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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Odio somos

Otro estúpido días más en este asqueroso mundo. Menos mal que pronto lo abandonaré y hallaré por fin la paz de la que tantos hablan. Tal vez me tachen de sociópata. Puede que tengan razón. Al principio hasta yo pensaba que mi apetencia a mantenerme solo, aislado, era una cruel enfermedad. Luego comprendí que estaba equivocado, que en realidad era un simple, y eficaz, mecanismo de defensa. Toda persona con la que me cruzo en la calle, toda persona que me habla o intenta entablar una amistad, toda persona que miente para que nadie se fije en lo cuan despreciable que es su existencia, todas merecen morir… Yo inclusive.

Desde pequeño supe que este mundo estaba demacrado por unas pautas incongruentes. Nuestra vida se transformaba en herrumbre con cada paso que dábamos hacia un futuro que prometían que sería espléndido…

Pero yo ya sospechaba algo. Sí, podría ser un niño, pero me había criado en un ambiente de desconfianza. No éramos ni adolescentes, nuestros cerebros eran esponjas que absorberían cualquier líquido que se les vertiera. Pese a ello, yo tenía una potente barrera. Llamémosla pesimismo. Puede ser perjudicial a largo plazo, pero en esos instantes evitaba que se me inculcara una falacia disfrazada de tautología: el ser humano es bueno.

A medida que crecía, mientras mi inocencia se iba marchitando, mis más temibles sospechas se cumplían. En efecto, los humanos éramos deleznables.  Guerras, homicidios, engaños, robos, burlas y demás delitos estaban a la orden del día en los telediarios, esos programas informativos que mostraban una cara lacrimosa frente al público cuando en realidad necesitaban de toda esa sangre derramada para existir. Siempre me sentaba a la hora de comer frente al televisor y veía las noticias. La misma historia, aunque distinta en argumento, similar en la síntesis, malos contra buenos, buenos contra malos. Pero, ¿quién era el malo y quién era el bueno cuando ambos bandos reclamaban una violenta justicia para el contrario?

Y ya que estoy hablando de la televisión, sería un poco estúpido por mi parte no hablar de la fama, el verdadero fin de nuestra existencia. Los filósofos y demás calaña han dedicado su vida a averiguar la razón de esta, la vida (cuando deberían haberse preguntado de qué madera querían su féretro). A temprana edad yo lo supe, y aunque peque de ostentoso, la verdad es absoluta. Haremos lo que sea para ser recordados, y cuanta más gente te alabe menos te importará morir. Aún no he visto ningún famoso aceptar que teme a la muerte a excepción de los que les puede más el sonido de las monedas. En cuanto al resto, les es irrelevante mientras cientos de extraños visiten su tumba y con cada suspiro les devuelvan a la vida. Sin embargo, si tu existencia se oculta entre las sombras, consciente de que cuando te vayas de aquí nadie sabrá que has tenido una vida, el miedo creará un embozo a tu alrededor y te hará tomar medidas desesperadas.

Aquí es donde entra la verdadera naturaleza ansiosa de las personas. Aquellos a los que respeto en parte por no ocultar la idiosincrasia humanoide que el resto de hipócritas de este globo pretenden ocultar. Hablo, por supuesto, de los que, para al menos conseguir su foto en un periódico de dudosa calidad, hacen lo impensable. Matan, violan, roban, pudren este mundo convirtiéndose en los Midas del dolor. Pero no les importa, tal vez sean recordados como el que despellejó a diez ancianos o el que torturó sexualmente a un par de niños… No obstante, su existencia no se perderá en los abismos del tiempo. Será entonces cuando se les vuelva a preguntar si temen a la muerte y, con una sonrisa de oreja a oreja, contestarán con un rotundo no.

Sin embargo, a pesar de una visible homogeneidad, a algunas personas el miedo se les introduce en el cerebro de tal manera que causa el efecto contrario y, frente al riesgo de estar exentos de fama, la maldad no se les libera, sino que se les reprime aún más.

