
Sin embargo, antes de entrar en materia, me gustaría dejar
claro desde el principio que al hablar del amor no me refiero exclusivamente a ese
sentimentalismo entre parejas, sino a toda reacción química ocasionada en
cualquier tipo de relación entre personas. El cariño entre una madre y un hijo,
la fraternidad entre dos grandes amigos, el afecto entre hermanos, la
complicidad entre cónyuges… Todas esas clases de simbiosis las meteré en el
mismo cajón del amor.
Una vez explicado esto, parece más imposible aún mi
afirmación acerca de que hay personas que de verdad no son capaces de
transmitir nada de eso. Bueno, tal vez lo creas así porque tú, en tu completa
fortuna, no te encuentras en dicha situación. Pero créeme si te digo que
realmente existe gente que desconoce por completo lo que es el amor y que vive
cada día sin ningún tipo de esperanza por sentirlo.
Suena triste, ¿cierto? Es complicado visualizar el día a día
de una persona que no percibe afecto de ningún tipo y aun así sigue
manteniéndose en pie para seguir adelante. Debe de ser una vida grisácea,
triste; sus corazones estarán en desuso, intactos y, por ello, consumidos por
la desidia; la felicidad será un ente que ignoren y avanzarán por su trayecto
con sus huesos quebradizos, sin nadie en el que puedan apoyarse.
Enfoquémoslo ahora desde otro punto de vista. ¿Qué implica
el amor? Pues, como cualquier otro tipo de vivencia, supone alegría y
aflicción, normalmente en cantidades equitativas, pese a que el peso de uno
respecto al otro, desde el filtro relativista que posea el amante y/o amado, difiera
radicalmente.
Por tanto, si nos centramos en este aspecto amargo de este
supuesto Edén, podremos dar con una de las raíces que propugna la existencia de
este grupo de personas incapaces de desarrollar sentimientos hacia el prójimo.
¿Qué les hace tomar esta decisión? Bueno, yo tengo una pequeña hipótesis…
básicamente porque yo me encamino de forma aparentemente inevitable hacia esa
singular comunidad.
Te aviso, vas a adentrarte en el interior de una persona muy
subjetiva, que tiene un entendimiento del mundo bastante alienado debido a los
acontecimientos que ha sufrido en sus escasos años de vida. Asimismo, para no detenerme
en párrafos abarrotados de tecnicismos y dejar vía libre al pensamiento más
existencialista, no tengo intención alguna de adentrarme en temas acerca de
trastornos fisiológicos o cognitivos que sean la causa prioritaria de convertir
a una persona en un cuerpo “hueco”.
Dicho esto, trataré de dar lo mejor de mí para que logres
simpatizar con mi yo más deprimente, de modo que puedas entrar a razones y
consigas comprender que este tipo de gente está más cerca de ti de lo que tú
crees. Aunque a lo mejor ya me estoy dirigiendo a uno de estos supuestos
desdichados… Quién sabe, no creo que continuases escuchando mis delirios si así
lo fuera, puesto que se supone que no podrías ponerte en el lugar del ajeno, ¿no?
En fin, comencemos con un término bastante recurrente a la
hora de justificar a una alma umbría: dolor. Esta palabra nos lleva
directamente a un vocablo quizás un poco más complejo: algiofobia. Y es justo
aquí donde el ser se detiene y ha de arrancarse la piel a tiras. Escamas caen
dejándola en carne viva. Ya nunca más será él… No habrá diferencia entre su
nuevo modo de vida y la de un paciente vegetativo.
Yo era inocente, quizás como tú, me reía de esas historias
que me contaban acerca de gente que era fría como el hielo e implacable ante
las flechas de Cupido. “Nadie es así”, decía. “Los humanos se quieren entre
ellos”, afirmaba con total seguridad… Pero quién me iba a decir a mí que por
cometer tamaño crimen contra la apatía el destino me exprimiría hasta
transformarme en uno de ellos.
Siempre quise alegrar a todo el mundo. Me agradaban las
personas, creía que la maldad humana únicamente aparecía en las películas y en
los libros… Pero qué iba a pensar teniendo tan sólo cinco años, ni siquiera era
capaz de ver el mundo tal y como era, sin ese caleidoscopio mental que enlazaba
mi imaginación con la realidad.
Lo quise negar, no podía ser verdad. Serían coincidencias,
tergiversaciones de mi mente… Pero un par de años transcurrieron y nada cambió…
¿Por qué se comportaban así conmigo los compañeros de clase? ¿Acaso era yo el
malo y me estaban castigando? No lo entendía…

Supongo que tuve mala suerte, ya está. Unas personas
nacen para tener éxito en la vida, otras para lo contrario y así equilibrar la
balanza. Y luego están los de mi clase: sacos de boxeo con los que ambos bandos
puedan desahogarse cuando se vean agobiados. Sin embargo, resultaba algo cómico
que, siendo este mi puesto en la humanidad, se me hubiera dotado de esa gran
habilidad afectiva. Ser bondadoso era una maldición si la amabilidad que
trataba de compartir era apaleada por terceros.
No tuve más remedio que buscar una solución, no quería
seguir sufriendo, me ardían los ojos por derramar tantas lágrimas. No me
gustaba residir con gente que me demacraba, pero tampoco quería abandonar el
mundo en el que había nacido. Y, siéndome imposible dejar de ser afable con los
demás así por las buenas, recurrí a una medida drástica.
