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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 13 de abril de 2014

Ludum Morte [1/3]

En realidad era un simple principiante, un novato que anhelaba llegar a lo más alto. Cuando veía a mis ídolos en la televisión me mordía los labios de la exuberante envidia que recorría mi cuerpo. Fantaseaba con ser el próximo que apareciera en todos los medios de comunicación, pero para ello primero tenía que recorrer un largo camino. Esto no terminaría al hacer bien mi trabajo, no, después habría de aguardar cierto tiempo para que mi potencial liberase una onda expansiva más fulminante. Debía de ser de los grandes, no de esos que acaban en la interminable lista de imitadores. Tenía que hacerme un hueco, un nombre, sacrificarlo todo en pos de llegar a lo más alto. Y de momento iba bien…

El joven huía por el callejón, apenas podía tenerse en pie, se tropezaba una y otra vez agravando el estado de su magullado cuerpo. Gritaba sin cesar con la esperanza de que alguien fuera a ayudarle. Por desgracia para él, el molesto sonido de las discotecas cercanas enmudecían sus suplicantes alaridos.

De vez en cuando, normalmente al volverse a incorporar, echaba un vistazo atrás. Esos eran los momentos en los que su miedo alcanzaba un pico. Y no le culpo, esa silueta de su asesino, cubierto por una larga gabardina negra, encapuchado, con el rostro oculto, portando un sierra ensangrentada, merecía como mínimo una muestra de sobresalto. Esa silueta silenciosa, que con paso lento se acercaba más y más hacia su presa, con la total seguridad de que pronto le alcanzaría, era digna del más estridente grito. Esa silueta… MI silueta.

Dobló la esquina y se tapó con la terrible sorpresa de que un muro le impedía seguir avanzando. Trató de trepar por él, pero sólo consiguió ponerse en evidencia ante su depredador. Entró en pánico, ya no sabía qué hacer, se arrastró hasta una esquina y se acurrucó, cubriéndose la cabeza con las manos, meciéndose y sollozando.

Caminé con calma, para no asustarle con movimientos bruscos innecesarios. Me puse delante de él y me agaché. Con la mano libre bajé sus brazos y, posándola en su mentón, alcé su cabeza para que me mirase.

-Ey, tranquilo –dije con una plácida sonrisa –.Vas a ser el número 4. Es un número muy bonito, alegra esa cara, por favor. No querrás que en tu velatorio se queden con una imagen de ti errónea, de un chico con el rostro lleno de espanto.

-¿Me… me va a doler? –preguntó él, claramente como indicio de la aceptación de su inminente destino – Dime la verdad… te lo suplico.

-No puedo prometerte la ausencia absoluta de dolor. Ya has visto, por esas laceraciones, que algo de dolor sí se sufre. No obstante, esas heridas te las podrías haber ahorrado si no hubieras tratado de escapar. Aunque no te culpo… ninguno de los otros tres me creyó cuando les dije que todo esfuerzo sería en vano. Respecto a tu pregunta, aún no he obtenido nada mejor que esta vieja sierra para dormiros.

El chico hiperventiló a la par que trataba de contener las lágrimas. No podía apartar la vista de la dentada sierra, cuya hoja ya había saboreado su sangre. Cada segundo que transcurría era una tortura para él, así que decidí no alargar más la penitencia y, sin avisar, le seccioné la garganta. El corte fue tan profundo que se originó la réplica de una catarata rojiza.

Entonces, para mi asombro, me cogió las manos y se inclinó hacia mí. Movía su boca, trataba de pronunciar algo, pero la sangre dificultaba con creces la articulación de las palabras. A pesar de ello, con esfuerzo, logró transmitirme lo que me quería decir.

-¿Puedes… al menos… concederme un último… deseo?

-Claro, dime.