A esta clase de miedo la considero como la inhibidora del auténtico modus operandi humano, donde la causalidad del susodicho toma suma importancia, pues aquí siempre se encuentran antecedentes familiares. En otras palabras, aquellos que piensen que todo acto erróneo tiene una consecuencia fatal se comportarán de tal forma cuando el miedo les infecte. Por supuesto esto no sería posible sin los amigos y familiares que les rodean. Y sí, no hay que ser adivino para saber que en esta categoría entran los cegados por la fe. Aunque he de admitir que también podrían entrar en el primer subgrupo si no fuera porque los primeros, y por eso me caen mejor dentro de lo posible, es que diferencian el mal del bien y saben perfectamente que sus actos se rigen por el mal. En cuanto a estos últimos, bueno, ya se sabe que hagan lo que hagan, como si es sajarle la garganta a su madre, si se lo ha dictado la voz demoniaca de una deidad, entonces será un paso más a un bien demente.

Pero lo que vengo a decir es que la hipocresía de los inhibidos por el miedo es tan fascinante que hasta algunos de ellos reconocen que la única razón por la que se comportan con bondad hacia el prójimo es para que luego ellos no reciban ningún desdichado fruto de dichos actos. Es como si tuvieran la mente controlada por un kármico péndulo de causa y efecto. Creo que ya son un poco adultos para que la anarquía cunda un poco por sus venas y no estén doblegados a nada.

Visto así doy a entender que haga lo que haga el ser humano, yo le voy a despreciar. En parte te doy la razón, aunque no pensaría así si desde el principio este me hubiera mostrado una faceta distinta a la actual. No hay ser humano bueno, los hay que hacen el bien temiendo las consecuencias de comportarse conforme a su naturaleza, luego están lo que sin importarle aquello, desesperados por la cuenta atrás, recurren a la forma más fácil de alcanzar la fama, mediante la sangre.

Unos manchados de violencia, otros de hipocresía. No hay mucho donde elegir. El continente, la Tierra, me encanta, y me hubiera gustado estar más tiempo si no fuera porque le espera un futuro, no muy lejano, donde las heridas que le causamos diariamente ya no cicatricen; pero el contenido, nosotros, me repugna. A diario me cruzo con personas cuyas acciones son de dudosa intencionalidad razonable y desearía pararme frente a ellos y preguntarles por qué lo han hecho. Pero sus respuestas serían parecidas a un “tú qué sabrás…”

Es curioso eso último, una llamada a la liberación de un modo de vida basado en pustulosas masas. Una vez me enseñaron que el ser humano tiende a la sociabilidad, y podría entonces considerarme a mí mismo como a una excepción. Sin embargo, por más que intente mirar un acto cordial que enlace a dos personas en una relación amistosa, sólo consigo ver que cuanto más se avanza en eso que denominan modernización, más se resquebrajan esos últimos resquicios de ligaduras entre uno mismo y el vecino. Una vida donde las frases que priman en los eslóganes vienen a decir que estemos unidos cuando esas mismas empresas te empujan al aislamiento con productos que hacen que te cuestiones: ¿para qué necesito a los demás si lo tengo todo?

Pese a la tristeza del asunto, es la realidad. Y si me dieran la oportunidad volvería a ser un niño donde algo en mi interior aún luchaba contra mi pesimismo y, esperanzador, insistía en que tal vez recapacitaríamos. Pero el tiempo pasó y aquí me veo yo ahora, aquejado de una grave enfermedad crónica cardiaca, a la espera de que algún donante perezca y mi organismo acepte su corazón. Si fuera otra persona estaría todas las noches suplicando que la fortuna hiciera aparecer un corazón para seguir con vida. Lástima que sea yo, el de siempre, y sepa perfectamente que moriré antes de ver un resquicio de humanidad.

En parte es irónico que vaya a morir a causa de una malfunción cardiaca. Si no fuera tan escéptico y realista, diría que todo el desprecio y aversión que siento hacia los demás ha provocado que este músculo bombeador se ennegrezca lo suficiente para compartir mis sentimientos y tampoco querer vivir en este mundo.

Los médicos y enfermeros pasan de vez en cuando por mi habitación animándome y engañándome afirmando que muy posiblemente pronto hallarían un corazón sano para mí. Enseguida les clasifiqué en el tipo de ser número dos: el inhibido. Esa actitud amable frente a un desconocido denotaba que realmente se les hacía la boca agua al pensar en el cuantioso sueldo que recibirían a final de mes. Ya me los imagino si fueran transeúntes normales y corrientes y me vieran por la calle mientras sufría mi primer episodio arrítmico. Quizás los más temerosos se pararían para preguntar acerca de mi estado, pero el resto, sabiendo que por tratarme bien no iban a recibir remuneración alguna, pasarían de largo. La realidad era distinta, me cuidaban porque se jugaban el sueldo, pero sabía que en un mundo paralelo me tratarían como una mota de polvo posándose en una mesa, me apartarían de la superficie y asunto arreglado.

