¿Y si pudieras hacer realidad todo lo que tu mente es capaz
de crear? Imagina dibujar un suculento plato de ternera y patatas; nunca más
tendrías gastos en tus víveres. Imagina escribir una situación, siendo tú el
protagonista, en la que se dan por finalizadas las guerras; conseguirías la paz
mundial. Imagina confeccionar con arcilla un perro y que este cobre vida; la propia
naturaleza de un dios estaría en tus manos.
Aunque… ¿y si para que el fenómeno surtiera efecto tuvieras
que manifestar tu vena artística cuando te viniera la inspiración de verdad? La
cosa se complica, ¿cierto? Estarías sujeto a los días en los que tu cerebro
estuviera por la labor de decorar un lienzo o escribir un par de estrofas. La
bendición se convierte en enfermedad cuando el contrato alberga clausulas
secretas. Si un día te levantas con ganas de relatar una historia en la que
ocurre una masacre, tarde o temprano habrás de plasmar la idea en el papel y ya
no te quedará más alternativa que esperar sentado en el salón, aterrorizado,
atento a los informativos, pues sabes que es cuestión de días que aparezca un
atentado o una catástrofe, todos los humanos ficticios que mataste se harán
realidad, y morirán…
-Pero no hay de qué
preocuparse –dirás –. Esto es digno
de una paranoia sobrenatural. Ningún
humano posee tal don, y si fuera así nunca lo usaría de manera destructiva –sin
embargo, siento discrepar. Yo poseo ese don. Bueno, mejor dicho, lo poseía –.
A mí desde pequeño se me dio bien todo lo relacionado con el
arte, dibujaba, escribía, cantaba, bailaba, componía, construía, interpretaba…
No había nada que me desagradase. Tuve una infancia maravillosa a excepción de
un pequeño factor interno que era la causa principal de mi excelente talento en
los campos antes mencionados: tenía una imaginación desbordante.
Pensarás que no es nada del otro mundo, que una gran
cantidad de niños están correteando mientras crean gigantescos mundos de
fantasía. Te doy la razón, no era el único, o eso pensé hasta que, pasados unos
cuantos años, ya con 17, acudí al médico por unos fuertes dolores de cabeza. Al
parecer el doctor dijo que esos dolores, asombrosamente, eran de carácter
idiopático, en otras palabras, que no conocían la raíz de tales fuertes
migrañas. Supuso que quizá tuviera que ver con algún desorden psicológico, por
lo que me mandó a uno de esos “recetapastillas”.
En las primeras sesiones el psiquiatra tampoco comprendía
muy bien lo que me estaba pasando. Así que, como me esperaba desde el primer
día, me recetó una serie de fármacos que intervenían en la perfusión
craneoencefálica y otros más para el estrés, junto con algunos anticonvulsivantes.
Al cabo del mes no mejoré, y en vez de retirar los
medicamentos por su ineficacia, el descerebrado dobló sus dosis. Completamente
sorprendido, acepté con resignación su recetario y continué con esa monótona
intoxicación diaria. Cuando llegaba la noche en mi cuerpo habían más drogas que
nutrientes de los alimentos. Y lo dolores no remitían.
Llegó la primera fecha de exámenes del curso, que por aquel
entonces era segundo de bachillerato, y la cefalea no me permitía estudiar en
condiciones. Desesperado, sin consultar a ningún médico, aumenté mucho más la
cantidad de los fármacos. Era un bote de pastillas andante, pero no me
importaba, ya había sido suficiente con sacrificar ese curso todo mi tiempo de
ocio, un estúpido dolor no iba a pararme.
El nerviosismo acrecentaba, y con él las migrañas. ¿Es que
no existía cura alguna para esto? Ni siquiera podía levantarme de la cama, si
me incorporaba la habitación comenzaba a dar vueltas y entonces venían los
mareos y las ganas de vomitar. Era una situación odiosa, en cuestión de un fin
de semana tendría el primer examen y no había podido estudiar nada.
Justo sobre las cuatro de la tarde de ese sábado se me
ocurrió la idea de dejar la linterna encendida, ya que una excesiva luz también
era dolorosa para mí en esos momentos, y leer, tumbado en la cama, el temario,
para así al menos memorizar algo y sacar, aunque fuera, un cinco.
Por el momento el plan iba a la perfección, de los seis
temas que tenía que estudiar ya llevaba cuatro completamente grabados en mi
mente. Era momento de hacer una pequeña pausa, aunque no me podía mover. Lo que
hice fue depositar el libro a un lado de la cama y cerrar los ojos durante unos
cuantos minutos. Era insoportable, la cabeza me palpitaba desmesuradamente,
apretaba con mis manos la frente para así reducir el bombeo de la sangre, eso
me aliviaba un poco, al menos bastante más que todas esas píldoras.