-A partir de ahora… por favor… usa otra herramienta… No quiero… que los siguientes… sufran…

Sus ojos se cerraron tras dejar escapar un último esputo sanguinolento que fue el telón carmesí que dio por finalizada su función en este inmenso teatro llamado vida. Poco a poco su cuerpo se fue deslizando hacia la izquierda y quedó reposando en el húmedo suelo, a la espera de que la policía, previa llamada a comisaría hecha por mí mismo, encontrara su fría y ya inservible carcasa.

Al día siguiente, sin retrasarme ni un minuto, me dirigí a mi Facultad y me apropié, cuando nadie me veía, de un par de bisturís que permanecían guardados en el laboratorio de anatomía.

Quizás penséis que soy débil por no comportarme como un autómata a la hora de ejecutar a mis objetivos. Bueno, puede que tengáis razón. No obstante, si al final el trabajo es realizado con éxito, en este caso matar, ¿qué más da cómo se haya llevado a cabo? Después de todo yo no asesino por ningún motivo en concreto. Mis víctimas no son personas que me dañaron en el pasado, tampoco son gente que ha hecho alguna mala acción, y ni mucho menos son individuos que merecían morir. Simplemente tuvieron la fatídica suerte de toparse con mis cálculos de azar. Es por ello que trato de suavizar todo y darles una muerte lo menos lenta, dolorosa y traumática posible.

Pese a ello, durante los cuatro primeros homicidios no tuve más remedio que emplear una vieja sierra. Podría haber usado un cuchillo o unas tijeras, utensilios igual de letales y localizados en el mismo hogar, pero ya he dicho que no pretendo ser un imitador. ¿Cuánta gente ha matado valiéndose de un mero cuchillo? Eso está muy visto. ¿Y con las tijeras? Igual de común… Por esta razón rebusqué en el tablón de herramientas de mi trastero. Había martillos; una buena opción, pero muy dolorosa, el sujeto tardaría en perecer mientras se retorcía de la agonía. Había destornilladores; también eficaces y menos dañinos, aunque seguían sin convencerme, dejaban muy pocas opciones a la hora de perforar carne. También encontré alicates, llaves inglesas, tenazas… Nada, no llegaban a llamarme la atención…

Hasta que vi una sierra. Sí, estaba oxidada y algunos dientes estaban desgastados, aun así era perfecta: mucho menos común en manos de un homicida, lo suficientemente afilada para abrir la piel sin estimular demasiado los nervios de la periferia y capaz de seccionar regiones de alta resistencia.

Sin embargo, cumpliendo la última petición de ese chaval, la quinta víctima experimentaría una muerte mucho más rápida y limpia. Sería el afortunado de los desdichados. ¿Y quién sería? Pronto lo descubriría.

Llegué a mi casa y limpié con agua y jabón las manchas de sangre de mi gabardina del día anterior. Tras ello, empecé a frotarme los ojos hasta que salieron lágrimas. El número de las mismas, hasta que la irritación cesase, sería el número del portal al que acudiría esta vez. Después, con una aguja, me pinché el pulgar y dejé precipitar una gota de sangre sobre un folio. Medí su radio en milímetros. Este valor indicaría el piso. Por último, si, además de la mancha principal, el papel quedaba salpicado por otras pequeñas gotitas más, escogería a la primera persona que me abriera su puerta, la A, a la izquierda; mientras que si sólo se había originado una única mancha elegiría a la persona de la puerta B, en el lado puesto. En este caso sería el portal nueve, piso dos, puerta B.

Este era el mismo proceso que seguía antes de ir a matar a alguien. Puede parecer absurdo, siendo más simple usar unos dados, pero para mí, tanto la sangre como las lágrimas tenían una especie de significado, como un precio a pagar, el recibimiento de una ínfima parte de lo que sufriría mi próximo objetivo.

Al finalizar la elección me marché a la cama, mañana las clases de la Facultad eran teóricas y ya había acordado con un amigo que falsificara mi firma en el papel de las asistencias. Tenía la coartada perfecta para agenciarme mi quinto asesinato.

