
El joven huía por el callejón, apenas podía tenerse en pie,
se tropezaba una y otra vez agravando el estado de su magullado cuerpo. Gritaba
sin cesar con la esperanza de que alguien fuera a ayudarle. Por desgracia para
él, el molesto sonido de las discotecas cercanas enmudecían sus suplicantes
alaridos.
De vez en cuando, normalmente al volverse a incorporar,
echaba un vistazo atrás. Esos eran los momentos en los que su miedo alcanzaba
un pico. Y no le culpo, esa silueta de su asesino, cubierto por una larga
gabardina negra, encapuchado, con el rostro oculto, portando un sierra
ensangrentada, merecía como mínimo una muestra de sobresalto. Esa silueta
silenciosa, que con paso lento se acercaba más y más hacia su presa, con la
total seguridad de que pronto le alcanzaría, era digna del más estridente
grito. Esa silueta… MI silueta.
Dobló la esquina y se tapó con la terrible sorpresa de que
un muro le impedía seguir avanzando. Trató de trepar por él, pero sólo consiguió
ponerse en evidencia ante su depredador. Entró en pánico, ya no sabía qué
hacer, se arrastró hasta una esquina y se acurrucó, cubriéndose la cabeza con
las manos, meciéndose y sollozando.
Caminé con calma, para no asustarle con movimientos bruscos
innecesarios. Me puse delante de él y me agaché. Con la mano libre bajé sus
brazos y, posándola en su mentón, alcé su cabeza para que me mirase.
-Ey, tranquilo –dije
con una plácida sonrisa –.Vas a ser el
número 4. Es un número muy bonito, alegra esa cara, por favor. No querrás que
en tu velatorio se queden con una imagen de ti errónea, de un chico con el
rostro lleno de espanto.
-¿Me… me va a doler? –preguntó
él, claramente como indicio de la aceptación de su inminente destino – Dime la verdad… te lo suplico.
-No puedo prometerte
la ausencia absoluta de dolor. Ya has visto, por esas laceraciones, que algo de
dolor sí se sufre. No obstante, esas heridas te las podrías haber ahorrado si
no hubieras tratado de escapar. Aunque no te culpo… ninguno de los otros tres
me creyó cuando les dije que todo esfuerzo sería en vano. Respecto a tu
pregunta, aún no he obtenido nada mejor que esta vieja sierra para dormiros.
El chico hiperventiló a la par que trataba de contener las
lágrimas. No podía apartar la vista de la dentada sierra, cuya hoja ya había
saboreado su sangre. Cada segundo que transcurría era una tortura para él, así
que decidí no alargar más la penitencia y, sin avisar, le seccioné la garganta.
El corte fue tan profundo que se originó la réplica de una catarata rojiza.
Entonces, para mi asombro, me cogió las manos y se inclinó
hacia mí. Movía su boca, trataba de pronunciar algo, pero la sangre dificultaba
con creces la articulación de las palabras. A pesar de ello, con esfuerzo, logró
transmitirme lo que me quería decir.
-¿Puedes… al menos…
concederme un último… deseo?
-Claro, dime.
-A partir de ahora…
por favor… usa otra herramienta… No quiero… que los siguientes… sufran…
Sus ojos se cerraron tras dejar escapar un último esputo
sanguinolento que fue el telón carmesí que dio por finalizada su función en
este inmenso teatro llamado vida. Poco a poco su cuerpo se fue deslizando hacia
la izquierda y quedó reposando en el húmedo suelo, a la espera de que la
policía, previa llamada a comisaría hecha por mí mismo, encontrara su fría y ya
inservible carcasa.
Al día siguiente, sin retrasarme ni un minuto, me dirigí a
mi Facultad y me apropié, cuando nadie me veía, de un par de bisturís que
permanecían guardados en el laboratorio de anatomía.
Quizás penséis que soy débil por no comportarme como un
autómata a la hora de ejecutar a mis objetivos. Bueno, puede que tengáis razón.
No obstante, si al final el trabajo es realizado con éxito, en este caso matar,
¿qué más da cómo se haya llevado a cabo? Después de todo yo no asesino por
ningún motivo en concreto. Mis víctimas no son personas que me dañaron en el
pasado, tampoco son gente que ha hecho alguna mala acción, y ni mucho menos son
individuos que merecían morir. Simplemente tuvieron la fatídica suerte de
toparse con mis cálculos de azar. Es por ello que trato de suavizar todo y
darles una muerte lo menos lenta, dolorosa y traumática posible.
