Era el primer día de clase, no se haría gran cosa. Los
profesores se presentarían, los nuevos harían amistades, nos darían el nuevo
horario… Lo de siempre, no por ser Bachillerato iba a cambiar la monotonía…
Este era el pensamiento con el que Uriel acompañaba sus
pasos de camino, otro Septiembre más, al Instituto Los Heraldos. Mientras iba
de camino el frío viento impactaba contra su cuerpo. Tendría que haberse
abrigado más. ¿Cómo era posible que el paso de verano a otoño hubiera sido tan
radical? Los otros años, en los primeros días de clase, hasta estar en el aula
era insoportable debido al calor. Sin embargo hoy hacía un clima gélido digno
de enero.
Dobló la esquina y ya, en la lejanía, en la puerta del
Instituto, pudo distinguir las siluetas de sus amigos. Sonia estaba apoyada en
la pared con las manos en la espalda mientras charlaba entre risas con Marta,
seguramente se estarían contando con pelos y señales todo el verano que habían
vivido. Por otro lado, sentado en el suelo con las piernas encogidas y la
mirada perdida, estaba Arturo. A la derecha de los tres se encontraban los
gemelos Raúl y Sergio. Ambos, como buenos analizadores, no perdían ojo a cada
nuevo estudiante que pasaba a su lado, y tras el análisis compartían sus
opiniones. Por último, aún desorientada, sin encontrar al resto, estaba Paula
dando vueltas entre los grupos de alumnos.
Uriel se aproximó hasta Paula y la llamó. Ella se alegró al
verle y él le guio con el resto. Todos saludaron a los dos. Paula se fue con
las chicas mientras que él se sentó al lado de Arturo. Era el más callado del
grupo, pero eso a Uriel no le desagradaba, de hecho hacía más interesante la
relación de amistad que tenían ellos dos. Sabía que Arturo no se mantenía en
silencio por desprecio a los demás, sino que esa era su forma de dejarte entrar
en su hábitat, eso sí, con la condición de no romper el mutismo. A Uriel a
veces le gustaba la tranquilidad y sabía que con la compañía de Arturo el
silencio era de todo menos incómodo.
Era un verdadero alivio para el grupo que todos hubieran
escogido el Bachillerato de ciencias, además de que algunos compañeros del año
anterior, los cuales no les caían muy bien, se habían perdido por el camino al
escoger otra modalidad. No obstante, ya se había filtrado la lista de la clase
y sabían que en gran parte volverían a ver caras conocidas.
Quince minutos después del reencuentro las puertas se
abrieron. Ahora tocaba ir en manada a intentar entre la multitud hallar la
lista de la clase correspondiente y colocarse en la fila indicada. El grupo de
amigos fue directamente a la fila, pues ya sabían que pertenecían a la clase B.
Pese a ello, no fueron los primeros en llegar, allí les esperaba Blas, más
conocido entre el resto de la clase como la Cucaracha. Fue una verdadera
sorpresa para ellos, de hecho no figuraba en la lista, y sin embargo estaba
ahí, afirmando que se había cambiado a ciencias en el último momento y que por
eso aún no aparecía en el papel. Tenía el mismo comportamiento que Arturo,
distante, callado e introvertido, pero entre los dos había una gran diferencia
que espantaba a los que pretendían hacer amistades: su indumentaria. Siempre
que le preguntaban si era gótico él contestaba con un rotundo no, seguido de un
“la palabra correcta es siniestro”. Con los párpados sombreados y dos líneas
negras pintadas que salían de sus ojos y alcanzaban las mejillas, una camisa
negra, un collar de pinchos, una cadena metálica que colgaba, atada a su kilt,
y unas Dr. Martens negras. Siempre vestido y maquillado de la misma manera…
inmutable.
Tan sólo se dirigieron un saludo y él concluyó la
conversación con la aclaración antes contada. Tras ello, cada uno fue por su
parte, Blas siguió en el principio de la fila, estático, y el grupo de amigos
siguió charlando a la espera de los nuevos allegados.
No tardaron mucho en venir el resto de antiguos compañeros.
Los siguientes fueron la pintoresca pareja de enamorados, Amador y Amanda. Su
historia amorosa corrió como la pólvora por todo el Instituto debido a la
curiosa coincidencia de los nombres y lo que sentían el uno por el otro. A
todos les caía bien la susodicha pareja, incluso levantaban respeto en el
sociópata de Blas. Siempre sonreían, sabiendo que pasara lo que pasara se
tenían el uno al otro. A veces se bromeaba con que dejaban tras de sí una
estela que causaba diabetes a quien les viera manifestar su amor.
