
Desde pequeño supe que este mundo estaba demacrado por unas
pautas incongruentes. Nuestra vida se transformaba en herrumbre con cada paso
que dábamos hacia un futuro que prometían que sería espléndido…
Pero yo ya sospechaba algo. Sí, podría ser un niño, pero me
había criado en un ambiente de desconfianza. No éramos ni adolescentes,
nuestros cerebros eran esponjas que absorberían cualquier líquido que se les
vertiera. Pese a ello, yo tenía una potente barrera. Llamémosla pesimismo.
Puede ser perjudicial a largo plazo, pero en esos instantes evitaba que se me
inculcara una falacia disfrazada de tautología: el ser humano es bueno.
A medida que crecía, mientras mi inocencia se iba
marchitando, mis más temibles sospechas se cumplían. En efecto, los humanos
éramos deleznables. Guerras, homicidios,
engaños, robos, burlas y demás delitos estaban a la orden del día en los
telediarios, esos programas informativos que mostraban una cara lacrimosa
frente al público cuando en realidad necesitaban de toda esa sangre derramada
para existir. Siempre me sentaba a la hora de comer frente al televisor y veía
las noticias. La misma historia, aunque distinta en argumento, similar en la
síntesis, malos contra buenos, buenos contra malos. Pero, ¿quién era el malo y
quién era el bueno cuando ambos bandos reclamaban una violenta justicia para el
contrario?
Y ya que estoy hablando de la televisión, sería un poco
estúpido por mi parte no hablar de la fama, el verdadero fin de nuestra existencia.
Los filósofos y demás calaña han dedicado su vida a averiguar la razón de esta,
la vida (cuando deberían haberse preguntado de qué madera querían su féretro).
A temprana edad yo lo supe, y aunque peque de ostentoso, la verdad es absoluta.
Haremos lo que sea para ser recordados, y cuanta más gente te alabe menos te
importará morir. Aún no he visto ningún famoso aceptar que teme a la muerte a
excepción de los que les puede más el sonido de las monedas. En cuanto al
resto, les es irrelevante mientras cientos de extraños visiten su tumba y con
cada suspiro les devuelvan a la vida. Sin embargo, si tu existencia se oculta
entre las sombras, consciente de que cuando te vayas de aquí nadie sabrá que
has tenido una vida, el miedo creará un embozo a tu alrededor y te hará tomar
medidas desesperadas.
Aquí es donde entra la verdadera naturaleza ansiosa de las
personas. Aquellos a los que respeto en parte por no ocultar la idiosincrasia
humanoide que el resto de hipócritas de este globo pretenden ocultar. Hablo,
por supuesto, de los que, para al menos conseguir su foto en un periódico de
dudosa calidad, hacen lo impensable. Matan, violan, roban, pudren este mundo
convirtiéndose en los Midas del dolor. Pero no les importa, tal vez sean
recordados como el que despellejó a diez ancianos o el que torturó sexualmente
a un par de niños… No obstante, su existencia no se perderá en los abismos del
tiempo. Será entonces cuando se les vuelva a preguntar si temen a la muerte y,
con una sonrisa de oreja a oreja, contestarán con un rotundo no.
Sin embargo, a pesar de una visible homogeneidad, a algunas
personas el miedo se les introduce en el cerebro de tal manera que causa el
efecto contrario y, frente al riesgo de estar exentos de fama, la maldad no se
les libera, sino que se les reprime aún más.
A esta clase de miedo la considero como la inhibidora del
auténtico modus operandi humano, donde la causalidad del susodicho toma suma
importancia, pues aquí siempre se encuentran antecedentes familiares. En otras
palabras, aquellos que piensen que todo acto erróneo tiene una consecuencia
fatal se comportarán de tal forma cuando el miedo les infecte. Por supuesto
esto no sería posible sin los amigos y familiares que les rodean. Y sí, no hay
que ser adivino para saber que en esta categoría entran los cegados por la fe.
