Noticias desde la Oscuridad

06-07-2015
Cardiofagia está concluido.

13-07-2015

22-07-2015

28-07-2015

09-08-2015

03-09-2015

22-09-2015
Suerte está concluido.

28-09-2015

Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 3 de mayo de 2015

Especial Día de la Madre: Llamada

Mi móvil comenzó a sonar. No era habitual que alguien quisiera ponerse en contacto conmigo, aunque, tal y como estaban las cosas, en estas semanas la probabilidades de que alguien lo hiciera se incrementaban drásticamente.

La habitación estaba a oscuras. El techo se iluminó por la pantalla del teléfono y el silencio se quebró por la vibración del mismo. No me gustaba poner ningún tono de llamada, pues era algo contraproducente para la vida tranquila que tanto me agradaba.

Echado en la cama, con la cara pegada en la almohada, lo último que me apetecía hacer era contestar. Me limité a alzar la cabeza y a contemplar el leve desplazamiento del móvil mientras retumbaba sobre la superficie de la mesita de noche. Ni siquiera sabía quién era, y tampoco es que me interesase.

Completa y absoluta anhedonia, eso es lo que tenía. Y todo para no resultar muy brusco con mis palabras, por supuesto. Porque, si dependiera de mí, apuntaría a otra clase de proceso emocional como la desesperanza… ¿Alguien conoce esa sensación en la que tu futuro es tan incierto que ni alcanzas a pronosticar un plan estable para el siguiente día? Pues algo así…

Sólo quería dormir y evadirme en los brazos de la oscuridad. Sin hambre, sin sed, sin palabras, sin sonrisas. Únicamente mi mutismo estático y yo. Hasta consumirme y cremar toda la vitalidad que otrora tuve. Porque es obvio que en la vida conseguimos y perdemos cosas y personas… pero hay algunas de ellas que, cuando desaparecen para siempre, hacen que no nos quede nada del ser humano que éramos.

Mi madre se había ido, y con ella se fue todo lo que yo era. El fin de su risueño rostro arrancó la felicidad de mi cuerpo. El cese de su tierna voz finiquitó la afabilidad que poseía. El colofón de su respirar y su latir mutiló mis fuerzas para seguir adelante. Y la ejecución de su ternura y su sabiduría intoxicó mi orientación en la vida… Había perdido mi identidad como ser vivo.

Ella no se lo merecía, era ese tipo de persona tan amable y bondadosa que cuando la ves no puedes evitar empaparte de esa misma aura de alegría que desprende, esa clase de persona por la que oras para tus adentros, deseando que todo le vaya de maravilla… Claro… la gente normal así lo haría, pero hay un ente sádico, el mismo que mata en guerras a pacifistas, manda a animales devorar a sus cuidadores o enferma sanitarios.

Este ente la demacró hasta llevarla al límite, y, cuando parecía que iba a recuperarse, dejó caer ignominiosamente la guillotina sobre su cuello. Sin segundas oportunidades, sin respiros, sin piedad, sin contemplaciones.

Esperaba, al menos, que ahora descansara, porque se lo había ganado. Fue un experimento macabro del destino, pateada y escupida repetidas veces como si algo tratase de eliminar la generosidad y el amparo que ofrecía, ¡como si aquello fuera un pecado!

Frío, soledad, despersonalización, aflicción. Sus herencias, el regalo que un vórtice de insania no para de vomitar en mi cuerpo para apresarlo por una oscuridad más tenebrosa y punzante que la que recreaba cada tarde en mi dormitorio… Se fue. No está. No volverá. Y yo seguía aquí. Estando. Con un sedentarismo impuesto.

Apreté mi cabeza contra la almohada con fuerza. Me estaba ahogando en mis pensamientos de manera incontrolable. Tenía que escapar, gritar, hacer algo. Mis ojos viraban en sus órbitas, contrayendo y dilatando sus pupilas. Lo sentía. Me estaba transformando en la nueva víctima de la Reina de Corazones. Pero peor, pues con ella al menos todo se pintaría de rojo.

Las vibraciones del teléfono prosiguieron. Quien fuera que quisiera charlar conmigo era bastante insistente. No tenía ganas de más perturbaciones en mi remanso de dolorosa paz, así que extendí el brazo y, a ciegas, alcancé el móvil, apagándolo.

El silencio retornó. Suspiré y me di la vuelta para mirar al sombrío techo. Mi respiración enlentecía. A pesar de ser las seis de la tarde, tenía un sueño inconmensurable. Pero me era imposible dormir cuando mi cerebro incesantemente reproducía recuerdos sobre mi madre. La calma ya no me confortaba, sólo me rodeaba la entropía.

Más molestias. Era el teléfono fijo. Incrédulo, solté una leve carcajada sarcástica. Quizá era algo importante y estaba haciendo mal en ignorar esa solicitud de contactar conmigo. ¿Quién estaría tan preocupado o preocupada por mí? ¿Quién, en un mundo infestado por ególatras? No me hablaba con mi familia. Era hijo único. Mi padre falleció cuando yo era pequeño. Sólo tenía dos amigos y les había pedido que me dejaran solo al menos este mes venidero. ¿Quién, entonces, querría fastidiar mi tortuoso estado emocional?


Accioné el interruptor de la pequeña lámpara adherida al cabecero. Su luz me destrozó los ojos. Me los froté y me levanté rápidamente, dando tumbos por el pasillo. Llegué al salón, a la mesa azabache donde reposaba el teléfono y, sin mirar el número ni nada, lo cogí y contesté.



Ni una respuesta. Un sonido blanco era lo único que recibía. Pregunté cuatro veces casi seguidas quién era, pero no dejó de escucharse ese molesto ruido, por lo cual, irritado, colgué y desenchufé el aparato para concluir con esa estúpida broma de mal gusto.

Regresé a la cama, con una postura boca abajo increíblemente cómoda, y retomé mi viaje por las más ponzoñosas reminiscencias de mi mente. Era como un masoquista empedernido que usaba sus propias lágrimas como camisa de fuerza, en aras de una autoayuda condenada al fracaso.

De repente, una fría brisa recorrió mi nuca cual caricia. Me provocó un auténtico escalofrío en toda la espina dorsal. ¿Me habría dejado la ventana abierta? Estiré mis brazos en busca del marco de la ventana que se erguía justo encima. En cambio, lo que hallé en mi trayecto fue cristal, un frío y rígido vidrio, señal de que en realidad estaba cerrada.

Encendí la luz una vez más, incorporándome para hacer uso de la vista y cerciorarme. Tanto ella como la puerta estaban cerradas a cal y a canto, imposibilitando cualquier corriente de aire escurridiza.

Me llevé la mano a la nuca. Y, como si un mecanismo se hubiera encendido en mi masa cerebral, tal víscera rezumó una promesa que se había repetido incontables veces en mi breve vida. Un juramento materno que ella creó en primera instancia para eliminar esos típicos miedos que en la niñez surgen al percatarte de que la muerte es tan despiadada que incluso alcanza a las personas que adoras.

Cuando me vaya te haré una señal para que sepas que estoy contigo y que estoy bien. Sentirás un soplido detrás de tu cuello, ¿de acuerdo, mi niño?

Con velocidad activé toda mi musculatura, para literalmente saltar de la cama y agarrar con torpeza el móvil, queriendo encenderlo lo más raudo posible. Sé que era una corazonada más fútil que la creencia de seres divinos en una existencia gobernada por lo caduco, pero a veces habían de romperse los mapas y guiarse por el último resquicio que poseíamos de nuestra madre naturaleza: el instinto.

La pantalla se iluminó, introduje la contraseña para desbloquearlo y aguardé impacientemente a la configuración de inicio. Me dirigí hacia el registro de llamadas, y mis sospechas, de carácter sobrenatural, quedaron indudablemente aclaradas…

Tenía dos llamadas perdidas de ella. Realizadas hace unos escasos minutos. Se me cortó la respiración y abrí la boca a más no poder mientras el corazón se revolvía casi a punto de romper las costillas y salir de mi pecho. ¿Esto… estaba sucediendo de verdad?

Había de confrontarlo con la fría realidad. En un cajón de uno de los muebles del salón estaba guardado su móvil. La única manera de que tuviera esto en mi registro es usando su teléfono para realizar las llamadas, pero si este se encontraba apagado… No sé entonces qué podría pensar. Y solamente había una forma de averiguarlo.

Abrí el cajón y extraje el teléfono. Efectivamente no se encontraba encendido. Aun así, queriendo profundizar en esta extraña experiencia que estaba viviendo, lo activé, sopesando la idea de que algún tipo de interferencia había provocado este curioso altercado paranoide.

Nada más apareció el menú principal, pulsé en el mismo lugar donde había entrado antes con mi móvil, salvo por la diferencia de que aquí me interesaba el registro de las llamadas realizadas. Y entonces lo vi…

No había absolutamente nada. El registro estaba vacío, y con él, igual de vacía estaba mi cordura en estos instantes… ¿Podríais poneros en mi lugar, por favor? Una persona que queréis con toda vuestra alma fallece, y semanas más tarde, como si no fuera complicado ya olvidar, algo inexplicable se produce delante de vuestros ojos, algo de una índole digna de cualquier vivencia de médium. ¿Me tacharíais, entonces, de loco, si dijera que creía levemente que ella estaba tratando de comunicarse conmigo desde la dimensión que fuera a la que van las personas que mueren?

Cualquier escéptico lo tacharía de un fallo del teléfono, los más sagaces hasta afirmarían que lo había hecho yo mismo pero que mi cerebro había borrado parte de mis recuerdos para que pareciera otra cosa. Sí, saldrían mil y una teorías antes que concluir que un “fantasma” quería hablarme, pero yo me quedaba con la última y la más alocada de las hipótesis: mi madre no se había desvanecido en la nada, sino que estaba aquí… Esas llamadas, el sonido del teléfono fijo, el tacto en la nuca nacido de una promesa. Eran definitivamente actos suyos.