Pese a ello, durante los cuatro primeros homicidios no tuve
más remedio que emplear una vieja sierra. Podría haber usado un cuchillo o unas
tijeras, utensilios igual de letales y localizados en el mismo hogar, pero ya
he dicho que no pretendo ser un imitador. ¿Cuánta gente ha matado valiéndose de
un mero cuchillo? Eso está muy visto. ¿Y con las tijeras? Igual de común… Por
esta razón rebusqué en el tablón de herramientas de mi trastero. Había martillos;
una buena opción, pero muy dolorosa, el sujeto tardaría en perecer mientras se
retorcía de la agonía. Había destornilladores; también eficaces y menos
dañinos, aunque seguían sin convencerme, dejaban muy pocas opciones a la hora
de perforar carne. También encontré alicates, llaves inglesas, tenazas… Nada,
no llegaban a llamarme la atención…
Hasta que vi una sierra. Sí, estaba oxidada y algunos
dientes estaban desgastados, aun así era perfecta: mucho menos común en manos
de un homicida, lo suficientemente afilada para abrir la piel sin estimular
demasiado los nervios de la periferia y capaz de seccionar regiones de alta
resistencia.
Sin embargo, cumpliendo la última petición de ese chaval, la
quinta víctima experimentaría una muerte mucho más rápida y limpia. Sería el
afortunado de los desdichados. ¿Y quién sería? Pronto lo descubriría.

Este era el mismo proceso que seguía antes de ir a matar a
alguien. Puede parecer absurdo, siendo más simple usar unos dados, pero para
mí, tanto la sangre como las lágrimas tenían una especie de significado, como
un precio a pagar, el recibimiento de una ínfima parte de lo que sufriría mi
próximo objetivo.
Al finalizar la elección me marché a la cama, mañana las
clases de la Facultad eran teóricas y ya había acordado con un amigo que
falsificara mi firma en el papel de las asistencias. Tenía la coartada perfecta
para agenciarme mi quinto asesinato.
Me vestí con unos pantalones cortos y una sudadera gris para
no mostrar en el primer encuentro mi verdadero atuendo. ¿Qué? No lo he dicho.
Vaya, perdón. Todo ese procedimiento sólo servía para identificar a la persona
que ejecutaría, pero ni por asomo acabaría con ella en ese instante, podría
vivir con alguien o el vecino de al lado, contagiado por el virus del
espionaje, podría estar observando la situación a través de la mirilla. No, soy
benevolente, no estúpido. Simplemente hacía un reconocimiento de su rostro y
sus prendas, así como echaba un vistazo fugaz a lo poco de la casa que quedaba
expuesto a mis ojos. Con ello podía conjeturar si el sujeto saldría pronto de
su casa o si tendría que aguardar a mañana.
Sí, en ocasiones la espera se hacía eterna, tal y como sucedió
con el primero y el tercero. No obstante, si quería agrandar el listado de mis
presas, tenía que tomar las medidas de precaución necesarias. Además, en esta
situación la fortuna me había sonreído.
Me abrió la puerta una anciana. Me preguntó qué quería de
muy mala gana. Estaba arreglada y olía a perfume, un pequeño bolso marrón
colgaba de su fosa cubital derecha. Una foto en blanco y negro de un hombre, en
cuyo marco yacía un lazo de seda negro, se encontraba en la pared del
recibidor. Mi diagnóstico: en cuestión de unos minutos esa señora iría a dar un
paseo, aunque podría matarla ahí mismo, ya que estaba viuda y no habían ruidos
que indicasen que ahí habitaba alguien más. Asimismo, antes de entrar al bloque
me fijé en el balcón de la puerta del 2º A. No habían plantas y había un cartel
de se vende, por lo que tampoco
viviría nadie en esa casa. Pese a ello, no corrí el riesgo y contesté que me
había equivocado de piso y que lo sentía mucho.
Subí las escaleras y me quedé de cuclillas, prestando
atención al más mínimo sonido que proviniese del tercero, para así disimular,
incorporarme y fingir que me había detenido para responder a un mensaje del
móvil.
