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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

sábado, 25 de mayo de 2013

Mortem Ex Machina

Estaba en esa sala de espera por más de dos horas y parecía que aún debía esperar un buen rato más. Volvió a mirar el papel donde había apuntado la información. Dra. Cuervo. Consulta 6. Unidad de Salud Mental. Gregorio Marañón. Aún no comprendía qué hacía allí. Salud Mental… No le gustaba cómo sonaba eso, tan sólo tenía un trastorno de sueño, unos pequeños terrores nocturnos, y parecía que iba directa al loquero. Desde luego deberían cambiar el nombre por algo mejor, aunque fuera un simple eufemismo.

Diana seguía jugando con sus manos, paseaba los dedos de una por la palma de la otra. De vez en cuando agarraba su pulsera negra y la extraía de su muñeca para darla vueltas. Estaba nerviosa, era la primera vez que se enfrentaba a un psiquiatra. Por un lado prefería seguir esperando un poco más de tiempo antes de que le llegara su turno, pero por otro lado tenía ganas de entrar y de que todo acabase lo más rápido posible.

Aunque, de todas formas, la espera duraría. Antes de ella había siete personas más, cada una estaba sentada a una distancia considerable de las demás. Al llegar, Diana preguntó quién era el último. Todos, excepto una chica, guardaron silencio mientras la observaban. Y esta chica era precisamente la excepción. Ante tal gesto de relativa amabilidad, Diana se había sentado junto a ella. Al principio pensaba que podrían entablar una amena conversación para matar el tiempo, pero fueron escasas las palabras que compartieron…

El intento de charla empezó con mal pie. En cuanto vio que Diana pretendía sentarse junto a ella, agarró su bolso con fuerza, el cual estaba depositado encima de sus pantorrillas, y lo dejó en el asiento de al lado. Ese acto de desconfianza le extrañó a Diana, pero lo ignoró al instante, después de todo, estaba en la sala de espera de un psiquiatra, allí podría encontrar gente con estilos de vida y/o acciones bastante fuera de lo común. Así que simplemente se presentó. La desconfiada saludó con una sonrisa más falsa que real y dijo que se llamaba Amanda. A partir de ahí, la conversación se volvió insustancial. Se preguntaron por qué razón habían venido. Diana respondió amablemente, pero cuando ella quiso saber el “problema” de Amanda, ella se calló y prefirió dirigir el tema de conversación hacia otro punto. Seguidamente, con un “¿es la primera vez que se cita aquí?” y un “sí”, la conversación cesó.

El silencio era incómodo, pero desde el principio Diana sabía que eso no iba a ninguna parte. Mejor intercambiar unas cuantas palabras triviales que seguir hablando con alguien que claramente no tenía ganas. Se quedó en el mismo asiento por mera cortesía y se puso a observar al resto de pacientes.

En el primero en el que se fijó fue en el más joven. De aproximadamente unos diez años y con bastante sobrepeso. Parecía que estaba solo, no veía a ninguna mujer cercana. El chico lamía con frenesí una piruleta de colores. Cuando Diana se centró unos cuantos segundos más en él, sus oídos captaron unos sonidos que antes pasaban desapercibidos. Provenían del chico, y eran realmente repulsivos. Lametazos y sonidos deglutorios. Realmente estaba disfrutando de la piruleta, como si fuera el último alimento que comería en la vida. Estaba claro que de un momento a otro le metería un buen mordisco… ¿Sería ella la única capaz de escuchar esos molestos ruidos?

La respuesta fue no. Tras un rato, cuando el silencio permitió una escucha más nítida, una mujer que estaba sentada en la esquina más lejana de la puerta de la consulta, le dio un gran grito al chico. Le imperó que dejase de comer como un animal sañoso. El chico paró de lamer la piruleta y clavó la mirada en la mujer. El duelo óptico duró un par de segundos. Tras eso, él sonrió y le dio un gran bocado a la piruleta emitiendo un estruendoso crujido que provocó que ella se llenase de furia y se levantara del asiento. Diana también se levantó para tratar de calmar a la mujer, pero esta hizo caso omiso a sus palabras y la empujó haciendo que perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Durante los pocos instantes que pudo ver de frente su cara, Diana detectó la faz de alguien imbuido por pura ira. Actuaba como si quisiera matar al niño… todo por causar unos pequeños y molestos sonidos al lamer la golosina.

