Para
Trevor, el día de hoy, San Patricio, era un día como otro cualquiera. No era un
tipo de celebrar muchas fiestas. Además, era domingo, mañana ya era lunes, no
estaba con ganas de festejar nada…

Miraba
de reojo toda esa felicidad, esas risas, esa alegría… todo aquello le
repugnaba. No le gustaba mucho ver a la gente feliz cuando él no podía serlo.
¿Y por qué no podía? Simplemente porque no quería. Hace tiempo empezó a odiar,
sin razón aparente, a toda la sociedad. Aun admitiendo que poseía cierto grado
de sociopatía, él se negó a ir a un psicólogo. No quería ayuda, no la
necesitaba, sabía que, si su mente había comenzado a acumular odio hacia los
demás, habría un buen motivo de por medio. Él no quería entrometerse en los
asuntos de su encéfalo.
Sin
parar de acumular inquina, Trevor decidió bajar hasta el paseo marítimo para
observar un rato el mar. Al contrario que los humanos, el resto de entes que residían
este mundo sí le agradaban; los animales y la naturaleza le encantaban,
consideraba que todo aquello no se merecía la desgracia de convivir con el ser
humano, ellos no tenían razón alguna para sufrir todas las atrocidades, todo el
dolor y toda la destrucción que causaba el hombre…
Una vez
llegó al paseo marítimo, no pudo quedarse mucho tiempo contemplando el mar,
pues esa clase de pensamientos agresivos contra el ser humano regresaron en incesantes
oleadas a su cabeza. Debía despejarse, distraerse con algo. Elevó su brazo y
miró la hora en su reloj. Las tres menos cuarto. Era hora de comer, estaría
bien darse un paseo hasta algún sitio de la zona donde sirviera buena comida.
Trevor
caminó despacio disfrutando de la suave brisa que acariciaba su cara. Él
cerraba los ojos y se imaginaba un lugar sin humanidad, sin edificaciones ni
ruidos molestos, un lugar donde la naturaleza crecía sin impedimentos y todos
los animales a excepción del humano vivían en paz. No obstante, aquella utopía
era realmente imposible.
Iba tan
absorto en sus pensamientos que no dio cuenta de que estaba andando por el
carril bici. Fue entonces cuando una bicicleta se aproximó a él. El ciclista
intentó llamar su atención tocando el timbre de la bici, pero Trevor ni lo
escuchaba. Al final, el ciclista hizo una maniobra para esquivarlo, aunque no
pudo evitar chocar su manillar contra el codo izquierdo de Trevor.
Ese
golpe, aunque no muy fuerte, fue suficiente para que Trevor perdiera el
equilibrio y cayera al suelo. Incluso antes de caer, su cabeza ya creó teorías
paranoides del tipo “nadie me va a ayudar a levantarme, ni siquiera a
preguntarme si me he hecho daño”.
Obviamente
no ocurrió eso. El primero de todos fue el ciclista que inmediatamente frenó su
bicicleta y fue a socorrerle. Lo que se esperaba de nuestro protagonista en esa
situación, como cualquier otra persona, sería aceptar la ayuda, pero él se negó
contestando con un tono agresivo y malhumorado. Nadie, entonces, se dispuso a
ayudarle. Este, por su parte, continuó en el suelo hablando furiosamente entre
dientes hasta que sus ojos se clavaron en una pequeña planta que asomaba
tímidamente entre el cemento del suelo: un trébol, y no uno cualquiera, nada
más y nada menos que un trébol de cuatro hojas.
No
podía creérselo. Siempre había soñado con encontrarse con algo así, no por el
hecho de que se decía que traía suerte, sino porque era una espectacular
mutación genética. A veces los genes, a pesar de que tuvieran fallos en la
codificación del fenotipo, creaban rarezas que podían catalogarse como
maravillas. Y para Trevor lo que tenía delante era una mutación perfecta.
No quería
arrancar la planta así sin más, aunque dejarla ahí tampoco aseguraría una vida
más longeva, estaba muy cerca al carril bici y era probable que en algún momento
algún descuidado aplastara el trébol. Así que, con un poco de lástima, arrancó
el trébol del suelo, lo guardó con cuidado en su pañuelo y lo depositó en su
mano derecha.
Cambió
de decisión, no había tiempo para comer fuera, había que volver a casa para
dejar al trébol en un sitio mejor. Aceleró el paso y puso rumbo calle arriba
mirando fijamente a toda persona con la que se iba cruzando. Ahora no sólo
sentía desprecio por todos, ahora también desconfiaba de todos, pensaba que
cualquiera de aquellos asesinos en potencia que pasaban a su lado podría
cometer un error y hacer que el trébol, a causa de un tropiezo, un golpe o algo
por el estilo, se marchitara. Tenía que llevarlo en perfecto estado hasta su
casa costase lo que costase.
