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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

sábado, 26 de julio de 2014

Hasta luego

Recién había comenzado ese peculiar 20 de julio de 2014. Tan sólo era la una y media de la mañana y ya se había transformado en el peor día de mi vida. Mi madre acababa de morir.

Una enfermedad algo común a la par que grotesca me la había arrebatado inesperadamente… Un cáncer de pulmón la había extirpado de este mundo. Este se fue propagando sigilosamente hasta su hígado y fue cuestión de meses que dicho órgano, así como los riñones, dejasen de funcionar para finalmente, el día ya mencionado, se durmiera para siempre tras una indolora parada cardiorrespiratoria.

Perder a una madre es… algo que no le desearía a nadie en el mundo, y menos de la forma en la que yo la perdí. Sin ni siquiera poder despedirme de ella debidamente, ocultándola, tanto mi hermana como yo, en todo momento durante su ingreso la fatídica verdad que nos habían lanzado los médicos; siendo sedada a dosis en aumento de tal manera que el último día actuaba como una autómata, y contemplando cómo sus funciones se iban apagando una a una… Era horrible y me sentía lleno de impotencia. No podíamos hacer absolutamente nada de nada, tan sólo esperar.

Y ahora, pasado todo, me es inevitable. Me caigo a pedazos.

Recuerdo que con 7 años mi cerebro no tuvo otra cosa mejor que regalarme que una tremebunda necrofobia. Quizá en ese instante fui consciente de que la muerte también le llegaría un día a mi madre, el caso es que me costó mucho tiempo olvidarme de ese temor… más o menos un par de años. Combatí el miedo con lo único que hago medianamente bien: pensar.

Mantuve una charla con mi cerebro y me convencí de que todavía le quedaban una gran cantidad de años de vida. Solamente me basé en los datos. La media de vida ronda los 80-85 años, por lo que a mi madre aún le quedaba poco menos del 50% de la suya. Fue un alivio, mi fobia se desvaneció, tal vez para regresar una vez yo tuviera 40 y pico y ella rondase ya los 80 y algo… Pero me daba igual, si diez años me habían parecido una eternidad, todavía me quedaban otras tres eternidades junto a ella… O eso creí.

Ya no tengo a nadie a quien llamar mamá, nadie a quien abrazar y que me diga que cada día estoy más alto, nadie que me cuente las trastadas que yo hacía de pequeño, nadie con quien regañarme de vez en cuando, ni siquiera a nadie a quien cuidar de un cáncer del cual pensaba que iba a salir victoriosa. Se ha ido y no volverá, y mis miedos han regresado tras sufrir una severa metamorfosis. Nunca supe qué sensaciones conllevaría un duelo, y espero que lo que esté soportando sea la sintomatología común, porque de lo contrario sé que dentro de poco acabaré como un maniquí en un vertedero, sin uso alguno, desechado en un mundo que se descompone a un ritmo similar al mío.

Cuando murió mi padre aún ni manejaba con soltura eso que llaman razonamiento. No era más mayor de los 4 años y lo único que recuerdo es una imagen en la que no entiendo por qué mi madre está con la mirada perdida, sentada en la cama de su habitación, y yo estoy tratando de que sonría. Sé que puede sonar duro, pero me siento afortunado de sólo recordar eso, porque, aunque consecuentemente esto haya hecho que desconozca lo que es tener un padre, al menos no sufrí como justo ahora hago.

Y es que, no sé si hubiera sido mejor el haber borrado todos los recuerdos que tengo de ella o el haber mantenido una relación madre-hijo de puro odio. De ambas formas sé que por lo menos no tendría que estar cada día luchando contra estos horribles pensamientos que me inducen sin piedad al borde de ataques de ansiedad. Pero si me paro a meditar, aunque sea doloroso, es mejor que haya pasado así, ya que de lo contrario entonces me hallaría en la misma situación que con mi padre: ¿cómo sería el haber crecido con una madre?

Y hay más. Que mi cerebro se diera por vencido con la necrofobia no quiere decir que no tuviera aires de venganza… Por lo que me presentó a su “amigo” el Suicidio. Otra etapa negra de mi escueta vida que ni por asomo ha sido cerrada aún. En los inicios de estas ideas autohomicidas no me importó ni el hecho de que destrozaría a mi hermana y a mi madre si lo hiciera. Por fortuna logré mantenerme con vida a duras penas, entre pequeños resquicios de felicidad que encontraba inesperadamente y una especie de pacto que hice con mi madre cuando finalmente le revelé las insaciables ganas que tenía de cortarme las venas.

“Está bien. Te prometo que no me quitaré la vida. Pero cuando tú te vayas, yo me iré contigo.”

