
Noticias desde la Oscuridad
06-07-2015
Cardiofagia está concluido.
13-07-2015
Especial Navidad: Reunión está concluido.
22-07-2015
Especial Año Nuevo: Cosecha está concluido.
28-07-2015
Especial San Valentín: Anatomía está concluido.
09-08-2015
Especial San Patricio: IRA está concluido.
03-09-2015
Especial Día del Padre: Disociación está concluido.
22-09-2015
Suerte está concluido.
28-09-2015
Especial Día de la Madre: Llamada está concluido.
Lamento del día
Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
lunes, 31 de agosto de 2015
viernes, 31 de julio de 2015
martes, 30 de junio de 2015
domingo, 3 de mayo de 2015
Especial Día de la Madre: Llamada

La habitación estaba a oscuras. El techo se iluminó por la
pantalla del teléfono y el silencio se quebró por la vibración del mismo. No me
gustaba poner ningún tono de llamada, pues era algo contraproducente para la
vida tranquila que tanto me agradaba.
Echado en la cama, con la cara pegada en la almohada, lo
último que me apetecía hacer era contestar. Me limité a alzar la cabeza y a
contemplar el leve desplazamiento del móvil mientras retumbaba sobre la
superficie de la mesita de noche. Ni siquiera sabía quién era, y tampoco es que
me interesase.
Completa y absoluta anhedonia, eso es lo que tenía. Y todo
para no resultar muy brusco con mis palabras, por supuesto. Porque, si
dependiera de mí, apuntaría a otra clase de proceso emocional como la
desesperanza… ¿Alguien conoce esa sensación en la que tu futuro es tan incierto
que ni alcanzas a pronosticar un plan estable para el siguiente día? Pues algo
así…
Sólo quería dormir y evadirme en los brazos de la oscuridad.
Sin hambre, sin sed, sin palabras, sin sonrisas. Únicamente mi mutismo estático
y yo. Hasta consumirme y cremar toda la vitalidad que otrora tuve. Porque es
obvio que en la vida conseguimos y perdemos cosas y personas… pero hay algunas
de ellas que, cuando desaparecen para siempre, hacen que no nos quede nada del
ser humano que éramos.
Mi madre se había ido, y con ella se fue todo lo que yo era.
El fin de su risueño rostro arrancó la felicidad de mi cuerpo. El cese de su
tierna voz finiquitó la afabilidad que poseía. El colofón de su respirar y su
latir mutiló mis fuerzas para seguir adelante. Y la ejecución de su ternura y
su sabiduría intoxicó mi orientación en la vida… Había perdido mi identidad
como ser vivo.
Ella no se lo merecía, era ese tipo de persona tan amable y
bondadosa que cuando la ves no puedes evitar empaparte de esa misma aura de alegría
que desprende, esa clase de persona por la que oras para tus adentros, deseando
que todo le vaya de maravilla… Claro… la gente normal así lo haría, pero hay un
ente sádico, el mismo que mata en guerras a pacifistas, manda a animales devorar
a sus cuidadores o enferma sanitarios.
Este ente la demacró hasta llevarla al límite, y, cuando
parecía que iba a recuperarse, dejó caer ignominiosamente la guillotina sobre
su cuello. Sin segundas oportunidades, sin respiros, sin piedad, sin contemplaciones.
Esperaba, al menos, que ahora descansara, porque se lo había
ganado. Fue un experimento macabro del destino, pateada y escupida repetidas
veces como si algo tratase de eliminar la generosidad y el amparo que ofrecía,
¡como si aquello fuera un pecado!
Frío, soledad, despersonalización, aflicción. Sus herencias,
el regalo que un vórtice de insania no para de vomitar en mi cuerpo para
apresarlo por una oscuridad más tenebrosa y punzante que la que recreaba cada
tarde en mi dormitorio… Se fue. No está. No volverá. Y yo seguía aquí. Estando.
Con un sedentarismo impuesto.
Apreté mi cabeza contra la almohada con fuerza. Me estaba
ahogando en mis pensamientos de manera incontrolable. Tenía que escapar,
gritar, hacer algo. Mis ojos viraban en sus órbitas, contrayendo y dilatando
sus pupilas. Lo sentía. Me estaba transformando en la nueva víctima de la Reina
de Corazones. Pero peor, pues con ella al menos todo se pintaría de rojo.
Las vibraciones del teléfono prosiguieron. Quien fuera que
quisiera charlar conmigo era bastante insistente. No tenía ganas de más
perturbaciones en mi remanso de dolorosa paz, así que extendí el brazo y, a
ciegas, alcancé el móvil, apagándolo.
El silencio retornó. Suspiré y me di la vuelta para mirar al
sombrío techo. Mi respiración enlentecía. A pesar de ser las seis de la tarde,
tenía un sueño inconmensurable. Pero me era imposible dormir cuando mi cerebro
incesantemente reproducía recuerdos sobre mi madre. La calma ya no me
confortaba, sólo me rodeaba la entropía.
Más molestias. Era el teléfono fijo. Incrédulo, solté una
leve carcajada sarcástica. Quizá era algo importante y estaba haciendo mal en
ignorar esa solicitud de contactar conmigo. ¿Quién estaría tan preocupado o
preocupada por mí? ¿Quién, en un mundo infestado por ególatras? No me hablaba
con mi familia. Era hijo único. Mi padre falleció cuando yo era pequeño. Sólo
tenía dos amigos y les había pedido que me dejaran solo al menos este mes
venidero. ¿Quién, entonces, querría fastidiar mi tortuoso estado emocional?
Accioné el interruptor de la pequeña lámpara adherida al
cabecero. Su luz me destrozó los ojos. Me los froté y me levanté rápidamente,
dando tumbos por el pasillo. Llegué al salón, a la mesa azabache donde reposaba
el teléfono y, sin mirar el número ni nada, lo cogí y contesté.
Ni una respuesta. Un sonido blanco era lo único que recibía.
Pregunté cuatro veces casi seguidas quién era, pero no dejó de escucharse ese
molesto ruido, por lo cual, irritado, colgué y desenchufé el aparato para
concluir con esa estúpida broma de mal gusto.
Regresé a la cama, con una postura boca abajo increíblemente
cómoda, y retomé mi viaje por las más ponzoñosas reminiscencias de mi mente.
Era como un masoquista empedernido que usaba sus propias lágrimas como camisa
de fuerza, en aras de una autoayuda condenada al fracaso.
De repente, una fría brisa recorrió mi nuca cual caricia. Me
provocó un auténtico escalofrío en toda la espina dorsal. ¿Me habría dejado la
ventana abierta? Estiré mis brazos en busca del marco de la ventana que se
erguía justo encima. En cambio, lo que hallé en mi trayecto fue cristal, un
frío y rígido vidrio, señal de que en realidad estaba cerrada.
Encendí la luz una vez más, incorporándome para hacer uso de
la vista y cerciorarme. Tanto ella como la puerta estaban cerradas a cal y a
canto, imposibilitando cualquier corriente de aire escurridiza.
Me llevé la mano a la nuca. Y, como si un mecanismo se
hubiera encendido en mi masa cerebral, tal víscera rezumó una promesa que se
había repetido incontables veces en mi breve vida. Un juramento materno que
ella creó en primera instancia para eliminar esos típicos miedos que en la
niñez surgen al percatarte de que la muerte es tan despiadada que incluso
alcanza a las personas que adoras.
Cuando me vaya te haré
una señal para que sepas que estoy contigo y que estoy bien. Sentirás un soplido
detrás de tu cuello, ¿de acuerdo, mi niño?
Con velocidad activé toda mi musculatura, para literalmente
saltar de la cama y agarrar con torpeza el móvil, queriendo encenderlo lo más
raudo posible. Sé que era una corazonada más fútil que la creencia de seres
divinos en una existencia gobernada por lo caduco, pero a veces habían de
romperse los mapas y guiarse por el último resquicio que poseíamos de nuestra
madre naturaleza: el instinto.
La pantalla se iluminó, introduje la contraseña para
desbloquearlo y aguardé impacientemente a la configuración de inicio. Me dirigí
hacia el registro de llamadas, y mis sospechas, de carácter sobrenatural,
quedaron indudablemente aclaradas…
Tenía dos llamadas perdidas de ella. Realizadas hace unos
escasos minutos. Se me cortó la respiración y abrí la boca a más no poder
mientras el corazón se revolvía casi a punto de romper las costillas y salir de
mi pecho. ¿Esto… estaba sucediendo de verdad?
Había de confrontarlo con la fría realidad. En un cajón de
uno de los muebles del salón estaba guardado su móvil. La única manera de que
tuviera esto en mi registro es usando su teléfono para realizar las llamadas,
pero si este se encontraba apagado… No sé entonces qué podría pensar. Y
solamente había una forma de averiguarlo.
Abrí el cajón y extraje el teléfono. Efectivamente no se
encontraba encendido. Aun así, queriendo profundizar en esta extraña
experiencia que estaba viviendo, lo activé, sopesando la idea de que algún tipo
de interferencia había provocado este curioso altercado paranoide.
Nada más apareció el menú principal, pulsé en el mismo lugar
donde había entrado antes con mi móvil, salvo por la diferencia de que aquí me
interesaba el registro de las llamadas realizadas. Y entonces lo vi…
No había absolutamente nada. El registro estaba vacío, y con
él, igual de vacía estaba mi cordura en estos instantes… ¿Podríais poneros en
mi lugar, por favor? Una persona que queréis con toda vuestra alma fallece, y
semanas más tarde, como si no fuera complicado ya olvidar, algo inexplicable se
produce delante de vuestros ojos, algo de una índole digna de cualquier
vivencia de médium. ¿Me tacharíais, entonces, de loco, si dijera que creía
levemente que ella estaba tratando de comunicarse conmigo desde la dimensión
que fuera a la que van las personas que mueren?