Aunque he de admitir que también podrían entrar en el primer subgrupo si no
fuera porque los primeros, y por eso me caen mejor dentro de lo posible, es que
diferencian el mal del bien y saben perfectamente que sus actos se rigen por el
mal. En cuanto a estos últimos, bueno, ya se sabe que hagan lo que hagan, como
si es sajarle la garganta a su madre, si se lo ha dictado la voz demoniaca de
una deidad, entonces será un paso más a un bien demente.
Pero lo que vengo a decir es que la hipocresía de los
inhibidos por el miedo es tan fascinante que hasta algunos de ellos reconocen
que la única razón por la que se comportan con bondad hacia el prójimo es para
que luego ellos no reciban ningún desdichado fruto de dichos actos. Es como si
tuvieran la mente controlada por un kármico péndulo de causa y efecto. Creo que
ya son un poco adultos para que la anarquía cunda un poco por sus venas y no
estén doblegados a nada.
Visto así doy a entender que haga lo que haga el ser humano,
yo le voy a despreciar. En parte te doy la razón, aunque no pensaría así si
desde el principio este me hubiera mostrado una faceta distinta a la actual. No
hay ser humano bueno, los hay que hacen el bien temiendo las consecuencias de
comportarse conforme a su naturaleza, luego están lo que sin importarle
aquello, desesperados por la cuenta atrás, recurren a la forma más fácil de
alcanzar la fama, mediante la sangre.
Unos manchados de violencia, otros de hipocresía. No hay
mucho donde elegir. El continente, la Tierra, me encanta, y me hubiera gustado
estar más tiempo si no fuera porque le espera un futuro, no muy lejano, donde
las heridas que le causamos diariamente ya no cicatricen; pero el contenido,
nosotros, me repugna. A diario me cruzo con personas cuyas acciones son de
dudosa intencionalidad razonable y desearía pararme frente a ellos y
preguntarles por qué lo han hecho. Pero sus respuestas serían parecidas a un “tú
qué sabrás…”
Es curioso eso último, una llamada a la liberación de un
modo de vida basado en pustulosas masas. Una vez me enseñaron que el ser humano
tiende a la sociabilidad, y podría entonces considerarme a mí mismo como a una
excepción. Sin embargo, por más que intente mirar un acto cordial que enlace a
dos personas en una relación amistosa, sólo consigo ver que cuanto más se
avanza en eso que denominan modernización, más se resquebrajan esos últimos
resquicios de ligaduras entre uno mismo y el vecino. Una vida donde las frases
que priman en los eslóganes vienen a decir que estemos unidos cuando esas
mismas empresas te empujan al aislamiento con productos que hacen que te
cuestiones: ¿para qué necesito a los demás si lo tengo todo?
Pese a la tristeza del asunto, es la realidad. Y si me
dieran la oportunidad volvería a ser un niño donde algo en mi interior aún
luchaba contra mi pesimismo y, esperanzador, insistía en que tal vez recapacitaríamos. Pero el tiempo pasó y aquí me veo yo ahora, aquejado de una grave enfermedad
crónica cardiaca, a la espera de que algún donante perezca y mi organismo
acepte su corazón. Si fuera otra persona estaría todas las noches suplicando
que la fortuna hiciera aparecer un corazón para seguir con vida. Lástima que
sea yo, el de siempre, y sepa perfectamente que moriré antes de ver un
resquicio de humanidad.
En parte es irónico que vaya a morir a causa de una
malfunción cardiaca. Si no fuera tan escéptico y realista, diría que todo el
desprecio y aversión que siento hacia los demás ha provocado que este músculo
bombeador se ennegrezca lo suficiente para compartir mis sentimientos y tampoco
querer vivir en este mundo.