En el hospital seguía con mis horarios de siempre. A la hora de cenar ponía los informativos en el televisor que colgaba en la pared para aumentar mi asco. Últimamente se veían bastantes seres del tipo uno: el auténtico. Podría ser por la dificultad de los tiempos, pero con asiduidad aparecían más personas cometiendo delitos. Relacionarían fama con dinero y la desesperación aumentaría acelerando el proceso de liberación. De hecho, hacía bastante tiempo que no veía un famoso estándar, si no era por un despiadado genocidio era por el robo de una numerosa cantidad de dinero. No obstante, siempre había un hueco reservado para las incesantes guerras. Me hacía gracia ver a manifestantes autodenominados pacifistas recriminando dichas confrontaciones bélicas. Siempre me pregunté: si van a favor de una humanidad equilibrada, ¿por qué abogan por la paz absoluta y la ausencia total de guerras cuando eso desbalancearía por completo tal equilibrio? Lo dicho, si tuviera que definir con un aroma a la humanidad sería con el hedor de la hipocresía…

Los días se sucedieron y en uno de estos el médico encargado de controlar mi estado me dio la esperada noticia de que mi corazón ya estaba demasiado grave y si en una semana no recibía donación alguna moriría. Me ofrecieron un psicólogo por aquello de tener que “afrontar” una muerte tan próxima. Claramente me negué, demasiados falsarios había visto ya como para tener que recordar a otro.

La semana transcurrió con calma y únicamente aguardaba ese último pinchazo en el pecho que pararía por siempre mi corazón. En muchas ocasiones me despertaba por la noche con tremendos dolores. Definitivamente ese médico tenía razón, había entrado en la etapa final, pero aún tenía suficiente capacidad cardiaca para albergar más antipatía. En mi últimos momentos hasta tuve ganas de llorar. Muchos no se lo habían ganado. No. Ahí estaban, disfrutando de vidas sintéticas conformadas por piezas de pura crueldad, poco piadosas. Aunque puede que me lo mereciera al fin y al cabo, probablemente se me haya olvidado mencionar al tipo de ser número tres: el hostil. No se trata de una categoría muy diferenciada de las otras dos, pues el carácter principal del tercero lo pueden presentar ambos. Es aquel que se mantiene ajeno a los demás y declina poca consideración hacia la humanidad llegando a dañarles por mero desprecio, que a veces secunda a una recreación falsa de superioridad. Quizá no cumpla todos los requisitos, pero desde luego sí que presento hostilidad frente al ser humano, por no hablar de que vomito ante la idea de la integración social… No, si al final hasta me creeré las premisas del ser inhibido y todo será culpa de no haber tenido un comportamiento digno de un santo. Pues si tuviera que haber adoptado esa actitud falsa para ser recompensado con una vida más duradera, me parece que estaré mejor abandonando este lugar. Escupiría a la humanidad a la cara, pero aprecio demasiado mi saliva como para que se ensucie con vuestras pieles.

Y el día llegó. Un tremendo apretón en el tórax, como si me estrujaran el corazón con extrema fuerza, un breve quejido y oscuridad. Fue extraño que, supuestamente estando muerto, escuchara aún voces. Pude diferenciar la de uno avisando al médico, ya habrían encontrado mi cadáver. Luego me alzaron y me pusieron en otra camilla. Algunas luces aún atravesaban mis párpados, se difuminaba todo, pero podía distinguirlo de la plena oscuridad. Segundos después me conectaron a algo y me pusieron algunos tubos, probablemente estarían sacándome la sangre, no es que supiera muy bien qué se hacía con un muerto en un hospital. Sólo esperaba a que pronto me quedara  difunto del todo y dejara de estar en este incómodo stand by. Pero hubiera estado interesante estar así hasta mi funeral, con mis padres también muertos, y sin más familiares que me apreciaran, incluso podría ser Record Guinness en cuanto al funeral más solitario de la historia…

Como era de esperar, ese estadío cambió tiempo después, pero no por la muerte, sino por la vida. No comprendía nada. Me encontraba en una habitación similar a la que abandoné. Lo primero que percibí fue comodidad, sí, carente de dolor torácico. Me levanté la parte superior del pijama y pude observar una considerable cicatriz en la región donde se hallaba el corazón. Obviamente el órgano que me latía estaba sano, ¿pero cómo?