Cinco minutos después, mi objetivo volvió a abrir su puerta,
se marchaba. Eran las doce del mediodía, por lo que probablemente iría a caminar
por el parque que había cerca de la barriada. Yo la seguí manteniendo una
distancia apropiada. No tenía mis vestimentas ni mis bisturís, así que primero
tendría que cerciorarme del lugar al que iba y luego regresar corriendo a mi
casa a por el “material”.
La dicha siguió acompañándome. Efectivamente fue a parar al
parque. Se sentó en un banco y se puso a observar el cristalino lago que
ondeaba al son de la danza acuática de los patos. Detrás de donde se había
sentado se hallaban unos frondosos matorrales donde podría ocultarme. Aunque
incluso hubiera podido sentarme a su lado y matarla, puesto que, a pesar de la
belleza de ese sitio, no era una zona muy transitada, y menos a esa hora en un
día laboral.
Caminé con velocidad hacia mi casa y me cambié para la
ocasión. Metí un bisturí en mi bolsillo derecho y el otro en el izquierdo. Bajé
las escaleras y llegué nuevamente al parque. Me aproximé a la zona del lago y
anduve silenciosamente hasta situarme muy próximo a esos matorrales. Me metí
entre ellos y mantuve la calma, así como aguanté la respiración. Busqué el
mejor sitio que me permitiese un aceptable campo de visión y esperé a que los
pocos transeúntes que había allí dejasen de circular.
No pasó mucho tiempo hasta que el lugar quedó ausente de
potenciales testigos. Hasta el mismísimo viento dejó de incordiar, era como si
el tiempo se hubiera detenido y únicamente ella y yo nos hubiéramos librado de
esa pausa. Pude escuchar los latidos de mi corazón, estaba nervioso, era la segunda
vez que cometía un asesinato a plena luz del día, en un sitio donde las probabilidades
de que me descubriesen eran bastante altas para mi gusto.
Aun así, seguí con el plan y emergí del follaje, extendiendo
los brazos para agarrarla de las axilas y tirar de ella hacia mí. En cuanto la
gravedad favoreció su arrastre hacia los matorrales puse mi mano derecha en su
boca para que no alertara a nadie.
Apreté su cabeza y rápidamente con la otra mano extraje de
la gabardina uno de los bisturís. No paraba de revolverse, de manera que tuve
apuñalarla en el primer sitio que vi viable, el cual, en este caso, fue su
hueso temporal derecho. Sin embargo, la hoja penetró apenas unos milímetros.
¿Qué sucedía?
Me puse encima de ella y la propicié un feroz puñetazo en la
cabeza para aturdirla. Ahora que podía continuar con más calma, decidí
investigar lo que había ocurrido. Tracé un delgado corte a lo largo de la
región que había resistido el golpe e introduje mi dedo meñique. Enseguida lo
comprendí. Había tenido la mala suerte de impactar la hoja del bisturí contra
una placa de titanio. Esta mujer se había sometido a algún tipo de cirugía
craneal y la habían atornillado esas minúsculas prótesis. Eso era lo que la había librado de la primera
arremetida, que no de la muerte.
Aunque jamás pensé que ella aprovecharía esos segundos extra
para luchar por su vida… Distraído, a la par que fascinado, por ese fortuito
suceso, la anciana sujetó la mano que taponaba su boca y la mordió con tanta
fuerza que sentí cómo varios tendones se quebraban. Instintivamente, mis
mecanismos de defensa activaron mi otro brazo y respondí con una letal
maniobra. Seccioné las comisuras de sus labios hasta llegar a los maseteros y
así debilitar la fuerza de su mandíbula. Acto seguido, nada más soltar mi mano,
la apuñalé varias veces en el pecho y no paré hasta que quedé totalmente seguro
de que había fallecido.
Había sentido verdadero pánico. Con sólo pensar que podría
haberse torcido la cosa y habría podido huir se me ponían los pelos de punta. Por
fortuna, aunque con contratiempos, había logrado nuevamente cumplir mis
expectativas, ya había obtenido mi quinta víctima. Dos más y podría descansar
durante una semana.