Él, mientras tanto, a pesar de ver el peligro que se le aproximaba, continuaba con su labor, aunque de vez en cuando echaba un vistazo a la mujer. Cualquier otra persona se habría alejado o habría prestado, al menos, algo de atención ante su actuación, pero el chico continuaba sentado allí, dando más importancia a la piruleta que a la situación.

Por su lado, la iracunda mujer, finalmente se puso en frente de él y le arrancó la piruleta de su mano de un golpetazo. Él ni se inmutó, se limitó a saborear los trozos de caramelo que aún permanecían en su boca. Seguidamente, tras mirarle con los ojos abiertos como platos y soltando amplios bufidos, se dirigió a la papelera y tiró la golosina. Seguidamente volvió a su asiento y se calmó un poco.

Los otros cinco, a los cuales Diana había estado viendo de reojo durante toda la escena, no tuvieron reacción alguna frente al griterío. Era como si estuvieran embarcados en sus pensamientos. El único que se movió un poco fue un joven, bastante atractivo, que estaba sentado próximo a la consulta de la Dra. Cuervo, que siguió atento con la mirada a la mujer. El resto no hicieron nada, se mantuvieron rígidos, estáticos.

Repentinamente la puerta de la doctora se abrió. Después de tanto tiempo de espera al fin daba señales de vida. Seguramente estaría analizando los perfiles de sus pacientes, así que, a partir de hora, era bastante posible que todo fluyera con más avidez.

Mara, la psiquiatra, asomó su torso por la puerta y miró de reojo el papel que sostenía con su mano derecha. Tras ello, la doctora llamó a un tal Guillermo Gil Gutiérrez. A este aviso respondió el niño de la piruleta, el cual había sacado una chocolatina de su pantalón que estaba devorando con extrema velocidad. En pocos segundos ya había consumido por completo aquel dulce. Se levantó y fue caminando lentamente mientras mantenía la mirada fija en la mujer que le confiscó su golosina. Esta le devolvió la mirada y en cuanto Guillermo lo supo, volvió a sonreírla mostrando sus dientes repletos de manchas de chocolate. Podría tener una cara muy adorable, pero cuando se ponía a comer se volvía un animal y toda su ternura se desvanecía, era engullida tal y como él hacía con la comida. Aún podía escucharse su masticar, sus movimientos linguales y la saliva chocando con la papilla chocolatada. Seguramente Guillermo tendría algún tipo de ansiedad, aunque su comportamiento era extraño, como si se regocijara de aquello, como si supiera lo que le ocurría y quisiera manifestarlo al mundo. Aun así, lo más raro de todo no era su actitud, sino la ausencia de sus padres. Fuera como fuera, ahora Diana podría dejar de observar y escuchar sus acciones. Desde luego, si tenía algo de apetito, se le acababa de desvanecer. Finalmente Guillermo saludó a Mara y entró. Ella les saludó a los demás con una amplia sonrisa y cerró la puerta. De nuevo, silencio… Aunque no duró mucho.

El joven de antes, el que, aparte de Diana, prestó atención a lo ocurrido con Guillermo, se sentó al lado de la mujer involucrada. Era risueño y le fue fácil romper el hielo. Diana pensó que posiblemente estaría hablando con ella para que fuera consciente de la forma en la que había actuado ante un crío. Mientras conversaban, Amanda se movió también. Esta se dirigió a la papelera donde se había depositado la piruleta. Diana observó con asombro como ella, creyendo que justo en ese momento nadie se percataba de su posición, extraía la golosina y la metía en su bolso para después volver a su asiento. No daba crédito a lo que acababa de ver. ¿Sería posible que tuviera el síndrome de Diógenes? De todas formas no era de su incumbencia, así que siguió fijándose en la pareja de extraños.

Cuanto más risueño se volvía el joven, más seria se ponía la mujer, hasta el punto en el que le asestó una fuerte bofetada. Al principio él se sorprendió por su reacción, pero luego emitió una sonora carcajada. Un fuerte “déjame en paz” de ella corroboró que no era una broma. Él se despidió, se puso de pie y miró a Diana mientras se frotaba la enrojecida mejilla con la mano.