Entonces, repentinamente, vino a mi cabeza una imagen de las
últimas dos páginas que había estudiado para ser, casi de manera instantánea,
sustituida por otra en la que aparecían dos muñecos garabateados de forma
simple. Me resultaba curioso aquello, de inmediato relacioné ambas imágenes y
surgieron recuerdos de cuando tenía menos edad y pintaba todos y cada uno de
los libros de la escuela.
Dibujar… hacía tanto tiempo que no lo hacía, tres meses sin
entretenerme con nada habían vuelto mi vida estudiantil una amarga pesadilla de
la que no escaparía hasta pasado medio año. Pero fue tan grande la añoranza que
dejé a un lado la propuesta que me hice de abandonar durante un año mis
momentos de ocio y abrí el libro por una página al azar, agarré un lápiz y
comencé a hacer los trazos de esos dos monigotes.
Me habían quedado demasiado sosos, yo era capaz de más.
Dirigí mi mano al escritorio y tanteé la superficie hasta dar con los
bolígrafos azul y rojo. Con el azul les creé una gruesa armadura que les
salvaría de mil muertes. Después, con el lápiz, entre ellos dos, dibujé una
gran montaña de cadáveres. Para finalizar, con el segundo bolígrafo, adorné el
montículo con un poco de sangre, así como en los guanteletes de ellos. Ahora sí
que estaba mejor.
En cambio, a pesar de que no me diera cuenta al principio,
no es que sólo hubiera conseguido calmarme un poco y evadirme del estrés, sino
que, milagrosamente, había desaparecido gran parte del dolor. No podía venirme
mejor. Aprovechando esa tregua que me daba mi organismo me estudié los últimos
temas y me eché una siesta. Al menos ya tenía asegurado el aprobado en el
primer examen. No podía quejarme tras lo que me estaba sucediendo.

Parece ser que dos extraños habían salido a la calle y
estaban matando a todo aquel con el que se cruzaran, sin hacer diferencias,
fuera un anciano o un niño, todos eran brutalmente golpeados hasta la muerte.
No me impactó mucho en un principio, ya que había visto noticias peores y más
grotescas, sin embargo, cuando salieron capturas de las apariencias de ambos
genocidas mi espanto no tuvo parangón. Eran dos hombres, de mediana edad, que
llevaban unas armaduras muy similares, por no decir idénticas, que las que
dibujé en mi libro de lengua y literatura.
Como una centella corrí hacia mi habitación y rebusqué entre
las páginas hasta dar con la que tenía aquel, ahora siniestro, dibujo. Se lo
enseñé a mi madre, estaba completamente alterado, cada detalle de las armaduras
que creé lo tenían ellos en su indumentaria. La probabilidad de que fuera
casualidad era tremendamente mínima, podría creerlo si los dos asesinos
hubieran salido antes en algún reportaje informativo, pero nadie los conocía
con anterioridad, y además, ¿qué clase de homicida lleva una armadura más
acorde a los tiempos del medievo? Todo apuntaba a que yo les había dado vida,
por tanto… yo era el causante de esas muertes.
Quería acabar con esto, mi madre no me creyó y eso sólo
consiguió acrecentar mi impotencia, me daba igual el motivo de que las pinturas
se hubieran imbuido con esencia vital, un hechizo, una maldición, un deseo, una
demencia, no importaba, lo importante era ponerle fin al problema. Si realmente
podía hacer realidad los productos de mi imaginación entonces debería usarlo a
mi favor. ¿Qué sentía ahora mismo, cuáles eran mis musas? Del caos surgieron y
en el mundo de Eris yacerán.
Apreté con furia un bolígrafo negro, el plástico tubular
crujió, me temblaba la mano y los dientes me chirriaban. Ya había tenido ese
sentimiento muchas veces tiempo atrás, podría decirse que era una de mi
incontable número de taras, y puede que una de las razones principales por las
que mi arte creativo se inclinara al gore, al terror y a la locura. Cantidad de
veces la prepotencia me podía, así que descubrí que, descargar mi inquina en un
relato o en un dibujo tenía el mismo efecto que estar durante horas pegando a
un saco de boxeo. Innumerables veces había provocado muertes imaginarias que si
fueran reales harían que me convirtiese en el asesino en serie más sanguinario
del mundo.
Yendo al grano, mi intención con el bolígrafo no fue otra
que añadir al dibujo inicial una insana cantidad de palos y estacas incrustadas
en sus torsos para que, cuando llegase el momento de que se hiciera realidad,
si es que ocurría, no hubiera forma humana de sobrevivir.