Cualquier escéptico lo tacharía de un fallo del teléfono,
los más sagaces hasta afirmarían que lo había hecho yo mismo pero que mi
cerebro había borrado parte de mis recuerdos para que pareciera otra cosa. Sí,
saldrían mil y una teorías antes que concluir que un “fantasma” quería
hablarme, pero yo me quedaba con la última y la más alocada de las hipótesis:
mi madre no se había desvanecido en la nada, sino que estaba aquí… Esas
llamadas, el sonido del teléfono fijo, el tacto en la nuca nacido de una
promesa. Eran definitivamente actos suyos.
Sin embargo, ¿cómo podría responder? Sé que suena egoísta.
Al fin y al cabo mucha gente daría media vida con tal de saber solamente que
sus difuntos están bien, pero yo anhelaba más. Al menos, como mínimo, un breve
diálogo, una minúscula interacción, una interlocución fugaz. ¡Algo! ¿¡Pero
cómo!?
Prendido por la llama de la locura, comencé a llorar
mientras balbuceaba el nombre de mi madre. Cada vez era más fuerte en mí el
deseo de volver a verla, de que todo esto no fuera más que una pesadilla y en
realidad estuviera viva. No quería vivir en un mundo donde nunca más pudiera
refugiarme entre sus brazos. No, porque mi corazón estaba enfermando al no
recibir su afecto.
Caí de rodillas y giré la cabeza hacia la terraza, con
vistas al mar. Allí fue donde esparcí sus cenizas, tal y como ella pidió. Allí
reposaban sus restos, flotando, en una inmensa masa acuática… Aunque quizás…
Debía intentarlo. No por mí, sino por ella. Había quedado
claro que charlar mediante un aparato como un móvil era tarea imposible desde
el más allá. Pero posiblemente podría hablar con ella si me bañaba en las
mismas aguas donde yacía.
Con velocidad salí de casa, sin apenas llevar conmigo objetos
importantes a excepción de las llaves y una sudadera por si refrescaba. Ni
siquiera me replanteé el ponerme un bañador, pues, aunque resultase
descabellado bañarse con un chándal que empleaba como pijama, a estas alturas
de la primavera poca gente iría a la playa.
Y con cada paso que daba desprendía una lágrima desde mis
ojos. Me estaba autoengañando, lo sabía perfectamente. ¿De verdad iba a
funcionar ese absurdo plan? La humanidad llevaba intentando ponerse en contacto
con los muertos desde hacía siglos y lo mejor que se había podido hacer era dar
por válidos los testimonios de infames videntes, ¿y yo ahora iba a revolucionar
el mundo esotérico dándome un chapuzón?
“Vuelve, vuelve, no hagas el tonto”. Era lo que me repetía
mi cerebro una y otra vez en su afán por contener esa locura que como mucho me
conduciría a un resfriado. “Sigue, sigue, ella te está esperando”. Era lo que
me aconsejaba mi corazón contraargumentando a su órgano vecino.
El cielo empezó a nublarse y la temperatura fue bajando hasta
helar mi piel. Podría ser el preludio del verano, pero en mayo todavía había
resquicios de este pasado y gélido clima primaveral que habíamos tenido.
Seguramente, entre los vientos que estaban comenzando a formarse y el pequeño
chispeo, el mar estaría un poco embravecido…
Caminé despacio hasta la orilla. La superficie marina
brillaba más que de costumbre. Hasta podría haber afirmado que contenía
partículas resplandecientes más acordes con un cuento mágico. Me quité los
zapatos y me subí la cremallera de la sudadera. Dejé el llavero enterrado en un
montoncito de arena al lado de mi calzado y di los primeros pasos hacia
adelante para irme aclimatando al frío del agua.
Sin embargo, para mi sorpresa, su temperatura era
verdaderamente acogedora, más que cualquier día veraniego. Aproveché la
oportunidad para lanzarme de cabeza entre las olas en busca de alguna señal… de
su señal.
Para mi desgracia, la gentil bienvenida acabó justo ahí,
pues a partir de entonces sólo recibí la visita de golpes alocados por la
inestable marea. Las corrientes me arrastraban de un lado a otro dejándome
apenas unos segundos para emerger y retomar aire. El mar me estaba tragando sin
compasión, como si quisiera ajusticiarme por la temeridad que había cometido.
Fue tan irónico… Quería dejar de existir, pero, ahora que
estaba a punto de conseguirlo, consciente del mal rato que estaba pasando y que
el camino hacia la muerte era inefablemente agónico y vil, luchaba con un gran
ímpetu por escapar de esa trampa salina.
Perdía fuerzas conforme más y más litros de agua se
filtraban en mi estómago y en mis pulmones. Mis músculos dejaban de obedecerme.
Chapoteos, burbujeos y mi tos era lo que escuchaba. Rodeado de agua, sumergido
incesantemente y divisando la orilla más lejos con cada intento de mantenerme con
vida, cada vez veía más óptima la idea de rendirme.
Una última ola arrasó con mi cuerpo y lo hundió. Me alejaba
de la superficie, pero estaba tranquilo, el dolor había concluido. Ya sólo me
quedaba esperar al sueño, esa sensación que tanto reclamaba durante mis horas
de pereza en mi habitación. Quedarían segundos para que mi cerebro decidiese
ondear también la bandera blanca. Era todo tan confortable, tan relajante el
sonido del fluir del agua, tan agradable la imagen de la luz atravesando el
agua y bailando al son del oleaje…
En cambio, entre todo ese juego lumínico, un punto en
concreto en mi campo de visión me llamó la atención. Su intensidad y color
diferían del resto. Su brillo era casi cegador y su blancura incomparable. De
hecho, parecía que se aproximaba a mí.
No, no lo parecía, lo estaba haciendo. Con la vista borrosa
tardé en fijarme en que aquella luz iba cobrando una forma humanoide. Y qué
decir del calor que me aportaba. Mi cuerpo agradecía ese aumento de temperatura
antes de volverse inerte. ¿Sería un ángel? ¿Acaso había muerto ya y lo
desconocía?
-Este no puede ser tu
final, mi niño.
-¡Mamá!
Burbujas de aire escaparon de mi boca. Aún estaba vivo. La
silueta me la tapó para que no perdiera más oxígeno. Aproximó su rostro al mío
y vi a mi madre a la perfección. Era ella. No era un sueño. No estaba loco.
Estaba con ella hablando de nuevo a pesar de que hubiera fallecido.
-No hace falta que
hables. Sólo piensa lo que quieres decirme y yo recibiré tus pensamientos.
-Mamá –pensé,
obedeciendo a su consejo, tal y como siempre había hecho–, ¿de verdad eres tú?
-Fue muy complicado
contactar contigo. Esto no es como en las películas. Se requiere de mucha
energía, y el proceso es muy agotador. Fue una suerte que tuvieras esta idea,
pero tendrías que haber esperado a un momento con un temporal más calmado.
Lloré con tesón, sin importarme que perdiera las últimas
fuerzas que me podrían permitir salir de esa con vida. Aún había algo que
quería enfrentarse a la realidad y negarlo, pero era un algo tan minúsculo que
quedaba eclipsado por el júbilo que en ese momento sentía. Podía tocar sus
mejillas y su cabello, ver el color de sus ojos y el de su sonrisa y hasta
escuchar su aterciopelada voz.
-Estoy tan contento,
mamá. Ahora sé que cada vez que te eche de menos sólo tendré que bañarme aquí y
estaré a tu lado.
Su rostro se tornó triste. Parecía que había mencionado algo
hiriente. Esperé a su respuesta, pero se mantuvo en silencio. Estaba
impacientándome y poniéndome nervioso. ¿Es que acaso no podía ser así, había dicho
algo que no fuera verdad?
-Mamá, ¿qué sucede?
-Como ya te dije… esto
es muy agotador… Apenas somos los y las que podemos conseguirlo y hablar con
quienes dejamos atrás… Y sólo podemos hacerlo una vez. Sólo quería que supieras
que estoy bien.
-¿No… no volverá a
suceder esto? No, mamá… ¡No, no es justo! Te necesito… nada tiene sentido para
mí si tú no estás…
-Mi niño, esto no es
una despedida final… Nos veremos dentro de un tiempo, te lo puedo asegurar.
Pero tienes que vivir tu vida, tienes que seguir feliz rodeado de las personas
que te quieren, que son muchas más de las que tú crees.
-No puedo, mamá… De
verdad que no puedo.
-Tienes que hacerlo –dijo
pasando sus dedos por mi nuca–. Tienes
que convertirte en el chico que siempre quise ver. Aunque no esté ahí para
verte relucir cuando seas un diamante, de un modo u otro percibirás mi
presencia. Eres un gran regalo para los demás… No te destruyas.
-Mamá…
-Te quiero, mi niño.
Tanto ella como yo éramos conscientes de que no podía
aguantar mucho más hasta perder el conocimiento. Me desvanecí… Sólo permaneció
el eco de sus últimas palabras entre tanta oscuridad hasta que desperté
reposando en la arena, escupiendo agua y tiritando.
Nadie, aparentemente, me había sacado del agua. Más aún,
tampoco había pruebas de que… aquello… hubiera ocurrido de verdad. ¿Me habría
arrastrado ella hasta la orilla o fue simplemente la fuerza de las olas?
Nunca jamás obtuve respuesta para ello. Regresé a casa y me
di una ducha. Durante el resto de la noche estuve meditando sobre lo acontecido.
