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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 22 de septiembre de 2013

El Discípulo [1/3]

Era el primer día de clase, no se haría gran cosa. Los profesores se presentarían, los nuevos harían amistades, nos darían el nuevo horario… Lo de siempre, no por ser Bachillerato iba a cambiar la monotonía…

Este era el pensamiento con el que Uriel acompañaba sus pasos de camino, otro Septiembre más, al Instituto Los Heraldos. Mientras iba de camino el frío viento impactaba contra su cuerpo. Tendría que haberse abrigado más. ¿Cómo era posible que el paso de verano a otoño hubiera sido tan radical? Los otros años, en los primeros días de clase, hasta estar en el aula era insoportable debido al calor. Sin embargo hoy hacía un clima gélido digno de enero.

Dobló la esquina y ya, en la lejanía, en la puerta del Instituto, pudo distinguir las siluetas de sus amigos. Sonia estaba apoyada en la pared con las manos en la espalda mientras charlaba entre risas con Marta, seguramente se estarían contando con pelos y señales todo el verano que habían vivido. Por otro lado, sentado en el suelo con las piernas encogidas y la mirada perdida, estaba Arturo. A la derecha de los tres se encontraban los gemelos Raúl y Sergio. Ambos, como buenos analizadores, no perdían ojo a cada nuevo estudiante que pasaba a su lado, y tras el análisis compartían sus opiniones. Por último, aún desorientada, sin encontrar al resto, estaba Paula dando vueltas entre los grupos de alumnos.

Uriel se aproximó hasta Paula y la llamó. Ella se alegró al verle y él le guio con el resto. Todos saludaron a los dos. Paula se fue con las chicas mientras que él se sentó al lado de Arturo. Era el más callado del grupo, pero eso a Uriel no le desagradaba, de hecho hacía más interesante la relación de amistad que tenían ellos dos. Sabía que Arturo no se mantenía en silencio por desprecio a los demás, sino que esa era su forma de dejarte entrar en su hábitat, eso sí, con la condición de no romper el mutismo. A Uriel a veces le gustaba la tranquilidad y sabía que con la compañía de Arturo el silencio era de todo menos incómodo.

Era un verdadero alivio para el grupo que todos hubieran escogido el Bachillerato de ciencias, además de que algunos compañeros del año anterior, los cuales no les caían muy bien, se habían perdido por el camino al escoger otra modalidad. No obstante, ya se había filtrado la lista de la clase y sabían que en gran parte volverían a ver caras conocidas.

Quince minutos después del reencuentro las puertas se abrieron. Ahora tocaba ir en manada a intentar entre la multitud hallar la lista de la clase correspondiente y colocarse en la fila indicada. El grupo de amigos fue directamente a la fila, pues ya sabían que pertenecían a la clase B. Pese a ello, no fueron los primeros en llegar, allí les esperaba Blas, más conocido entre el resto de la clase como la Cucaracha. Fue una verdadera sorpresa para ellos, de hecho no figuraba en la lista, y sin embargo estaba ahí, afirmando que se había cambiado a ciencias en el último momento y que por eso aún no aparecía en el papel. Tenía el mismo comportamiento que Arturo, distante, callado e introvertido, pero entre los dos había una gran diferencia que espantaba a los que pretendían hacer amistades: su indumentaria. Siempre que le preguntaban si era gótico él contestaba con un rotundo no, seguido de un “la palabra correcta es siniestro”. Con los párpados sombreados y dos líneas negras pintadas que salían de sus ojos y alcanzaban las mejillas, una camisa negra, un collar de pinchos, una cadena metálica que colgaba, atada a su kilt, y unas Dr. Martens negras. Siempre vestido y maquillado de la misma manera… inmutable.

Tan sólo se dirigieron un saludo y él concluyó la conversación con la aclaración antes contada. Tras ello, cada uno fue por su parte, Blas siguió en el principio de la fila, estático, y el grupo de amigos siguió charlando a la espera de los nuevos allegados.

No tardaron mucho en venir el resto de antiguos compañeros. Los siguientes fueron la pintoresca pareja de enamorados, Amador y Amanda. Su historia amorosa corrió como la pólvora por todo el Instituto debido a la curiosa coincidencia de los nombres y lo que sentían el uno por el otro. A todos les caía bien la susodicha pareja, incluso levantaban respeto en el sociópata de Blas. Siempre sonreían, sabiendo que pasara lo que pasara se tenían el uno al otro. A veces se bromeaba con que dejaban tras de sí una estela que causaba diabetes a quien les viera manifestar su amor.