Unos segundos después llegaron los insoportables hermanos
Ricardo y Sebas. Realmente no eran hermanos pero tenían una amistad tan fuerte
que entre ellos se habían adoptado mutuamente. No hacía falta saber el futuro
para adivinar qué asientos iban a escoger al llegar al aula: los que se
encontraran más atrás. Siempre se oía de fondo sus voces y risas, ideando día
sí y día también alguna broma para sus mil y una víctimas de la clase. No obstante
se podía tener plena confianza a la hora de pedirles un favor.
En cinco minutos la fila se llenó. El resto eran caras
nuevas, aunque aún quedaba un antiguo estudiante por acudir. No era extraño, ya
se le conocía por llegar tarde siempre. Era el friki de la clase, y no se le
llamaba así con intención despectiva, era él mismo quien, con orgullo, exigía
que se le denominara así. Sandro mantenía entre sus manos una consola más
tiempo que un libro, y sin embargo siempre aprobaba con buena nota. Cuando se
le preguntaba su método él respondía que, al contrario que el resto, él
consideraba el estudio como un videojuego donde la misión era recopilar
información para luego hacer un “informe”.
Desde luego para Sandro el rol le era de gran ayuda. Se llevaba bien con
todo el mundo, hasta con Blas. Era el único que se había molestado en iniciar
con él una conversación más de una vez, a pesar de que este le respondiera de
manera brusca y seca.
Así que ya estaban todos. Quince personas nuevas, un
siniestro, un dúo de chiste, una pareja perfecta, un friki, una despistada, dos
potenciales investigadores, dos grandes amigas, un tímido introvertido y un
futuro filósofo, Uriel. Veintiocho en total. El curso prometía.
Por los altavoces de las paredes retumbó la voz del director.
Los alumnos, como era de esperar, hicieron caso omiso y siguieron con el
vocerío. Ninguno podía escuchar a qué clase iba a llamar primero. Pero eso no
era problema para Raúl y su increíble audición. A duras penas el resto se
enteraba de las palabras que salían de los altavoces. Caos en la entrada, como
de costumbre.
Llegó el momento y Raúl avisó a los demás para avanzar hacia
la entrada al edificio, pero el avance cesó rápido. Una muchedumbre de críos
obstaculizaba el paso. Más de uno les pidió permiso para pasar, la única
respuesta era la ausencia de esta. Entre nervios y gritos de los novatos era
imposible que abrieran algún hueco para continuar hasta la entrada.
Era la voz de Blas. Estaba claro que si ayudaba era porque
sacaba beneficio, y podía comprenderse. Para una persona como él, la situación
actual del patio, infestada de personas, era una auténtica pesadilla.
Preferiría encerrarse en un aula con veintiocho personas que estar al aire
libre con cientos de ellas. A todos les intrigó qué iría a hacer él para que
los niños les permitieran alcanzar la entrada. Aunque realmente no tuvo que
hacer absolutamente nada, tan sólo ponerse el primero de la fila y mirarles
fijamente. En cuestión de segundos todos los niños se habían alertado entre
ellos y la presencia de Blas ya no era desconocida. A partir de ahí, con
tranquilidad les fue abriendo el paso al resto de la clase. Los únicos que se
reían eran Sebas, Sandro, Ricardo y un par de los nuevos.
Al entrar, el secretario hizo una breve pausa para mirar el
mapa de las aulas que tenía y, seguidamente, les indicó dónde debían ir. Aula 2
de Biología, planta 1. Al parecer el tutor iba a ser el mismo que les iba a dar
biología. Una noticia buena para empezar. Y si el profesor era el renombrado Jose
Luis, la noticia era el doble de buena. Un profesor que daba las clases de una
forma totalmente amena, hacía que, hasta siendo de letras, llegases a adorar el
método científico.
Marta, Paula y Sonia fueron corriendo para ver si era cierto
aquello. Cuando los demás alcanzaron el pasillo del aula vieron las caras
sorprendidas de las chicas. No hacía falta asomarse al cristal de la puerta
para percatarse de que Jose Luis no estaba dentro. ¿Quién era, entonces, el
profesor?
