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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 17 de marzo de 2013

Especial San Patricio: Cuatro

Para Trevor, el día de hoy, San Patricio, era un día como otro cualquiera. No era un tipo de celebrar muchas fiestas. Además, era domingo, mañana ya era lunes, no estaba con ganas de festejar nada… 

Salió a la calle a dar un paseo para despejarse un poco del trabajo. Todo estaba teñido de verde, y él iba completamente vestido de negro. No solía resaltar mucho, pero ese día, era como un insecto en mitad de un fresco césped.

Miraba de reojo toda esa felicidad, esas risas, esa alegría… todo aquello le repugnaba. No le gustaba mucho ver a la gente feliz cuando él no podía serlo. ¿Y por qué no podía? Simplemente porque no quería. Hace tiempo empezó a odiar, sin razón aparente, a toda la sociedad. Aun admitiendo que poseía cierto grado de sociopatía, él se negó a ir a un psicólogo. No quería ayuda, no la necesitaba, sabía que, si su mente había comenzado a acumular odio hacia los demás, habría un buen motivo de por medio. Él no quería entrometerse en los asuntos de su encéfalo.

Sin parar de acumular inquina, Trevor decidió bajar hasta el paseo marítimo para observar un rato el mar. Al contrario que los humanos, el resto de entes que residían este mundo sí le agradaban; los animales y la naturaleza le encantaban, consideraba que todo aquello no se merecía la desgracia de convivir con el ser humano, ellos no tenían razón alguna para sufrir todas las atrocidades, todo el dolor y toda la destrucción que causaba el hombre…

Una vez llegó al paseo marítimo, no pudo quedarse mucho tiempo contemplando el mar, pues esa clase de pensamientos agresivos contra el ser humano regresaron en incesantes oleadas a su cabeza. Debía despejarse, distraerse con algo. Elevó su brazo y miró la hora en su reloj. Las tres menos cuarto. Era hora de comer, estaría bien darse un paseo hasta algún sitio de la zona donde sirviera buena comida.

Trevor caminó despacio disfrutando de la suave brisa que acariciaba su cara. Él cerraba los ojos y se imaginaba un lugar sin humanidad, sin edificaciones ni ruidos molestos, un lugar donde la naturaleza crecía sin impedimentos y todos los animales a excepción del humano vivían en paz. No obstante, aquella utopía era realmente imposible.

Iba tan absorto en sus pensamientos que no dio cuenta de que estaba andando por el carril bici. Fue entonces cuando una bicicleta se aproximó a él. El ciclista intentó llamar su atención tocando el timbre de la bici, pero Trevor ni lo escuchaba. Al final, el ciclista hizo una maniobra para esquivarlo, aunque no pudo evitar chocar su manillar contra el codo izquierdo de Trevor.

Ese golpe, aunque no muy fuerte, fue suficiente para que Trevor perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Incluso antes de caer, su cabeza ya creó teorías paranoides del tipo “nadie me va a ayudar a levantarme, ni siquiera a preguntarme si me he hecho daño”.

Obviamente no ocurrió eso. El primero de todos fue el ciclista que inmediatamente frenó su bicicleta y fue a socorrerle. Lo que se esperaba de nuestro protagonista en esa situación, como cualquier otra persona, sería aceptar la ayuda, pero él se negó contestando con un tono agresivo y malhumorado. Nadie, entonces, se dispuso a ayudarle. Este, por su parte, continuó en el suelo hablando furiosamente entre dientes hasta que sus ojos se clavaron en una pequeña planta que asomaba tímidamente entre el cemento del suelo: un trébol, y no uno cualquiera, nada más y nada menos que un trébol de cuatro hojas.

No podía creérselo. Siempre había soñado con encontrarse con algo así, no por el hecho de que se decía que traía suerte, sino porque era una espectacular mutación genética. A veces los genes, a pesar de que tuvieran fallos en la codificación del fenotipo, creaban rarezas que podían catalogarse como maravillas. Y para Trevor lo que tenía delante era una mutación perfecta.

No quería arrancar la planta así sin más, aunque dejarla ahí tampoco aseguraría una vida más longeva, estaba muy cerca al carril bici y era probable que en algún momento algún descuidado aplastara el trébol. Así que, con un poco de lástima, arrancó el trébol del suelo, lo guardó con cuidado en su pañuelo y lo depositó en su mano derecha.