Al
final consiguió llegar a casa a salvo. Se sentía aliviado… pero cuando quitó el
pañuelo vio que solamente estaba el tallo del trébol, las cuatro hojas se
habían desvanecido. Era imposible, lo único que podía haber entrado en contacto
con el trébol, aparte de él, era el viento, y era imposible que un viento tan
débil arrancase las hojas. Conmocionado, extendió el pañuelo para ver si se
encontraban en él. Lo único que halló fue una tela blanca y nada más.
Sumido
en la desesperación salió de nuevo a la calle y fue mirando detenidamente el
suelo por donde él había pasado. No encontró absolutamente nada, ninguna hoja
verde, y regresó con desilusión hacia su hogar.
Por el
camino se encontró a un niño llorando, su rostro reflejaba una gran
preocupación. Trevor, a pesar de despreciar a la raza humana, sintió el impulso
de preguntar al niño qué le ocurría. Se dirigió hacia él y le preguntó. Él le
contestó que había perdido a su madre. Trevor le tranquilizó y le cogió de la
mano. Los dos se metieron en todos los establecimientos cercanos hasta que al
final, afortunadamente, dieron con la madre del niño. La mujer se lo agradeció
mucho, aunque Trevor no le dio importancia, al fin y al cabo era una pequeña
acción que sería eclipsada por la atrocidad del hombre.
Sin
embargo, cuando regresó a casa, boquiabierto pudo observar que, aquel tallo que
había dejado muerto en la mesa de su recibidor, había recobrado la vida, ahí
estaban sus cuatro hojas de nuevo.
Trevor
no podía entenderlo, vivía solo y había cerrado con llave antes de irse, así
que nadie podía haber venido a dejar otro trébol de cuatro hojas en su mesa.
Además, encontrar uno es difícil y ya estaba descontada la posibilidad de que
el viento hubiera arrastrado uno justamente hasta esa mesa precisamente. ¿Cómo
entonces podía explicarse aquello?
Cogió
el trébol por el extremo inferior de su tallo y lo miró fijamente… ni siquiera
las hojas estaban pegadas, definitivamente es como si le hubieran vuelto a
crecer. Lo único que se le ocurrió fue pintar una minúscula marca en el borde
con un rotulador y salir fuera de casa, si por algún motivo volviera a cambiar
el trébol, entonces sólo tendría que mirar el tallo, si hay marca es el mismo,
si no la hay es que alguien está jugando con él.
Agarró
un rotulador del lapicero de su habitación y dibujó con cuidado una fina línea
negra. Lo depositó en el mismo sitio de la superficie de la mesa y se marchó a
dar un paseo. Ahora sólo faltaba esperar, supuso que con cinco minutos, más o
menos lo que tardo la otra vez, sería suficiente.
Mientras
daba vueltas por el lugar vio como un sintecho, sentado en el suelo, apoyando
la espalda contra la pared y sujetando un pequeño cartel de cartón en el que había
unas letras mal trazadas, pedía dinero para comer. Trevor le miró con asco y
rabia. Estaba claro que no pedía dinero para comer, sino para drogas. Todos los
que acababan así eran por las drogas, por supuesto, y no hay nada más terrible
que alguien que se autodestruye y no pone remedio, aunque hacía un favor al
mundo si quería morirse…
Tenía
algunas monedas sueltas en su bolsillo, pero se negó a dárselas, de hecho, para
hacerle sufrir más, las sacó de su pantalón y jugó con ellas mientras se fijaba
de reojo en su cara. Disfrutó viendo como seguía con la mirada las monedas, era
un perro mirando su comida. Así estaba bien, el sufridor recibirá sufrimiento
si es lo que desea.
Tras
cinco minutos más volvió a su bloque. Abrió su puerta y volvió a ver un trébol
sin hojas sobre la mesa. Lo agarró y lo acercó a su cara para comprobar si la
marca de rotulador estaba, y efectivamente ahí se encontraba el trazado. Ahora
Trevor se estaba enfadando de verdad, alguien estaba jugando con él y no le
gustaba.
Mientras
refunfuñaba, llamaron a la puerta. Era un vecino que venía a pedir un poco de
aceite para cocinar. En cualquier otro momento Trevor habría dicho que no, pero
sabía que si decía eso podía crear una larga discusión, y justo ahora no
necesitaba perder el tiempo con tonterías, así que sin pensárselo dos veces
sacó el aceite del mueble de la cocina y llenó un vaso que le entregó a su
vecino. Este, a pesar de rostro serio de Trevor, le agradeció el acto con una
amplia sonrisa.
