aún viva, fue sujetada por gruesos hilos, los cuales les zarandearon hasta sacarles las vísceras… La imagen fue terrible y más de uno tuvo que mirar hacia otro lado impotente sin poder gritar, pues se jugaba la vida si lo hacía.

Con todo lo ocurrido Blas ya sacó las primeras conclusiones. Ahora se enfrentaban a un experimento. Como buen profesor de biología les sometería a cualquier atrocidad para ver cómo iban a actuar. No estaba del todo seguro si la recompensa por comportarse como una buena rata de laboratorio iba a ser la libertad, pero de momento algo era cierto: había que seguir con vida. Muy probablemente él era sólo uno y el grupo disponía de dos avizores, tres cerebros, cuatro atletas, un estratega, tres ágiles y algún que otro… señuelo. Parecía que era cierto. El curso prometía.