No debía contárselo a nadie. No por el hecho de que me etiquetasen de demente,
sino por la posibilidad de que me avasallaran con teorías más “realistas” para
así desmembrar la increíble vivencia que había tenido. Para mí, sueño o no,
había pasado, ¿o acaso los sueños pierden credibilidad en su existencia por el
mero hecho de pertenecer a una realidad distinta a la de la cuadriculada y
frívola lógica?
Sí… para mí aquello ocurrió. Estuve al borde de la muerte y
mi madre me salvó, pudiendo tener la maravillosa ocasión de volver a hablar con
ella. Puede que aquello no se volviera a repetir, pero para mí fue más que
suficiente, pese a que en esos instantes me mostrase codicioso.
Fascinantemente, a partir de entonces, muy de vez en cuando
una brisa similar a la de aquella tarde rozaba mi nuca. Y, aun en los días con
más viento, yo pensaba que era ella informándome de que todo seguía yendo bien.

“Te echo de menos.”
jueves, 30 de abril de 2015
Suerte

¿Pero qué pasaría cuando algo otorga cierto tal de “suerte” que
acaba por tornarse justo en lo contrario?
30 de abril de 1994. 4
a.m.
Enrique llegaba a casa. No debía hacer mucho ruido o su
padre le descubriría. Había prometido que aparecería sobre las dos como muy
tarde y en el caso de que tuviera que ir andando. Sin embargo, había roto su
promesa retrasándose dos horas.
Y, aunque confiaba en que él ya se habría ido a dormir y
podría poner de excusa mañana por la mañana que sólo había tardado media hora
más de lo acordado por un mero contratiempo, ahora se jugaba todo, rezando para
que sus oídos no detectaran sonido alguno hasta que estuviera a salvo en su
mullida cama.
La llave se introdujo con facilidad y no hubo unos ruidos
desmesurados mientras pasaba al recibidor y caminaba a hurtadillas por el
salón. Afinó el oído y percibió los ronquidos de su padre procedentes de su
habitación. Al parecer estaba a salvo.
Alcanzó su dormitorio, se desvistió y se puso el pijama con
sigilo y finalmente se tumbó en su cama procurando que ninguno de los muelles
de la misma chirriará en demasía. Su misión estaba a punto de completarse
exitosamente sin riesgo alguno de una bronca más que merecida. Cerró los ojos y
en pocos minutos el sueño le inundó.
Su somnolencia etílica no le permitió recordar nada de lo
que su cerebro había soñado, y su despertar fue brusco por la vulnerabilidad
lumínica que su resaca le estaba propiciando nada más los primeros rayos de Sol
comenzaron a atravesar su ventana.
Entre mareos y sopor, alcanzó su despertador y vio que eran
las siete de la mañana. Necesitaba dormir bastante más que tres simples horas,
por lo que estiró el brazo hasta la cuerda de su persiana y de dos movimientos
ágiles tapió completamente cualquier posibilidad de luz natural, quedando
nuevamente su habitación totalmente oscura, con una tonalidad bastante
relajante para alguien al que no le paraban de dar vueltas las cosas cual crío
en un tiovivo.
Pero el deseo de prolongar el letargo no llegó muy lejos
cuando un alarido le agitó violentamente. ¿Había sido creación de una
inoportuna pesadilla o había sido real? No era plato de muy buen gusto esa
clase de ruidos reales que te dejan pensativo durante un extenso periodo de
onirismo macabro, y menos cuando se trataba de un ruido de proporciones
problemáticas como tal, sobre todo al darse cuenta de que el timbre de voz de
ese grito era parecido, por no decir el mismo, que el de su padre. ¿Debería de
correr el riesgo de echar un vistazo a su habitación para ver si iba todo bien,
sabiendo que despertarle era una de las peores cosas que alguien le podía
hacer?
Permaneció en su cama un buen rato, con los ojos abiertos
como platos, casi olvidando los terribles efectos secundarios que le acontecían
por su embriaguez y centrándose en lo que podía suceder tras la pared que tenía
a su derecha, dando a parar al dormitorio de su padre. ¿Sería aconsejable
entrar y preguntar si marchaba todo bien?
La inquietud no le dejaba retomar su descanso, así que gruñó
y se levantó bruscamente de la cama, con la intención de terminar con aquella
duda de una vez por todas. Era mejor llevarse una riña de su padre que
continuar dando vueltas en la cama sin ir a ningún lado.
Se frotó los ojos ante el repentino resplandor de la luz del
pasillo. Una vez aclimatado, pegó el oído a la puerta de su habitación para
comprobar si podía escuchar algo interesante. Sin embargo, no obtuvo respuesta
alguna, así que no le quedó más alternativa que abrir con delicadeza.
Pronunció, en un leve susurro, su nombre, pero no respondió.
Incrementó el volumen y tampoco sirvió de mucho. Afinó la vista, pero como él
siempre dormía con las negras y opacas cortinas echadas, la habitación estaba
totalmente oscura.
Miró a un lado y a otro, queriendo detectar alguna sombra
extraña, pues el miedo estaba comenzando a carcomerle por dentro, pasando a un
plano secundario su afección ebria. Solamente necesitaba comprobar que todo
seguía como siempre y podría volver a su cálida y acogedora cama.
Tanteó por la pared hasta dar con el interruptor. Lo palpó
de inmediato. Contuvo la respiración y, sin detenerse por el pánico, encendió
la luz. No obstante, volviendo a la realidad de la lógica y lo verosímil, pudo
corroborar, ya aliviado, que su padre reposaba plácido sin ni siquiera haberse
inmutado lo más mínimo por aquella poco piadosa bombilla que iluminaba todo el
habitáculo.
Enrique apagó de inmediato la luz y cerró cuidadosamente,
regresando al abrazo de sus sábanas para sumergirse por segunda vez en las
tierras de Morfeo, aunque ahora los nervios, nacidos no de sus temores, sino de
la comicidad de la escena que su paranoia había causado, iban a dejarle unos
considerables minutos desvelado.
Desgraciadamente, hubiera sido mejor que se hubiera dormido
rápido, pues aquello que había hecho que se despertara había resurgido. Un escalofriante
alarido, absolutamente idéntico al de antes, volvió a revolverle las tripas,
con la diferencia de que en ese momento sabía perfectamente de dónde provenía.
Estaba equivocado, no había sido emitido desde su casa, y
mucho menos por su padre, sino que, aquel que hubiera lanzado semejante
aullido, se encontraba fuera, posiblemente en la explanada próxima a su bloque.
Para Enrique y su curiosidad la respuesta era un rotundo sí.
Pese a sus mareos y malestar gástrico, así como las imploraciones de su cuerpo
para dormitar, él tenía que satisfacer los deseos de su morbosidad. Ya que, a
estas horas y en la calle, exceptuando los madrugadores trabajadores, lo único
que podría causar un alboroto era algún malnacido que regresaba de un festejo
aderezado con drogas, y eso podía suponer un espectáculo bastante llamativo
para presenciar desde su terraza con una sonrisa de oreja a oreja.
Desafortunadamente, no hubo pasatiempo alguno que
contemplar, o al menos uno del tipo que a él le agradaba. Es más, lo que estaba
observando era una muerte en directo, la defunción paulatina de un desdichado
con su antebrazos rojos por completo.
Aunque estaba a varios metros de distancia de él, Enrique
sabía que en tales regiones sufría dos profundas y hemorrágicas heridas, las
cuales, al realizarse, seguramente le habrían hecho lanzar esos dos gritos que
antes escuchó. Y, a juzgar por el tiempo entre cada alarido, o bien se había
defendido con garras y dientes para no recibir la segunda herida o bien, y con
más probabilidades de ser cierto, se pensó detenidamente el rajarse su otra
extremidad para culminar… su suicidio.
Los gemidos de la víctima, aunque tenues, eran espeluznantes.
Y la escena se hacía más sobrecogedora cuando dos personas que le socorrían,
queriendo en vano evitar el tremebundo sangrado, le repetían una y otra vez que
no “se durmiera”.
En ese instante su apetito de desgracias se desvaneció y
quiso ayudar. Recordó que en el botiquín de su casa había un par de vendas
elásticas que podrían usarse para alargar su vida mientras la ambulancia
llegaba.
Se puso unas zapatillas y agarró con velocidad el material
de primeros auxilios necesario del cuarto de baño. Bajó con celeridad y se colocó
a su lado, informando a la pareja que estaba con él que traía vendaje.
Una pena que la chica le dijera, entre lágrimas, que era
demasiado tarde… Al parecer, mientras él estaba descendiendo por su bloque, el
espíritu del herido había ido ascendiendo hasta los cielos, quedando todo su
esfuerzo por ser un buen samaritano en un mero amago absurdo.
El gentío de los alrededores comenzó a marcharse. Una parte con
el gusanillo del morbo satisfecho, otra por su incapacidad de ver un cadáver
fresco. Y finalmente quedando la pareja, alguna que otra persona esperanzada en
que hubiera un final feliz y Enrique.
Siete minutos más tarde la ambulancia llegó. Se realizó la
praxis pertinente y se preparó un sudario. Definitivamente no había salvación
para él. Un paramédico asistió a los tres, por si necesitaban algún tipo de
apoyo debido a la traumática experiencia, más aun cuando se había certificado
que muy seguramente había sido un suicidio, aunque nadie le había visto en
ningún momento provocarse a sí mismo ese par de heridas letales.
Cuando todo concluyó y llegó el momento de regresar cada uno
a su labor, Enrique optó por echar un breve vistazo por los alrededores, ya que
nadie había sido capaz de hallar el instrumento que había sido utilizado para
los cortes. Quizá, aun sin haber podido haber ayudado al ya difunto, podría
acelerar el proceso de investigación encontrando para el equipo forense el arma
homicida/suicida.
29 de abril de 1994.
23:30 a.m.