Sin embargo, ¿cómo podría responder? Sé que suena egoísta. Al fin y al cabo mucha gente daría media vida con tal de saber solamente que sus difuntos están bien, pero yo anhelaba más. Al menos, como mínimo, un breve diálogo, una minúscula interacción, una interlocución fugaz. ¡Algo! ¿¡Pero cómo!?

Prendido por la llama de la locura, comencé a llorar mientras balbuceaba el nombre de mi madre. Cada vez era más fuerte en mí el deseo de volver a verla, de que todo esto no fuera más que una pesadilla y en realidad estuviera viva. No quería vivir en un mundo donde nunca más pudiera refugiarme entre sus brazos. No, porque mi corazón estaba enfermando al no recibir su afecto.

Caí de rodillas y giré la cabeza hacia la terraza, con vistas al mar. Allí fue donde esparcí sus cenizas, tal y como ella pidió. Allí reposaban sus restos, flotando, en una inmensa masa acuática… Aunque quizás…

Debía intentarlo. No por mí, sino por ella. Había quedado claro que charlar mediante un aparato como un móvil era tarea imposible desde el más allá. Pero posiblemente podría hablar con ella si me bañaba en las mismas aguas donde yacía.

Con velocidad salí de casa, sin apenas llevar conmigo objetos importantes a excepción de las llaves y una sudadera por si refrescaba. Ni siquiera me replanteé el ponerme un bañador, pues, aunque resultase descabellado bañarse con un chándal que empleaba como pijama, a estas alturas de la primavera poca gente iría a la playa.

Y con cada paso que daba desprendía una lágrima desde mis ojos. Me estaba autoengañando, lo sabía perfectamente. ¿De verdad iba a funcionar ese absurdo plan? La humanidad llevaba intentando ponerse en contacto con los muertos desde hacía siglos y lo mejor que se había podido hacer era dar por válidos los testimonios de infames videntes, ¿y yo ahora iba a revolucionar el mundo esotérico dándome un chapuzón?

“Vuelve, vuelve, no hagas el tonto”. Era lo que me repetía mi cerebro una y otra vez en su afán por contener esa locura que como mucho me conduciría a un resfriado. “Sigue, sigue, ella te está esperando”. Era lo que me aconsejaba mi corazón contraargumentando a su órgano vecino.

El cielo empezó a nublarse y la temperatura fue bajando hasta helar mi piel. Podría ser el preludio del verano, pero en mayo todavía había resquicios de este pasado y gélido clima primaveral que habíamos tenido. Seguramente, entre los vientos que estaban comenzando a formarse y el pequeño chispeo, el mar estaría un poco embravecido…


Olas revueltas me dieron la bienvenida en el paseo marítimo. Ya no era sólo un tema de que alguien me pillara nadando con estas inapropiadas ropas, sino que podría incluso jugarme la vida. Cerré los ojos y llevé las manos hacia mi pecho, en contacto con mis latidos. ¿Qué debería hacer? Si mi madre me estuviera viendo, ¿qué me estaría diciendo? ¿Había de atender a la razón o al corazón?



Caminé despacio hasta la orilla. La superficie marina brillaba más que de costumbre. Hasta podría haber afirmado que contenía partículas resplandecientes más acordes con un cuento mágico. Me quité los zapatos y me subí la cremallera de la sudadera. Dejé el llavero enterrado en un montoncito de arena al lado de mi calzado y di los primeros pasos hacia adelante para irme aclimatando al frío del agua.

Sin embargo, para mi sorpresa, su temperatura era verdaderamente acogedora, más que cualquier día veraniego. Aproveché la oportunidad para lanzarme de cabeza entre las olas en busca de alguna señal… de su señal.

Para mi desgracia, la gentil bienvenida acabó justo ahí, pues a partir de entonces sólo recibí la visita de golpes alocados por la inestable marea. Las corrientes me arrastraban de un lado a otro dejándome apenas unos segundos para emerger y retomar aire. El mar me estaba tragando sin compasión, como si quisiera ajusticiarme por la temeridad que había cometido.

Fue tan irónico… Quería dejar de existir, pero, ahora que estaba a punto de conseguirlo, consciente del mal rato que estaba pasando y que el camino hacia la muerte era inefablemente agónico y vil, luchaba con un gran ímpetu por escapar de esa trampa salina.

Perdía fuerzas conforme más y más litros de agua se filtraban en mi estómago y en mis pulmones. Mis músculos dejaban de obedecerme. Chapoteos, burbujeos y mi tos era lo que escuchaba. Rodeado de agua, sumergido incesantemente y divisando la orilla más lejos con cada intento de mantenerme con vida, cada vez veía más óptima la idea de rendirme.

Una última ola arrasó con mi cuerpo y lo hundió. Me alejaba de la superficie, pero estaba tranquilo, el dolor había concluido. Ya sólo me quedaba esperar al sueño, esa sensación que tanto reclamaba durante mis horas de pereza en mi habitación. Quedarían segundos para que mi cerebro decidiese ondear también la bandera blanca. Era todo tan confortable, tan relajante el sonido del fluir del agua, tan agradable la imagen de la luz atravesando el agua y bailando al son del oleaje…

En cambio, entre todo ese juego lumínico, un punto en concreto en mi campo de visión me llamó la atención. Su intensidad y color diferían del resto. Su brillo era casi cegador y su blancura incomparable. De hecho, parecía que se aproximaba a mí.

No, no lo parecía, lo estaba haciendo. Con la vista borrosa tardé en fijarme en que aquella luz iba cobrando una forma humanoide. Y qué decir del calor que me aportaba. Mi cuerpo agradecía ese aumento de temperatura antes de volverse inerte. ¿Sería un ángel? ¿Acaso había muerto ya y lo desconocía?

-Este no puede ser tu final, mi niño.

-¡Mamá!

Burbujas de aire escaparon de mi boca. Aún estaba vivo. La silueta me la tapó para que no perdiera más oxígeno. Aproximó su rostro al mío y vi a mi madre a la perfección. Era ella. No era un sueño. No estaba loco. Estaba con ella hablando de nuevo a pesar de que hubiera fallecido.

-No hace falta que hables. Sólo piensa lo que quieres decirme y yo recibiré tus pensamientos.

-Mamá –pensé, obedeciendo a su consejo, tal y como siempre había hecho–, ¿de verdad eres tú?

-Fue muy complicado contactar contigo. Esto no es como en las películas. Se requiere de mucha energía, y el proceso es muy agotador. Fue una suerte que tuvieras esta idea, pero tendrías que haber esperado a un momento con un temporal más calmado.

Lloré con tesón, sin importarme que perdiera las últimas fuerzas que me podrían permitir salir de esa con vida. Aún había algo que quería enfrentarse a la realidad y negarlo, pero era un algo tan minúsculo que quedaba eclipsado por el júbilo que en ese momento sentía. Podía tocar sus mejillas y su cabello, ver el color de sus ojos y el de su sonrisa y hasta escuchar su aterciopelada voz.

-Estoy tan contento, mamá. Ahora sé que cada vez que te eche de menos sólo tendré que bañarme aquí y estaré a tu lado.

Su rostro se tornó triste. Parecía que había mencionado algo hiriente. Esperé a su respuesta, pero se mantuvo en silencio. Estaba impacientándome y poniéndome nervioso. ¿Es que acaso no podía ser así, había dicho algo que no fuera verdad?

-Mamá, ¿qué sucede?

-Como ya te dije… esto es muy agotador… Apenas somos los y las que podemos conseguirlo y hablar con quienes dejamos atrás… Y sólo podemos hacerlo una vez. Sólo quería que supieras que estoy bien.

-¿No… no volverá a suceder esto? No, mamá… ¡No, no es justo! Te necesito… nada tiene sentido para mí si tú no estás…

-Mi niño, esto no es una despedida final… Nos veremos dentro de un tiempo, te lo puedo asegurar. Pero tienes que vivir tu vida, tienes que seguir feliz rodeado de las personas que te quieren, que son muchas más de las que tú crees.

-No puedo, mamá… De verdad que no puedo.

-Tienes que hacerlo –dijo pasando sus dedos por mi nuca–. Tienes que convertirte en el chico que siempre quise ver. Aunque no esté ahí para verte relucir cuando seas un diamante, de un modo u otro percibirás mi presencia. Eres un gran regalo para los demás… No te destruyas.

-Mamá…

-Te quiero, mi niño.

Tanto ella como yo éramos conscientes de que no podía aguantar mucho más hasta perder el conocimiento. Me desvanecí… Sólo permaneció el eco de sus últimas palabras entre tanta oscuridad hasta que desperté reposando en la arena, escupiendo agua y tiritando.

Nadie, aparentemente, me había sacado del agua. Más aún, tampoco había pruebas de que… aquello… hubiera ocurrido de verdad. ¿Me habría arrastrado ella hasta la orilla o fue simplemente la fuerza de las olas?

Nunca jamás obtuve respuesta para ello. Regresé a casa y me di una ducha. Durante el resto de la noche estuve meditando sobre lo acontecido. No debía contárselo a nadie. No por el hecho de que me etiquetasen de demente, sino por la posibilidad de que me avasallaran con teorías más “realistas” para así desmembrar la increíble vivencia que había tenido. Para mí, sueño o no, había pasado, ¿o acaso los sueños pierden credibilidad en su existencia por el mero hecho de pertenecer a una realidad distinta a la de la cuadriculada y frívola lógica?

Sí… para mí aquello ocurrió. Estuve al borde de la muerte y mi madre me salvó, pudiendo tener la maravillosa ocasión de volver a hablar con ella. Puede que aquello no se volviera a repetir, pero para mí fue más que suficiente, pese a que en esos instantes me mostrase codicioso.

Fascinantemente, a partir de entonces, muy de vez en cuando una brisa similar a la de aquella tarde rozaba mi nuca. Y, aun en los días con más viento, yo pensaba que era ella informándome de que todo seguía yendo bien.

