Recién había comenzado ese peculiar 20 de julio de 2014.
Tan sólo era la una y media de la mañana y ya se había transformado en el peor
día de mi vida. Mi madre acababa de morir.
Una enfermedad algo común a la par que grotesca me la había
arrebatado inesperadamente… Un cáncer de pulmón la había extirpado de este
mundo. Este se fue propagando sigilosamente hasta su hígado y fue cuestión de
meses que dicho órgano, así como los riñones, dejasen de funcionar para
finalmente, el día ya mencionado, se durmiera para siempre tras una indolora
parada cardiorrespiratoria.
Perder a una madre es… algo que no le desearía a nadie en el
mundo, y menos de la forma en la que yo la perdí. Sin ni siquiera poder
despedirme de ella debidamente, ocultándola, tanto mi hermana como yo, en todo
momento durante su ingreso la fatídica verdad que nos habían lanzado los
médicos; siendo sedada a dosis en aumento de tal manera que el último día
actuaba como una autómata, y contemplando cómo sus funciones se iban apagando
una a una… Era horrible y me sentía lleno de impotencia. No podíamos hacer
absolutamente nada de nada, tan sólo esperar.
Y ahora, pasado todo, me es inevitable. Me caigo a pedazos.
Recuerdo que con 7 años mi cerebro no tuvo otra cosa mejor
que regalarme que una tremebunda necrofobia. Quizá en ese instante fui
consciente de que la muerte también le llegaría un día a mi madre, el caso es
que me costó mucho tiempo olvidarme de ese temor… más o menos un par de años.
Combatí el miedo con lo único que hago medianamente bien: pensar.
Mantuve una charla con mi cerebro y me convencí de que
todavía le quedaban una gran cantidad de años de vida. Solamente me basé en los
datos. La media de vida ronda los 80-85 años, por lo que a mi madre aún le
quedaba poco menos del 50% de la suya. Fue un alivio, mi fobia se desvaneció,
tal vez para regresar una vez yo tuviera 40 y pico y ella rondase ya los 80 y
algo… Pero me daba igual, si diez años me habían parecido una eternidad,
todavía me quedaban otras tres eternidades junto a ella… O eso creí.
Ya no tengo a nadie a quien llamar mamá, nadie a quien
abrazar y que me diga que cada día estoy más alto, nadie que me cuente las
trastadas que yo hacía de pequeño, nadie con quien regañarme de vez en cuando,
ni siquiera a nadie a quien cuidar de un cáncer del cual pensaba que iba a
salir victoriosa. Se ha ido y no volverá, y mis miedos han regresado tras
sufrir una severa metamorfosis. Nunca supe qué sensaciones conllevaría un
duelo, y espero que lo que esté soportando sea la sintomatología común, porque
de lo contrario sé que dentro de poco acabaré como un maniquí en un vertedero,
sin uso alguno, desechado en un mundo que se descompone a un ritmo similar al
mío.
Cuando murió mi padre aún ni manejaba con soltura eso que
llaman razonamiento. No era más mayor de los 4 años y lo único que recuerdo es
una imagen en la que no entiendo por qué mi madre está con la mirada perdida,
sentada en la cama de su habitación, y yo estoy tratando de que sonría. Sé que
puede sonar duro, pero me siento afortunado de sólo recordar eso, porque,
aunque consecuentemente esto haya hecho que desconozca lo que es tener un
padre, al menos no sufrí como justo ahora hago.
Y es que, no sé si hubiera sido mejor el haber borrado todos
los recuerdos que tengo de ella o el haber mantenido una relación madre-hijo de
puro odio. De ambas formas sé que por lo menos no tendría que estar cada día
luchando contra estos horribles pensamientos que me inducen sin piedad al borde
de ataques de ansiedad. Pero si me paro a meditar, aunque sea doloroso, es
mejor que haya pasado así, ya que de lo contrario entonces me hallaría en la
misma situación que con mi padre: ¿cómo sería el haber crecido con una madre?
Y hay más. Que mi cerebro se diera por vencido con la
necrofobia no quiere decir que no tuviera aires de venganza… Por lo que me
presentó a su “amigo” el Suicidio. Otra etapa negra de mi escueta vida que ni
por asomo ha sido cerrada aún. En los inicios de estas ideas autohomicidas no
me importó ni el hecho de que destrozaría a mi hermana y a mi madre si lo hiciera.