Comencé a mutilarme… metafóricamente hablando. Empecé a
extraer minúsculas porciones de todo ese inservible sentimentalismo que poseía.
Otrora lo consideraba una bendición, ahora sabía que era simple y llanamente un
insidioso tóxico disfrazado. Así que agarré mi corazón y lo fui arrancado a pedazos.
“Las amistades son efímeras”. “Cuando mi hermana y mi madre
mueran estaré eternamente solo”. “Nunca se enamorará nadie de mí”. “La gente me
desprecia y se mofa de mí”. “Mi existencia es insignificante”. “No sirvo para
nada, no puedo ayudar a nadie”. “Sería más útil si estuviera muerto”. “No
quiero acercarme a charlar con un desconocido, sería un castigo desmedido para
él que alguien como yo se aproximara”. “Soy una carga para mis amigos”. “Mis
problemas son tonterías, no merecen ser contados”. Cada uno de estos
pensamientos era un trozo de mi corazón siendo extirpado, y no pararía hasta
que mi sangre alcanzara el cero absoluto.
Pero tenía miedo, sí, porque, aunque una parte de mí deseara
con todas sus fuerzas apagar las últimas flamas que ondeaban en mi corazón,
también había otra parte que gritaba y luchaba diariamente para mantener ese
calor. Me aterraba volverme así… ¿y si no era tan bonito como lo pintaban y la
aflicción seguiría en mi interior?
Estos dos sentimientos enfrentados convergieron en una
supernova que me dejó una señal perenne en otro de mis órganos que estaba
pudriéndose: el cerebro. Emergieron dos visiones radicalmente distintas entre
sí con las que a partir de entonces contemplaría el mundo… Mientras que una
seguía convencida de que debía seguir enfriándome y abandonar toda esperanza para
mostrar la bandera blanca a la rendición, la otra se infringía a sí misma
combustiones súbitas de puras endorfinas e ignoraba las penas para sumergirse plenamente
en un océano de pura felicidad, pese a que veces surgieran episodios coléricos
debido al odio remanente de un vago rencor por todo lo vivido.
Así ha sido hasta la actualidad. Aunque no fui consciente
desde el principio, tenía la ligera sospecha de que algo iba mal. Si lo
plasmara en un papel es como si mi yo hubiera experimentado una mitosis justo
al lado de un precipicio. Una de las divisiones tuvo la desgracia de tropezar y
quedar colgando en el borde. Por su lado, la otra parte, permanece dubitativa,
sujeta las manos de su hermano para que no se caiga, pero aún no ha decidido si
es mejor que se precipite al vacío o es conveniente salvarle la vida para que
ambos vivan en armonía.
Regresando a un aspecto algo más realista, yo ya me he acostumbrado
a esta cicatriz psicológica, tal y como hice con mi condición de mártir. Sin
embargo, es terrible ver que cada día voy sintiendo menos afecto por el resto.
Esto se debe a que, cuanto más duradera e intensa es mi fase de alegría, más lo
será también la fase depresiva y, por ende, más tiempo tendrá esta última para
deshacerse de nuevas porciones de mi corazón. Por esta misma razón tampoco
puedo permitirme ser feliz durante mucho tiempo… sé lo que viene después…
Porque tampoco quiero dejar de ser yo mismo del todo. Sería
horrible verme un día en el espejo y no poder reconocer mi rostro por la densa
oscuridad que emanaría de mis poros. Sería imperdonable el volverme otro ser
deleznable que descargase su rabia en uno de esos “sacos de boxeo”. Sería
repugnante hallar gusanos y ceniza en mi mediastino. No obstante, también sería
espléndido, porque ese niño que albergo muy dentro de mí y que no para de
llorar, siendo fustigado y lacerado sin compasión alguna, finalmente podría
descansar en paz…
No sé si hay más gente que comparte, o al menos se aproxima,
a esto. Probablemente sea un caso demasiado concreto y por ello aislado, o
puede que sea más común de lo que en un principio parece… De todos modos no
importa, mi intención era poner un caso específico que confirmara la posibilidad
de que los sentimientos son frágiles y capaces de perecer.
Tampoco sé a dónde iré a parar, desconozco si dentro de unos
años me habré vuelto milagrosamente inmune a la injurias o, por el contrario,
habré definitivamente finiquitado todo resquicio de humanidad en mi ser. Este
es uno de los galimatías personales que más me desasosiegan. Sin embargo, de
entre todo este caos y esta dualidad nociva, hay algo que puedo sacar en clave
y que puede ser aplicado tanto a la mentalidad de los que expresan sus
sentimientos como de los que no: tal vez amar esté más relacionado con el sufrimiento que con
la vida en sí, pero nunca se negó que el ser humano fuera un poco masoquista, ¿verdad?
Para mí ya es una tarea casi imposible retornar a la
normalidad… En cambio, aún poseo la suficiente cordura para avisar a otras
personas. ¿Sabes qué es lo que evita que ya haya tirado la toalla? Las
personas. Sí, esos mismos seres que me dañan son también los que me
proporcionan un fino hilo de temple para continuar inmutable. Descubrí, muy
tarde, que hay gente por la que merece la pena no volverse una persona gris… Y
lo único que puedo hacer ahora por ellos, como agradecimiento por abrirme los
ojos, es iluminarles con las pequeñas llamas que aún destellan dentro de mí, a
la espera inexorable de su extinción…

Por favor.