Me vestí con unos pantalones cortos y una sudadera gris para no mostrar en el primer encuentro mi verdadero atuendo. ¿Qué? No lo he dicho. Vaya, perdón. Todo ese procedimiento sólo servía para identificar a la persona que ejecutaría, pero ni por asomo acabaría con ella en ese instante, podría vivir con alguien o el vecino de al lado, contagiado por el virus del espionaje, podría estar observando la situación a través de la mirilla. No, soy benevolente, no estúpido. Simplemente hacía un reconocimiento de su rostro y sus prendas, así como echaba un vistazo fugaz a lo poco de la casa que quedaba expuesto a mis ojos. Con ello podía conjeturar si el sujeto saldría pronto de su casa o si tendría que aguardar a mañana.

Sí, en ocasiones la espera se hacía eterna, tal y como sucedió con el primero y el tercero. No obstante, si quería agrandar el listado de mis presas, tenía que tomar las medidas de precaución necesarias. Además, en esta situación la fortuna me había sonreído.

Me abrió la puerta una anciana. Me preguntó qué quería de muy mala gana. Estaba arreglada y olía a perfume, un pequeño bolso marrón colgaba de su fosa cubital derecha. Una foto en blanco y negro de un hombre, en cuyo marco yacía un lazo de seda negro, se encontraba en la pared del recibidor. Mi diagnóstico: en cuestión de unos minutos esa señora iría a dar un paseo, aunque podría matarla ahí mismo, ya que estaba viuda y no habían ruidos que indicasen que ahí habitaba alguien más. Asimismo, antes de entrar al bloque me fijé en el balcón de la puerta del 2º A. No habían plantas y había un cartel de se vende, por lo que tampoco viviría nadie en esa casa. Pese a ello, no corrí el riesgo y contesté que me había equivocado de piso y que lo sentía mucho.

Subí las escaleras y me quedé de cuclillas, prestando atención al más mínimo sonido que proviniese del tercero, para así disimular, incorporarme y fingir que me había detenido para responder a un mensaje del móvil.

Cinco minutos después, mi objetivo volvió a abrir su puerta, se marchaba. Eran las doce del mediodía, por lo que probablemente iría a caminar por el parque que había cerca de la barriada. Yo la seguí manteniendo una distancia apropiada. No tenía mis vestimentas ni mis bisturís, así que primero tendría que cerciorarme del lugar al que iba y luego regresar corriendo a mi casa a por el “material”.

La dicha siguió acompañándome. Efectivamente fue a parar al parque. Se sentó en un banco y se puso a observar el cristalino lago que ondeaba al son de la danza acuática de los patos. Detrás de donde se había sentado se hallaban unos frondosos matorrales donde podría ocultarme. Aunque incluso hubiera podido sentarme a su lado y matarla, puesto que, a pesar de la belleza de ese sitio, no era una zona muy transitada, y menos a esa hora en un día laboral.

Caminé con velocidad hacia mi casa y me cambié para la ocasión. Metí un bisturí en mi bolsillo derecho y el otro en el izquierdo. Bajé las escaleras y llegué nuevamente al parque. Me aproximé a la zona del lago y anduve silenciosamente hasta situarme muy próximo a esos matorrales. Me metí entre ellos y mantuve la calma, así como aguanté la respiración. Busqué el mejor sitio que me permitiese un aceptable campo de visión y esperé a que los pocos transeúntes que había allí dejasen de circular.

No pasó mucho tiempo hasta que el lugar quedó ausente de potenciales testigos. Hasta el mismísimo viento dejó de incordiar, era como si el tiempo se hubiera detenido y únicamente ella y yo nos hubiéramos librado de esa pausa. Pude escuchar los latidos de mi corazón, estaba nervioso, era la segunda vez que cometía un asesinato a plena luz del día, en un sitio donde las probabilidades de que me descubriesen eran bastante altas para mi gusto.