Tonto de mí, que consideré que con este trato estaría a salvo de mi obsesión suicida durante un gran lapso de tiempo. Mi propia hermana habló conmigo, pidiéndome que continuara adelante, ya que conocía también el pacto que había hecho. Para ella la noticia de la médica no fue sólo que nuestra madre moriría, sino que además su hermano moriría también.

No obstante, durante el ingreso recapacité y vi que era absurdo suicidarme justo ahora, dejando aquí a mi hermana, a mis perros, a mis amigos, a mis estudios, a mis videojuegos, a mis relatos, muchos de ellos sin acabar, sólo con sus tramas apuntadas en un bloc de notas. Sí, tenía que seguir. Podría decirse que lo que no pudo sanar tantos días de lucha constante en  un entorno depresivo y deprimido lo curó una noche de reflexión conmigo mismo en una situación algo trágica. Y, a pesar de que todavía mi mente es abordada por pensamientos de índole suicida, no me retracto de la decisión que tomé, porque sé que a la vida le debe estar incordiando que siga en pie una persona que tantas veces repetía que se quitaría de en medio en cuanto su madre falleciera, y molestar a alguien que me ha fastidiado tantas veces es algo que me reconforta. Además, creo que recapacité en el momento exacto, 18 de julio, porque lo que me depararía el día siguiente sería el afrontamiento de algo inimaginable para cualquier hijo.

El 19 de julio por la mañana empezó todo con una rara sensación, algo me avisaba de que hoy sería el día que vaticinaban los médicos. Había estado con mi madre en todo momento en la habitación del hospital desde ayer, unos dos días después de que la ingresaran. Había pasado junto a ella unas noches terribles, en las que, por los efectos psicológicos de la morfina, se levantaba sin parar y trastocaba tanto su vía como sus gafas nasales, de modo que cada diez o cinco minutos me levantaba del sillón para comprobar que todo seguía en su lugar. Creo que esas dos noches hasta obvié el hecho de ser despertado sin cesar cuando tengo un sueño gigantesco, cosa la cual me irrita sobremanera. En esos instantes no me importaba lo que yo tuviera que pasar si conseguía que mi madre mejorase… Sí, este chico, embadurnado en negatividad y trajeado con el pesimismo, aún tenía esperanzas. Pero a la vida parece que le gusta jugar a un juego denominado “voy a fastidiar precisamente a los que menos se lo merecen”. Así que, el susodicho día ya mentado, alrededor de las diez de la mañana, vi en los ojos de mi madre una sustancia amarillenta. La bilirrubina se desbordaba al haberse acumulado en su organismo de forma tan nociva. Lo supe, hoy se acabaría todo, y con ello vino mi primer ataque de ansiedad, así como mi primer lorazepam.

Fueron quince horas y media en las que estuvo completamente sedada, casi vegetal, salvo por una profunda respiración que hacía que se me encogiera el corazón. Por lo visto, según los sanitarios, era la típica respiración que producen todos los pacientes que están a punto de morir. Una respiración hiperventilatoria y bradipneica, aunque para mí, cada vez que sus pulmones se llenaban de aire, era una mota de esperanza que amanecía dentro de mí, aferrado a la premisa de que mientras alguien sea capaz de oxigenar su cuerpo se mantendrá vivo. Fue evidente que ni la fe ni la esperanza ni nada puede afrontar la cruel realidad que se cierne sobre cada uno de nosotros, así que las horas pasaron y expiró su último aliento.

Mi hermana y yo nos quedamos aliviados, sólo por el hecho de que al menos ya no sufriría más, de que ya no tendría que seguir luchando contra esa enfermedad que la iba carcomiendo conforme las semanas avanzaban. Ya solamente descansaba. Era un reposo bien merecido por todo el esfuerzo que había hecho en sus casi 60 años de vida, edad la cual iba a cumplir en aproximadamente un mes…

Las enfermeras nos dijeron que nos saliésemos de la habitación, ya que iban a hacer los preparativos para la funeraria. Esto me indignó un poco, pues esa misma mañana le pedí al médico que la trataba que si fallecía nos dejase con ella todo el tiempo posible. Y no pudimos estar ni diez míseros minutos… Aunque al menos, cuando la desnudaron, la taparon con una sábana y le quitaron la vía y las gafas nasales, nos permitieron regresar un pequeño rato a la habitación. La opción de volver a verla en ese estado fue algo de lo que en parte me arrepentí a posteriori.