Los médicos y enfermeros pasan de vez en cuando por mi
habitación animándome y engañándome afirmando que muy posiblemente pronto
hallarían un corazón sano para mí. Enseguida les clasifiqué en el tipo de ser
número dos: el inhibido. Esa actitud amable frente a un desconocido denotaba
que realmente se les hacía la boca agua al pensar en el cuantioso sueldo que
recibirían a final de mes. Ya me los imagino si fueran transeúntes normales y
corrientes y me vieran por la calle mientras sufría mi primer episodio
arrítmico. Quizás los más temerosos se pararían para preguntar acerca de mi
estado, pero el resto, sabiendo que por tratarme bien no iban a recibir remuneración
alguna, pasarían de largo. La realidad era distinta, me cuidaban porque se
jugaban el sueldo, pero sabía que en un mundo paralelo me tratarían como una
mota de polvo posándose en una mesa, me apartarían de la superficie y asunto
arreglado.
En el hospital seguía con mis horarios de siempre. A la hora
de cenar ponía los informativos en el televisor que colgaba en la pared para
aumentar mi asco. Últimamente se veían bastantes seres del tipo uno: el
auténtico. Podría ser por la dificultad de los tiempos, pero con asiduidad
aparecían más personas cometiendo delitos. Relacionarían fama con dinero y la
desesperación aumentaría acelerando el proceso de liberación. De hecho, hacía
bastante tiempo que no veía un famoso estándar, si no era por un despiadado
genocidio era por el robo de una numerosa cantidad de dinero. No obstante,
siempre había un hueco reservado para las incesantes guerras. Me hacía gracia
ver a manifestantes autodenominados pacifistas recriminando dichas
confrontaciones bélicas. Siempre me pregunté: si van a favor de una humanidad
equilibrada, ¿por qué abogan por la paz absoluta y la ausencia total de guerras
cuando eso desbalancearía por completo tal equilibrio? Lo dicho, si tuviera que
definir con un aroma a la humanidad sería con el hedor de la hipocresía…
Los días se sucedieron y en uno de estos el médico encargado
de controlar mi estado me dio la esperada noticia de que mi corazón ya estaba
demasiado grave y si en una semana no recibía donación alguna moriría. Me
ofrecieron un psicólogo por aquello de tener que “afrontar” una muerte tan
próxima. Claramente me negué, demasiados falsarios había visto ya como para
tener que recordar a otro.
La semana transcurrió con calma y únicamente aguardaba ese
último pinchazo en el pecho que pararía por siempre mi corazón. En muchas
ocasiones me despertaba por la noche con tremendos dolores. Definitivamente ese
médico tenía razón, había entrado en la etapa final, pero aún tenía suficiente
capacidad cardiaca para albergar más antipatía. En mi últimos momentos hasta
tuve ganas de llorar. Muchos no se lo habían ganado. No. Ahí estaban, disfrutando
de vidas sintéticas conformadas por piezas de pura crueldad, poco piadosas.
Aunque puede que me lo mereciera al fin y al cabo, probablemente se me haya
olvidado mencionar al tipo de ser número tres: el hostil. No se trata de una
categoría muy diferenciada de las otras dos, pues el carácter principal del
tercero lo pueden presentar ambos. Es aquel que se mantiene ajeno a los demás y
declina poca consideración hacia la humanidad llegando a dañarles por mero
desprecio, que a veces secunda a una recreación falsa de superioridad. Quizá no
cumpla todos los requisitos, pero desde luego sí que presento hostilidad frente
al ser humano, por no hablar de que vomito ante la idea de la integración
social… No, si al final hasta me creeré las premisas del ser inhibido y todo
será culpa de no haber tenido un comportamiento digno de un santo. Pues si
tuviera que haber adoptado esa actitud falsa para ser recompensado con una vida
más duradera, me parece que estaré mejor abandonando este lugar. Escupiría a la
humanidad a la cara, pero aprecio demasiado mi saliva como para que se ensucie
con vuestras pieles.
Y el día llegó. Un tremendo apretón en el tórax, como si me
estrujaran el corazón con extrema fuerza, un breve quejido y oscuridad. Fue
extraño que, supuestamente estando muerto, escuchara aún voces. Pude
diferenciar la de uno avisando al médico, ya habrían encontrado mi cadáver.