Terminé con unos pocos detalles carmesíes para hacer más
realistas las heridas fatales y regresé al salón prestando máxima atención a
los informativos. Por primera vez me encontraba extasiado por presenciar una
muerte “en directo”. Transcurrieron un par de minutos y los asesinos seguían
con vida, aunque no habían vuelto a ejecutar a nadie, algo que era buena señal.
Sin embargo, cuando pensaba que lo único que había logrado
había sido detener su oleada de muerte, una fortuita explosión en un edificio
colindante a ellos arrojó por las ventanas un centenar de objetos punzantes que
atravesaron sin compasión sus torsos matándolos casi al instante. Curiosamente
no recibieron perforaciones ni en las extremidades ni en la cabeza, tal y como
yo había especificado en mi dibujo. Así que no cabía duda alguna: sobre mis
manos reposaba el poder de la creación.
Lo primero que hice fue calmarme, era como si me hubieran
tocado mil loterías, de hecho podría hacer que eso se hiciera realidad. Pero
eso sería más adelante, ahora primaba el examen, así que encendí mi portátil y
escribí un pequeño relato en el que un chico corría el riesgo de enfrentarse a
la época de exámenes sin estudiar nada, con el insólito final en el que lograba
sobresalientes en todas las asignaturas. El susodicho cuento no me llevó más de
diez minutos, lo que venía siendo la cara de un folio, suficiente para detallar
todo el proceso, desde que apuntaba mi nombre en el examen de lengua y
literatura hasta que recibía la nota de historia del arte, la última asignatura
en ser calificada. Lo único que tenía que hacer a partir de ese momento era
relajarme y esperar a mi magnánima media de diez.
Por desgracia, cuando salí de clase, tras acabar el primer
examen, no estaba muy convencido de que fuera a sacar un sobresaliente, no me
hacía falta revisar el temario del libro para saber que más de la mitad de las
respuestas estaban mal. Algo había hecho mal, ¿funcionaría tan sólo con dibujos
o es que si no implicaba algo de índole sangrienta no se materializaba?
Quería respuesta, y las quería ya. Durante el tiempo del
recreo dibujé en la hoja de un cuaderno una especia de ninfa minúscula capaz de
introducirse en el oído y susurrarte consejos. Al menos esta vez tuve algo más
de suerte, y la ninfa apareció casi de manera inmediata, se posó en mi conducto
auditivo y me saludó calurosamente.
-¿En qué puede
ayudarte?
-Hada, te he concedido
el poder de la omnisciencia, así que necesito saber por qué, si escribí una
historia en la que aprobaba el examen sin complicaciones, voy a tener una
calificación tan patética.
-Es muy sencillo, las
tres veces que has creado algo ha sido cuando deseabas de todo corazón que
ocurriera en la vida real. La primera vez por afán irrefrenable de apaciguar tu
aburrimiento y tu dolor, la segunda por miedo y rabia, y la tercera por tu gran
desconcierto. En cambio, cuando narraste aquella historia, en realidad lo
hacías con desganas y con un poco de incredulidad. No tenías la misma pasión
que las otras veces, y recuerda que tanto para ti, que tienes el don, como para
el resto de artistas, si no hay pasión en lo que haces el resultado será
mediocre y falto de vida.
Vaya, entonces parecía que estaba sujeto a los momentos de
inspiración, supongo que sería cuestión de tiempo que mi mente enfatizara en
algo como dibujar una máquina del tiempo o escribir un soneto en el que un chaval
se vuelve ridículamente afortunado en el dinero y en el amor. Quizás de momento
me podrían venir bien los amplios conocimientos de esta criatura para aprobar…
-Por cierto, un
consejo –añadió el hada sacándome de la profundidad de mis pensamientos –. Te convendría hacerle una visita al
neurólogo, hay una cosa en tu cerebro que podría aclararte… ciertas dudas.
¿Qué era esa cosa? Un bulto. Sí, un gran coagulo situado en
la zona posteromedial del encéfalo. La resonancia lo detallaba a la perfección.
Se había mezclado el abuso casi tóxico de los fármacos recetados con una lejana
herencia, que tenía por parte paterna, de problemas hematológicos.
El trombo tenía ventajas y desventajas. Con su aparición la
presión cerebral se reguló, por eso los dolores cesaron. Sin embargo no estaba
bien anclado a las paredes vasculares, corriendo el riesgo de que se desplazara
a otra zona del cerebro que intervenía en una serie de funciones vitales, es
decir, que si el trombo se movía unos centímetros moriría con total certeza.
Los anticoagulantes no eran una opción, al parecer los análisis mostraban que
mi cuerpo los rechazaba.