Mi cerebro se quebró al verla en esa cama, inerte, fría. Y mi maldita curiosidad parece que se alió con las represalias que acometía hacia mi persona esa estúpida materia gris. ¿Qué hice? Comprobar los ojos de mi madre, que desde las diez de la mañana hasta la una y media de la madrugada del día siguiente, 20 de julio, no habían hecho más que empeorar, hasta tal punto que pude apreciar en cierto momento sangre en ellos… Solamente quería saber si ahora, que ella descansaba en paz, sus ojos, las partes más vívidas de cualquiera de nosotros, habían mejorado. Sin embargo, contemplé algo que leí tantas veces en novelas y que jamás pensé que fuera cierto. Ahí ya no estaba mi madre, no sé cómo explicarlo, sólo diré que existe una gran diferencia entre los ojos de alguien vivo y los de alguien… muerto. Así que, lleno de dolor y de arrepentimiento, cerré de nuevo sus párpados y la abracé con fuerza. Puede que ya no fuera nada más que una carcasa, pero necesitaba abrazarla, al menos por última vez. Y no quise soltarla, me daba igual que estuviera abrazando un ser sin vida, era mi madre.

En cambio, pronto tuvimos que despedirnos definitivamente. En un par de días sería incinerada y regresaría a casa, yaciendo sus cenizas en un almendro de la terraza, tal y como ella quiso: descansar bajo un árbol...

Mamá. Sólo han sido 19 años, muchos menos de los que tenía pensado que viviría a tu lado. Creí que me verías graduarme, que volverías a soportar mis tonterías de “estoy solo” al iniciar mi segunda carrera, así como los nervios que presentaba siempre ante el desconocido alumnado que me acompañaría. Pensé que te alegrarías cuando trajera a casa mi primer sueldo, que me consolarías cuando se muriera por primera vez un paciente al que tratase, que sonreirías cuando salvase la vida a otro, que seguirías riendo a carcajada limpia con mis comicidades, que seguirías echándome la bronca por mis holgazanerías, que me felicitarías con cada nuevo escrito que realizase. Supuse, en definitiva, que estarías más tiempo junto a mí.

Algún día volveré a tu lado, pues, tal y como te prometí, el día que tú te vayas yo me iré contigo. Sin embargo, tendrás que esperar un poco, porque sería un acto egoísta dejar aquí a mi hermana y a los cuatro perros, o hijos peludos como tú los llamabas. No es ninguna alocada premisa religiosa el decir que sigues con nosotros, mamá. Es ciencia, eso mismo de lo que tanto te fascinaba que te hablase. Es, concretamente, genética. Mi hermana y yo tenemos que mantener tu legado y seguir adelante, de modo que todo eso que creí que vivirías a mi lado se haga realidad, sólo que lo tendrás que ver a través de mis ojos, mediante esa porción de mi ADN que eres tú.

Puede que la espera se haga larga y difícil. Me conciencio de ello. Pero te costó mucho traerme a este mundo y sacarme adelante. Sería un desperdicio desaparecer sin ni siquiera haber cumplido un quinto de mi vida. Por eso te pido que seas paciente, que, si por alguna remota casualidad existe un mundo más allá de este, allí será donde nos veamos nuevamente y entonces te contaré mis aventuras y desventuras por este aparatoso lugar donde, aunque no lo creas, has dejado mella en todos los que te conocían y, por ende, con sus recuerdos, tú nunca serás olvidada. Así que, si por otra parte no hay una especie de más allá, tampoco tendrás que angustiarte, ya que aquí nos encargaremos de mantenerte con vida día a día. De un modo u otro, y reiterando, esto no es más que una espera, no un adiós rotundo, sino un hasta luego.

Mientras tanto, que sepas que te voy a echar muchísimo de menos… Te quiero, mamá.

“Los ángeles viven entre nosotros. No tienen halo, tampoco alas. No necesitan eso. Pero sí son bondadosos y generosos. Sin embargo, esto para ellos es un defecto, pues en este mundo los ángeles sufren mucho a causa de esta actitud. Los verás sonrientes, llenos de luz, pero por dentro estarán llorando. Ellos seguirán adelante, iluminando la vida de los de su alrededor aunque esto consuma sus propias llamas. No importa, sólo has de saber que el destino de un ángel es complicado. Simplemente limítate a saber que cuando veas a uno de estos ángeles morir no debes entristecerte, porque por fin podrá reposar. Seguirá sin tener alas, tampoco halo. Pero habrá dejado tras de sí un camino dorado, de una increíblemente bella luz que seguirá marcando el trayecto de sus seres queridos para que no se pierdan. Se puede decir entonces que un ángel, tan sólo por este perenne regalo que nos deja a los demás una vez se marcha, no será capaz de morir nunca ¿Y sabes qué? Únicamente por ese hecho, por ser recordado por los demás mientras derraman una lágrima acompasada con una sonrisa, ya merece la pena ser uno.”

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