Por mi parte, cada fin de mes, para cerciorarme de que de verdad no se perdía nada sobre mi vida, escribía una carta con todo lo que había estado realizando y logrando. Luego la forraba y la enrollaba, atándola con un cordel y uniendo una roca mediana a uno de sus extremos. Tras ello emprendía trayecto hacia la playa y lanzaba lo más lejos posible el escrito para que se hundiera en lo más profundo. Después me quedaba un rato admirando el oleaje y recordando aquel momento mientras las sonrientes comisuras de mi boca se humedecían por alguna que otra lágrima fugitiva. Por último, antes de marchar, escribía unas breves palabras en la orilla, lo suficientemente cerca del agua para que el mar se las llevara rápido hacia el interior y también ella las recibiera.

“Te echo de menos.”

jueves, 30 de abril de 2015

Suerte

Herraduras de caballo, patas de conejo, tréboles de cuatro hojas, el número siete… Hay una gran cantidad de símbolos a los que la sociedad les ha asignado el “poder” de la buena suerte, hasta el punto de crear amuletos con ellos para que al portador le sonría la fortuna. Algunos son conocidos a nivel global, otros son meros objetos a los que sólo un individuo en concreto les confiere la magnificencia de la buenaventura, como la camiseta con la que aprobó el primer examen o el colgante de amatista que representa su signo del zodiaco. Sea lo que sea lo que lo simbolice, algo queda en común: todos y todas queremos  buena suerte y confiamos en que la misma se alberga en ciertos enseres, para así apropiarnos de ellos y disfrutar de su “magia”.

¿Pero qué pasaría cuando algo otorga cierto tal de “suerte” que acaba por tornarse justo en lo contrario?

30 de abril de 1994. 4 a.m.

Enrique llegaba a casa. No debía hacer mucho ruido o su padre le descubriría. Había prometido que aparecería sobre las dos como muy tarde y en el caso de que tuviera que ir andando. Sin embargo, había roto su promesa retrasándose dos horas.

Y, aunque confiaba en que él ya se habría ido a dormir y podría poner de excusa mañana por la mañana que sólo había tardado media hora más de lo acordado por un mero contratiempo, ahora se jugaba todo, rezando para que sus oídos no detectaran sonido alguno hasta que estuviera a salvo en su mullida cama.

La llave se introdujo con facilidad y no hubo unos ruidos desmesurados mientras pasaba al recibidor y caminaba a hurtadillas por el salón. Afinó el oído y percibió los ronquidos de su padre procedentes de su habitación. Al parecer estaba a salvo.

Alcanzó su dormitorio, se desvistió y se puso el pijama con sigilo y finalmente se tumbó en su cama procurando que ninguno de los muelles de la misma chirriará en demasía. Su misión estaba a punto de completarse exitosamente sin riesgo alguno de una bronca más que merecida. Cerró los ojos y en pocos minutos el sueño le inundó.

Su somnolencia etílica no le permitió recordar nada de lo que su cerebro había soñado, y su despertar fue brusco por la vulnerabilidad lumínica que su resaca le estaba propiciando nada más los primeros rayos de Sol comenzaron a atravesar su ventana.

Entre mareos y sopor, alcanzó su despertador y vio que eran las siete de la mañana. Necesitaba dormir bastante más que tres simples horas, por lo que estiró el brazo hasta la cuerda de su persiana y de dos movimientos ágiles tapió completamente cualquier posibilidad de luz natural, quedando nuevamente su habitación totalmente oscura, con una tonalidad bastante relajante para alguien al que no le paraban de dar vueltas las cosas cual crío en un tiovivo.

Pero el deseo de prolongar el letargo no llegó muy lejos cuando un alarido le agitó violentamente. ¿Había sido creación de una inoportuna pesadilla o había sido real? No era plato de muy buen gusto esa clase de ruidos reales que te dejan pensativo durante un extenso periodo de onirismo macabro, y menos cuando se trataba de un ruido de proporciones problemáticas como tal, sobre todo al darse cuenta de que el timbre de voz de ese grito era parecido, por no decir el mismo, que el de su padre. ¿Debería de correr el riesgo de echar un vistazo a su habitación para ver si iba todo bien, sabiendo que despertarle era una de las peores cosas que alguien le podía hacer?

Permaneció en su cama un buen rato, con los ojos abiertos como platos, casi olvidando los terribles efectos secundarios que le acontecían por su embriaguez y centrándose en lo que podía suceder tras la pared que tenía a su derecha, dando a parar al dormitorio de su padre. ¿Sería aconsejable entrar y preguntar si marchaba todo bien?

La inquietud no le dejaba retomar su descanso, así que gruñó y se levantó bruscamente de la cama, con la intención de terminar con aquella duda de una vez por todas. Era mejor llevarse una riña de su padre que continuar dando vueltas en la cama sin ir a ningún lado.

Se frotó los ojos ante el repentino resplandor de la luz del pasillo. Una vez aclimatado, pegó el oído a la puerta de su habitación para comprobar si podía escuchar algo interesante. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna, así que no le quedó más alternativa que abrir con delicadeza.

Pronunció, en un leve susurro, su nombre, pero no respondió. Incrementó el volumen y tampoco sirvió de mucho. Afinó la vista, pero como él siempre dormía con las negras y opacas cortinas echadas, la habitación estaba totalmente oscura.

Miró a un lado y a otro, queriendo detectar alguna sombra extraña, pues el miedo estaba comenzando a carcomerle por dentro, pasando a un plano secundario su afección ebria. Solamente necesitaba comprobar que todo seguía como siempre y podría volver a su cálida y acogedora cama.

Tanteó por la pared hasta dar con el interruptor. Lo palpó de inmediato. Contuvo la respiración y, sin detenerse por el pánico, encendió la luz. No obstante, volviendo a la realidad de la lógica y lo verosímil, pudo corroborar, ya aliviado, que su padre reposaba plácido sin ni siquiera haberse inmutado lo más mínimo por aquella poco piadosa bombilla que iluminaba todo el habitáculo.

Enrique apagó de inmediato la luz y cerró cuidadosamente, regresando al abrazo de sus sábanas para sumergirse por segunda vez en las tierras de Morfeo, aunque ahora los nervios, nacidos no de sus temores, sino de la comicidad de la escena que su paranoia había causado, iban a dejarle unos considerables minutos desvelado.

Desgraciadamente, hubiera sido mejor que se hubiera dormido rápido, pues aquello que había hecho que se despertara había resurgido. Un escalofriante alarido, absolutamente idéntico al de antes, volvió a revolverle las tripas, con la diferencia de que en ese momento sabía perfectamente de dónde provenía.

Estaba equivocado, no había sido emitido desde su casa, y mucho menos por su padre, sino que, aquel que hubiera lanzado semejante aullido, se encontraba fuera, posiblemente en la explanada próxima a su bloque.



Pero la cuestión era, sabiendo entonces que no había sido un producto onírico, aunque tampoco la creencia de que quien pedía auxilio era su padre, ¿merecería la pena ir a ver qué sucedía?



Para Enrique y su curiosidad la respuesta era un rotundo sí. Pese a sus mareos y malestar gástrico, así como las imploraciones de su cuerpo para dormitar, él tenía que satisfacer los deseos de su morbosidad. Ya que, a estas horas y en la calle, exceptuando los madrugadores trabajadores, lo único que podría causar un alboroto era algún malnacido que regresaba de un festejo aderezado con drogas, y eso podía suponer un espectáculo bastante llamativo para presenciar desde su terraza con una sonrisa de oreja a oreja.

Desafortunadamente, no hubo pasatiempo alguno que contemplar, o al menos uno del tipo que a él le agradaba. Es más, lo que estaba observando era una muerte en directo, la defunción paulatina de un desdichado con su antebrazos rojos por completo.

Aunque estaba a varios metros de distancia de él, Enrique sabía que en tales regiones sufría dos profundas y hemorrágicas heridas, las cuales, al realizarse, seguramente le habrían hecho lanzar esos dos gritos que antes escuchó. Y, a juzgar por el tiempo entre cada alarido, o bien se había defendido con garras y dientes para no recibir la segunda herida o bien, y con más probabilidades de ser cierto, se pensó detenidamente el rajarse su otra extremidad para culminar… su suicidio.

Los gemidos de la víctima, aunque tenues, eran espeluznantes. Y la escena se hacía más sobrecogedora cuando dos personas que le socorrían, queriendo en vano evitar el tremebundo sangrado, le repetían una y otra vez que no “se durmiera”.

En ese instante su apetito de desgracias se desvaneció y quiso ayudar. Recordó que en el botiquín de su casa había un par de vendas elásticas que podrían usarse para alargar su vida mientras la ambulancia llegaba.

Se puso unas zapatillas y agarró con velocidad el material de primeros auxilios necesario del cuarto de baño. Bajó con celeridad y se colocó a su lado, informando a la pareja que estaba con él que traía vendaje.

Una pena que la chica le dijera, entre lágrimas, que era demasiado tarde… Al parecer, mientras él estaba descendiendo por su bloque, el espíritu del herido había ido ascendiendo hasta los cielos, quedando todo su esfuerzo por ser un buen samaritano en un mero amago absurdo.

El gentío de los alrededores comenzó a marcharse. Una parte con el gusanillo del morbo satisfecho, otra por su incapacidad de ver un cadáver fresco. Y finalmente quedando la pareja, alguna que otra persona esperanzada en que hubiera un final feliz y Enrique.

Siete minutos más tarde la ambulancia llegó. Se realizó la praxis pertinente y se preparó un sudario. Definitivamente no había salvación para él. Un paramédico asistió a los tres, por si necesitaban algún tipo de apoyo debido a la traumática experiencia, más aun cuando se había certificado que muy seguramente había sido un suicidio, aunque nadie le había visto en ningún momento provocarse a sí mismo ese par de heridas letales.

Cuando todo concluyó y llegó el momento de regresar cada uno a su labor, Enrique optó por echar un breve vistazo por los alrededores, ya que nadie había sido capaz de hallar el instrumento que había sido utilizado para los cortes. Quizá, aun sin haber podido haber ayudado al ya difunto, podría acelerar el proceso de investigación encontrando para el equipo forense el arma homicida/suicida.

29 de abril de 1994. 23:30 a.m.