Preocupándome no iba a solucionar nada, así que esperé a que
los nuevos informes hospitalarios indicaran una alternativa para deshacerme de
tal molesto coagulo. Por mi parte, honestamente, algunos días traté de plasmar
en el papel algo relacionado con la extracción de un trombo, pero nunca tenía
la suficiente “pasión” como para que se hiciera realidad… Llegaba a resultar
irónico que mis emociones fueran más fuertes a la hora de crear dos asesinos
con armadura que para salvar mi propia vida.
Durante la espera, que fueron semanas, el hada me contó más
acerca de mi problema cerebral. Aún la humanidad no lo había descubierto, pero
justo el área que se había quedado sin irrigación era precisamente una zona
neuronal que inhibía el exceso de potencial creativo. Los dolores de mi cabeza
se debían precisamente a la hiperactividad de dicha área. Resulta que al haber
contenido mi imaginación tanto tiempo estaba desbordando mi cerebro y cada vez
eran más fuertes mis ganas de manifestar mis ideas artísticas. Cuando los
medicamentos entraron en acción las moléculas que circularon por lo vasos próximos
a esta área se toparon con una leve hipertrofia que provocó un repliegue en las
capas vasculares y una posterior y fatídica trombosis. Pero lo insidioso del
asunto venía ahora. Como de costumbre, día a día me vendrían a mi cabeza una
considerable cantidad de ideas creativas. Si por algún motivo no las sacaba de
mi interior, ya fuera por pereza o, más probable, por miedo a que se volvieran
reales, como pudiera ser el esbozo de un robot psicópata, estas se irían
amontonando en mi cabeza aumentando día a día la posibilidad de que el trombo
se desplazase.
En resumen, aunque mi inspiración tenga un matiz macabro en
algún momento no voy a poder negarme o moriré.
Los días pasaron y el mundo se había infectado de vesania.
Gente que moría día a día, avistamientos de monstruos, accidentes y asesinatos
escalofriantes, hasta la aparición de alienígenas y combatientes de mundos de
fantasía.
Puse todo de mi parte, lo juro, para controlarme, pero los
dolores se volvieron más ponzoñosos que nunca ante mi negativa de dar rienda
suelta a mi imaginación. Lloraba con cada trazo que daba, con cada letra que
escribía, con cada figurilla que moldeaba… Nunca lo había visto de esta manera,
el poder de la creación era un horror.
Seguía aguardando una alternativa de los neurólogos. No
obstante, parecía ser que ni siquiera una intervención quirúrgica era viable,
por lo que me aconsejaron que llevase una vida tranquila sin alteraciones que
pudieran aumentar los niveles sanguíneos o elevadas vasodilataciones… Qué fácil
era decirlo. Me hubiera gustado contarles mi situación, entonces habrían tomado
medidas más severas, pero no… con que el paciente se calmara sería suficiente…
¿Y ahora qué?
Lo hice. Rehusaba de mi don, no lo necesitaba si la gran
parte de mis ideas causaban destrucción. Y sin tener musa alguna que me
permitiera hacer desaparecer el trombo por arte de magia tuve que recurrir al
autoengaño. Precisé por última vez de la sabiduría del hada, esta vez la pedí
que me contara todo lo que acaecía una embolia cerebral y las posibles maneras
en las que podría morir. Con ello pretendía inculcarme a mí mismo un
incontrolable miedo por la muerte, de tal manera que esa misma pasión liberara
el suficiente entusiasmo para hacer un pequeño relato en el que se hallaba un
método innovador de extracción de trombos.
Me puse manos a la obra y el plan salió según lo establecido
a pesar de tener… algunos efectos secundarios, como el de la paranoia y la
hipocondría, no quería morir por nada del mundo, era un terror tan tangible que
mi cuerpo temblaba ante el más mínimo indicio de peligro. Ya únicamente faltaba
el relato, el cual concluí tres días después, ya que necesitaba una descripción
perfecta de todo el proceso para que nada saliera mal. Sin embargo, como de
costumbre, tenía que restringirme a cierto realismo, después de todo iba a ser
una operación en la que abrirían mi cerebro, así que establecí un moderado
porcentaje de fallecimiento durante la intervención.
Al comienzo del siguiente lunes una carta llegó a nuestro
buzón. Era del hospital, efectivamente habían hallado una intervención factible
con una tasa media de mortalidad. Me costó aceptar, debido a mi reciente pánico
por todo lo que oliera a muerte, pero reuní fuerzas y acabé en el quirófano,
acongojado y feliz a partes iguales.
Pero súbitamente, justo antes de caer en un intenso sueño
por la anestesia general, el hada, que aún permanecía en mi oído, declaró un
rasgo crucial de mi curación, algo que debería haber sabido mucho antes…

Bueno, un fallo lo tiene cualquiera.
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