Unos segundos después llegaron los insoportables hermanos Ricardo y Sebas. Realmente no eran hermanos pero tenían una amistad tan fuerte que entre ellos se habían adoptado mutuamente. No hacía falta saber el futuro para adivinar qué asientos iban a escoger al llegar al aula: los que se encontraran más atrás. Siempre se oía de fondo sus voces y risas, ideando día sí y día también alguna broma para sus mil y una víctimas de la clase. No obstante se podía tener plena confianza a la hora de pedirles un favor.

En cinco minutos la fila se llenó. El resto eran caras nuevas, aunque aún quedaba un antiguo estudiante por acudir. No era extraño, ya se le conocía por llegar tarde siempre. Era el friki de la clase, y no se le llamaba así con intención despectiva, era él mismo quien, con orgullo, exigía que se le denominara así. Sandro mantenía entre sus manos una consola más tiempo que un libro, y sin embargo siempre aprobaba con buena nota. Cuando se le preguntaba su método él respondía que, al contrario que el resto, él consideraba el estudio como un videojuego donde la misión era recopilar información para luego hacer un “informe”.  Desde luego para Sandro el rol le era de gran ayuda. Se llevaba bien con todo el mundo, hasta con Blas. Era el único que se había molestado en iniciar con él una conversación más de una vez, a pesar de que este le respondiera de manera brusca y seca.

Así que ya estaban todos. Quince personas nuevas, un siniestro, un dúo de chiste, una pareja perfecta, un friki, una despistada, dos potenciales investigadores, dos grandes amigas, un tímido introvertido y un futuro filósofo, Uriel. Veintiocho en total. El curso prometía.

Por los altavoces de las paredes retumbó la voz del director. Los alumnos, como era de esperar, hicieron caso omiso y siguieron con el vocerío. Ninguno podía escuchar a qué clase iba a llamar primero. Pero eso no era problema para Raúl y su increíble audición. A duras penas el resto se enteraba de las palabras que salían de los altavoces. Caos en la entrada, como de costumbre.

Llegó el momento y Raúl avisó a los demás para avanzar hacia la entrada al edificio, pero el avance cesó rápido. Una muchedumbre de críos obstaculizaba el paso. Más de uno les pidió permiso para pasar, la única respuesta era la ausencia de esta. Entre nervios y gritos de los novatos era imposible que abrieran algún hueco para continuar hasta la entrada.

-Ya me ocupo yo…

Era la voz de Blas. Estaba claro que si ayudaba era porque sacaba beneficio, y podía comprenderse. Para una persona como él, la situación actual del patio, infestada de personas, era una auténtica pesadilla. Preferiría encerrarse en un aula con veintiocho personas que estar al aire libre con cientos de ellas. A todos les intrigó qué iría a hacer él para que los niños les permitieran alcanzar la entrada. Aunque realmente no tuvo que hacer absolutamente nada, tan sólo ponerse el primero de la fila y mirarles fijamente. En cuestión de segundos todos los niños se habían alertado entre ellos y la presencia de Blas ya no era desconocida. A partir de ahí, con tranquilidad les fue abriendo el paso al resto de la clase. Los únicos que se reían eran Sebas, Sandro, Ricardo y un par de los nuevos.

Al entrar, el secretario hizo una breve pausa para mirar el mapa de las aulas que tenía y, seguidamente, les indicó dónde debían ir. Aula 2 de Biología, planta 1. Al parecer el tutor iba a ser el mismo que les iba a dar biología. Una noticia buena para empezar. Y si el profesor era el renombrado Jose Luis, la noticia era el doble de buena. Un profesor que daba las clases de una forma totalmente amena, hacía que, hasta siendo de letras, llegases a adorar el método científico.

Marta, Paula y Sonia fueron corriendo para ver si era cierto aquello. Cuando los demás alcanzaron el pasillo del aula vieron las caras sorprendidas de las chicas. No hacía falta asomarse al cristal de la puerta para percatarse de que Jose Luis no estaba dentro. ¿Quién era, entonces, el profesor?