Me deshice de todos los restos que pudiesen implicarme en el
crimen y dejé el ensangrentado cadáver escondido entre el verdor silencioso de
esos espectadores vegetales. Pero justo entonces me di cuenta de que sería
descabellado caminar por ahí con “cierta señal”. La gabardina, de nuevo, y esta
vez con más abundancia, había recibido un considerable baño de sangre, así que
no tuve más remedio que ponérmela del revés. Prefería que me miraran con burla
creyendo que era un palurdo que no sabía vestirse a que me contemplaran
horrorizados pensando lo que de verdad era.
De vuelta al hogar, con mis movimientos, la sangre se fue
filtrando a través de mi camiseta. Percibía su calidez, como un abrigo exánime
que me transmitía los llantos de su progenitora… Definitivamente tenía que
deshacerme de toda esta empatía inservible. Comprendía que no por ser un
asesino en serie tienes que tener tus vasos sanguíneos obstruidos por carámbanos
de hielo, pero había que mantener un nivel concreto de frialdad, básicamente
por el bien de alcanzar mi sueño. ¿Cómo conseguir esto?
Sencillo, por primera vez habría de saltarme mi protocolo y
elegir a la siguiente víctima solamente por el azar situacional, una persona
cuyo fallecimiento causado por mí fuera una medicina eficaz para congelar mis
emociones. Y estaba en el lugar idóneo para encontrar a alguien así.
Un niño, que no pasara de los diez años, esa clase de sujeto
sería perfecto, siempre y cuando me obligara a mí mismo a posicionarme en una situación
de no retorno, donde si, por algún casual, desistía y me negaba a matarle, las
consecuencias fueran tan nefastas como para acabar justo ahí con mis
expectativas de fama. Esto, aparte, sería una buena motivación para seguir
adelante y matarle. Si tuviesen que venir lamentaciones y remordimientos que
fueran más tarde, ya hecho el trabajo.
Eran la una y cuarto de la tarde, aún faltaban un par de
horas hasta que viniera algún niño a corretear por el parque, con lo cual, tenía
tiempo para limpiar una vez más mi gabardina, cuyo tejido ya estaba empezando a
resentirse por el desgaste al que estaba siendo sometido.
Tras una intranquila espera de dos horas y veinticinco
minutos, con decisión me planté en la zona recreativa más próxima e hice un
breve análisis del entorno. Casi no había ningún padre por los alrededores, ni
siquiera en los bancos cercanos. Al lado había una terraza con bastante
alboroto. Seguramente se encontrarían allí, sin prestar absolutamente nada de
atención a los once niños que se columpiaban, se deslizaban por el tobogán o
daban brincos en la arena.
De entre ellos había un niño, de unos ocho años, que estaba
en la cima del tobogán con los pies colgando, balanceándolos en el aire. Desde
el primer momento se había dado cuenta de mi presencia, aunque me ocultara tras
un robusto árbol. Me entró un escalofrió cuando nuestras miradas se
encontraron. Me escondí y aguardé unos segundos para luego asomarme de nuevo y
comprobar que seguía vigilándome. Ante ello, tenía dos opciones: darme por vencido
e intentarlo en otro lugar o valerme de su curiosidad y llamar su atención para
que me siguiera. Claramente escogí la segunda opción.
Empecé a hacerle señas para que las copiara, como si se
tratara de un juego. De inmediato mordió mi anzuelo. En cuestión de cinco
minutos ya había creado la suficiente confianza en él como para que se bajara
del tobogán y se acercara casi a los límites de esa zona de ocio.

Fue bastante sencillo embelesarlo con ese premio. Dio saltos
de alegría, por lo que tuve que pedirle que guardara silencio y actuara como si
yo fuera su hermano mayor, ya que si no algún adulto aburrido podría
interponerse y se quedaría sin el videojuego.
Para mi asombro, el niño supo actuar bastante bien, incluso
me sugirió que saliéramos del parque por un camino alternativo al habitual de
tal forma que evitásemos encontrarnos con sus padres. Quién me diría a mí que
la propia víctima cavaría parte de su tumba, aunque por otro lado se me hacía
un nudo en la garganta cuando pensaba en la tremebunda decepción que dentro de
poco se llevaría aquel chico.
En fin, continué con lo establecido y le conduje hasta una
de mis calles favoritas, no muy lejos del parque. No solía pasar gente y tenía
cuatro callejuelas estrechas abarrotadas de proyecciones umbrías que serían
capaces de ennegrecer la más luminosa de las bombillas. En definitiva, el
rincón preferido de cualquiera que desease cometer cualquier atrocidad de
cuestionable legalidad.