Cambió de decisión, no había tiempo para comer fuera, había que volver a casa para dejar al trébol en un sitio mejor. Aceleró el paso y puso rumbo calle arriba mirando fijamente a toda persona con la que se iba cruzando. Ahora no sólo sentía desprecio por todos, ahora también desconfiaba de todos, pensaba que cualquiera de aquellos asesinos en potencia que pasaban a su lado podría cometer un error y hacer que el trébol, a causa de un tropiezo, un golpe o algo por el estilo, se marchitara. Tenía que llevarlo en perfecto estado hasta su casa costase lo que costase.

Al final consiguió llegar a casa a salvo. Se sentía aliviado… pero cuando quitó el pañuelo vio que solamente estaba el tallo del trébol, las cuatro hojas se habían desvanecido. Era imposible, lo único que podía haber entrado en contacto con el trébol, aparte de él, era el viento, y era imposible que un viento tan débil arrancase las hojas. Conmocionado, extendió el pañuelo para ver si se encontraban en él. Lo único que halló fue una tela blanca y nada más.

Sumido en la desesperación salió de nuevo a la calle y fue mirando detenidamente el suelo por donde él había pasado. No encontró absolutamente nada, ninguna hoja verde, y regresó con desilusión hacia su hogar.

Por el camino se encontró a un niño llorando, su rostro reflejaba una gran preocupación. Trevor, a pesar de despreciar a la raza humana, sintió el impulso de preguntar al niño qué le ocurría. Se dirigió hacia él y le preguntó. Él le contestó que había perdido a su madre. Trevor le tranquilizó y le cogió de la mano. Los dos se metieron en todos los establecimientos cercanos hasta que al final, afortunadamente, dieron con la madre del niño. La mujer se lo agradeció mucho, aunque Trevor no le dio importancia, al fin y al cabo era una pequeña acción que sería eclipsada por la atrocidad del hombre.

Sin embargo, cuando regresó a casa, boquiabierto pudo observar que, aquel tallo que había dejado muerto en la mesa de su recibidor, había recobrado la vida, ahí estaban sus cuatro hojas de nuevo.

Trevor no podía entenderlo, vivía solo y había cerrado con llave antes de irse, así que nadie podía haber venido a dejar otro trébol de cuatro hojas en su mesa. Además, encontrar uno es difícil y ya estaba descontada la posibilidad de que el viento hubiera arrastrado uno justamente hasta esa mesa precisamente. ¿Cómo entonces podía explicarse aquello?

Cogió el trébol por el extremo inferior de su tallo y lo miró fijamente… ni siquiera las hojas estaban pegadas, definitivamente es como si le hubieran vuelto a crecer. Lo único que se le ocurrió fue pintar una minúscula marca en el borde con un rotulador y salir fuera de casa, si por algún motivo volviera a cambiar el trébol, entonces sólo tendría que mirar el tallo, si hay marca es el mismo, si no la hay es que alguien está jugando con él.

Agarró un rotulador del lapicero de su habitación y dibujó con cuidado una fina línea negra. Lo depositó en el mismo sitio de la superficie de la mesa y se marchó a dar un paseo. Ahora sólo faltaba esperar, supuso que con cinco minutos, más o menos lo que tardo la otra vez, sería suficiente.

Mientras daba vueltas por el lugar vio como un sintecho, sentado en el suelo, apoyando la espalda contra la pared y sujetando un pequeño cartel de cartón en el que había unas letras mal trazadas, pedía dinero para comer. Trevor le miró con asco y rabia. Estaba claro que no pedía dinero para comer, sino para drogas. Todos los que acababan así eran por las drogas, por supuesto, y no hay nada más terrible que alguien que se autodestruye y no pone remedio, aunque hacía un favor al mundo si quería morirse…

Tenía algunas monedas sueltas en su bolsillo, pero se negó a dárselas, de hecho, para hacerle sufrir más, las sacó de su pantalón y jugó con ellas mientras se fijaba de reojo en su cara. Disfrutó viendo como seguía con la mirada las monedas, era un perro mirando su comida. Así estaba bien, el sufridor recibirá sufrimiento si es lo que desea.

Tras cinco minutos más volvió a su bloque. Abrió su puerta y volvió a ver un trébol sin hojas sobre la mesa. Lo agarró y lo acercó a su cara para comprobar si la marca de rotulador estaba, y efectivamente ahí se encontraba el trazado. Ahora Trevor se estaba enfadando de verdad, alguien estaba jugando con él y no le gustaba.

Mientras refunfuñaba, llamaron a la puerta. Era un vecino que venía a pedir un poco de aceite para cocinar. En cualquier otro momento Trevor habría dicho que no, pero sabía que si decía eso podía crear una larga discusión, y justo ahora no necesitaba perder el tiempo con tonterías, así que sin pensárselo dos veces sacó el aceite del mueble de la cocina y llenó un vaso que le entregó a su vecino. Este, a pesar de rostro serio de Trevor, le agradeció el acto con una amplia sonrisa.