Cuando este vio asomada a Paula fue rápido para abrir la puerta. Todos aligeraron el paso para poder elegir un buen pupitre. Los únicos que mantuvieron el paso lento fueron Blas, Sandro, que seguía enfrascado en su mundo, Arturo, que prefería apartarse de los nuevos, y Uriel, que le acompañaba. Los cuatro juntos pero en silencio. Había que romper el hielo.

-Bueno. ¿Os ha dado tiempo a hacer muchas cosas este verano? – preguntó Sandro –.

-No mucho. Parece que el año mete un acelerón cuando llega el calor… – respondió Uriel –.

-A mí esa tontería de la añoranza veraniega se me quitó cuando me enteré de que ha ingresado en Los Heraldos cierto profesor de… cierta fama – contestó repentinamente Blas –.

-¿Cierta fama? – dijo con gran interés Arturo, el cual necesitaba un gran motivo para hablar a alguien, y más tratándose de la Cucaracha –.

Desgraciadamente Blas no tuvo tiempo para aclarar la incógnita. El camino era corto y ya en la clase había silencio, no sería conveniente entrar hablando, máxime cuando se trataba de un cotilleo que podría provocar el alboroto entre todos. Sin embargo, y en contra de su naturaleza nada extrovertida, Blas les había prometido a los tres contarles la noticia tras la hora de la presentación.

Al entrar, los cuatro comprendieron por qué se mantenía la clase tan silenciosa. Si de un profesor variopinto se trataba la noticia, el aspecto de este indicaba que tenía las de ganar para ser él. Sentado en su silla, expectante a que llegaran los últimos, vestía una camisa blanca con costuras deshilachadas en las mangas y una corbata negra con un parche blanco mal enmendado. Seguramente, aunque no se viera, los pantalones también llevarían alguna señal de una costura de calidad deficiente. Pero lo más impactante no radicaba en su ropa, sino en su faz. Con una blancura casi nuclear, su piel también se mantenía abrazada a unos hilos, más en concreto las comisuras de su boca, de las cuales surgían dos largos tajos que casi llegaban hasta los lóbulos de sus orejas, ambas cicatrices cosidas con un grueso hilo negro. En la frente también presentaba una herida suturada de la misma manera, pero esta era mucho más pequeña en comparación. Asimismo uno de sus ojos no mostraba pupila ni iris alguno, tenía el cristalino tan opaco que se confundía con la esclerótica que lo rodeaba. En la periferia distante del ojo, sin embargo, lograba diferenciarse de entre todo ese blanco unas pinceladas rojas de carácter vascular.

Los únicos asientos que quedaban eran cuatro de los seis pupitres de atrás, en los dos ocupados estaban, obviamente, Sebas y Ricardo. Hasta ellos habían cambiado su mueca circense por una seria. Aquel profesor imponía, desde luego. Arturo y Uriel se sentaron juntos, y Blas no tuvo más remedio que sentarse al lado de Sandro.

Ahora todos estaban a la espera de que el extraño profesor se presentara. El silencio era incómodo y lento. La única pupila que tenía se iba fijando uno a uno en los veintiocho alumnos.  Había tres columnas, una de cuatro filas y las otras dos de cinco, todas compuestas por parejas de pupitres. En la columna menor se encontraba la mesa del profesor. Casualmente los quince alumnos nuevos se habían situado en los pupitres más cercanos. La única que se había sentado junto a uno de ellos era Paula, que estaba sentada justo delante de Marta y Sonia. Paula compartía asiento con una chica con la que las tres ya estaban haciendo buenas migas. No hablaban, pero se las veía sin dificultad alguna pasándose pequeños trozos de papel con mensajes.

Finalmente el profesor decidió levantarse y procedió a cerrar las persianas de todas las ventanas. Todos pensaban que iba a poner en el proyector algún video, pero la intención de él era algo diferente. La única iluminación que recibía el aula, tras bajar las persianas, era la luz que procedía del cristal de la puerta. Dicha luz dejaba la pizarra lo suficientemente visible como para que pudiera ser legible lo que el profesor estaba a punto de escribir.

“¿Quién es apto?”

Esa era la frase que había escrito. Ni dijo su nombre ni nada. Después de ello se echó a un lado y esperó de pie a que todos la leyeran. Los murmullos comenzaron a surgir entre los alumnos. Podría ser algún tipo de introducción al primer tema de biología.