Lucas caminaba con la mirada perdida, chocaba
descuidadamente con los madrugadores transeúntes, parecía obnubilado, pero no
estaba bajo los efectos de un presíncope ni de los de cualquier tipo de tóxico.
Simple y llanamente estaba a rebosar de tristeza, de rendición.
Necesitaba darle fin a todo, estaba cansado de vivir una
vida que todos envidiaban menos él. ¿Para qué quería esa vida, supuestamente de
ensueño, si no podía compartirla con nadie? ¿No era irónico, además, que le
apodaran “El Suertudo”, cuando el único golpe de suerte que anhelaba, y que no
recibía, era el de su muerte?
Entonces, sin nada por lo que luchar, sin motivación alguna,
¿qué le encadenaba al mundo? Sencillamente su imposibilidad para morir. Había
sido bendecido, o, en palabras más acordes, maldecido, al ser el propietario de
un objeto singular: una pequeña figura de un gato dorado con una siniestra
sonrisa de dientes blanco nuclear.
Al principio, cuando la compró en una tienda de antigüedades
y la encargada le alertó de que aquello no era una pieza normal y podría
traerle tanto la dicha como la desgracia, se mostró receloso. Eso era
imposible. Pero con el transcurso de los meses el aviso de aquella mujer se fue
haciendo real.
¿Cuál era la “magia” de ese gato? Lucas regresó a la tienda
para alabar el poder de su ahora gran preciado amuleto. Él había sido expuesto,
más por su temeridad y sus reiterados descuidos que por otros factores
causales, a un relevante número de situaciones en las que, de no ser por el
poder de esa estatua, habría acabado arrollado, apuñalado, electrocutado,
ahogado y unos pocos óbitos más.
Era imposible burlar la muerte tantas veces sin tener
consigo algo que le protegiera, y ese algo era el gato inerte del que tanto se
enorgullecía. Pero su júbilo iba a terminar esa misma tarde cuando la encargada
le revelara la parte oscura del pacto, pues, tal y como le dijo, ese objeto
también conllevaba desgracia.
“Cada vez que ella te salve la vida, drenará la vitalidad de
un familiar, matándolo al momento.” Fue la frase que congeló de pavor el cuerpo
de Lucas. Y no podía reprochar nada o negarlo porque lo había comprobado ya.
Él no se llevaba muy bien con gran parte de su familia, y
poco le importaba que falleciese un primo lejano o una bisabuela, pero ahora
todo tenía sentido, ya que, recordando, era verdad que, días después de
salvarse de una de sus inminentes muertes, recibía la noticia por parte de su
padre o su madre de que alguien, por X o por Y, había muerto.
Y de momento le estaba ocurriendo a familiares lejanos o a
los que él no tenía aprecio alguno, pero no había que ser muy hábil para saber
que sería cuestión de tiempo el que le tocara a un verdadero ser querido.
Desesperado, exigió devolver la estatua, confiando que así
se disiparía el hechizo de inmortalidad, pero la dependienta negó con la
cabeza, mostrando lástima. Una vez alguien se hacía el dueño de ese gato, jamás
podría deshacerse de él hasta morir. Añadió que, el antiguo propietario de este
objeto era su difunto jefe y, aunque de él heredó la tienda, por fortuna el
hechizo no pasó a ser de su incumbencia.
Entre lágrimas e ira, Lucas preguntó la razón de que no le
hubiera dicho directamente todo eso antes de comprarlo. Y ella, con un gélido
tono serio, explicó que no debe revelarse la naturaleza de la estatua cuando
esta no ha vuelto inmortal a nadie, pues si eso se hiciera, la persona que
hubiese contado el secreto sería el primer objetivo en caer en cuanto fuera
propiedad de alguien y, palabras textuales, por mucho que tratara de evitarse,
el inmisericorde gato siempre hallaba un nuevo dueño.
Ya de vuelta a su presente, con hasta su hermana pequeña de
tres años fallecida hace una hora en un accidente claramente causado por la
maldición de Lucas, su objetivo no era otro que finalizar de una dichosa vez el
macabro esoterismo que manaba de ese repugnante objeto.
Había hecho todo lo posible por ralentizar el efecto siendo
exageradamente cuidadoso en su día a día, pero ese gato era más listo que
cualquier homólogo vivo. La inmortalidad es una simple excusa para rodear de
desgracia al poseedor o poseedora, confeccionando accidentes y otras
situaciones mortales para que vea cómo caen uno por uno sus seres más
preciados.
El punto y final lo puso su hermana. ¿A quién le arrebataría
ahora que era el único de los suyos en pie? No quedaba nadie, sin embargo, no
podía matarse así como así, dejando a la vista la estatua para que alguien la
hallara. No, debía hacerlo en algún sitio donde ella y su cuerpo se rompieran
en mil pedazos.
Corría el riesgo de que se reconstruyera a sí misma tal y
como incontables veces había pasado, pero quizá al desligarse de un sujeto al
que torturar, quedase destruida para siempre. Y, si eso no funcionaba… nada lo
haría.
Lucas llegó hasta unas vías. Eran las tres de la mañana. A
pesar de la larga caminata, había llegado al lugar adecuado. En una hora
circularía un tren nocturno de transporte de mercancías.
Se tumbó perpendicularmente a la dirección de las vías y
aguardó el momento, sin poder dejar de pensar que era el escenario perfecto. En
solitario, de noche, y con un arma cuya potencia le descuartizaría… a él y a su
compañera. Sólo había de cerrar los ojos y dejar a sus pensamientos fluir hasta
dentro de sesenta minutos.
En cambio, para acrecentar su desgracia, una luz cálida le
sacó de su tranquilidad. Se había quedado dormido. Dio un sobresalto y se llevó
las manos a su abdomen. Después echó un vistazo a sus piernas. Estaba entero,
de hecho, lo único que no estaba eran las vías. Mirando los alrededores
comprendió que alguien… o algo le había alejado de su sanguino escenario y le
había colocado en mitad de una calle.
Al borde de un ataque de histeria comprobó la hora en su
reloj de muñeca. Eran las siete de la mañana… Ya era demasiado tarde para
regresar allí, pues habría trabajadores por los alrededores… Todo se había
echado a perder, y sabía de alguien que se estaría regodeando por ello.
Gritó de rabia. Se levantó e hiperventiló. No le dio
importancia a la reacción de los viandantes. Lo que él quería era morir y era
incapaz de ello. Y la culpable era esa estatua de su bolsillo. La extrajo, la
observó con rabia y la estrelló con brutalidad contra el asfalto. Quería ver
esa sonrisa burlesca resquebrajada.
Comenzó a andar en círculos con las manos en la cara y
repitiendo entre murmullos que “esto no podía estar pasando”. Su última
alternativa se había evaporado. Al parecer lo de matar poco a poco a los de su
misma estirpe no era ni la punta del iceberg, pues ahora debería soportar la
soledad hasta quién sabe qué lejana edad.
O tal vez antes… Sí… A lo mejor era tiempo de que le
sonriera algo más que un gato de porcelana. A lo mejor era el momento de tener
algo de buenaventura, pese a que el precio tuviera que ser pagado con sangre.
De nuevo gritó. Esta vez de dolor. Unas irritantes punzadas
se deslizaron sobre sus antebrazos. Inexplicablemente habían surgido dos
profundos cortes por los cuales se avecinaba unas abundantes hemorragias.
Sus ojos brillaron. Ni siquiera le era relevante saber la
razón de esos estigmas, solamente le preocupaba acelerar su circulación para
desangrarse rápido. Pero posiblemente, la gente de alrededor, que acababa de
percatarse de su crítica situación, se aproximaría para ofrecerle ayuda.
Tenía que dejar de luchar por mantenerse activo. Se dejó
caer al suelo. Se sentía débil y mareado. Pronto culminaría todo. Puede que se
hubiera librado de ser troceado por unas ruedas, pero no había magia en el
mundo que pudiera contener esos dos grifos rubí.
¿Y por qué había optado por matarle? Un último momento de
lucidez en Lucas le hizo comprenderlo. A ese gato le gustaba jugar más
retorcidamente de lo que él creía a priori. La razón, a su parecer, era que
todavía quedaba un familiar más por asesinar. Uno que se encontraba dentro de
Lucas.
Así era, él de pequeño había fantaseado con que tenía un
doble de él mismo que se manifestaba en sus pensamientos, tratándose de una
especie de siamés psíquico. Y esta idea, aunque parcialmente olvidada, nunca
había llegado a despreciarla, por lo que era más que factible que la magia de
la estatua hubiera surtido efecto no en Lucas, sino en su “hermano”.
Fuera como fuera, si uno moría, el otro también lo haría. E
incluso puede que el auténtico porqué fuera otro distinto. Pero él se quedaba
con esta verdad, una en la que podría sonreír pensando que había puesto en
jaque a una pieza de poderes sobrehumanos. Su verdad. Su victoria.
30 de abril de 1994.
7:45 a.m.
Carlos abría los ojos mientras se estiraba y bostezaba. Una
pausa le hizo revolverse. Él no tenía que estar ahí. Ni ahí ni en ningún lugar.
Concretamente no debía estar con vida después de haber tomado ese bote entero
de antidepresivos a las dos de la madrugada a causa de un repentino ataque
incontrolable de ansiedad e instintos autolíticos.
Se palpó la boca, la sentía pastosa. Notó unos tropezones
sobre sus labios y su barbilla. Observó su sábana y el resto de la cama. Había
vómito por todas partes. Era de esperar que con esa acción emética inconsciente
hubiera echado todo el mejunje farmacológico, evitando su suicidio.
Suspiró y se encogió de hombros. Debería aprovechar esa
segunda oportunidad. Lo primero sería dar las gracias con un generoso desayuno.
No sin antes cerciorarse de que su hijo había llegado a casa.