Aun así, seguí con el plan y emergí del follaje, extendiendo los brazos para agarrarla de las axilas y tirar de ella hacia mí. En cuanto la gravedad favoreció su arrastre hacia los matorrales puse mi mano derecha en su boca para que no alertara a nadie.

Apreté su cabeza y rápidamente con la otra mano extraje de la gabardina uno de los bisturís. No paraba de revolverse, de manera que tuve apuñalarla en el primer sitio que vi viable, el cual, en este caso, fue su hueso temporal derecho. Sin embargo, la hoja penetró apenas unos milímetros. ¿Qué sucedía?

Me puse encima de ella y la propicié un feroz puñetazo en la cabeza para aturdirla. Ahora que podía continuar con más calma, decidí investigar lo que había ocurrido. Tracé un delgado corte a lo largo de la región que había resistido el golpe e introduje mi dedo meñique. Enseguida lo comprendí. Había tenido la mala suerte de impactar la hoja del bisturí contra una placa de titanio. Esta mujer se había sometido a algún tipo de cirugía craneal y la habían atornillado esas minúsculas prótesis.  Eso era lo que la había librado de la primera arremetida, que no de la muerte.

Aunque jamás pensé que ella aprovecharía esos segundos extra para luchar por su vida… Distraído, a la par que fascinado, por ese fortuito suceso, la anciana sujetó la mano que taponaba su boca y la mordió con tanta fuerza que sentí cómo varios tendones se quebraban. Instintivamente, mis mecanismos de defensa activaron mi otro brazo y respondí con una letal maniobra. Seccioné las comisuras de sus labios hasta llegar a los maseteros y así debilitar la fuerza de su mandíbula. Acto seguido, nada más soltar mi mano, la apuñalé varias veces en el pecho y no paré hasta que quedé totalmente seguro de que había fallecido.

Había sentido verdadero pánico. Con sólo pensar que podría haberse torcido la cosa y habría podido huir se me ponían los pelos de punta. Por fortuna, aunque con contratiempos, había logrado nuevamente cumplir mis expectativas, ya había obtenido mi quinta víctima. Dos más y podría descansar durante una semana.

Me deshice de todos los restos que pudiesen implicarme en el crimen y dejé el ensangrentado cadáver escondido entre el verdor silencioso de esos espectadores vegetales. Pero justo entonces me di cuenta de que sería descabellado caminar por ahí con “cierta señal”. La gabardina, de nuevo, y esta vez con más abundancia, había recibido un considerable baño de sangre, así que no tuve más remedio que ponérmela del revés. Prefería que me miraran con burla creyendo que era un palurdo que no sabía vestirse a que me contemplaran horrorizados pensando lo que de verdad era.

De vuelta al hogar, con mis movimientos, la sangre se fue filtrando a través de mi camiseta. Percibía su calidez, como un abrigo exánime que me transmitía los llantos de su progenitora… Definitivamente tenía que deshacerme de toda esta empatía inservible. Comprendía que no por ser un asesino en serie tienes que tener tus vasos sanguíneos obstruidos por carámbanos de hielo, pero había que mantener un nivel concreto de frialdad, básicamente por el bien de alcanzar mi sueño. ¿Cómo conseguir esto?

Sencillo, por primera vez habría de saltarme mi protocolo y elegir a la siguiente víctima solamente por el azar situacional, una persona cuyo fallecimiento causado por mí fuera una medicina eficaz para congelar mis emociones. Y estaba en el lugar idóneo para encontrar a alguien así.

Un niño, que no pasara de los diez años, esa clase de sujeto sería perfecto, siempre y cuando me obligara a mí mismo a posicionarme en una situación de no retorno, donde si, por algún casual, desistía y me negaba a matarle, las consecuencias fueran tan nefastas como para acabar justo ahí con mis expectativas de fama. Esto, aparte, sería una buena motivación para seguir adelante y matarle. Si tuviesen que venir lamentaciones y remordimientos que fueran más tarde, ya hecho el trabajo.