Por fortuna logré mantenerme con vida a duras penas, entre pequeños resquicios
de felicidad que encontraba inesperadamente y una especie de pacto que hice con
mi madre cuando finalmente le revelé las insaciables ganas que tenía de cortarme
las venas.
“Está bien. Te prometo que no me quitaré la vida. Pero
cuando tú te vayas, yo me iré contigo.”
Tonto de mí, que consideré que con este trato estaría a
salvo de mi obsesión suicida durante un gran lapso de tiempo. Mi propia hermana
habló conmigo, pidiéndome que continuara adelante, ya que conocía también el
pacto que había hecho. Para ella la noticia de la médica no fue sólo que
nuestra madre moriría, sino que además su hermano moriría también.
No obstante, durante el ingreso recapacité y vi que era
absurdo suicidarme justo ahora, dejando aquí a mi hermana, a mis perros, a mis
amigos, a mis estudios, a mis videojuegos, a mis relatos, muchos de ellos sin
acabar, sólo con sus tramas apuntadas en un bloc de notas. Sí, tenía que
seguir. Podría decirse que lo que no pudo sanar tantos días de lucha constante
en un entorno depresivo y deprimido lo
curó una noche de reflexión conmigo mismo en una situación algo trágica. Y, a
pesar de que todavía mi mente es abordada por pensamientos de índole suicida,
no me retracto de la decisión que tomé, porque sé que a la vida le debe estar incordiando
que siga en pie una persona que tantas veces repetía que se quitaría de en medio
en cuanto su madre falleciera, y molestar a alguien que me ha fastidiado tantas
veces es algo que me reconforta. Además, creo que recapacité en el momento
exacto, 18 de julio, porque lo que me depararía el día siguiente sería el
afrontamiento de algo inimaginable para cualquier hijo.
El 19 de julio por la mañana empezó todo con una rara
sensación, algo me avisaba de que hoy sería el día que vaticinaban los médicos.
Había estado con mi madre en todo momento en la habitación del hospital desde
ayer, unos dos días después de que la ingresaran. Había pasado junto a ella
unas noches terribles, en las que, por los efectos psicológicos de la morfina,
se levantaba sin parar y trastocaba tanto su vía como sus gafas nasales, de
modo que cada diez o cinco minutos me levantaba del sillón para comprobar que
todo seguía en su lugar. Creo que esas dos noches hasta obvié el hecho de ser
despertado sin cesar cuando tengo un sueño gigantesco, cosa la cual me irrita
sobremanera. En esos instantes no me importaba lo que yo tuviera que pasar si
conseguía que mi madre mejorase… Sí, este chico, embadurnado en negatividad y
trajeado con el pesimismo, aún tenía esperanzas. Pero a la vida parece que le
gusta jugar a un juego denominado “voy a fastidiar precisamente a los que menos
se lo merecen”. Así que, el susodicho día ya mentado, alrededor de las diez de
la mañana, vi en los ojos de mi madre una sustancia amarillenta. La bilirrubina
se desbordaba al haberse acumulado en su organismo de forma tan nociva. Lo
supe, hoy se acabaría todo, y con ello vino mi primer ataque de ansiedad, así
como mi primer lorazepam.
Fueron quince horas y media en las que estuvo completamente
sedada, casi vegetal, salvo por una profunda respiración que hacía que se me
encogiera el corazón. Por lo visto, según los sanitarios, era la típica
respiración que producen todos los pacientes que están a punto de morir. Una
respiración hiperventilatoria y bradipneica, aunque para mí, cada vez que sus
pulmones se llenaban de aire, era una mota de esperanza que amanecía dentro de
mí, aferrado a la premisa de que mientras alguien sea capaz de oxigenar su
cuerpo se mantendrá vivo. Fue evidente que ni la fe ni la esperanza ni nada
puede afrontar la cruel realidad que se cierne sobre cada uno de nosotros, así
que las horas pasaron y expiró su último aliento.
Mi hermana y yo nos quedamos aliviados, sólo por el hecho de
que al menos ya no sufriría más, de que ya no tendría que seguir luchando
contra esa enfermedad que la iba carcomiendo conforme las semanas avanzaban. Ya
solamente descansaba. Era un reposo bien merecido por todo el esfuerzo que
había hecho en sus casi 60 años de vida, edad la cual iba a cumplir en
aproximadamente un mes…
Las enfermeras nos dijeron que nos saliésemos de la
habitación, ya que iban a hacer los preparativos para la funeraria. Esto me
indignó un poco, pues esa misma mañana le pedí al médico que la trataba que si
fallecía nos dejase con ella todo el tiempo posible. Y no pudimos estar ni diez
míseros minutos… Aunque al menos, cuando la desnudaron, la taparon con una
sábana y le quitaron la vía y las gafas nasales, nos permitieron regresar un
pequeño rato a la habitación. La opción de volver a verla en ese estado fue
algo de lo que en parte me arrepentí a posteriori.