Abrió la puerta de su habitación y no le vio descansando en
ella. El malhumor empezó a bullir. Tenía que tranquilizarse. Sería mejor que el
desayuno esperase unos minutos y saliera a tomar el aire fresco desde su
terraza.
El piar de las aves más madrugadoras y una fina brisa le
acogieron con quietud. Debía aprovechar eso y dejar el tema del juerguista de
su hijo para otro momento. Sobre todo cuando se estaba armando un buen barullo
en la calle de abajo. Tal vez un poco de caos entre vecinos le animara la
mañana.
Pero cuál fue su sorpresa al vislumbrar una ambulancia y,
peor aún, a su hijo por los alrededores. ¿Le había ocurrido algo grave? ¿Qué
hacía una ambulancia por esos lares a estas horas matutinas?
Cuando comprobó que él estaba ileso, el enfado volvió a
arraigar, y con una gruñona y grave voz le llamó, obligándole a subir a casa
inmediatamente, poniendo de excusa que dejara trabajar a los profesionales
sanitarios.
Su hijo, entre conmoción y obediencia, acató la orden y se
guardó en su bolsillo derecho un objeto con el que estaba jugueteando para
dirigirse veloz hacia el portal. Más le valía no hacer enojar todavía más a su
padre.
Mientras tanto, sin que nadie lo percibiera, un chirrido
metálico retumbó en toda la calle. El sistema exterior del aire acondicionado
del piso que estaba justo debajo del de Carlos se desprendió por algún motivo y
fue a parar nada menos que al cráneo de su hijo, matándolo al instante.
Carlos no tenía palabras para lo que había visto. No sabía
qué le enmudecía más, si no haber podido evitar la violenta muerte de su
primogénito o la ironía de haber sobrevivido a una intoxicación horas antes,
pudiendo haber quedado ignorante de tal cruel destino.
Esa misma mañana esa calle había sido testigo de dos muertes
aisladas entre sí, sin relación alguna… ¿O sí?
21 de octubre de 1990.
6:22 p.m.
-¡Enrique, mientras
estés bajo mi techo todo lo que sea tuyo será de mi propiedad! ¿Queda claro?
-Entendido, padre…
jueves, 19 de marzo de 2015
Especial Día del Padre: Disociación

No… No me hizo caso… O yo no le llegué a escuchar. Terminé
lo más rápido posible, apenas tenía llena la vejiga, pero, en ese corto período
de tiempo, en esos breves instantes que podrían llegar a medirse con el tiempo
medio de una canción típica…
Mi hijo desapareció.
Desesperado, lo primero que hice fue buscar por las zonas
próximas, y no tardé mucho en comenzar a preguntar a la gente con la que me
cruzaba si habían visto a un niño solo. Desafortunadamente no tenía ninguna
foto suya, pero era muy parecido a mí, con el mismo color de ojos y pelo e
incluso facciones similares, exceptuando que tenía siete años de edad.
Grité, corrí, anduve por todas las recónditas esquinas de
aquel centro de comercial, hasta el punto de salir al aparcamiento y recorrer
toda su extensión como si fuera una gallina sin cabeza.
Mi corazón estaba al borde del colapso. Mi cerebro, en
shock, sólo procesaba tétricas imágenes de mi niño despedazado, llorando o pálido y frío
cual cadáver suplicante. Mis pulmones eran bolsas hiperactivas. Y mis
esperanzas eran títeres mecidos por el burlón destino, con sus cuerpos
carcomidos por termitas paranoides y los hilos enrevesados por la incertidumbre.
Una transeúnte que acababa de aparcar me divisó y salió
veloz de su coche para socorrerme. Para cuando me di cuenta, yo yacía
arrodillado con mis manos apretando mi pectoral izquierdo, así como cada vez
iba notando el aumento de un punzante dolor en tal región y en su periferia,
alcanzando hasta mi extremidad superior de ese mismo lado. ¿Un… un infarto?
En un ademán de hablar, una bocanada muda le dio la
suficiente información a la mujer sobre mi sensación de ahogo para que llamara
al 112. Sin embargo, aunque mis gesticulaciones pudieran parecer que señalaran
que pedía rapidez con la llegada de la ambulancia, lo que en realidad quería es
que mandasen también un coche de policía, ya que la verdadera emergencia no era
yo… sino mi hijo perdido.
Pero no tenía más fuerzas, el cuerpo me pedía tumbarme y
dejar que todo fluyera. Necesitaba dormir, mi mente me convencía de ello
haciéndome creer que era en vano sobreponer mi salud a una búsqueda fútil. Y en
parte podría ser cierto… Definitivamente él ya no estaba en los lares de esta
laberíntica maraña de establecimientos. Por su cuenta o por obligación de
alguien, ya debía estar a manzanas de distancia, y con esta afección aguda no
sería capaz de nada. Sí… lo mejor en esos momentos era esperar a que los sanitarios
realizasen las prácticas pertinentes y me devolviesen a la indolora normalidad.
Cerré los ojos.
Y desperté con la vista borrosa, pero con la suficiente
nitidez como para cerciorarme de que me hallaba reposando en la habitación de
un hospital. El dolor había pasado y no parecía que tuviese ninguna cruenta
cicatriz infestada de suturas. Todo había concluido como un mero susto.
Aunque eso pensé los primeros dos segundos, cuando aún había
onirismo circulando en mi cabeza. Justo después recordé la causa de todo
aquello. Mi hijo… Tenía que seguir buscándolo. Había de salir de allí. Tal vez
ahora obtuviera ayuda para que le encontraran.
Me levanté de la cama. Al parecer había estado el tiempo
necesario incluso para que me pusieran el típico pijama desagradable de
enfermo. Y eso sin contar el molesto portasueros que tuve que arrastrar hasta
fuera de la habitación, en busca del control de enfermería y así poder
solicitar auxilio.
Un joven enfermero apoyaba sus brazos en la repisa de la
ventana. En cuanto giró su cabeza y me detectó, a unos cuantos metros de
distancia, preguntó si necesitaba algo. Pero yo no respondí hasta acercarme lo
suficiente… Por alguna extraña razón me encontraba realmente exhausto, sin
percibir dolencia cardíaca alguna, simplemente debilidad en el caminar y en la
voz.
Entre susurros le indiqué que necesitaba pedir el alta
voluntaria. No obstante, no esperaba mucha eficiencia de su parte cuando me
fijé en que colgaba en uno de sus bolsillos una identificación universitaria.
Era un simple estudiante.
Y como fue de esperar, me dijo que aguardara unos segundos
mientras buscaba a su tutora para ver qué se podía hacer. Eso me sacó de
quicio, ¿cómo es que dejaban a un inútil aprendiz en el control de enfermería
si ni siquiera podía atender una leve urgencia como la mía? Fuera como fuera, y
queriendo la mayor celeridad con el proceso, pues la seguridad de mi hijo
pendía de un hilo, con una amplia sonrisa le agradecí su ayuda y permanecí allí
hasta su regreso.
Trajo consigo a una mujer de unos cincuenta años
aproximadamente. Al parecer me reconoció enseguida, ya que al verme realizó una
mueca de asombro seguido de un “Anda, ¡tú!”. Yo seguí inmóvil, manifestando
malestar y balbuceando para que se acercara de una dichosa vez, aunque parecía
que primero tenía que cuchichear con su estudiante sobre algo de extrema
importancia… Nótese el sarcasmo.
Agaché la cabeza. Observé la vía que me atravesaba la piel
del antebrazo. El apósito transparente que fijaba el catéter estaba
notoriamente sucio, como esa típica pegatina que se despega por una esquina y
comienza a atrapar roña.
-No te preocupes, hoy
por la tarde te lo cambiaremos durante la comprobación de permeabilidad de la
vía.
Por fin la enfermera había decidido prestarme algo de
atención, aunque su primera frase, en vez de preguntar qué quería, fuera una
referencia estúpida a un adhesivo clínico cuya leve cantidad de porquería me
era irrelevante.
-Disculpe, señora,
necesito algo –murmuré con gran esfuerzo, alzando la cabeza y tratando de
mantener los ojos abiertos–. Salvo por el
cansancio, me siento bien. ¿Podría traerme los papeles para firmar el alta
voluntaria?
Su faz volvió a mostrar sorpresa. Como si hubiera preguntado
un tremebundo disparate al querer salir de esa cárcel blanquecina con aroma a
antiséptico. ¿Había dicho algo fuera de lugar? Y la cosa me perturbó más
cuando, justo antes de responderme, le echó una mirada al alumno…
Conocía ese tipo de miradas… son de las que, aun en completo
silencio, indican al receptor que en los segundos posteriores debe prestar su
máxima atención. Y ello lo corroboró el que ni se lo pensara dos veces y
metiese su mano en el bolsillo inferior derecho de su pijama enfermero, con ese
común movimiento caótico del pupilo a punto de anotar palabrería en su libreta
para así agradar a quien lleva su enseñanza.
-Me temo que eso no
puede ser, Santiago. Ya lo sabes.
-Usted no lo entiende…
Necesito salir de aquí. ¡Es crucial que salga!
La enfermera miró nuevamente a su alumno y, en silencio, dio
la vuelta al control para salir y estar a mi lado. Acto seguido, se aproximó a
mi cara y, en un tono bajo de intención tranquilizadora, me sugirió que
regresara a mi habitación, asegurándome que en un par de minutos iría ella para
hablar conmigo.
Expresaba sinceridad, tanto en su mirada como en sus
palabras, y aunque estaba realmente nervioso, quizá esta fuera la única
oportunidad de salir del hospital por las buenas, así que asentí con la cabeza
y me retiré, por el momento, volviendo a mi cama para admirar el grisáceo
paisaje que se mostraba tras la cristalera.