Lucas caminaba con la mirada perdida, chocaba descuidadamente con los madrugadores transeúntes, parecía obnubilado, pero no estaba bajo los efectos de un presíncope ni de los de cualquier tipo de tóxico. Simple y llanamente estaba a rebosar de tristeza, de rendición.

Necesitaba darle fin a todo, estaba cansado de vivir una vida que todos envidiaban menos él. ¿Para qué quería esa vida, supuestamente de ensueño, si no podía compartirla con nadie? ¿No era irónico, además, que le apodaran “El Suertudo”, cuando el único golpe de suerte que anhelaba, y que no recibía, era el de su muerte?

Entonces, sin nada por lo que luchar, sin motivación alguna, ¿qué le encadenaba al mundo? Sencillamente su imposibilidad para morir. Había sido bendecido, o, en palabras más acordes, maldecido, al ser el propietario de un objeto singular: una pequeña figura de un gato dorado con una siniestra sonrisa de dientes blanco nuclear.

Al principio, cuando la compró en una tienda de antigüedades y la encargada le alertó de que aquello no era una pieza normal y podría traerle tanto la dicha como la desgracia, se mostró receloso. Eso era imposible. Pero con el transcurso de los meses el aviso de aquella mujer se fue haciendo real.

¿Cuál era la “magia” de ese gato? Lucas regresó a la tienda para alabar el poder de su ahora gran preciado amuleto. Él había sido expuesto, más por su temeridad y sus reiterados descuidos que por otros factores causales, a un relevante número de situaciones en las que, de no ser por el poder de esa estatua, habría acabado arrollado, apuñalado, electrocutado, ahogado y unos pocos óbitos más.

Era imposible burlar la muerte tantas veces sin tener consigo algo que le protegiera, y ese algo era el gato inerte del que tanto se enorgullecía. Pero su júbilo iba a terminar esa misma tarde cuando la encargada le revelara la parte oscura del pacto, pues, tal y como le dijo, ese objeto también conllevaba desgracia.


Si bien cierto era que confería a su poseedor de la inmortalidad, definida esta como la incapacidad del sujeto para morir por accidentes tales como enfermedades o asesinatos y siendo susceptible a la muerte natural al llegar a la ancianidad, dicho poder se valía de una indecorosa energía.



“Cada vez que ella te salve la vida, drenará la vitalidad de un familiar, matándolo al momento.” Fue la frase que congeló de pavor el cuerpo de Lucas. Y no podía reprochar nada o negarlo porque lo había comprobado ya.

Él no se llevaba muy bien con gran parte de su familia, y poco le importaba que falleciese un primo lejano o una bisabuela, pero ahora todo tenía sentido, ya que, recordando, era verdad que, días después de salvarse de una de sus inminentes muertes, recibía la noticia por parte de su padre o su madre de que alguien, por X o por Y, había muerto.

Y de momento le estaba ocurriendo a familiares lejanos o a los que él no tenía aprecio alguno, pero no había que ser muy hábil para saber que sería cuestión de tiempo el que le tocara a un verdadero ser querido.

Desesperado, exigió devolver la estatua, confiando que así se disiparía el hechizo de inmortalidad, pero la dependienta negó con la cabeza, mostrando lástima. Una vez alguien se hacía el dueño de ese gato, jamás podría deshacerse de él hasta morir. Añadió que, el antiguo propietario de este objeto era su difunto jefe y, aunque de él heredó la tienda, por fortuna el hechizo no pasó a ser de su incumbencia.

Entre lágrimas e ira, Lucas preguntó la razón de que no le hubiera dicho directamente todo eso antes de comprarlo. Y ella, con un gélido tono serio, explicó que no debe revelarse la naturaleza de la estatua cuando esta no ha vuelto inmortal a nadie, pues si eso se hiciera, la persona que hubiese contado el secreto sería el primer objetivo en caer en cuanto fuera propiedad de alguien y, palabras textuales, por mucho que tratara de evitarse, el inmisericorde gato siempre hallaba un nuevo dueño.

Ya de vuelta a su presente, con hasta su hermana pequeña de tres años fallecida hace una hora en un accidente claramente causado por la maldición de Lucas, su objetivo no era otro que finalizar de una dichosa vez el macabro esoterismo que manaba de ese repugnante objeto.

Había hecho todo lo posible por ralentizar el efecto siendo exageradamente cuidadoso en su día a día, pero ese gato era más listo que cualquier homólogo vivo. La inmortalidad es una simple excusa para rodear de desgracia al poseedor o poseedora, confeccionando accidentes y otras situaciones mortales para que vea cómo caen uno por uno sus seres más preciados.

El punto y final lo puso su hermana. ¿A quién le arrebataría ahora que era el único de los suyos en pie? No quedaba nadie, sin embargo, no podía matarse así como así, dejando a la vista la estatua para que alguien la hallara. No, debía hacerlo en algún sitio donde ella y su cuerpo se rompieran en mil pedazos.

Corría el riesgo de que se reconstruyera a sí misma tal y como incontables veces había pasado, pero quizá al desligarse de un sujeto al que torturar, quedase destruida para siempre. Y, si eso no funcionaba… nada lo haría.

Lucas llegó hasta unas vías. Eran las tres de la mañana. A pesar de la larga caminata, había llegado al lugar adecuado. En una hora circularía un tren nocturno de transporte de mercancías.

Se tumbó perpendicularmente a la dirección de las vías y aguardó el momento, sin poder dejar de pensar que era el escenario perfecto. En solitario, de noche, y con un arma cuya potencia le descuartizaría… a él y a su compañera. Sólo había de cerrar los ojos y dejar a sus pensamientos fluir hasta dentro de sesenta minutos.

En cambio, para acrecentar su desgracia, una luz cálida le sacó de su tranquilidad. Se había quedado dormido. Dio un sobresalto y se llevó las manos a su abdomen. Después echó un vistazo a sus piernas. Estaba entero, de hecho, lo único que no estaba eran las vías. Mirando los alrededores comprendió que alguien… o algo le había alejado de su sanguino escenario y le había colocado en mitad de una calle.

Al borde de un ataque de histeria comprobó la hora en su reloj de muñeca. Eran las siete de la mañana… Ya era demasiado tarde para regresar allí, pues habría trabajadores por los alrededores… Todo se había echado a perder, y sabía de alguien que se estaría regodeando por ello.

Gritó de rabia. Se levantó e hiperventiló. No le dio importancia a la reacción de los viandantes. Lo que él quería era morir y era incapaz de ello. Y la culpable era esa estatua de su bolsillo. La extrajo, la observó con rabia y la estrelló con brutalidad contra el asfalto. Quería ver esa sonrisa burlesca resquebrajada.

Comenzó a andar en círculos con las manos en la cara y repitiendo entre murmullos que “esto no podía estar pasando”. Su última alternativa se había evaporado. Al parecer lo de matar poco a poco a los de su misma estirpe no era ni la punta del iceberg, pues ahora debería soportar la soledad hasta quién sabe qué lejana edad.

O tal vez antes… Sí… A lo mejor era tiempo de que le sonriera algo más que un gato de porcelana. A lo mejor era el momento de tener algo de buenaventura, pese a que el precio tuviera que ser pagado con sangre.

De nuevo gritó. Esta vez de dolor. Unas irritantes punzadas se deslizaron sobre sus antebrazos. Inexplicablemente habían surgido dos profundos cortes por los cuales se avecinaba unas abundantes hemorragias.

Sus ojos brillaron. Ni siquiera le era relevante saber la razón de esos estigmas, solamente le preocupaba acelerar su circulación para desangrarse rápido. Pero posiblemente, la gente de alrededor, que acababa de percatarse de su crítica situación, se aproximaría para ofrecerle ayuda.

Tenía que dejar de luchar por mantenerse activo. Se dejó caer al suelo. Se sentía débil y mareado. Pronto culminaría todo. Puede que se hubiera librado de ser troceado por unas ruedas, pero no había magia en el mundo que pudiera contener esos dos grifos rubí.

¿Y por qué había optado por matarle? Un último momento de lucidez en Lucas le hizo comprenderlo. A ese gato le gustaba jugar más retorcidamente de lo que él creía a priori. La razón, a su parecer, era que todavía quedaba un familiar más por asesinar. Uno que se encontraba dentro de Lucas.

Así era, él de pequeño había fantaseado con que tenía un doble de él mismo que se manifestaba en sus pensamientos, tratándose de una especie de siamés psíquico. Y esta idea, aunque parcialmente olvidada, nunca había llegado a despreciarla, por lo que era más que factible que la magia de la estatua hubiera surtido efecto no en Lucas, sino en su “hermano”.

Fuera como fuera, si uno moría, el otro también lo haría. E incluso puede que el auténtico porqué fuera otro distinto. Pero él se quedaba con esta verdad, una en la que podría sonreír pensando que había puesto en jaque a una pieza de poderes sobrehumanos. Su verdad. Su victoria.

30 de abril de 1994. 7:45 a.m.

Carlos abría los ojos mientras se estiraba y bostezaba. Una pausa le hizo revolverse. Él no tenía que estar ahí. Ni ahí ni en ningún lugar. Concretamente no debía estar con vida después de haber tomado ese bote entero de antidepresivos a las dos de la madrugada a causa de un repentino ataque incontrolable de ansiedad e instintos autolíticos.

Se palpó la boca, la sentía pastosa. Notó unos tropezones sobre sus labios y su barbilla. Observó su sábana y el resto de la cama. Había vómito por todas partes. Era de esperar que con esa acción emética inconsciente hubiera echado todo el mejunje farmacológico, evitando su suicidio.

Suspiró y se encogió de hombros. Debería aprovechar esa segunda oportunidad. Lo primero sería dar las gracias con un generoso desayuno. No sin antes cerciorarse de que su hijo había llegado a casa.

Abrió la puerta de su habitación y no le vio descansando en ella. El malhumor empezó a bullir. Tenía que tranquilizarse. Sería mejor que el desayuno esperase unos minutos y saliera a tomar el aire fresco desde su terraza.

El piar de las aves más madrugadoras y una fina brisa le acogieron con quietud. Debía aprovechar eso y dejar el tema del juerguista de su hijo para otro momento. Sobre todo cuando se estaba armando un buen barullo en la calle de abajo. Tal vez un poco de caos entre vecinos le animara la mañana.