Luego me alzaron y me pusieron en otra camilla. Algunas luces aún atravesaban
mis párpados, se difuminaba todo, pero podía distinguirlo de la plena
oscuridad. Segundos después me conectaron a algo y me pusieron algunos tubos,
probablemente estarían sacándome la sangre, no es que supiera muy bien qué se
hacía con un muerto en un hospital. Sólo esperaba a que pronto me quedara difunto del todo y dejara de estar en este
incómodo stand by. Pero hubiera estado interesante estar así hasta mi funeral,
con mis padres también muertos, y sin más familiares que me apreciaran, incluso
podría ser Record Guinness en cuanto
al funeral más solitario de la historia…
Como era de esperar, ese estadío cambió tiempo después, pero
no por la muerte, sino por la vida. No comprendía nada. Me encontraba en una
habitación similar a la que abandoné. Lo primero que percibí fue comodidad, sí,
carente de dolor torácico. Me levanté la parte superior del pijama y pude
observar una considerable cicatriz en la región donde se hallaba el corazón.
Obviamente el órgano que me latía estaba sano, ¿pero cómo?
Tras un par de horas el cirujano entró en la habitación y,
viendo que ya había despertado, me explicó que ese tremendo dolor punzante podría haberme
matado, pero afortunadamente en ese justo momento había llegado un corazón al
hospital perfecto para mí. Se me llevó rápidamente al quirófano y se realizó la
operación exitosamente. Me entró la curiosidad por saber de quién era tal
músculo. Resultó ser de una mujer en coma. Su marido, en contra de la voluntad
de ella, exigió alargar su estado comatoso, el cual era irreversible. A pesar
de que los médicos afirmaban que sólo conseguiría estirar su sufrimiento, el
marido, tal vez un poco egoísta, quiso mantener a la mujer un año más enchufada
a una máquina. Pero un día se enteró de que un paciente de ese mismo hospital
necesitaba un corazón urgentemente. No se sabe la razón exacta, pero el marido
entró en razones y permitió descansar en paz a su mujer. Ipso facto, se la
extrajo el corazón, el cual era compatible con mi organismo, y se llevó al quirófano
para implantármelo.
Realmente me sorprendí. Tal comportamiento no encajaba con
ningún tipo de ser existente hasta ahora. Algo no cuadraba. ¿Egoísmo,
aceptación, fama, curiosidad por el asesinato? Nada de eso…
Una vez recuperado lo suficiente para caminar, quise hablar
con él, el cual se encontraba en la capilla del hospital. Al verme no sabía
quién era, así que me presenté. Se echó a llorar y por primera vez no sentí
asco por un humano. Puede que los cirujanos me hubieran operado porque era su
trabajo, quién sabe, pero él no tenía razón alguna para darme tal regalo.
Aunque consciente de la presencia de un enfermo de corazón, todos entenderían
el negarse a donar el corazón de su esposa. Intrigado, y sin saber medir muy
bien mis palabras, le pregunté por qué lo había hecho. Su respuesta me dejó
conmocionado.
-Ante mis manos se
hallaban dos posibilidades. Sinceramente al principio pensé en tomar la primera
alternativa y no desconectar a mi mujer, pero recapacité. Si hacía eso
provocaría dolor en dos personas, en ella por seguir en un coma interminable y
en ti por dejarte morir. Sin embargo, si tomaba la decisión correcta os
liberaría a los dos de vuestras penas. Ella al fin podría descansar y tú
seguirías disfrutando de la vida que se te ha otorgado.
Justo en esa última frase se me hizo un nudo en la garganta.
Si de verdad conociera mi vida, deficitaria en felicidad, se arrepentiría de
haber elegido esa opción. Esperaba verle triste y en cambio sonreía.
Simplemente era feliz por haberle dado la vida a alguien pese a que fuera un
extraño. ¿Qué clase de persona era? Era imposible que estuviera marcada por el
altruismo, eso era mera fantasía.

Me quedé sin palabras. Ese señor era como yo y, sin nada a
su favor, se había dispuesto a nadar contra la corriente. Me parece que este hombre había hecho algo más
que darme un corazón o una segunda oportunidad para vivir.
Puede que haya que incluir un cuarto tipo de ser, este sí,
humano.
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