Y, tal y como prometió, cinco minutos después alguien llamó
a la puerta. Era ella. La dejé pasar y me senté en el borde del colchón, con
mis extremidades temblando ante la sucesión incontrolable de pensamientos
paranoides acerca del posible abuso violento que se estaría llevando sobre mi
hijo… hasta el punto de asesinarlo.
-Santiago, sabes que
no puedes marcharte de este lugar todavía.
-¿Todavía? No entiendo
–dije, confuso–. ¿A qué tengo que
esperar? Fue un simple síncope lo que tuve, ya estoy bien.
Quería evitar a toda costa que alguien descubriera lo que me
estaba pasando. Al fin y al cabo ya se sabe lo que ocurre con estas cosas. Los
secuestradores no quieren nada de policía, sólo el trato con los parientes de
la víctima cautiva. Pero parecía bastante complicado salir de allí sin al menos
explicarle mi situación a ella… Y todo cambió cuando preguntó lo siguiente.
-¿A qué síncope te
refieres?
¿Qué clase de enfermera era si no sabía el motivo de ingreso
de los pacientes de su planta? ¿O es que acaso en el cambio de turno no había
sido informada por su compañera o compañero sobre mi situación clínica? No
había más remedio que soltar la verdad y concluir esa conversación llena de misterios
e incertidumbre.
-Si me prometes que
guardarás el secreto, te cuento lo que ha pasado.
-Muy bien. Ya sabes
que tanto enfermeras como enfermeros no podemos revelar datos del paciente, y
eso incluye sus confesiones. Así que dime, ¿qué sucede?
-Mi hijo ha
desaparecido –declaré con voz temblorosa–.Lo perdí de vista en unos grandes almacenes y no llegué a encontrarlo.
Para cuando pude darme cuenta, el estrés y la tensión me provocaron un profundo
dolor en el pecho y me desplomé al suelo, inconsciente.
-¿Y eso cuándo fue?
-Esta misma mañana. Y
me temo lo peor porque…
-Santiago –respondió,
interrumpiendo mi historia para añadir a la misma un toque oscuramente grotesco–. Esta mañana no puede haber sido porque
estabas en tu habitación descansando. Yo misma te he traído las pastillas de
las nueve.
Echó un ojo a la mesilla y se fijó en que el vasito de
plástico continuaba con el mismo número de medicamentos.
-Y parece que no te
las has tomado…
-¡Eso no es verdad!
No… no puede ser, recuerdo todo, ¡lo juro! ¿No puede ser que haya estado un día
entero durmiendo para reponer fuerzas? Sí, debe ser eso, ve a mirar el cuaderno
de los historiales, por favor… ¡seguro que lo pone!
-No. Ni un día ni dos.
Ni tampoco, por si lo estás sopesando, has estado en coma o con un sueño largo
y profundo… Santiago, ¿no recuerdas el tiempo que llevas ingresado aquí?
Tragué saliva y negué, preparándome para la peor de las
respuestas.
-Llevas veinte años
hospitalizado.
Mi mundo se vino abajo a una velocidad vertiginosa. Lo único
que hice fue ir corriendo al baño de mi habitación y mirarme en el espejo para
analizar mi cara escrupulosamente. Y, salvo por unas desmesuradas ojeras, mi
tez seguía estando igual de tersa que siempre. Algo no cuadraba, así que volví
a donde ella estaba para recopilar más información.
-¿Cuántos años tengo?
No parece que tenga 47…
-Tienes 27, Santiago.
Déjame adivinar, lo que me cuentas sobre tu hijo pasó, a tu parecer, con esta
tierna edad y has pensado que ha transcurrido una veintena.
-¿No es cierto eso? No
entiendo nada…
-Verás –contestó
con un suave tono a la par que se incorporaba para estar a mi altura–. Yo empecé a trabajar aquí hará unos cinco
años, por lo que sólo puedo confirmarte al cien por cien ese lustro que he
estado contigo. Los otros quince años los conozco por lo que me han contado
otras personas del equipo médico, enfermero, auxiliar e incluso de limpieza.
Realmente eres bastante conocido por aquí y creo que de los más veteranos del
hospital, en cuestión a los pacientes.
Mis piernas flaqueaban al no poder resistir tal carga de
macabras incongruencias. Necesitaba sentarme de nuevo, por lo que ella hizo una
pausa y se sentó junto a mí. Esperó unos momentos y después preguntó si estaba
preparado para que siguiera contando todo aquello, a lo que yo respondí tan
sólo afirmando con la cabeza.
-Imagino que también
habrás olvidado por qué resides aquí y no en tu propio domicilio… Y supongo que
cuanto antes te lo aclare será mejor…
Posó una mano sobre mi hombro y me miró fijamente,
transmitiendo una profusa seriedad.
-Llevas padeciendo
alucinaciones y delirios desde pequeño, los cuales te imposibilitan bastante la
convivencia en… el exterior. Normalmente, cuando se es tan joven, el individuo
en cuestión no considera que ocurra algo raro con él mismo, pero tú, y
principalmente obedeciendo la petición tanto de tu madre como de tu padre,
quisiste estar aquí porque percibías que algo no iba bien y no querías poner en
riesgo a las personas que te rodeaban.
Mi cabeza no cesó de dar vueltas, casi al borde del desmayo,
mientras me revelaba todo aquello. Era inverosímil lo que estaba contándome.
¿Delirios? ¿Me estaba tachando de enfermo mental? ¿Un padre ejemplar como yo?
¿Y si…?
Me puse de pie y, fingiendo, agradecí que me “ayudase tanto
a disipar mi confusión”. La tendí la mano y pedí amablemente que me dejara solo
para reestructurar aquello en mi cerebro. Aunque mi verdadera intención no era
otra que eliminar cualquier testigo de mi huida de aquella cárcel sanitaria.
Como era de esperar, se marchó, no sin antes aconsejarme que
me tomara las pastillas. Yo asentí, pese a que ni por asomo iba a hacerla caso.
Simplemente esperé unos cuantos minutos para asegurar que no había moros en la
costa y puse en marcha mi improvisado plan.
Lo primero era arrancarme este estúpido grillete de mi
antebrazo. Rebusqué por la mesilla y en un cajón vislumbré un paquete de
pañuelos. Cerré el gotero y me arranqué la vía, empleando una tira del mismo
esparadrapo que la sujetaba, junto a un par de clínex, para evitar el sangrado
de mi extremidad.
Una vez liberado, debía utilizar algo como arma. Y sería el
mismo objeto que me iba a ralentizar lo que me resultaría servible para mis labores
de escape. Ni más ni menos que la parte punzante que se insertaba en la bolsa
de suero. No sería gran cosa y debería atacar cuerpo a cuerpo, pero mejor eso
que nada.
Realicé unos cuantos estiramientos para evitar el menor
número de impedimentos mientras corría y aclaré mi mente para evitar
distracciones… ¿Que yo estaba loco? Eran ellos quienes lo estaban por haber
escogido al padre equivocado.
Abrí la puerta y oteé ambas partes del pasillo. Por
desgracia, según un cartel próximo, las escaleras más cercanas se encontraban
más allá del control de enfermería, por lo que habría de jugármela e ir lo más
ágil y sigilosamente posible.
Contuve aire y di suaves pisadas, ojo avizor de que nadie se
interpusiera en mi camino. Cuando pasé al lado del control, me agaché para
cruzar bajo el mostrador. Mi espina dorsal recibía constantemente escalofríos
debido a la tensa situación y al exceso de adrenalina. La euforia estaba a
punto de obligarme a dar un poco más de acción y esprintar. Aunque no sería
necesario…
Al llegar a las escaleras me topé una vez más con esa enfermera.
Portaba un vaso humeante de café. Parece que había bajado un momento a la
cafetería para traer algo que tomar. Estaba perdido si avisaba a alguien.
Así que, antes de que pudiera decir nada, ni siquiera
dándola tiempo a que se percatara de que no llevaba conmigo el portasueros,
apreté con fuerza la mano donde empuñaba aquella emulación de arma blanca y,
con un movimiento fugaz, la incrusté en su garganta, enmudeciéndola.
En cuanto extraje el objeto de su cuello, un considerable
reguero de sangre me empapó. Probablemente no sobreviviría a aquella herida.
Pero no debía preocuparme, después de todo ella misma sabría tratarse. Pedí
disculpas y seguí mi plan de huida.
Ahora, con mi piel y mi vestimenta de rojo, sí que llamaría
la atención. Aceleré mis pasos y, para empeorar las cosas, unos escalones más
abajo, me encontré con aquel fastidioso e inepto estudiante, también
sosteniendo un vaso de café.
Pese a que pudiera estar implicado como el resto en esta
treta, su aspecto juvenil, casi como un preadolescente, me recordó a la
inocencia de mi propio hijo. Por lo cual, en un último acto de piedad por mi
parte, ignoré su presencia y aproveché su parálisis al verme cubierto de sangre,
asegurando su absoluto mutismo.
Antes de pasearme campante por la planta baja, eché un
vistazo al panorama desde una esquina. Un reloj en una de las paredes indicaba
que eran las siete de la tarde, y aquello estaba completamente deshabitado a
excepción del recepcionista, pero con mi condición física actual podría zafarme
de él tras correr un par de calles y alejarme de este claustro.
No obstante, justo cuando estaba a punto de emprender la
parte final de mi escapada, una mano tocó mi espalda. Me giré con gesto amenazante.
Pero de inmediato me aclimaté al ver que era ese pupilo.
A juzgar por su cara y su postura, no pretendía vengar a su
tutora ni nada por el estilo. De hecho tiritaba de puro temor, lo cual podría
resultarme favorable y podría usarlo de rehén. Sin embargo, antes de que
pudiera decir palabra alguna, él habló.