Una vez
el vecino se había marchado y Trevor volvía a estar profundamente metido en el
asunto del trébol, este notó un sonido extraño que provenía del lugar donde
había dejado a esa planta. Nada más llegar vio una tenue luz verde que brotaba
del tallo. Las hojas estaban regenerándose como por arte de magia. No daba
crédito a lo que estaba viendo. No había nadie tras el misterio, simple y
llanamente tenía en su posesión un trébol… mágico. ¿Pero cómo? No podía existir
aquello…
Además,
fuera como fuera aún quedaba parte del misterio por resolver: ¿cuál era el
patrón que seguía el trébol para estar con o sin hojas? Trevor aún tenía que
averiguar aquello, a lo mejor cuando se quedaba sin hojas lo que pasaba era que
se moría, y no era capaz de ver ningún ser vivo sufriendo… salvo al homo
sapiens.
Lo
guardó de nuevo en su pañuelo y salió a la calle a buscar aquello que dañaba a
su nuevo amigo mágico. Lo primero que pensó era en el sol, hoy no había un
cielo precisamente despejado y de vez en cuando alguna que otra densa nube tapaba
al astro rey provocando un descenso de la intensidad lumínica bastante
considerable. Quizás esos cambios repentinos de luz provocaban que el trébol
perdiera sus hojas.
Pero,
cuando una gran nube tapó el sol y vio que el trébol aún conservaba sus cuatro
hojas, su teoría se fue de su cabeza. Envuelto en sus pensamientos, no se
percató de que iba directo a chocar contra una chica que también estaba
distraída mientras tecleaba en su móvil. Ambos chocaron bruscamente y a ella se
le cayó el bolso al suelo con tal mala suerte que gran parte de su contenido
salió de él. Lo normal sería que él la ayudara a recoger todo aquello, pero
Trevor simplemente pasó, solamente se dignó a pedir disculpas.
Segundos
después pudo ver como su trébol desprendía un brillo del mismo color que antes,
aunque esta vez dejaba atrás sus hojas, volvía a ser un solitario tallo.
Aquello que provocaba cambios en el trébol acababa de suceder y Trevor no pudo
estar atento debido al estúpido accidente de antes con esa mujer…
Un día,
cuando la mente rencorosa de Trevor había cambiado por completo, él echó un
vistazo a su pasado. Antes trataba con agresividad a aquellos que,
supuestamente para él, estaban masacrando la naturaleza. Podría tener razón,
pero no todos eran unos asesinos, existía gente como él que afortunadamente
después fue conociendo y ahora incluso, de algunos, era un gran amigo. Ahora,
si por algún casual se encontraba con alguien que realmente era así, Trevor no
se volvía violento con él, en absoluto, simplemente intentaba conversar, convencerle
de sus actos equívocos. Y si no lograba nada así, simplemente le ignoraba, no
merecía la pena gastar energías, ni positiva ni negativamente.
Esa
mujer… ese accidente… Trevor se paró un momento a reflexionar… Era el momento
de probar una cosa, corrió hacia donde aún estaba ella recogiendo sus
pertenencias. Él se agachó y la ayudó a recoger a la par que se disculpaba por
haberla ignorado anteriormente. Ella aceptó sus disculpas y le agradeció la
ayuda.
Lo
mejor de todo ocurrió después, su teoría era cierta, observó cómo poco a poco
el trébol recuperaba sus hojas. Ahora sabía lo que pasaba: todo acto malo
dejaría al trébol moribundo, pero todo acto bueno le mantendría con vida.
Al
principio lo consideró una especie de condena, tendría que ayudar a la especie
que más odiaba para evitar la muerte de otra. Sin embargo, a medida que el
tiempo pasaba y hacía buenas acciones, empezó a percatarse de que muchas
personas eran realmente buenas… Al fin y al cabo no todos estaban definidos
según el concepto que tenía Trevor para el ser humano.

Porque
después de todo, si quieres cambiar el mundo, si estás cansado de su estado
actual, lo peor que puedes hacer es comportarte de forma vengativa con esos que
hacen el mal, pues al final tú serás igual de destructivo que ellos… Haz lo
contrario, haz de tu mundo el mundo que deseas para todos, porque cuando menos
te lo esperes, esas pequeñas acciones que hagas repercutirán en los de tu
alrededor y entonces podrás ver que, grano a grano, conseguiste cambiarlo, tal
vez no hoy, ni mañana, pero tarde o temprano, ten por seguro que lo habrás
logrado.
Sona
Naomh Pádraig!
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