Tras un par de horas el cirujano entró en la habitación y, viendo que ya había despertado, me explicó que ese tremendo dolor punzante podría haberme matado, pero afortunadamente en ese justo momento había llegado un corazón al hospital perfecto para mí. Se me llevó rápidamente al quirófano y se realizó la operación exitosamente. Me entró la curiosidad por saber de quién era tal músculo. Resultó ser de una mujer en coma. Su marido, en contra de la voluntad de ella, exigió alargar su estado comatoso, el cual era irreversible. A pesar de que los médicos afirmaban que sólo conseguiría estirar su sufrimiento, el marido, tal vez un poco egoísta, quiso mantener a la mujer un año más enchufada a una máquina. Pero un día se enteró de que un paciente de ese mismo hospital necesitaba un corazón urgentemente. No se sabe la razón exacta, pero el marido entró en razones y permitió descansar en paz a su mujer. Ipso facto, se la extrajo el corazón, el cual era compatible con mi organismo, y se llevó al quirófano para implantármelo.

Realmente me sorprendí. Tal comportamiento no encajaba con ningún tipo de ser existente hasta ahora. Algo no cuadraba. ¿Egoísmo, aceptación, fama, curiosidad por el asesinato? Nada de eso…

Una vez recuperado lo suficiente para caminar, quise hablar con él, el cual se encontraba en la capilla del hospital. Al verme no sabía quién era, así que me presenté. Se echó a llorar y por primera vez no sentí asco por un humano. Puede que los cirujanos me hubieran operado porque era su trabajo, quién sabe, pero él no tenía razón alguna para darme tal regalo. Aunque consciente de la presencia de un enfermo de corazón, todos entenderían el negarse a donar el corazón de su esposa. Intrigado, y sin saber medir muy bien mis palabras, le pregunté por qué lo había hecho. Su respuesta me dejó conmocionado.

-Ante mis manos se hallaban dos posibilidades. Sinceramente al principio pensé en tomar la primera alternativa y no desconectar a mi mujer, pero recapacité. Si hacía eso provocaría dolor en dos personas, en ella por seguir en un coma interminable y en ti por dejarte morir. Sin embargo, si tomaba la decisión correcta os liberaría a los dos de vuestras penas. Ella al fin podría descansar y tú seguirías disfrutando de la vida que se te ha otorgado.

Justo en esa última frase se me hizo un nudo en la garganta. Si de verdad conociera mi vida, deficitaria en felicidad, se arrepentiría de haber elegido esa opción. Esperaba verle triste y en cambio sonreía. Simplemente era feliz por haberle dado la vida a alguien pese a que fuera un extraño. ¿Qué clase de persona era? Era imposible que estuviera marcada por el altruismo, eso era mera fantasía.

-Quizás te preguntes cómo cambié drásticamente de negarme a donar su corazón a… matar a la persona que más quería –prosiguió el señor–. Hasta hace poco creía que el ser humano era un monstruo. Y… puede que aún lo piense.  Pero llegué a la conclusión de que gente buena existía, aunque poca, y ellos tenían el duro deber de contrarrestar toda la maldad de este mundo. Siendo minoría tendrían que hacer que sus actos repercutieran mucho más que los del resto. Y yo he querido apoyar a la causa. A veces decaigo y sigo creyendo que en realidad no hay hombre bueno, pero eso no me importa si yo estoy a gusto conmigo mismo, y te lo digo de verdad, esta decisión me reconforta mucho más que la otra…

Me quedé sin palabras. Ese señor era como yo y, sin nada a su favor, se había dispuesto a nadar contra la corriente.  Me parece que este hombre había hecho algo más que darme un corazón o una segunda oportunidad para vivir.

Puede que haya que incluir un cuarto tipo de ser, este sí, humano.

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