Pero cuál fue su sorpresa al vislumbrar una ambulancia y, peor aún, a su hijo por los alrededores. ¿Le había ocurrido algo grave? ¿Qué hacía una ambulancia por esos lares a estas horas matutinas?

Cuando comprobó que él estaba ileso, el enfado volvió a arraigar, y con una gruñona y grave voz le llamó, obligándole a subir a casa inmediatamente, poniendo de excusa que dejara trabajar a los profesionales sanitarios.

Su hijo, entre conmoción y obediencia, acató la orden y se guardó en su bolsillo derecho un objeto con el que estaba jugueteando para dirigirse veloz hacia el portal. Más le valía no hacer enojar todavía más a su padre.

Mientras tanto, sin que nadie lo percibiera, un chirrido metálico retumbó en toda la calle. El sistema exterior del aire acondicionado del piso que estaba justo debajo del de Carlos se desprendió por algún motivo y fue a parar nada menos que al cráneo de su hijo, matándolo al instante.

Carlos no tenía palabras para lo que había visto. No sabía qué le enmudecía más, si no haber podido evitar la violenta muerte de su primogénito o la ironía de haber sobrevivido a una intoxicación horas antes, pudiendo haber quedado ignorante de tal cruel destino.

Esa misma mañana esa calle había sido testigo de dos muertes aisladas entre sí, sin relación alguna… ¿O sí?

21 de octubre de 1990. 6:22 p.m.

-¡Enrique, mientras estés bajo mi techo todo lo que sea tuyo será de mi propiedad! ¿Queda claro?

-Entendido, padre…

jueves, 19 de marzo de 2015

Especial Día del Padre: Disociación

No podía creérmelo. Juro que sólo lo había perdido de vista durante cinco escasos minutos. Había ido a los baños públicos del centro comercial y le había dicho, ante la negativa de él de acompañarme hasta la fila de los lavabos, que se quedase pegado en la puerta y no se moviera. Incluso le dije que no se preocupara y que gritase si ocurría algo que le diese mala espina.

No… No me hizo caso… O yo no le llegué a escuchar. Terminé lo más rápido posible, apenas tenía llena la vejiga, pero, en ese corto período de tiempo, en esos breves instantes que podrían llegar a medirse con el tiempo medio de una canción típica…

Mi hijo desapareció.

Desesperado, lo primero que hice fue buscar por las zonas próximas, y no tardé mucho en comenzar a preguntar a la gente con la que me cruzaba si habían visto a un niño solo. Desafortunadamente no tenía ninguna foto suya, pero era muy parecido a mí, con el mismo color de ojos y pelo e incluso facciones similares, exceptuando que tenía siete años de edad.

Grité, corrí, anduve por todas las recónditas esquinas de aquel centro de comercial, hasta el punto de salir al aparcamiento y recorrer toda su extensión como si fuera una gallina sin cabeza.

Mi corazón estaba al borde del colapso. Mi cerebro, en shock, sólo procesaba tétricas imágenes de mi niño despedazado, llorando o pálido y frío cual cadáver suplicante. Mis pulmones eran bolsas hiperactivas. Y mis esperanzas eran títeres mecidos por el burlón destino, con sus cuerpos carcomidos por termitas paranoides y los hilos enrevesados por la incertidumbre.

Una transeúnte que acababa de aparcar me divisó y salió veloz de su coche para socorrerme. Para cuando me di cuenta, yo yacía arrodillado con mis manos apretando mi pectoral izquierdo, así como cada vez iba notando el aumento de un punzante dolor en tal región y en su periferia, alcanzando hasta mi extremidad superior de ese mismo lado. ¿Un… un infarto?

En un ademán de hablar, una bocanada muda le dio la suficiente información a la mujer sobre mi sensación de ahogo para que llamara al 112. Sin embargo, aunque mis gesticulaciones pudieran parecer que señalaran que pedía rapidez con la llegada de la ambulancia, lo que en realidad quería es que mandasen también un coche de policía, ya que la verdadera emergencia no era yo… sino mi hijo perdido.

Pero no tenía más fuerzas, el cuerpo me pedía tumbarme y dejar que todo fluyera. Necesitaba dormir, mi mente me convencía de ello haciéndome creer que era en vano sobreponer mi salud a una búsqueda fútil. Y en parte podría ser cierto… Definitivamente él ya no estaba en los lares de esta laberíntica maraña de establecimientos. Por su cuenta o por obligación de alguien, ya debía estar a manzanas de distancia, y con esta afección aguda no sería capaz de nada. Sí… lo mejor en esos momentos era esperar a que los sanitarios realizasen las prácticas pertinentes y me devolviesen a la indolora normalidad.

Cerré los ojos.

Y desperté con la vista borrosa, pero con la suficiente nitidez como para cerciorarme de que me hallaba reposando en la habitación de un hospital. El dolor había pasado y no parecía que tuviese ninguna cruenta cicatriz infestada de suturas. Todo había concluido como un mero susto.

Aunque eso pensé los primeros dos segundos, cuando aún había onirismo circulando en mi cabeza. Justo después recordé la causa de todo aquello. Mi hijo… Tenía que seguir buscándolo. Había de salir de allí. Tal vez ahora obtuviera ayuda para que le encontraran.

Me levanté de la cama. Al parecer había estado el tiempo necesario incluso para que me pusieran el típico pijama desagradable de enfermo. Y eso sin contar el molesto portasueros que tuve que arrastrar hasta fuera de la habitación, en busca del control de enfermería y así poder solicitar auxilio.

Un joven enfermero apoyaba sus brazos en la repisa de la ventana. En cuanto giró su cabeza y me detectó, a unos cuantos metros de distancia, preguntó si necesitaba algo. Pero yo no respondí hasta acercarme lo suficiente… Por alguna extraña razón me encontraba realmente exhausto, sin percibir dolencia cardíaca alguna, simplemente debilidad en el caminar y en la voz.

Entre susurros le indiqué que necesitaba pedir el alta voluntaria. No obstante, no esperaba mucha eficiencia de su parte cuando me fijé en que colgaba en uno de sus bolsillos una identificación universitaria. Era un simple estudiante.

Y como fue de esperar, me dijo que aguardara unos segundos mientras buscaba a su tutora para ver qué se podía hacer. Eso me sacó de quicio, ¿cómo es que dejaban a un inútil aprendiz en el control de enfermería si ni siquiera podía atender una leve urgencia como la mía? Fuera como fuera, y queriendo la mayor celeridad con el proceso, pues la seguridad de mi hijo pendía de un hilo, con una amplia sonrisa le agradecí su ayuda y permanecí allí hasta su regreso.

Trajo consigo a una mujer de unos cincuenta años aproximadamente. Al parecer me reconoció enseguida, ya que al verme realizó una mueca de asombro seguido de un “Anda, ¡tú!”. Yo seguí inmóvil, manifestando malestar y balbuceando para que se acercara de una dichosa vez, aunque parecía que primero tenía que cuchichear con su estudiante sobre algo de extrema importancia… Nótese el sarcasmo.

Agaché la cabeza. Observé la vía que me atravesaba la piel del antebrazo. El apósito transparente que fijaba el catéter estaba notoriamente sucio, como esa típica pegatina que se despega por una esquina y comienza a atrapar roña.

-No te preocupes, hoy por la tarde te lo cambiaremos durante la comprobación de permeabilidad de la vía.

Por fin la enfermera había decidido prestarme algo de atención, aunque su primera frase, en vez de preguntar qué quería, fuera una referencia estúpida a un adhesivo clínico cuya leve cantidad de porquería me era irrelevante.

-Disculpe, señora, necesito algo –murmuré con gran esfuerzo, alzando la cabeza y tratando de mantener los ojos abiertos–. Salvo por el cansancio, me siento bien. ¿Podría traerme los papeles para firmar el alta voluntaria?

Su faz volvió a mostrar sorpresa. Como si hubiera preguntado un tremebundo disparate al querer salir de esa cárcel blanquecina con aroma a antiséptico. ¿Había dicho algo fuera de lugar? Y la cosa me perturbó más cuando, justo antes de responderme, le echó una mirada al alumno…

Conocía ese tipo de miradas… son de las que, aun en completo silencio, indican al receptor que en los segundos posteriores debe prestar su máxima atención. Y ello lo corroboró el que ni se lo pensara dos veces y metiese su mano en el bolsillo inferior derecho de su pijama enfermero, con ese común movimiento caótico del pupilo a punto de anotar palabrería en su libreta para así agradar a quien lleva su enseñanza.

-Me temo que eso no puede ser, Santiago. Ya lo sabes.

-Usted no lo entiende… Necesito salir de aquí. ¡Es crucial que salga!

La enfermera miró nuevamente a su alumno y, en silencio, dio la vuelta al control para salir y estar a mi lado. Acto seguido, se aproximó a mi cara y, en un tono bajo de intención tranquilizadora, me sugirió que regresara a mi habitación, asegurándome que en un par de minutos iría ella para hablar conmigo.

Expresaba sinceridad, tanto en su mirada como en sus palabras, y aunque estaba realmente nervioso, quizá esta fuera la única oportunidad de salir del hospital por las buenas, así que asentí con la cabeza y me retiré, por el momento, volviendo a mi cama para admirar el grisáceo paisaje que se mostraba tras la cristalera.

Y, tal y como prometió, cinco minutos después alguien llamó a la puerta. Era ella. La dejé pasar y me senté en el borde del colchón, con mis extremidades temblando ante la sucesión incontrolable de pensamientos paranoides acerca del posible abuso violento que se estaría llevando sobre mi hijo… hasta el punto de asesinarlo.


Ella se sentó a mi lado. Sin decir frase alguna me puso su mano derecha sobre mi muslo izquierdo. Miré su mano y luego a ella, tenía una sonrisa compasiva. Si pretendía con ello calmarme, había de saber que estaba logrando el efecto contrario. Y entonces habló.

-Santiago, sabes que no puedes marcharte de este lugar todavía.