Mi cerebro se quebró al verla en esa cama, inerte, fría. Y
mi maldita curiosidad parece que se alió con las represalias que acometía hacia
mi persona esa estúpida materia gris. ¿Qué hice? Comprobar los ojos de mi
madre, que desde las diez de la mañana hasta la una y media de la madrugada del
día siguiente, 20 de julio, no habían hecho más que empeorar, hasta tal punto
que pude apreciar en cierto momento sangre en ellos… Solamente quería saber si ahora,
que ella descansaba en paz, sus ojos, las partes más vívidas de cualquiera de
nosotros, habían mejorado. Sin embargo, contemplé algo que leí tantas veces en
novelas y que jamás pensé que fuera cierto. Ahí ya no estaba mi madre, no sé
cómo explicarlo, sólo diré que existe una gran diferencia entre los ojos de
alguien vivo y los de alguien… muerto. Así que, lleno de dolor y de
arrepentimiento, cerré de nuevo sus párpados y la abracé con fuerza. Puede que
ya no fuera nada más que una carcasa, pero necesitaba abrazarla, al menos por
última vez. Y no quise soltarla, me daba igual que estuviera abrazando un ser
sin vida, era mi madre.
En cambio, pronto tuvimos que despedirnos definitivamente.
En un par de días sería incinerada y regresaría a casa, yaciendo sus cenizas en
un almendro de la terraza, tal y como ella quiso: descansar bajo un árbol...
Mamá. Sólo han sido 19 años, muchos menos de los que tenía
pensado que viviría a tu lado. Creí que me verías graduarme, que volverías a
soportar mis tonterías de “estoy solo” al iniciar mi segunda carrera, así como
los nervios que presentaba siempre ante el desconocido alumnado que me
acompañaría. Pensé que te alegrarías cuando trajera a casa mi primer sueldo,
que me consolarías cuando se muriera por primera vez un paciente al que
tratase, que sonreirías cuando salvase la vida a otro, que seguirías riendo a
carcajada limpia con mis comicidades, que seguirías echándome la bronca por mis holgazanerías, que me felicitarías con cada nuevo escrito que realizase.
Supuse, en definitiva, que estarías más tiempo junto a mí.
Algún día volveré a tu lado, pues, tal y como te prometí, el
día que tú te vayas yo me iré contigo. Sin embargo, tendrás que esperar un
poco, porque sería un acto egoísta dejar aquí a mi hermana y a los cuatro
perros, o hijos peludos como tú los llamabas. No es ninguna alocada premisa
religiosa el decir que sigues con nosotros, mamá. Es ciencia, eso mismo de lo
que tanto te fascinaba que te hablase. Es, concretamente, genética. Mi hermana
y yo tenemos que mantener tu legado y seguir adelante, de modo que todo eso que
creí que vivirías a mi lado se haga realidad, sólo que lo tendrás que ver a
través de mis ojos, mediante esa porción de mi ADN que eres tú.
Puede que la espera se haga larga y difícil. Me conciencio
de ello. Pero te costó mucho traerme a este mundo y sacarme adelante. Sería un
desperdicio desaparecer sin ni siquiera haber cumplido un quinto de mi vida.
Por eso te pido que seas paciente, que, si por alguna remota casualidad existe
un mundo más allá de este, allí será donde nos veamos nuevamente y entonces te
contaré mis aventuras y desventuras por este aparatoso lugar donde, aunque no
lo creas, has dejado mella en todos los que te conocían y, por ende, con sus
recuerdos, tú nunca serás olvidada. Así que, si por otra parte no hay una
especie de más allá, tampoco tendrás que angustiarte, ya que aquí nos
encargaremos de mantenerte con vida día a día. De un modo u otro, y reiterando,
esto no es más que una espera, no un adiós rotundo, sino un hasta luego.
Mientras tanto, que sepas que te voy a echar muchísimo de
menos… Te quiero, mamá.

No hay comentarios:
Publicar un comentario