Cuando este vio asomada a Paula fue rápido para abrir la
puerta. Todos aligeraron el paso para poder elegir un buen pupitre. Los únicos
que mantuvieron el paso lento fueron Blas, Sandro, que seguía enfrascado en su
mundo, Arturo, que prefería apartarse de los nuevos, y Uriel, que le acompañaba.
Los cuatro juntos pero en silencio. Había que romper el hielo.
-Bueno. ¿Os ha dado
tiempo a hacer muchas cosas este verano? – preguntó Sandro –.
-No mucho. Parece que
el año mete un acelerón cuando llega el calor… – respondió Uriel –.
-A mí esa tontería de
la añoranza veraniega se me quitó cuando me enteré de que ha ingresado en Los
Heraldos cierto profesor de… cierta fama – contestó repentinamente Blas –.
-¿Cierta fama? –
dijo con gran interés Arturo, el cual necesitaba un gran motivo para hablar a
alguien, y más tratándose de la Cucaracha –.
Desgraciadamente Blas no tuvo tiempo para aclarar la
incógnita. El camino era corto y ya en la clase había silencio, no sería
conveniente entrar hablando, máxime cuando se trataba de un cotilleo que podría
provocar el alboroto entre todos. Sin embargo, y en contra de su naturaleza
nada extrovertida, Blas les había prometido a los tres contarles la noticia
tras la hora de la presentación.
Al entrar, los cuatro comprendieron por qué se mantenía la
clase tan silenciosa. Si de un profesor variopinto se trataba la noticia, el
aspecto de este indicaba que tenía las de ganar para ser él. Sentado en su
silla, expectante a que llegaran los últimos, vestía una camisa blanca con
costuras deshilachadas en las mangas y una corbata negra con un parche blanco
mal enmendado. Seguramente, aunque no se viera, los pantalones también
llevarían alguna señal de una costura de calidad deficiente. Pero lo más
impactante no radicaba en su ropa, sino en su faz. Con una blancura casi nuclear,
su piel también se mantenía abrazada a unos hilos, más en concreto las
comisuras de su boca, de las cuales surgían dos largos tajos que casi llegaban
hasta los lóbulos de sus orejas, ambas cicatrices cosidas con un grueso hilo
negro. En la frente también presentaba una herida suturada de la misma manera,
pero esta era mucho más pequeña en comparación. Asimismo uno de sus ojos no
mostraba pupila ni iris alguno, tenía el cristalino tan opaco que se confundía
con la esclerótica que lo rodeaba. En la periferia distante del ojo, sin
embargo, lograba diferenciarse de entre todo ese blanco unas pinceladas rojas
de carácter vascular.
Los únicos asientos que quedaban eran cuatro de los seis
pupitres de atrás, en los dos ocupados estaban, obviamente, Sebas y Ricardo.
Hasta ellos habían cambiado su mueca circense por una seria. Aquel profesor
imponía, desde luego. Arturo y Uriel se sentaron juntos, y Blas no tuvo más
remedio que sentarse al lado de Sandro.
Ahora todos estaban a la espera de que el extraño profesor
se presentara. El silencio era incómodo y lento. La única pupila que tenía se
iba fijando uno a uno en los veintiocho alumnos. Había tres columnas, una de cuatro filas y
las otras dos de cinco, todas compuestas por parejas de pupitres. En la columna
menor se encontraba la mesa del profesor. Casualmente los quince alumnos nuevos
se habían situado en los pupitres más cercanos. La única que se había sentado
junto a uno de ellos era Paula, que estaba sentada justo delante de Marta y
Sonia. Paula compartía asiento con una chica con la que las tres ya estaban
haciendo buenas migas. No hablaban, pero se las veía sin dificultad alguna
pasándose pequeños trozos de papel con mensajes.
Finalmente el profesor decidió levantarse y procedió a
cerrar las persianas de todas las ventanas. Todos pensaban que iba a poner en
el proyector algún video, pero la intención de él era algo diferente. La única
iluminación que recibía el aula, tras bajar las persianas, era la luz que
procedía del cristal de la puerta. Dicha luz dejaba la pizarra lo suficientemente
visible como para que pudiera ser legible lo que el profesor estaba a punto de
escribir.
“¿Quién es apto?”
Esa era la frase que había escrito. Ni dijo su nombre ni
nada. Después de ello se echó a un lado y esperó de pie a que todos la leyeran.