-¿Y por aquí hay una
tienda de videojuegos? No lo recuerdo –dijo él tras caminar un rato por la
calle, comenzando a sospechar algo –.
-Realmente no es una
tienda como tal, se venden más cosas –respondí ágilmente antes de que el
silencio estropeara la treta –. Lo que
pasa es que optaron por no gastarse mucho en la estética ni en letreros, pero
por dentro está bastante bien.
Al parecer eso le convenció, no volvió a abrir la boca hasta
que el momento llegó… Cuando nadie miraba rodeé su cuello con mi brazo
izquierdo y lo arrastré al tercero de esos callejones. Se puso a patalear y
repetidas veces logró hacerme daño en las rodillas, de forma que tenía que
detenerse y aplicarle un gancho en el estómago, aunque no resultaba ser muy
efectivo. Era demasiado enérgico, me costaba contenerle y casi ni podía
enmudecerle el estrangulamiento que le estaba propiciando.
Fue entonces cuando un líquido cayó sobre el brazo que
apretaba su cuello. Eran sus lágrimas. Había llegado justo al punto de no
retorno que antes había mencionado. Surgió una dicotomía en mi cabeza. Podría
soltarle y dejarle marchar, a riesgo de ir a parar a la cárcel o algo peor; o
bien podría...
Contuve la respiración y le perforé el corazón con el bisturí
a una velocidad vertiginosa de tal manera que sintiera el menor dolor posible y
la hemorragia hiciera el resto. Pronto sus movimientos enlentecieron y
perdieron fuerza, su cuerpo se rindió y segundos más tarde le dio la bienvenida
a la muerte. Lo tumbé con delicadeza en el suelo y…
-¿Qué haces?
El vello se me puso de punta. Alguien me había descubierto.
Me giré inmediatamente y contemplé a mi testigo. Una chica más o menos de mi
edad, quizás un poco más joven, completamente vestida de negro, con un rostro
extraño… básicamente porque no mostraba terror ni sobresalto, sino más bien
manifestaba curiosidad y alegría. Pero me era irrelevante, no podía dejarla
escapar, así que sin responder a su pregunta me lancé contra ella y la hice
caer al suelo conmigo encima, amenazando su cuello con mi bisturí. Sin embargo,
ella, en vez de gritar o algo por el estilo, permaneció con esa misma expresión
en su cara.
-Y yo que hoy pensaba
no salir a dar un paseo –afirmó jovialmente –. ¡Esta ha sido la mejor decisión de mi vida!
-Vale… Voy a tener que
preguntar, ¿por qué no reaccionas como una persona normal? Acabas de visualizar
el asesinato de un niño pequeño. ¿Acaso no te disgusta eso?
-No puedo decir que me
agrade, claro que no. Lo que pasa es que no puedo evitar contener mi júbilo al
haberte encontrado.
-¿Encontrado, me
conoces?
-No, no es a ti en
concreto a quien me refiero, sino a lo que haces. He hallado finalmente a
alguien que puede hacer realidad, sin ninguna clase de remordimiento, mi tan anhelado
sueño: ser asesinada por un psicópata.
-¿Un psicópata? Te
estás equivocando…
-¡No me vengas ahora
con discrepancias! No hay que tener muy bien la cabeza para eliminar de esa
forma a un crío. Anda, dime, ¿cuántas vidas has arrebatado ya?
-Seis…
-Así que ya estás
bastante habituado a eso de matar, ¿eh? ¿Y a qué número piensas llegar?
-No sé ni por qué te
cuento esto, pero bueno –respondí, seguido de un suspiro –. De momento, con una más, me tomaré una pausa
hasta que las búsquedas del homicida por la zona se desvanezcan un poco.
-¡Es sencillamente
perfecto! Venga, ¿a qué esperas entonces? ¡Córtame el cuello!

-¿Sabes… lo… mejor de
esto? –me preguntó segundos antes de que la anemia detuviera el
funcionamiento de sus órganos –.
-¿El qué?
-Que has eliminado…
las barreras que… me impedirían seguirte… durante tu labor… Ahora, desde otra…
perspectiva… bastante distinta…, podré acompañarte… hasta que la última víctima…
caiga a tus pies…
Eso fue demasiado siniestro incluso para mí.
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