Pasaron varios minutos y él seguía sin dar aclaraciones. Todos se preguntaban la razón de esos actos. Todos a excepción de Blas, quien ya había concluido que sí era el famoso profesor. Alguno tendría que dar una respuesta a su pregunta, y si no podían entre ellos hallar nada, tendrían que pedirle ayuda.

Uno de la primera fila alzó el brazo para pedir permiso para hablar. Justo antes de que pudiera decir algo, la mirada del profesor se clavó en él, frunció el ceño y sonrió. En cuanto mostró sus dientes, entre las sombras del aula todos pudieron apreciar que en la mano alzada del chico decenas de hilos surgían de entre su carne y rodeaban el brazo comprimiéndolo hasta tal punto que dichos hilos volvieron a hundirse y le seccionaron la extremidad.


Pasó tan rápido que la única reacción de la clase, incluida la de la propia víctima, fue una expresión muda, boquiabierta. El mutilado bajó lo poco que le quedaba del brazo y se observó, consternado, la ensangrentada herida. Comenzó a temblar y a gritar. Ese mismo alarido activó el mecanismo de defensa del resto de organismos de la sala y todos se levantaron de los pupitres para salir del aula.


Sin embargo la idea de escapar era errónea. Los otros tres de la primera fila se abalanzaron contra la puerta para abrirla, pero lo único que consiguieron fue perecer. El que tocó el picaporte recibió la metralla del cristal de la puerta, que acababa de romperse en mil pedazos sin razón alguna. Al que le seguía le fue cosida la boca y las narinas. Y el último fue atravesado cientos de veces por hilos tan dañinos como un alambre de espinos.

Por fortuna el resto reaccionó a tiempo y se alejó de la posición del profesor. Estaba claro que esas cuatro muertes eran por su culpa y no tenía ni que moverse para matar. La única opción que tenían era ir a la parte trasera del aula y golpear la pared hasta que alguien del aula colindante se percatara del ruido.

No obstante, eso tampoco era una buena idea. Blas, con tranquilidad agarró un papel de su libreta y escribió un breve texto. Luego fue llamando la atención de todos, en completo silencio, dando toques a sus espaldas. En el papel ponía lo siguiente.

“No ha escrito eso en la pizarra porque sí. Si nos mantenemos en silencio y seguimos sentados no moriremos.”

Era poco creíble, pero podría dar resultado, después de todo sólo había matado a los que intentaron alterar el ambiente. Así que lentamente, más calmados, todos volvieron a sus asientos y miraron de reojo a Blas esperando a que diera alguna orden más.

Él suspiró, no le gustaba para nada ser el centro de atención y ahora toda la clase aguardaba su pronunciación. Si estuviera exento de remordimientos escribiría un mensaje obligándoles a volver a alborotar la clase, así todos morirían y le dejarían en paz, pero después de todo el asunto era serio. Arrancó otra hoja del cuaderno y escribió.

“Me he dado cuenta de que podemos comunicarnos si nos pasamos mensajes de esta forma. Parece que nos permitirá hacer cualquier cosa que no implique romper esta tranquilidad. Pásale este mensaje al siguiente.”

Le enseñó el mensaje a Sandro y luego lo hizo una bola para lanzárselo a Arturo. El papel fue pasando a cada uno de ellos. Una vez todos enterados, le llegaron unos cuantos papeles preguntando qué había que hacer ahora. Lo único que se lo ocurría a Blas era algo que seguramente a nadie le iba a gustar, y era esperar a que acabara la hora. Maldijo en ese momento que no compartieran su misma indiferencia al sacrificio. Se entiende que estar en una clase fingiendo calma con tres muertos dentro es un poco difícil, pero ahora primaba la supervivencia.

Había dos cosas claras que no se podían hacer: levantar la mano y abrir la puerta. Esa última prohibición era la que incomodaba a Blas, cuando llegase el momento, ¿les dejaría salir o les mantendría ahí encerrados por siempre?

No le importaba mucho si vivía o moría. Así que emplearía eso a su favor para experimentar. Ante la mirada preocupada del resto, Blas se levantó del pupitre y caminó por el aula. Al parecer eso estaba permitido. Siguiente prueba. Se aproximó a la pizarra y agarró una tiza, entonces volvió la cabeza y observó la reacción del profesor. Por primera vez Blas sintió verdadero miedo, ahí estaba él, con su único ojo sano mirándole, como un espectador, mando en mano, dispuesto a cambiar de canal en el momento que el programa no fuera de su agrado. Así se veía él, si cometía un paso en falso, si llegaba a hacer algo que para el macabro mundo del profesor no era legal, terminaría como un muñeco lleno de costuras.