-¿Todavía? No entiendo –dije, confuso–. ¿A qué tengo que esperar? Fue un simple síncope lo que tuve, ya estoy bien.


Quería evitar a toda costa que alguien descubriera lo que me estaba pasando. Al fin y al cabo ya se sabe lo que ocurre con estas cosas. Los secuestradores no quieren nada de policía, sólo el trato con los parientes de la víctima cautiva. Pero parecía bastante complicado salir de allí sin al menos explicarle mi situación a ella… Y todo cambió cuando preguntó lo siguiente.

-¿A qué síncope te refieres?

¿Qué clase de enfermera era si no sabía el motivo de ingreso de los pacientes de su planta? ¿O es que acaso en el cambio de turno no había sido informada por su compañera o compañero sobre mi situación clínica? No había más remedio que soltar la verdad y concluir esa conversación llena de misterios e incertidumbre.

-Si me prometes que guardarás el secreto, te cuento lo que ha pasado.

-Muy bien. Ya sabes que tanto enfermeras como enfermeros no podemos revelar datos del paciente, y eso incluye sus confesiones. Así que dime, ¿qué sucede?

-Mi hijo ha desaparecido –declaré con voz temblorosa–.Lo perdí de vista en unos grandes almacenes y no llegué a encontrarlo. Para cuando pude darme cuenta, el estrés y la tensión me provocaron un profundo dolor en el pecho y me desplomé al suelo, inconsciente.

-¿Y eso cuándo fue?

-Esta misma mañana. Y me temo lo peor porque…

-Santiago –respondió, interrumpiendo mi historia para añadir a la misma un toque oscuramente grotesco–. Esta mañana no puede haber sido porque estabas en tu habitación descansando. Yo misma te he traído las pastillas de las nueve.

Echó un ojo a la mesilla y se fijó en que el vasito de plástico continuaba con el mismo número de medicamentos.

-Y parece que no te las has tomado…

-¡Eso no es verdad! No… no puede ser, recuerdo todo, ¡lo juro! ¿No puede ser que haya estado un día entero durmiendo para reponer fuerzas? Sí, debe ser eso, ve a mirar el cuaderno de los historiales, por favor… ¡seguro que lo pone!

-No. Ni un día ni dos. Ni tampoco, por si lo estás sopesando, has estado en coma o con un sueño largo y profundo… Santiago, ¿no recuerdas el tiempo que llevas ingresado aquí?

Tragué saliva y negué, preparándome para la peor de las respuestas.

-Llevas veinte años hospitalizado.

Mi mundo se vino abajo a una velocidad vertiginosa. Lo único que hice fue ir corriendo al baño de mi habitación y mirarme en el espejo para analizar mi cara escrupulosamente. Y, salvo por unas desmesuradas ojeras, mi tez seguía estando igual de tersa que siempre. Algo no cuadraba, así que volví a donde ella estaba para recopilar más información.

-¿Cuántos años tengo? No parece que tenga 47…

-Tienes 27, Santiago. Déjame adivinar, lo que me cuentas sobre tu hijo pasó, a tu parecer, con esta tierna edad y has pensado que ha transcurrido una veintena.

-¿No es cierto eso? No entiendo nada…

-Verás –contestó con un suave tono a la par que se incorporaba para estar a mi altura–. Yo empecé a trabajar aquí hará unos cinco años, por lo que sólo puedo confirmarte al cien por cien ese lustro que he estado contigo. Los otros quince años los conozco por lo que me han contado otras personas del equipo médico, enfermero, auxiliar e incluso de limpieza. Realmente eres bastante conocido por aquí y creo que de los más veteranos del hospital, en cuestión a los pacientes.

Mis piernas flaqueaban al no poder resistir tal carga de macabras incongruencias. Necesitaba sentarme de nuevo, por lo que ella hizo una pausa y se sentó junto a mí. Esperó unos momentos y después preguntó si estaba preparado para que siguiera contando todo aquello, a lo que yo respondí tan sólo afirmando con la cabeza.

-Imagino que también habrás olvidado por qué resides aquí y no en tu propio domicilio… Y supongo que cuanto antes te lo aclare será mejor…

Posó una mano sobre mi hombro y me miró fijamente, transmitiendo una profusa seriedad.

-Llevas padeciendo alucinaciones y delirios desde pequeño, los cuales te imposibilitan bastante la convivencia en… el exterior. Normalmente, cuando se es tan joven, el individuo en cuestión no considera que ocurra algo raro con él mismo, pero tú, y principalmente obedeciendo la petición tanto de tu madre como de tu padre, quisiste estar aquí porque percibías que algo no iba bien y no querías poner en riesgo a las personas que te rodeaban.

Mi cabeza no cesó de dar vueltas, casi al borde del desmayo, mientras me revelaba todo aquello. Era inverosímil lo que estaba contándome. ¿Delirios? ¿Me estaba tachando de enfermo mental? ¿Un padre ejemplar como yo? ¿Y si…?


¡Supe la respuesta! ¿Y si todo esto era una artimaña de las mismas personas que se habían apropiado de mi hijo y me estaban engañando para que desistiera y no pudiera salvarle? Tenía que ser eso, el cuchicheo que había tenido la enfermera con el alumno apuntaba a una conspiración contra mi persona. Y ahora era el momento de defenderme.


Me puse de pie y, fingiendo, agradecí que me “ayudase tanto a disipar mi confusión”. La tendí la mano y pedí amablemente que me dejara solo para reestructurar aquello en mi cerebro. Aunque mi verdadera intención no era otra que eliminar cualquier testigo de mi huida de aquella cárcel sanitaria.

Como era de esperar, se marchó, no sin antes aconsejarme que me tomara las pastillas. Yo asentí, pese a que ni por asomo iba a hacerla caso. Simplemente esperé unos cuantos minutos para asegurar que no había moros en la costa y puse en marcha mi improvisado plan.

Lo primero era arrancarme este estúpido grillete de mi antebrazo. Rebusqué por la mesilla y en un cajón vislumbré un paquete de pañuelos. Cerré el gotero y me arranqué la vía, empleando una tira del mismo esparadrapo que la sujetaba, junto a un par de clínex, para evitar el sangrado de mi extremidad.

Una vez liberado, debía utilizar algo como arma. Y sería el mismo objeto que me iba a ralentizar lo que me resultaría servible para mis labores de escape. Ni más ni menos que la parte punzante que se insertaba en la bolsa de suero. No sería gran cosa y debería atacar cuerpo a cuerpo, pero mejor eso que nada.

Realicé unos cuantos estiramientos para evitar el menor número de impedimentos mientras corría y aclaré mi mente para evitar distracciones… ¿Que yo estaba loco? Eran ellos quienes lo estaban por haber escogido al padre equivocado.

Abrí la puerta y oteé ambas partes del pasillo. Por desgracia, según un cartel próximo, las escaleras más cercanas se encontraban más allá del control de enfermería, por lo que habría de jugármela e ir lo más ágil y sigilosamente posible.

Contuve aire y di suaves pisadas, ojo avizor de que nadie se interpusiera en mi camino. Cuando pasé al lado del control, me agaché para cruzar bajo el mostrador. Mi espina dorsal recibía constantemente escalofríos debido a la tensa situación y al exceso de adrenalina. La euforia estaba a punto de obligarme a dar un poco más de acción y esprintar. Aunque no sería necesario…

Al llegar a las escaleras me topé una vez más con esa enfermera. Portaba un vaso humeante de café. Parece que había bajado un momento a la cafetería para traer algo que tomar. Estaba perdido si avisaba a alguien.

Así que, antes de que pudiera decir nada, ni siquiera dándola tiempo a que se percatara de que no llevaba conmigo el portasueros, apreté con fuerza la mano donde empuñaba aquella emulación de arma blanca y, con un movimiento fugaz, la incrusté en su garganta, enmudeciéndola.

En cuanto extraje el objeto de su cuello, un considerable reguero de sangre me empapó. Probablemente no sobreviviría a aquella herida. Pero no debía preocuparme, después de todo ella misma sabría tratarse. Pedí disculpas y seguí mi plan de huida.

Ahora, con mi piel y mi vestimenta de rojo, sí que llamaría la atención. Aceleré mis pasos y, para empeorar las cosas, unos escalones más abajo, me encontré con aquel fastidioso e inepto estudiante, también sosteniendo un vaso de café.

Pese a que pudiera estar implicado como el resto en esta treta, su aspecto juvenil, casi como un preadolescente, me recordó a la inocencia de mi propio hijo. Por lo cual, en un último acto de piedad por mi parte, ignoré su presencia y aproveché su parálisis al verme cubierto de sangre, asegurando su absoluto mutismo.

Antes de pasearme campante por la planta baja, eché un vistazo al panorama desde una esquina. Un reloj en una de las paredes indicaba que eran las siete de la tarde, y aquello estaba completamente deshabitado a excepción del recepcionista, pero con mi condición física actual podría zafarme de él tras correr un par de calles y alejarme de este claustro.

No obstante, justo cuando estaba a punto de emprender la parte final de mi escapada, una mano tocó mi espalda. Me giré con gesto amenazante. Pero de inmediato me aclimaté al ver que era ese pupilo.

A juzgar por su cara y su postura, no pretendía vengar a su tutora ni nada por el estilo. De hecho tiritaba de puro temor, lo cual podría resultarme favorable y podría usarlo de rehén. Sin embargo, antes de que pudiera decir palabra alguna, él habló.

-Sé por qué estás haciendo esto. Ella… me contó todo tras salir de tu habitación.

-¿Quieres decir que no estás a favor de la atrocidad que me han hecho?

-Llevo sólo una semana de prácticas aquí –prosiguió, agachando la mirada–. El primer día me leí los historiales de todos los pacientes con los que iba a tratar. Tu… situación me resultó especialmente llamativa.

No tenía que decir nada más. Quería seguir con esa sarta de mentiras, quería lavarme la cabeza, y no tenía tiempo para memeces. Perforé su cuello y le di un empujón hacia las escaleras para que el futuro charco de sangre que se formaría no quedara muy a la vista.