Eran la una y cuarto de la tarde, aún faltaban un par de horas hasta que viniera algún niño a corretear por el parque, con lo cual, tenía tiempo para limpiar una vez más mi gabardina, cuyo tejido ya estaba empezando a resentirse por el desgaste al que estaba siendo sometido.

Tras una intranquila espera de dos horas y veinticinco minutos, con decisión me planté en la zona recreativa más próxima e hice un breve análisis del entorno. Casi no había ningún padre por los alrededores, ni siquiera en los bancos cercanos. Al lado había una terraza con bastante alboroto. Seguramente se encontrarían allí, sin prestar absolutamente nada de atención a los once niños que se columpiaban, se deslizaban por el tobogán o daban brincos en la arena.

De entre ellos había un niño, de unos ocho años, que estaba en la cima del tobogán con los pies colgando, balanceándolos en el aire. Desde el primer momento se había dado cuenta de mi presencia, aunque me ocultara tras un robusto árbol. Me entró un escalofrió cuando nuestras miradas se encontraron. Me escondí y aguardé unos segundos para luego asomarme de nuevo y comprobar que seguía vigilándome. Ante ello, tenía dos opciones: darme por vencido e intentarlo en otro lugar o valerme de su curiosidad y llamar su atención para que me siguiera. Claramente escogí la segunda opción.

Empecé a hacerle señas para que las copiara, como si se tratara de un juego. De inmediato mordió mi anzuelo. En cuestión de cinco minutos ya había creado la suficiente confianza en él como para que se bajara del tobogán y se acercara casi a los límites de esa zona de ocio.

A partir de ahí fue coser y cantar, ya que podía susurrarle sin que los otros niños me escucharan. Le aseguré que si me acompañaba un momento a una calle para hacer unos recados le recompensaría comprándole el videojuego que más quisiese, sin importar el precio.

Fue bastante sencillo embelesarlo con ese premio. Dio saltos de alegría, por lo que tuve que pedirle que guardara silencio y actuara como si yo fuera su hermano mayor, ya que si no algún adulto aburrido podría interponerse y se quedaría sin el videojuego.

Para mi asombro, el niño supo actuar bastante bien, incluso me sugirió que saliéramos del parque por un camino alternativo al habitual de tal forma que evitásemos encontrarnos con sus padres. Quién me diría a mí que la propia víctima cavaría parte de su tumba, aunque por otro lado se me hacía un nudo en la garganta cuando pensaba en la tremebunda decepción que dentro de poco se llevaría aquel chico.

En fin, continué con lo establecido y le conduje hasta una de mis calles favoritas, no muy lejos del parque. No solía pasar gente y tenía cuatro callejuelas estrechas abarrotadas de proyecciones umbrías que serían capaces de ennegrecer la más luminosa de las bombillas. En definitiva, el rincón preferido de cualquiera que desease cometer cualquier atrocidad de cuestionable legalidad.

-¿Y por aquí hay una tienda de videojuegos? No lo recuerdo –dijo él tras caminar un rato por la calle, comenzando a sospechar algo –.

-Realmente no es una tienda como tal, se venden más cosas –respondí ágilmente antes de que el silencio estropeara la treta –. Lo que pasa es que optaron por no gastarse mucho en la estética ni en letreros, pero por dentro está bastante bien.

Al parecer eso le convenció, no volvió a abrir la boca hasta que el momento llegó… Cuando nadie miraba rodeé su cuello con mi brazo izquierdo y lo arrastré al tercero de esos callejones. Se puso a patalear y repetidas veces logró hacerme daño en las rodillas, de forma que tenía que detenerse y aplicarle un gancho en el estómago, aunque no resultaba ser muy efectivo. Era demasiado enérgico, me costaba contenerle y casi ni podía enmudecerle el estrangulamiento que le estaba propiciando.