-Sé por qué estás
haciendo esto. Ella… me contó todo tras salir de tu habitación.
-¿Quieres decir que no
estás a favor de la atrocidad que me han hecho?
-Llevo sólo una semana
de prácticas aquí –prosiguió, agachando la mirada–. El primer día me leí los historiales de todos los pacientes con los
que iba a tratar. Tu… situación me resultó especialmente llamativa.
No tenía que decir nada más. Quería seguir con esa sarta de
mentiras, quería lavarme la cabeza, y no tenía tiempo para memeces. Perforé su
cuello y le di un empujón hacia las escaleras para que el futuro charco de
sangre que se formaría no quedara muy a la vista.
-Por favor… espera…
Entre tos y escupitajos sanguinolentos, un tibio hilo de voz
llegó a mis oídos. Seguía luchando por su vida a pesar de la herida fatal. ¿Tan
importante era lo que necesitaba decirme? ¿Tan relevante era aquella mentira
como para preservarla aun al borde de su inminente muerte en vez de quedar en paz
consigo mismo?
Suspiré y le concedí su último deseo. Me acerqué a su boca,
sin dejar de lado mi actitud de vigilia, y permití que hablara.
-¿Cómo… se llama… tu
hijo?
-Yago, ¿por qué lo
preguntas?
-¿Y su… edad?
-Siete. Pero no
entiendo a qué viene este repentino cuestionario. ¿Vas a malgastar tus últimos
momentos de vida así?
-Quería… llegar a ser
un buen enfermero… de salud mental… Y me gustaría estar en paz sabiendo… que
pude ayudar a alguien.
-Muy bien, prosigue –dije
con incredulidad–. Ilumíname.
-Una… última pregunta…
¿recuerdas… otra vivencia… con él… más allá… de lo del… centro comercial?
-Ahora que lo
mencionas…
-Re…flexiona…
Y el brillo de sus ojos se apagó.
Fue una lástima que usara su aliento final para remarcar tal
monumental falacia. Pero si ese era su deseo, no era nadie para arrebatárselo.
Ya le había quitado bastante. A él y a ella… aunque se lo merecían por haber
sido cómplices al separarme de mi hijo.
Volví a lo mío y aproveché un momento en el que el
recepcionista había ido al baño para escabullirme. La cálida luz del sol me dio
la bienvenida a la libertad y una oportunidad más para reiniciar la búsqueda y
cobrar mi venganza.
-¿Papá?
Giré mi cabeza a la velocidad del rayo. Allí, en la lejanía,
en medio del asfalto, de pie, magullado y lagrimoso, estaba Yago. Mi corazón
dio un vuelco ante la emoción y no me lo pensé dos veces al correr hacia él con
los brazos abiertos.

Lo último que pude ver; antes de que unos repetidos parpadeos
desmintieran esa ilusión, donde su voz era un claxon, sus ojos unos faros, y su
cuerpo la carrocería de una furgoneta; fue un anuncio de un orfanato adherido a
su capó.
A veces, la premisa de que ni son todos los que están, ni
están todos los que son, se cumple.
martes, 17 de marzo de 2015
Especial San Patricio: IRA

Todo empezó en Dublín, en una fría noche de noviembre del
1913. En plena oscuridad nocturna, en un callejón gélido, un individuo, oculto
en su harapienta gabardina marrón, corría nervioso, como huyendo de algo. Su
respiración se entrecortaba, señalando su estado agudo de cansancio.
Gotas de sudor, y una mirada de puro terror, manifestaban
que había hallado algo desolador, pero que en su descubrimiento alguien se
había percatado de ello y ahora le perseguía para que el secreto volviera de
vuelta su más absoluto silencio.
Corría sin parar hasta que llegó al final de su trayecto,
impidiéndole el paso un alto muro de ladrillos. Se paró en seco y golpeó la
pared con rabia. Se giró y divisó a la silueta que le pisaba los talones en el
otro extremo del callejón, sin moverse.
Miró rápidamente a un lado y a otro. Sólo había cubos de
basura y paredes repletas de humedad. Pegó su espalda a la pared enladrillada y
miró hacia arriba. El muro era demasiado alto como para saltarlo, ni aunque
cogiera la más potente de las carrerillas. Estaba perdido…
Su captor, fijándose en que su presa ya no tenía
escapatoria, esprintó hacia su localización con una velocidad sobrehumana,
moviéndole la cegadora voracidad típica de cualquier depredador. Por su parte,
la futura víctima cerró sus puños, dispuesto a luchar por su vida hasta el
final.
Pero en el último segundo, cuando los hambrientos colmillos
estaban a punto de saborear la garganta de su captura, una masa se abalanzó
contra él y lo aplastó contra la pared lateral, desmoronando su carnívoro plan.
-¿Estás bien?
Su salvador se sacudió la ropa y le tendió la mano mostrando
que podía confiar en él. Había saltado desde la azotea, dispuesto a salvarle la
vida, sin temer en absoluta a aquella bestia impía.
Cuando comprobó que quien había ayudado se encontraba
completamente íntegro, más allá del ataque de pánico, volvió a sus quehaceres y
le rebanó el cuello al ser con un cuchillo militar que guardaba en su bota
izquierda.
Volvió a girarse hacia su camarada y vio su rostro
descompuesto, como si estuviera asustado creyendo que un monstruo había sido
sustituido simplemente por otro. Así que tendría que dar alguna otra
explicación si no quería desconectar su cerebro de la lógica.
-Puedes llamarme
Patrick Pearse, un placer conocerte. Soy cofundador de la Óglaigh na hÉireann.
Te vi espiar a estos… seres en un pequeño descampado. Por suerte yo también les
estaba vigilando y pude seguiros a ti y a esta sagaz e infame bestia hasta
aquí. Un alivio, ¿no crees?
El hombre seguía sin habla, algo normal cuando se estaba
dando cuenta de que parecía existir una organización exclusivamente centrada en
recopilar información de esos seres. Y sabiendo Patrick que esa fiebre de dudas
no se iba a disipar en él así como así, decidió animarle a que le siguiera para
llevarle a una de las guaridas de la organización, para así hablar en frío y
con algo más de calma del mundo que había descubierto esa noche.
-Les llamamos Oíche
Glas –dijo Patrick para romper el hielo durante la caminata–. Un nombre apropiado ¿no crees? Sus sangres
son verdes, y sólo atacan de noche. Son una mezcla realista entre vampiros y
licántropos, con la excepción de que no se requiere ninguna técnica especial
para asesinarles… Por el día son como tú y como yo, hacen su vida normal. Pero
por la noche entran en un letargo y la sed de violencia les invade.
Patrick espero a que el hombre preguntase algo. Aunque, por
mucha información desconcertante que le diera, seguía manteniéndose callado.
Tal vez debería empezar por los protocolos típicos que se emplean cuando se
conoce a alguien.
-Bueno… ¿y cuál es tu
nombre?
-Éamonn. Éamonn
Ceannt.
Por fin se había dignado a decir unas pocas palabras. A
partir de ahí, la conversación se redirigió a un diálogo exento de temas que
concerniesen a los Oíche Glas o a Óglaigh na hÉireann. Todo en pro de crear un
fuerte lazo de unión para que reclutarle para la causa. Cualquier hombre o
mujer era bien recibido.

-¿Quién osa revolver
las entrañas de la nación?
-Sólo yo, nadie más,
pero para purgarla de su infección.
La puerta quedó desbloqueada y Patrick pudo girar el pomo
para abrirla. Antes de entrar asomó la cabeza y avisó de que traía a un
camarada con él, añadiendo que “estaba limpio”. Tras ello, se volvió hacia
Éamonn y le hizo una señal con la mano para que le siguiera por dentro de la
vivienda.
Dentro no había nadie, y la apariencia desatendida de la
casa no cambiaba en el interior. Sólo había una persona en el recibidor,
posiblemente la misma que guardaba la entrada. En una pose erguida, y con un
saludo militar, se presentó.
-Saludos. Mi nombre es
Michael Collins, uno de los cofundadores de Óglaigh na hÉireann, un placer
conocerte. ¿Tu nombre es…?
-Soy Éamonn Ceannt,
señor. E igualmente, un placer.
-Consiguió salir ileso
del ataque de un Oíche –explicó Patrick–.
Su cabeza ahora tiene que ser un mar de dudas y no podía dejarle allí. No
prometo nada, sólo le traigo para explicarle la situación. Tal vez después
acepte unírsenos.
-De acuerdo –respondió
Michael–. Venid por aquí, os llevaré al
“concejo”.
Por como había hecho con sus manos el entrecomillado, Éamonn
supuso que sería otro habitáculo de estética similar que habían considerado
bautizar como una sala de operaciones. Había de ser sincero consigo mismo, si
esto era una organización, o bien era clandestina o bien escaseaban de fondos…
O ambas cosas.
Llegaron a la sala colindante. Como era de esperar, no había
nada bastante llamativo más allá de una gran mesa de madera bien pulimentada y
unas cuantas sillas desperdigadas de aspecto heterogéneo. En la superficie del
susodicho mueble una gran cantidad de papeles, algunos escritos y otros en
blanco, y una enorme pizarra cuya superficie blanquecina denotaba sus repetidos
e incesantes usos de la tiza a lo largo de una buena temporada.
Michael y Patrick tomaron asiento. Mientras, Éamonn,
estático, se mantuvo en la entrada a la espera de una invitación para sentarse.
En cuanto la recibió se colocó al lado de su salvador. Estaba nervioso, no
sabía si había hecho la elección correcta al acompañarle hasta esta guarida y
si hubiera sido más correcto seguir caminos distintos, pero le debía un gran
favor por salvarle la vida, aunque, tal y como iba el curso de las cosas,
parecía cada vez más viable que tuviera que saldar su deuda ingresando como
miembro de Óglaigh na hÉireann.