Saludó desde la distancia y el acto recíproco de ella fue la señal de vía libre que hizo que el joven se acercase. Se presentó con el nombre de Lucas. La voz le temblaba, no se asemejaba a la seguridad que aparentaba antes. Y el resto de la conversación, además, era bastante monótona, parecía que se había preparado un guion. Aunque, al menos, esto distraería a Diana durante el resto de la espera. No obstante, a medida que ella iba respondiendo a sus preguntas y él iba cogiendo más y más confianza, las cuestiones iban pasando a un segundo plano. Cada vez, más descaradamente, sus ojos perdían el contacto con los de ella y descendían hasta el escote que formaba su blusa azul. Al principio lo pasó por alto, pero hubo un momento en el que el diálogo se hizo verdaderamente incómodo. Ahora Diana comprendía la reacción de la otra mujer. El concepto que Lucas tenía de sala de espera era el de “oportunidad para ligar”.

Diana finiquitó la conversación de inmediato poniendo la excusa de que tenía que ir urgentemente al baño. Lucas sugirió lo impensable: pretendía acompañarla. Ella, sin salirse de su asombro, y sin pensárselo dos veces, buscó con la mirada a otra mujer en la sala que no fuera ni Amanda ni la otra. Era un remedio despiadado, pero ahora mismo no tenía muchas ganas de seguir tratando con un Casanova de plata. Encontró a una joven, seguramente de la misma edad que Lucas, que estaba sentada de mala manera, adormilada y con la mirada perdida. Diana le aseguró a Lucas que esa joven había estado fijándose en él hace un buen rato y que eso significaba interés, ya que la intuición femenina siempre era efectiva. Como era de esperar, sus hormonas respondieron y se olvidó de Diana.

Aun así, aprovechó la ocasión y se quedó lo más lejos posible del resto. Ya había conocido a demasiadas personas extravagantes por hoy. Sin embargo, no pudo evitar seguir mirando a Lucas, no quería ver cómo se comportaba la joven. La idea de ir al baño, aunque fuera para echarse agua en la cara, parecía bastante buena, así que avanzó hasta la puerta de los aseos y echó un último vistazo a la sala de espera, en concreto al bolso de Amanda, comprimido por sus manos, como si no quisiera que ni la gravedad se lo arrancara. Lo de la piruleta quedaría grabado para siempre en la memoria de Diana. Al menos se comportaba de forma higiénica y no la estaba lamiendo, tan sólo la tenía guardada ahí, en el bolso, como si fuera un tesoro…

Al cabo de un par de minutos, un poco menos nerviosa, regresó a la sala de espera. En su asiento se hallaba un señor algo mayor. No era un paciente nuevo, ya estaba en esa sala, solo que en otro lugar. Y si hubiera sido en otro momento, Diana le habría preguntado la razón de sentarse allí, pero estaba segura de que él también actuaría de alguna forma extraña si entablaban una conversación.  A pesar de ello, ella se arriesgó y se sentó próxima al señor. No habló con él, aunque estaba preparada por si repentinamente quería charlar.

Y así fue. Sin dirigirla la mirada, con tono serio y apagado, dijo: “ya me gustaría estar en su lugar”. Diana no entendía a qué se refería hasta que se fijó en el lugar donde tenía la mirada el hombre. Estaba observando a Lucas y a la chica. Él la estaba acariciando con lascivia mientras ella no hacía absolutamente nada.

Diana, confusa, se dirigió hacia la pareja de inmediato. Posiblemente la joven tuviera algo parecido a una narcolepsia y no fuera consciente de lo que pasaba, pues, a juzgar por sus ojos, estaba más en el mundo onírico que en el real.

-Oye, ¿te encuentras bien? –preguntó Diana preocupada.

-Déjala tranquila, ¿no ves que está a gusto? ¿No es así, Penélope? –contestó Lucas en su nombre.

-… -sólo un leve gemido salió de su boca.

-Pero si ni se entera de lo que ocurre, está medio dormida.

-Ya comprendo… Estás celosa… Tranquila, yo puedo con dos a la vez… -insinuó Lucas.