-Por favor… espera…

Entre tos y escupitajos sanguinolentos, un tibio hilo de voz llegó a mis oídos. Seguía luchando por su vida a pesar de la herida fatal. ¿Tan importante era lo que necesitaba decirme? ¿Tan relevante era aquella mentira como para preservarla aun al borde de su inminente muerte en vez de quedar en paz consigo mismo?

Suspiré y le concedí su último deseo. Me acerqué a su boca, sin dejar de lado mi actitud de vigilia, y permití que hablara.

-¿Cómo… se llama… tu hijo?

-Yago, ¿por qué lo preguntas?

-¿Y su… edad?

-Siete. Pero no entiendo a qué viene este repentino cuestionario. ¿Vas a malgastar tus últimos momentos de vida así?

-Quería… llegar a ser un buen enfermero… de salud mental… Y me gustaría estar en paz sabiendo… que pude ayudar a alguien.

-Muy bien, prosigue –dije con incredulidad–. Ilumíname.

-Una… última pregunta… ¿recuerdas… otra vivencia… con él… más allá… de lo del… centro comercial?

-Ahora que lo mencionas…

-Re…flexiona…

Y el brillo de sus ojos se apagó.

Fue una lástima que usara su aliento final para remarcar tal monumental falacia. Pero si ese era su deseo, no era nadie para arrebatárselo. Ya le había quitado bastante. A él y a ella… aunque se lo merecían por haber sido cómplices al separarme de mi hijo.

Volví a lo mío y aproveché un momento en el que el recepcionista había ido al baño para escabullirme. La cálida luz del sol me dio la bienvenida a la libertad y una oportunidad más para reiniciar la búsqueda y cobrar mi venganza.

-¿Papá?

Giré mi cabeza a la velocidad del rayo. Allí, en la lejanía, en medio del asfalto, de pie, magullado y lagrimoso, estaba Yago. Mi corazón dio un vuelco ante la emoción y no me lo pensé dos veces al correr hacia él con los brazos abiertos.

En cambio, conforme me acercaba, algo impensable sucedió. Sus ojos cobraban un brillo que iba rozando lo paranormal, hasta parecer que en vez de globos oculares tenía bombillas. Junto a ello, su silueta empezó a difuminarse y a agrandarse, cobrando su tono tisular una apariencia metálica. ¿Qué sucedía?

Lo último que pude ver; antes de que unos repetidos parpadeos desmintieran esa ilusión, donde su voz era un claxon, sus ojos unos faros, y su cuerpo la carrocería de una furgoneta; fue un anuncio de un orfanato adherido a su capó.

A veces, la premisa de que ni son todos los que están, ni están todos los que son, se cumple. 

martes, 17 de marzo de 2015

Especial San Patricio: IRA

¿Te atreverías a adentrarte en uno de los mayores secretos que la humanidad ha querido guardar herméticamente? ¿Que por qué se oculta? Pues porque, si llegara a saberse la verdad a nivel global, podría originarse una auténtica hecatombe. Pero tranquilo, aunque aceptes recibir esta información no correrás más peligro que el riesgo de no contener tu boca y contárselo a otros. Yo no soy de los que matan por revelar un secreto. Ahora bien, ten cuidado con el tesoro que voy a concederte, y mantenlo a buen recaudo. Ah, y a ser posible, llévatelo a la tumba sin que nadie más lo sepa…

Todo empezó en Dublín, en una fría noche de noviembre del 1913. En plena oscuridad nocturna, en un callejón gélido, un individuo, oculto en su harapienta gabardina marrón, corría nervioso, como huyendo de algo. Su respiración se entrecortaba, señalando su estado agudo de cansancio.

Gotas de sudor, y una mirada de puro terror, manifestaban que había hallado algo desolador, pero que en su descubrimiento alguien se había percatado de ello y ahora le perseguía para que el secreto volviera de vuelta su más absoluto silencio.

Corría sin parar hasta que llegó al final de su trayecto, impidiéndole el paso un alto muro de ladrillos. Se paró en seco y golpeó la pared con rabia. Se giró y divisó a la silueta que le pisaba los talones en el otro extremo del callejón, sin moverse.

Miró rápidamente a un lado y a otro. Sólo había cubos de basura y paredes repletas de humedad. Pegó su espalda a la pared enladrillada y miró hacia arriba. El muro era demasiado alto como para saltarlo, ni aunque cogiera la más potente de las carrerillas. Estaba perdido…

Su captor, fijándose en que su presa ya no tenía escapatoria, esprintó hacia su localización con una velocidad sobrehumana, moviéndole la cegadora voracidad típica de cualquier depredador. Por su parte, la futura víctima cerró sus puños, dispuesto a luchar por su vida hasta el final.

Pero en el último segundo, cuando los hambrientos colmillos estaban a punto de saborear la garganta de su captura, una masa se abalanzó contra él y lo aplastó contra la pared lateral, desmoronando su carnívoro plan.

-¿Estás bien?

Su salvador se sacudió la ropa y le tendió la mano mostrando que podía confiar en él. Había saltado desde la azotea, dispuesto a salvarle la vida, sin temer en absoluta a aquella bestia impía.

Cuando comprobó que quien había ayudado se encontraba completamente íntegro, más allá del ataque de pánico, volvió a sus quehaceres y le rebanó el cuello al ser con un cuchillo militar que guardaba en su bota izquierda.

Volvió a girarse hacia su camarada y vio su rostro descompuesto, como si estuviera asustado creyendo que un monstruo había sido sustituido simplemente por otro. Así que tendría que dar alguna otra explicación si no quería desconectar su cerebro de la lógica.

-Puedes llamarme Patrick Pearse, un placer conocerte. Soy cofundador de la Óglaigh na hÉireann. Te vi espiar a estos… seres en un pequeño descampado. Por suerte yo también les estaba vigilando y pude seguiros a ti y a esta sagaz e infame bestia hasta aquí. Un alivio, ¿no crees?

El hombre seguía sin habla, algo normal cuando se estaba dando cuenta de que parecía existir una organización exclusivamente centrada en recopilar información de esos seres. Y sabiendo Patrick que esa fiebre de dudas no se iba a disipar en él así como así, decidió animarle a que le siguiera para llevarle a una de las guaridas de la organización, para así hablar en frío y con algo más de calma del mundo que había descubierto esa noche.

-Les llamamos Oíche Glas –dijo Patrick para romper el hielo durante la caminata–. Un nombre apropiado ¿no crees? Sus sangres son verdes, y sólo atacan de noche. Son una mezcla realista entre vampiros y licántropos, con la excepción de que no se requiere ninguna técnica especial para asesinarles… Por el día son como tú y como yo, hacen su vida normal. Pero por la noche entran en un letargo y la sed de violencia les invade.

Patrick espero a que el hombre preguntase algo. Aunque, por mucha información desconcertante que le diera, seguía manteniéndose callado. Tal vez debería empezar por los protocolos típicos que se emplean cuando se conoce a alguien.

-Bueno… ¿y cuál es tu nombre?

-Éamonn. Éamonn Ceannt.

Por fin se había dignado a decir unas pocas palabras. A partir de ahí, la conversación se redirigió a un diálogo exento de temas que concerniesen a los Oíche Glas o a Óglaigh na hÉireann. Todo en pro de crear un fuerte lazo de unión para que reclutarle para la causa. Cualquier hombre o mujer era bien recibido.

Diez minutos de ameno andar después, los dos hombres llegaron a la puerta de una casa que a primera vista parecía descuidada hasta el punto de estar abandonada por sus residentes. Patrick llamó cuatro veces a la puerta, ni una más ni una menos, y una voz surgió del interior.

-¿Quién osa revolver las entrañas de la nación?

-Sólo yo, nadie más, pero para purgarla de su infección.

La puerta quedó desbloqueada y Patrick pudo girar el pomo para abrirla. Antes de entrar asomó la cabeza y avisó de que traía a un camarada con él, añadiendo que “estaba limpio”. Tras ello, se volvió hacia Éamonn y le hizo una señal con la mano para que le siguiera por dentro de la vivienda.

Dentro no había nadie, y la apariencia desatendida de la casa no cambiaba en el interior. Sólo había una persona en el recibidor, posiblemente la misma que guardaba la entrada. En una pose erguida, y con un saludo militar, se presentó.

-Saludos. Mi nombre es Michael Collins, uno de los cofundadores de Óglaigh na hÉireann, un placer conocerte. ¿Tu nombre es…?

-Soy Éamonn Ceannt, señor. E igualmente, un placer.

-Consiguió salir ileso del ataque de un Oíche –explicó Patrick–. Su cabeza ahora tiene que ser un mar de dudas y no podía dejarle allí. No prometo nada, sólo le traigo para explicarle la situación. Tal vez después acepte unírsenos.

-De acuerdo –respondió Michael–­. Venid por aquí, os llevaré al “concejo”.

Por como había hecho con sus manos el entrecomillado, Éamonn supuso que sería otro habitáculo de estética similar que habían considerado bautizar como una sala de operaciones. Había de ser sincero consigo mismo, si esto era una organización, o bien era clandestina o bien escaseaban de fondos… O ambas cosas.

Llegaron a la sala colindante. Como era de esperar, no había nada bastante llamativo más allá de una gran mesa de madera bien pulimentada y unas cuantas sillas desperdigadas de aspecto heterogéneo. En la superficie del susodicho mueble una gran cantidad de papeles, algunos escritos y otros en blanco, y una enorme pizarra cuya superficie blanquecina denotaba sus repetidos e incesantes usos de la tiza a lo largo de una buena temporada.

Michael y Patrick tomaron asiento. Mientras, Éamonn, estático, se mantuvo en la entrada a la espera de una invitación para sentarse. En cuanto la recibió se colocó al lado de su salvador. Estaba nervioso, no sabía si había hecho la elección correcta al acompañarle hasta esta guarida y si hubiera sido más correcto seguir caminos distintos, pero le debía un gran favor por salvarle la vida, aunque, tal y como iba el curso de las cosas, parecía cada vez más viable que tuviera que saldar su deuda ingresando como miembro de Óglaigh na hÉireann.