Los murmullos comenzaron a surgir entre los alumnos. Podría ser algún tipo de
introducción al primer tema de biología.
Pasaron varios minutos y él seguía sin dar aclaraciones.
Todos se preguntaban la razón de esos actos. Todos a excepción de Blas, quien
ya había concluido que sí era el famoso profesor. Alguno tendría que dar una
respuesta a su pregunta, y si no podían entre ellos hallar nada, tendrían que
pedirle ayuda.
Uno de la primera fila alzó el brazo para pedir permiso para
hablar. Justo antes de que pudiera decir algo, la mirada del profesor se clavó
en él, frunció el ceño y sonrió. En cuanto mostró sus dientes, entre las
sombras del aula todos pudieron apreciar que en la mano alzada del chico
decenas de hilos surgían de entre su carne y rodeaban el brazo comprimiéndolo
hasta tal punto que dichos hilos volvieron a hundirse y le seccionaron la
extremidad.

Pasó tan rápido que la única reacción de la clase, incluida la de la propia víctima, fue una expresión muda, boquiabierta. El mutilado bajó lo poco que le quedaba del brazo y se observó, consternado, la ensangrentada herida. Comenzó a temblar y a gritar. Ese mismo alarido activó el mecanismo de defensa del resto de organismos de la sala y todos se levantaron de los pupitres para salir del aula.
Sin embargo la idea de escapar era errónea. Los otros tres de la primera fila se abalanzaron contra la puerta para abrirla, pero lo único que consiguieron fue perecer. El que tocó el picaporte recibió la metralla del cristal de la puerta, que acababa de romperse en mil pedazos sin razón alguna. Al que le seguía le fue cosida la boca y las narinas. Y el último fue atravesado cientos de veces por hilos tan dañinos como un alambre de espinos.
Por fortuna el resto reaccionó a tiempo y se alejó de la
posición del profesor. Estaba claro que esas cuatro muertes eran por su culpa y
no tenía ni que moverse para matar. La única opción que tenían era ir a la
parte trasera del aula y golpear la pared hasta que alguien del aula colindante
se percatara del ruido.
No obstante, eso tampoco era una buena idea. Blas, con
tranquilidad agarró un papel de su libreta y escribió un breve texto. Luego fue
llamando la atención de todos, en completo silencio, dando toques a sus
espaldas. En el papel ponía lo siguiente.
“No ha escrito eso en la pizarra porque sí. Si nos
mantenemos en silencio y seguimos sentados no moriremos.”
Era poco creíble, pero podría dar resultado, después de todo
sólo había matado a los que intentaron alterar el ambiente. Así que lentamente,
más calmados, todos volvieron a sus asientos y miraron de reojo a Blas
esperando a que diera alguna orden más.
Él suspiró, no le gustaba para nada ser el centro de
atención y ahora toda la clase aguardaba su pronunciación. Si estuviera exento
de remordimientos escribiría un mensaje obligándoles a volver a alborotar la
clase, así todos morirían y le dejarían en paz, pero después de todo el asunto
era serio. Arrancó otra hoja del cuaderno y escribió.
“Me he dado cuenta de que podemos comunicarnos si nos
pasamos mensajes de esta forma. Parece que nos permitirá hacer cualquier cosa
que no implique romper esta tranquilidad. Pásale este mensaje al siguiente.”
Le enseñó el mensaje a Sandro y luego lo hizo una bola para
lanzárselo a Arturo. El papel fue pasando a cada uno de ellos. Una vez todos
enterados, le llegaron unos cuantos papeles preguntando qué había que hacer
ahora. Lo único que se lo ocurría a Blas era algo que seguramente a nadie le
iba a gustar, y era esperar a que acabara la hora. Maldijo en ese momento que
no compartieran su misma indiferencia al sacrificio. Se entiende que estar en
una clase fingiendo calma con tres muertos dentro es un poco difícil, pero
ahora primaba la supervivencia.
Había dos cosas claras que no se podían hacer: levantar la
mano y abrir la puerta. Esa última prohibición era la que incomodaba a Blas, cuando
llegase el momento, ¿les dejaría salir o les mantendría ahí encerrados por
siempre?
No le importaba mucho si vivía o moría. Así que emplearía
eso a su favor para experimentar. Ante la mirada preocupada del resto, Blas se
levantó del pupitre y caminó por el aula. Al parecer eso estaba permitido.