Levantó el brazo y apoyó la punta de la tiza contra la superficie de la pizarra. Tragó saliva, cerró los ojos e hizo un ligero trazo. Seguía vivo, pero aún no se había comprobado lo que realmente quería. Llevó su mano izquierda justo debajo de la pregunta y se dispuso a escribir una respuesta.

“Todos somos aptos.”

Blas volvió a mirar la cara del profesor. Ahora sonreía en señal de aprobación, así que todo iba según como esperaba, ya sólo quedaba la prueba definitiva. En otro lado de la pizarra escribió una orden para el resto de la clase.

“Levantaos y poneos en fila. Nos vamos.”

Claramente muchos no comprendían la locura que Blas estaba cometiendo al querer salir. Era un suicidio. Sin embargo ya habían visto que con sus indicaciones seguían vivos. Sin rechistar formaron una fila. Blas soltó la tiza con cuidado y se puso al principio de esta. Fue entonces cuando se acercó a la puerta y con suma delicadeza colocó su mano en el picaporte. De momento todo bien, ningún hilo brotaba de su piel. Despacio lo giró y fue abriendo con suavidad la puerta. Vivo aún. Volvió a tragar saliva y puso un pie fuera del aula. Volteó la cabeza y mostró a los demás alumnos una mirada de éxito. Aligeró un poco el paso y al cabo de pocos segundos todos habían conseguido salir sanos y salvos de aquel habitáculo de pesadilla.

Aún guardaba silencio, aunque el profesor no les seguía. Blas había metido varios papeles en sus bolsillos con órdenes estándar por si se volvían a encontrar en esa situación. El primero que extrajo fue uno que decía que tenían que salir del Instituto y alertar a la policía.

Pero sus esperanzas se deshilacharon de sus mentes al abrir la puerta. El patio era un estanque de sangre. Todos los grupos que quedaban aún por entrar en sus respectivas aulas habían sido reducidos a trozos de carne minúsculos. Aquello era como una montaña gigante de carne picada bañada en una fuente carmesí. Desolador. Algunos alzaron la vista y vieron en las ventanas de varias aulas huellas sanguinolentas…

La cosa estaba clara, por un lado tenían la fortuna de haber escapado de aquel psicópata, pero por otro lado tenían la desgracia de que ahora mismo, muy posiblemente, fueran los únicos supervivientes de lo que podría considerarse una masacre escolar. Estaban solos frente a un campo de batalla virtualizado por un hombre que sin mover un solo músculo trazaría tu epitafio en un cenizo lienzo.

Invadidos por la tristeza y la furia fueron hasta las puertas de la salida. Pero tremenda sorpresa se llevaron al ver que, aunque les hubiera dejado salir del aula, no iba a ser igual de permisivo a la hora de salir del Instituto. La verja de la puerta estaba totalmente rodeada de miles de hilos de los cuales surgían otro centenar de agujas.

Se echaron atrás e intentaron buscar otro sitio por donde escapar. Mientras pensaban en una alternativa, dos de ellos, también de los nuevos, cargaron contra la verja para saltarla. Sin embargo no llegaron muy lejos. Nada más poner las manos en la puerta, como si hubieran activado una trampa, todas las agujas se lanzaron hacia sus vientres. Penetraron y salieron de la carne mil veces hasta que fueron partidos en dos. Las piernas cayeron inertes al suelo, pero la parte superior, aún viva, fue sujetada por gruesos hilos, los cuales les zarandearon hasta sacarles las vísceras… La imagen fue terrible y más de uno tuvo que mirar hacia otro lado impotente sin poder gritar, pues se jugaba la vida si lo hacía.

Con todo lo ocurrido Blas ya sacó las primeras conclusiones. Ahora se enfrentaban a un experimento. Como buen profesor de biología les sometería a cualquier atrocidad para ver cómo iban a actuar. No estaba del todo seguro si la recompensa por comportarse como una buena rata de laboratorio iba a ser la libertad, pero de momento algo era cierto: había que seguir con vida. Muy probablemente él era sólo uno y el grupo disponía de dos avizores, tres cerebros, cuatro atletas, un estratega, tres ágiles y algún que otro… señuelo. Parecía que era cierto. El curso prometía.

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