Una vez el vecino se había marchado y Trevor volvía a estar profundamente metido en el asunto del trébol, este notó un sonido extraño que provenía del lugar donde había dejado a esa planta. Nada más llegar vio una tenue luz verde que brotaba del tallo. Las hojas estaban regenerándose como por arte de magia. No daba crédito a lo que estaba viendo. No había nadie tras el misterio, simple y llanamente tenía en su posesión un trébol… mágico. ¿Pero cómo? No podía existir aquello…

Además, fuera como fuera aún quedaba parte del misterio por resolver: ¿cuál era el patrón que seguía el trébol para estar con o sin hojas? Trevor aún tenía que averiguar aquello, a lo mejor cuando se quedaba sin hojas lo que pasaba era que se moría, y no era capaz de ver ningún ser vivo sufriendo… salvo al homo sapiens.

Lo guardó de nuevo en su pañuelo y salió a la calle a buscar aquello que dañaba a su nuevo amigo mágico. Lo primero que pensó era en el sol, hoy no había un cielo precisamente despejado y de vez en cuando alguna que otra densa nube tapaba al astro rey provocando un descenso de la intensidad lumínica bastante considerable. Quizás esos cambios repentinos de luz provocaban que el trébol perdiera sus hojas.

Pero, cuando una gran nube tapó el sol y vio que el trébol aún conservaba sus cuatro hojas, su teoría se fue de su cabeza. Envuelto en sus pensamientos, no se percató de que iba directo a chocar contra una chica que también estaba distraída mientras tecleaba en su móvil. Ambos chocaron bruscamente y a ella se le cayó el bolso al suelo con tal mala suerte que gran parte de su contenido salió de él. Lo normal sería que él la ayudara a recoger todo aquello, pero Trevor simplemente pasó, solamente se dignó a pedir disculpas.

Segundos después pudo ver como su trébol desprendía un brillo del mismo color que antes, aunque esta vez dejaba atrás sus hojas, volvía a ser un solitario tallo. Aquello que provocaba cambios en el trébol acababa de suceder y Trevor no pudo estar atento debido al estúpido accidente de antes con esa mujer…


Esa mujer… ese accidente… Trevor se paró un momento a reflexionar… Era el momento de probar una cosa, corrió hacia donde aún estaba ella recogiendo sus pertenencias. Él se agachó y la ayudó a recoger a la par que se disculpaba por haberla ignorado anteriormente. Ella aceptó sus disculpas y le agradeció la ayuda.

Lo mejor de todo ocurrió después, su teoría era cierta, observó cómo poco a poco el trébol recuperaba sus hojas. Ahora sabía lo que pasaba: todo acto malo dejaría al trébol moribundo, pero todo acto bueno le mantendría con vida.

Al principio lo consideró una especie de condena, tendría que ayudar a la especie que más odiaba para evitar la muerte de otra. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba y hacía buenas acciones, empezó a percatarse de que muchas personas eran realmente buenas… Al fin y al cabo no todos estaban definidos según el concepto que tenía Trevor para el ser humano.

Un día, cuando la mente rencorosa de Trevor había cambiado por completo, él echó un vistazo a su pasado. Antes trataba con agresividad a aquellos que, supuestamente para él, estaban masacrando la naturaleza. Podría tener razón, pero no todos eran unos asesinos, existía gente como él que afortunadamente después fue conociendo y ahora incluso, de algunos, era un gran amigo. Ahora, si por algún casual se encontraba con alguien que realmente era así, Trevor no se volvía violento con él, en absoluto, simplemente intentaba conversar, convencerle de sus actos equívocos. Y si no lograba nada así, simplemente le ignoraba, no merecía la pena gastar energías, ni positiva ni negativamente.

Porque después de todo, si quieres cambiar el mundo, si estás cansado de su estado actual, lo peor que puedes hacer es comportarte de forma vengativa con esos que hacen el mal, pues al final tú serás igual de destructivo que ellos… Haz lo contrario, haz de tu mundo el mundo que deseas para todos, porque cuando menos te lo esperes, esas pequeñas acciones que hagas repercutirán en los de tu alrededor y entonces podrás ver que, grano a grano, conseguiste cambiarlo, tal vez no hoy, ni mañana, pero tarde o temprano, ten por seguro que lo habrás logrado.

Sona Naomh Pádraig!

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