Siguiente prueba. Se aproximó a la pizarra y agarró una tiza, entonces volvió
la cabeza y observó la reacción del profesor. Por primera vez Blas sintió
verdadero miedo, ahí estaba él, con su único ojo sano mirándole, como un
espectador, mando en mano, dispuesto a cambiar de canal en el momento que el
programa no fuera de su agrado. Así se veía él, si cometía un paso en falso, si
llegaba a hacer algo que para el macabro mundo del profesor no era legal,
terminaría como un muñeco lleno de costuras.
Levantó el brazo y apoyó la punta de la tiza contra la
superficie de la pizarra. Tragó saliva, cerró los ojos e hizo un ligero trazo.
Seguía vivo, pero aún no se había comprobado lo que realmente quería. Llevó su
mano izquierda justo debajo de la pregunta y se dispuso a escribir una
respuesta.
“Todos somos aptos.”
Blas volvió a mirar la cara del profesor. Ahora sonreía en
señal de aprobación, así que todo iba según como esperaba, ya sólo quedaba la
prueba definitiva. En otro lado de la pizarra escribió una orden para el resto
de la clase.
“Levantaos y poneos en fila. Nos vamos.”
Claramente muchos no comprendían la locura que Blas estaba
cometiendo al querer salir. Era un suicidio. Sin embargo ya habían visto que
con sus indicaciones seguían vivos. Sin rechistar formaron una fila. Blas soltó
la tiza con cuidado y se puso al principio de esta. Fue entonces cuando se
acercó a la puerta y con suma delicadeza colocó su mano en el picaporte. De
momento todo bien, ningún hilo brotaba de su piel. Despacio lo giró y fue
abriendo con suavidad la puerta. Vivo aún. Volvió a tragar saliva y puso un pie
fuera del aula. Volteó la cabeza y mostró a los demás alumnos una mirada de
éxito. Aligeró un poco el paso y al cabo de pocos segundos todos habían
conseguido salir sanos y salvos de aquel habitáculo de pesadilla.
Aún guardaba silencio, aunque el profesor no les seguía.
Blas había metido varios papeles en sus bolsillos con órdenes estándar por si
se volvían a encontrar en esa situación. El primero que extrajo fue uno que
decía que tenían que salir del Instituto y alertar a la policía.
Pero sus esperanzas se deshilacharon de sus mentes al abrir
la puerta. El patio era un estanque de sangre. Todos los grupos que quedaban
aún por entrar en sus respectivas aulas habían sido reducidos a trozos de carne
minúsculos. Aquello era como una montaña gigante de carne picada bañada en una
fuente carmesí. Desolador. Algunos alzaron la vista y vieron en las ventanas de
varias aulas huellas sanguinolentas…
La cosa estaba clara, por un lado tenían la fortuna de haber
escapado de aquel psicópata, pero por otro lado tenían la desgracia de que
ahora mismo, muy posiblemente, fueran los únicos supervivientes de lo que
podría considerarse una masacre escolar. Estaban solos frente a un campo de
batalla virtualizado por un hombre que sin mover un solo músculo trazaría tu
epitafio en un cenizo lienzo.
Invadidos por la tristeza y la furia fueron hasta las
puertas de la salida. Pero tremenda sorpresa se llevaron al ver que, aunque les
hubiera dejado salir del aula, no iba a ser igual de permisivo a la hora de
salir del Instituto. La verja de la puerta estaba totalmente rodeada de miles
de hilos de los cuales surgían otro centenar de agujas.
Se echaron atrás e intentaron buscar otro sitio por donde
escapar. Mientras pensaban en una alternativa, dos de ellos, también de los
nuevos, cargaron contra la verja para saltarla. Sin embargo no llegaron muy
lejos. Nada más poner las manos en la puerta, como si hubieran activado una
trampa, todas las agujas se lanzaron hacia sus vientres. Penetraron y salieron
de la carne mil veces hasta que fueron partidos en dos. Las piernas cayeron
inertes al suelo, pero la parte superior, aún viva, fue sujetada por gruesos
hilos, los cuales les zarandearon hasta sacarles las vísceras… La imagen fue
terrible y más de uno tuvo que mirar hacia otro lado impotente sin poder
gritar, pues se jugaba la vida si lo hacía.


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