Fue entonces cuando un líquido cayó sobre el brazo que apretaba su cuello. Eran sus lágrimas. Había llegado justo al punto de no retorno que antes había mencionado. Surgió una dicotomía en mi cabeza. Podría soltarle y dejarle marchar, a riesgo de ir a parar a la cárcel o algo peor; o bien podría...

Contuve la respiración y le perforé el corazón con el bisturí a una velocidad vertiginosa de tal manera que sintiera el menor dolor posible y la hemorragia hiciera el resto. Pronto sus movimientos enlentecieron y perdieron fuerza, su cuerpo se rindió y segundos más tarde le dio la bienvenida a la muerte. Lo tumbé con delicadeza en el suelo y…

-¿Qué haces?

El vello se me puso de punta. Alguien me había descubierto. Me giré inmediatamente y contemplé a mi testigo. Una chica más o menos de mi edad, quizás un poco más joven, completamente vestida de negro, con un rostro extraño… básicamente porque no mostraba terror ni sobresalto, sino más bien manifestaba curiosidad y alegría. Pero me era irrelevante, no podía dejarla escapar, así que sin responder a su pregunta me lancé contra ella y la hice caer al suelo conmigo encima, amenazando su cuello con mi bisturí. Sin embargo, ella, en vez de gritar o algo por el estilo, permaneció con esa misma expresión en su cara.

-Y yo que hoy pensaba no salir a dar un paseo –afirmó jovialmente –. ¡Esta ha sido la mejor decisión de mi vida!

-Vale… Voy a tener que preguntar, ¿por qué no reaccionas como una persona normal? Acabas de visualizar el asesinato de un niño pequeño. ¿Acaso no te disgusta eso?

-No puedo decir que me agrade, claro que no. Lo que pasa es que no puedo evitar contener mi júbilo al haberte encontrado.

-¿Encontrado, me conoces?

-No, no es a ti en concreto a quien me refiero, sino a lo que haces. He hallado finalmente a alguien que puede hacer realidad, sin ninguna clase de remordimiento, mi tan anhelado sueño: ser asesinada por un psicópata.

-¿Un psicópata? Te estás equivocando…

-¡No me vengas ahora con discrepancias! No hay que tener muy bien la cabeza para eliminar de esa forma a un crío. Anda, dime, ¿cuántas vidas has arrebatado ya?

-Seis…

-Así que ya estás bastante habituado a eso de matar, ¿eh? ¿Y a qué número piensas llegar?

-No sé ni por qué te cuento esto, pero bueno –respondí, seguido de un suspiro –. De momento, con una más, me tomaré una pausa hasta que las búsquedas del homicida por la zona se desvanezcan un poco.

-¡Es sencillamente perfecto! Venga, ¿a qué esperas entonces? ¡Córtame el cuello!

Nadie podía negar que esa situación era de las más raras que alguien podía vivir. No obstante, quién era yo para oponerme. Aún me quedaba un asesinato más para poder tomarme el descanso, y con ella ni siquiera tenía que ponerme a buscar. Además, otra vez me veía entre la espada y la pared. Posiblemente no diría nada acerca de mí a los policías si la dejaba ir, pero con esa actitud estaba seguro de que seguiría incordiándome hasta que por fin la matara. Así que, sin darle más vueltas, dibujé con la hoja su ansiada herida mortal y me levanté del suelo. Extraje un pañuelo para eliminar la sangre del bisturí y aguardé a que se desangrara.

-¿Sabes… lo… mejor de esto? –me preguntó segundos antes de que la anemia detuviera el funcionamiento de sus órganos –.

-¿El qué?

-Que has eliminado… las barreras que… me impedirían seguirte… durante tu labor… Ahora, desde otra… perspectiva… bastante distinta…, podré acompañarte… hasta que la última víctima… caiga a tus pies…

Eso fue demasiado siniestro incluso para mí.

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