-Esta es la situación –comenzó
Michael–. Desde hace un lustro más o menos,
sin saber la causa principal, comenzaron a aparecer estas criaturas.
Desconocemos si los sujetos existían desde antes y lo que sufrían era una
conversión por algún parásito o bien aparecieron en su totalidad con cuerpos
humanos. Toda esta información es irrelevante de momento. Ahora prima actuar.
-¿Y qué tenéis pensado
hacer?
-Me gusta tu
iniciativa –afirmó al escuchar la pregunta de Éamonn–. Ahí es donde quería llegar. Habiendo venido acompañado de mi camarada
y habiendo sobrevivido a un Oíche, creo que ya sabes cuál es la única manera de
detenerles: dándoles muerte.
-Pero son
demasiado agresivos, raudos y sólo paran al fenecer, no por el dolor –indicó–. Por eso mismo estaba tratando de huir de
un… Oíche Glas. Vi a tres de ellos desgarrando las tripas de un cuerpo ya
inerte con la misma facilidad con la que yo desgarro un filete. ¿Acaso sois
suficientes para manteneros en pie incluso con las más que inevitables bajas
que sufriréis?
-Nos superan
sobremanera en número –le explicó Patrick–.Pero, como ya te dije, por el día no se diferencian en absoluto de cualquier
otro ser humano. Hacen que trabajan, que viven sus felices vidas, incluso
llegan a relacionarse con personas normales y corrientes, quizá para luego por
la noche devorarlas.
-La clave está en la
ofensiva diurna –prosiguió Michael–.
Ellos son conscientes de los monstruos en los que se transforman por la noche.
Aunque uno de ellos ansíe eviscerarte, si es de día, hasta te ayudará con las
bolsas de la compra. ¿Y por qué hacen esto? Porque no hay mejor forma de
simpatizar con tus presas que fingiendo que te alías con ellas. Y aquí viene el
punto débil de nuestro plan. A pesar de que durante las horas de sol no tienen
más fuerza y agilidad que el hombre o la mujer promedio, matar a un Oíche cuando
actúa como un ser corriente hará saltar la alarma pública de que se ha cometido
un despiadado asesinato.
-Así está el percal –concluyó
Patrick–. De noche, con sus aspectos
huesudos y similares a un perro callejero, no será problema realizar matanzas,
pero, tal y como has insinuado, muchos de los nuestros caerán en combate. Sin
embargo, por el día, el número de posibles pérdidas por parte de nuestro bando
se aproximaría casi al cero, pagando el precio de ser señalados como genocidas.
-No, Éamonn –negó
Michael–. Ya hemos sopesado todas las
variables y les hemos estudiado todo lo posible. La única debilidad que tienen
es que por alguna extraña razón tratan de vivir la misma rutina que nosotros
cuando la civilización despierta.
El hombre agachó la cabeza. Él tenía razón, había vivido hace unas pocas horas la bestialidad con la que se comportaban esas aberraciones por la
noche. En cambio, por el día, Óglaigh na hÉireann contaba incluso con el factor
sorpresa, ya que no se esperarían que la mismísima organización que va tras
ellos atacase de manera tan repentina en un entorno repleto de testigos.
-¿Y por qué,
precisamente vosotros, queréis hacer todo esto?
Su última pregunta evocó una expresión de máxima seriedad en
los dos cofundadores. Por lo visto el motivo de formar todo esto no era algo
ocioso como podría ser un juego de caza. Era una razón de peso.
-Irlanda, nuestra
nación corre peligro –respondió Patrick–.
Cada mes su número aumenta exponencialmente. Van a hacerse con el poder de
nuestro país, y no podemos permitirlo. Por desgracia, el Gobierno y demás
fuerzas pertinentes no creerían una amenaza como esta hasta que fuera demasiado
tarde. ¿Quién sabe cuándo llegará el momento en el que sean tantos que ni
necesiten hacer pensar que diurnamente son gente mediocre? Vamos a contrarreloj
y nadie va a hacer nada. Queremos salvar a Irlanda.
-Entiendo vuestra
posición… pero el riesgo es gigantesco… Os verán asesinar “personas inocentes”
y os acusarán, en el peor de los casos, de terrorismo. ¿De verdad aceptáis esta
condición de… mártires con tal de ayudar a nuestra patria?
Los dos se levantaron bruscamente de sus respectivas sillas
dando un sonoro golpe a la mesa.
-¡Por supuesto que sí!
El unísono de sus respuestas creó la suficiente motivación
como para que Éamonn quisiera también de una vez por todas formar parte de la
causa, incluso sabiendo que el precio por salvar a Irlanda no era el riesgo de
morir, sino el de ser tachado por las mismas gentes de su país como un atroz
asesino.
-Acepto entrar en
vuestras filas.
Fue la respuesta que dio inicio a una eufórica mansalva de
información para poner completamente al día al nuevo integrante, desde el
número de miembros que actualmente tenían hasta los más recónditos saberes que
poseían del enemigo, pasando por todas las operaciones a realizar que
resultaban viables por su ínfimo riesgo.
Actuarían en las próximas semanas, una vez se dieran los
últimos retoques a los planes y todos y todas las integrantes se conocieran
mutuamente. Y ambas cosas fueron concluidas antes de lo esperado. Éamonn estaba
nervioso, había asimilado llevar consigo una fatídica carga que nadie nunca
podría aliviar. Aún estaba a tiempo de echarse atrás, tal y como le reiteraban
de vez en cuando Patrick y Michael. Ambos le habían cogido aprecio y sabían que
en poco tiempo no habría vuelta atrás para el caos mediático que provocarían.
Pero él se negaba. No lo hacía por venganza e impotencia por
no haber podido hacer nada aquella noche, no. Tenía la misma razón que el resto,
lo suyo no era un fanatismo empedernido con el continente, sino un amor
protector con su contenido. Quería salvar a sus gentes, quería ser un irlandés
digno aunque sólo le estimasen sus camaradas.
Y el día llegó. El Sol relucía y habían acudido a un zona
repleta de Oíches. La noche anterior se hicieron los últimos retoques. Habían
terminado todos los escritos donde yacería una historia alienada en la que
irrumpirían en decenas de sitios causando temor y discordia y no salvación.
Porque, si había de tergiversarse la verdad, quién mejor que ellos y ellas,
miembros de Óglaigh na hÉireann, para acordar las mismas mentiras que serían
lanzadas sobre sus almas.
Se esparcieron folletos y se inventaron lemas. Todo para
enmascarar la cruel realidad que podría retorcer en la insania al más escéptico
de los ciudadanos. No se dejó ningún cabo sin atar. Se había hasta meditado las
posibles vías qué podrían trazar sus acciones en el futuro y cada una de ellas
llevaba por el mismo sendero: jamás serían reconocidos como los luchadores y
las luchadoras en los que hoy se iban a convertir. Era mejor así, en el oscuro
silencio, ya que a veces lo sobrenatural puede resultar desagradable.
Patrick hizo una señal con su mano para que aguardaran. No
podían cometer un paso en falso y matar a un inocente. Quizá la atrocidad con
la que se comportasen con los Oíches haría entrar en pánico a personas que no
lo merecerían, pero era un mal menor con un error fatal durante la matanza o,
peor aún, morir tras reiterantes dentelladas
por la pasividad de la organización en el momento indicado y óptimo.
Michael a su lado izquierdo. Éamonn en el derecho. El resto
conglomerados detrás. Portando armas para defenderse y armadura ligera para
prevenir un contraataque. Algunos con pasamontañas en sus manos para
colocárselos en el segundo final. Otros con uniformes militares. Pero todos con
tres colores en mente: el verde, el blanco y el naranja.
Su mano descendió y la pólvora estalló. Gritos de furia
sirvieron para desconcentrar a sus objetivos. Y, como era de esperar, estos ni
se transformaron ni se opusieron apenas a la ofensiva. La mayoría fueron
cayendo fácilmente.
En cuestión de minutos la zona se volvió un manantial de
sangre. Y entre todo el caos estaba Éamonn, quien aún no había asesinado a
nadie, pues había permanecido congelado por la terrible realidad de la que
acababa de concienciarse: tenía que matar. ¿Pero cómo iba a hacerlo cuando sus
víctimas sollozaban, daban alaridos y suplicaban? Eran todo lo contrario al
comportamiento que tenían por las noches. ¿Por qué no se defendían? ¿Acaso
preferían seguir con la treta, dando sus vidas a cambio, para que tomasen como
a los malos de la película a Óglaigh na hÉireann?
La imagen de la bandera de su país portada por un compañero
suyo, manchada con sangre, ondeando, le dio la respuesta. No era más que un
juego entre mártires. Los Oíches sacrificaban toda posibilidad de defenderse
con tal de que las mismas personas a las que íbamos a defender se lanzaran
contra nosotros y nos acusaran de atrocidades inmerecidas. En cuanto a nosotros
y nosotras, callábamos la verdad con tal de liberar a Irlanda.
Éamonn contempló su pistola. ¿Sería lo correcto? Miro
delante de él y vio un blanco perfecto. Parecía que estaba en shock y nadie aún
había ido para darle muerte. Quizá debería meditar sobre el homicidio y
simplemente dejar que otro lo ejecutase.
Sin embargo esa idea se desvaneció de su cabeza cuando vio
que el chico tenía una mancha blanquecina e su coronilla… Eso le hizo recordar
que uno de los Oíches que descubrió la noche que casi pierde la vida tenía un
singular lunar blanco en la región craneal superior. ¿Acaso pudiera ser…?

-Beidh muid a
shábháil Éire!
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