-Esta es la situación –comenzó Michael–. Desde hace un lustro más o menos, sin saber la causa principal, comenzaron a aparecer estas criaturas. Desconocemos si los sujetos existían desde antes y lo que sufrían era una conversión por algún parásito o bien aparecieron en su totalidad con cuerpos humanos. Toda esta información es irrelevante de momento. Ahora prima actuar.

-¿Y qué tenéis pensado hacer?

-Me gusta tu iniciativa –afirmó al escuchar la pregunta de Éamonn–. Ahí es donde quería llegar. Habiendo venido acompañado de mi camarada y habiendo sobrevivido a un Oíche, creo que ya sabes cuál es la única manera de detenerles: dándoles muerte.

-Pero son demasiado agresivos, raudos y sólo paran al fenecer, no por el dolor –indicó–. Por eso mismo estaba tratando de huir de un… Oíche Glas. Vi a tres de ellos desgarrando las tripas de un cuerpo ya inerte con la misma facilidad con la que yo desgarro un filete. ¿Acaso sois suficientes para manteneros en pie incluso con las más que inevitables bajas que sufriréis?

-Nos superan sobremanera en número –le explicó Patrick–.Pero, como ya te dije, por el día no se diferencian en absoluto de cualquier otro ser humano. Hacen que trabajan, que viven sus felices vidas, incluso llegan a relacionarse con personas normales y corrientes, quizá para luego por la noche devorarlas.

-La clave está en la ofensiva diurna –prosiguió Michael–. Ellos son conscientes de los monstruos en los que se transforman por la noche. Aunque uno de ellos ansíe eviscerarte, si es de día, hasta te ayudará con las bolsas de la compra. ¿Y por qué hacen esto? Porque no hay mejor forma de simpatizar con tus presas que fingiendo que te alías con ellas. Y aquí viene el punto débil de nuestro plan. A pesar de que durante las horas de sol no tienen más fuerza y agilidad que el hombre o la mujer promedio, matar a un Oíche cuando actúa como un ser corriente hará saltar la alarma pública de que se ha cometido un despiadado asesinato.

-Así está el percal –concluyó Patrick–. De noche, con sus aspectos huesudos y similares a un perro callejero, no será problema realizar matanzas, pero, tal y como has insinuado, muchos de los nuestros caerán en combate. Sin embargo, por el día, el número de posibles pérdidas por parte de nuestro bando se aproximaría casi al cero, pagando el precio de ser señalados como genocidas.


-¿Y no hay algún tipo de solución intermedia? Algo como dejar que cobren su real apariencia pero que estén tan débiles como para suponer una amenaza y que así sea fácil masacrarles.

-No, Éamonn –negó Michael–. Ya hemos sopesado todas las variables y les hemos estudiado todo lo posible. La única debilidad que tienen es que por alguna extraña razón tratan de vivir la misma rutina que nosotros cuando la civilización despierta.


El hombre agachó la cabeza. Él tenía razón, había vivido hace unas pocas horas la bestialidad con la que se comportaban esas aberraciones por la noche. En cambio, por el día, Óglaigh na hÉireann contaba incluso con el factor sorpresa, ya que no se esperarían que la mismísima organización que va tras ellos atacase de manera tan repentina en un entorno repleto de testigos.

-¿Y por qué, precisamente vosotros, queréis hacer todo esto?

Su última pregunta evocó una expresión de máxima seriedad en los dos cofundadores. Por lo visto el motivo de formar todo esto no era algo ocioso como podría ser un juego de caza. Era una razón de peso.

-Irlanda, nuestra nación corre peligro –respondió Patrick–. Cada mes su número aumenta exponencialmente. Van a hacerse con el poder de nuestro país, y no podemos permitirlo. Por desgracia, el Gobierno y demás fuerzas pertinentes no creerían una amenaza como esta hasta que fuera demasiado tarde. ¿Quién sabe cuándo llegará el momento en el que sean tantos que ni necesiten hacer pensar que diurnamente son gente mediocre? Vamos a contrarreloj y nadie va a hacer nada. Queremos salvar a Irlanda.

-Entiendo vuestra posición… pero el riesgo es gigantesco… Os verán asesinar “personas inocentes” y os acusarán, en el peor de los casos, de terrorismo. ¿De verdad aceptáis esta condición de… mártires con tal de ayudar a nuestra patria?

Los dos se levantaron bruscamente de sus respectivas sillas dando un sonoro golpe a la mesa.

-¡Por supuesto que sí!

El unísono de sus respuestas creó la suficiente motivación como para que Éamonn quisiera también de una vez por todas formar parte de la causa, incluso sabiendo que el precio por salvar a Irlanda no era el riesgo de morir, sino el de ser tachado por las mismas gentes de su país como un atroz asesino.
-Acepto entrar en vuestras filas.

Fue la respuesta que dio inicio a una eufórica mansalva de información para poner completamente al día al nuevo integrante, desde el número de miembros que actualmente tenían hasta los más recónditos saberes que poseían del enemigo, pasando por todas las operaciones a realizar que resultaban viables por su ínfimo riesgo.

Actuarían en las próximas semanas, una vez se dieran los últimos retoques a los planes y todos y todas las integrantes se conocieran mutuamente. Y ambas cosas fueron concluidas antes de lo esperado. Éamonn estaba nervioso, había asimilado llevar consigo una fatídica carga que nadie nunca podría aliviar. Aún estaba a tiempo de echarse atrás, tal y como le reiteraban de vez en cuando Patrick y Michael. Ambos le habían cogido aprecio y sabían que en poco tiempo no habría vuelta atrás para el caos mediático que provocarían.

Pero él se negaba. No lo hacía por venganza e impotencia por no haber podido hacer nada aquella noche, no. Tenía la misma razón que el resto, lo suyo no era un fanatismo empedernido con el continente, sino un amor protector con su contenido. Quería salvar a sus gentes, quería ser un irlandés digno aunque sólo le estimasen sus camaradas.

Y el día llegó. El Sol relucía y habían acudido a un zona repleta de Oíches. La noche anterior se hicieron los últimos retoques. Habían terminado todos los escritos donde yacería una historia alienada en la que irrumpirían en decenas de sitios causando temor y discordia y no salvación. Porque, si había de tergiversarse la verdad, quién mejor que ellos y ellas, miembros de Óglaigh na hÉireann, para acordar las mismas mentiras que serían lanzadas sobre sus almas.

Se esparcieron folletos y se inventaron lemas. Todo para enmascarar la cruel realidad que podría retorcer en la insania al más escéptico de los ciudadanos. No se dejó ningún cabo sin atar. Se había hasta meditado las posibles vías qué podrían trazar sus acciones en el futuro y cada una de ellas llevaba por el mismo sendero: jamás serían reconocidos como los luchadores y las luchadoras en los que hoy se iban a convertir. Era mejor así, en el oscuro silencio, ya que a veces lo sobrenatural puede resultar desagradable.

Patrick hizo una señal con su mano para que aguardaran. No podían cometer un paso en falso y matar a un inocente. Quizá la atrocidad con la que se comportasen con los Oíches haría entrar en pánico a personas que no lo merecerían, pero era un mal menor con un error fatal durante la matanza o, peor aún, morir tras reiterantes dentelladas  por la pasividad de la organización en el momento indicado y óptimo.

Michael a su lado izquierdo. Éamonn en el derecho. El resto conglomerados detrás. Portando armas para defenderse y armadura ligera para prevenir un contraataque. Algunos con pasamontañas en sus manos para colocárselos en el segundo final. Otros con uniformes militares. Pero todos con tres colores en mente: el verde, el blanco y el naranja.

Su mano descendió y la pólvora estalló. Gritos de furia sirvieron para desconcentrar a sus objetivos. Y, como era de esperar, estos ni se transformaron ni se opusieron apenas a la ofensiva. La mayoría fueron cayendo fácilmente.

En cuestión de minutos la zona se volvió un manantial de sangre. Y entre todo el caos estaba Éamonn, quien aún no había asesinado a nadie, pues había permanecido congelado por la terrible realidad de la que acababa de concienciarse: tenía que matar. ¿Pero cómo iba a hacerlo cuando sus víctimas sollozaban, daban alaridos y suplicaban? Eran todo lo contrario al comportamiento que tenían por las noches. ¿Por qué no se defendían? ¿Acaso preferían seguir con la treta, dando sus vidas a cambio, para que tomasen como a los malos de la película a Óglaigh na hÉireann?

La imagen de la bandera de su país portada por un compañero suyo, manchada con sangre, ondeando, le dio la respuesta. No era más que un juego entre mártires. Los Oíches sacrificaban toda posibilidad de defenderse con tal de que las mismas personas a las que íbamos a defender se lanzaran contra nosotros y nos acusaran de atrocidades inmerecidas. En cuanto a nosotros y nosotras, callábamos la verdad con tal de liberar a Irlanda.

Éamonn contempló su pistola. ¿Sería lo correcto? Miro delante de él y vio un blanco perfecto. Parecía que estaba en shock y nadie aún había ido para darle muerte. Quizá debería meditar sobre el homicidio y simplemente dejar que otro lo ejecutase.

Sin embargo esa idea se desvaneció de su cabeza cuando vio que el chico tenía una mancha blanquecina e su coronilla… Eso le hizo recordar que uno de los Oíches que descubrió la noche que casi pierde la vida tenía un singular lunar blanco en la región craneal superior. ¿Acaso pudiera ser…?

No se lo pensó dos veces. Por mucho que ahora pareciesen inocentes, en realidad eran unos sádicos misántropos. Y por ello debían pagar. Así que apuntó con su arma a su frente. Sus miradas entraron en contacto. La bestia hizo una sutil mueca risueña, como si le animara a hacerlo para manchar su nombre. Pero era precisamente lo que necesitaba para apretar el gatillo. Y cuando la bala impactó en su placa frontal y esparció los sesos en el pavimento, la energía que le causó el saber que acababa de poner su primer granito de arena en la causa, hizo que no pudiese contenerse a la hora de gritar a los cuatros vientos una frase que retumbó por las calles e inspiró al resto de sus camaradas.

-Beidh muid a shábháil Éire!