Se quedó boquiabierta ante la contestación de él. Estaba a punto de hacer lo mismo que hizo la mujer de antes. Diana miró a su alrededor, nadie se preocupaba por ese abuso, excepto aquel señor, y él más bien lo hacía porque quería estar en el lugar de Lucas. Desde luego no cabía duda de que esto era la sala de espera de un psiquiatra…

Tenía que hacer algo, al fin y al cabo era su culpa, él ni se había fijado en Penélope hasta que ella quiso deshacerse de él. Y si había que tomar medidas drásticas, se tomarían sin remordimiento alguno. Cerró el puño y se dispuso a golpearle mientras él seguía distraído con el magreo.

Pero entonces la puerta de Mara se abrió de nuevo. Lucas López Laguna. Tenía suerte, esa era la mejor forma de asegurarse de que no volviera a molestar. Lucas suspiró enseguida ante la llamada de la doctora. Se levantó y se despidió de Penélope con una contundente palmada en su nalga izquierda. Penélope parecía que ni la sintió, ahí seguía, sin ni siquiera defenderse.

Cuando se cerró la puerta con Lucas dentro, el cual seguramente ahora tendría el objetivo fijado en la propia Dra. Cuervo, la tranquilidad acrecentó levemente. Pero Diana aún no estaba del todo cómoda, un atisbo de culpabilidad colgaba en su interior. Se sentó al lado de Penélope e intentó interrogarla para averiguar cómo había sucedido todo. Esta apenas contestaba con vocablos, normalmente asentía o negaba con la cabeza. Parecía que había estado tres semanas sin dormir. Si ya costaba tener una conversación seria con el resto, la situación se hacía el triple de imposible con alguien que ni ponía empeño en estar despierto.

Cansada de no conseguir nada, sintió curiosidad por hablar con la otra mujer, al fin y al cabo la debía una disculpa por el empujón de antes. Tal vez ella compartiera su misma opinión acerca del panorama. Se despidió de Penélope y, como era de esperar, ella la ignoró. Aunque no le importaba mucho, ahora dudaba de si había hecho bien en “salvarla” de Lucas. Tal y como reaccionaba, dándole igual todo, habría sido mejor no intervenir.

Mientras pensaba en aquello, fue andando hasta la mujer. Ella, ya viendo las intenciones de Diana, se levantó y se aproximó a ella.

-Si vienes a buscar conversación, has dado con la persona menos adecuada, chica. –dijo ella, rebosante de antipatía. –Me llamo Irene y vengo aquí por obligación. Y esas son las únicas palabras que voy a mantener contigo.

Tras ello, Irene volvió a su asiento, bufó, se cruzó de brazos y se quedó mirando la nada. Por su parte, Diana, aún con la palabra en la boca, seguía de pie, quieta y hastiada. Al final, cuando le tocase entrar a la consulta, la doctora tendría que tratar un nuevo trastorno en ella: la sociopatía. Se fue al asiento más alejado del resto de pacientes y sacó de su bolsillo un pequeño paquete de galletas que guardaba en el bolsillo de su vaquero.

En cuanto abrió el paquete, el sonido del plástico alarmó a Amanda y al señor que le había robado el sitio. Ambos, con mirada pedigüeña, fueron hacia Diana. El señor simplemente se puso a pasear al lado de ella, como llamando su atención, pero Amanda fue más directa, con una sonrisa que desvelaba auténtica falsedad, le pidió galletas. El paquete sólo contenía seis, pero Diana le ofreció gustosamente pensando que, tal vez, aquello, podría al fin cambiar el comportamiento de alguno de los que aguardaban allí.

Amanda, ipso facto, introdujo el índice y el pulgar en el paquete y extrajo cuatro galletas de golpe. Diana, cansada de disputas, tan sólo suspiró y ofreció el resto al señor, pues al fin y al cabo tampoco tenía mucha hambre. Sin embargo, él rechazó su oferta y al principio pensaba que lo había hecho para que ella se comiera las dos restantes… Nada más lejos de la realidad.

-¿Por qué tan poco? –preguntó el señor.

-¿Disculpa? –respondió Diana.

-A ella le has ofrecido cuatro galletas, ¿por qué he de conformarme con solamente dos?

-Pídeselas a ella, yo no tengo más que estas.

-Ya veo. Vaya favoritismos. –murmuró mientras se giraba hacia Amanda. –Será mejor que me des alguna de las que tienes…

Como era de esperar, Amanda se negó a darle alguna, y, en vez de comérselas, se las guardó en el bolso, tal y como hizo con la piruleta… Diana tenía dificultades para procesar lo que estaba viendo, dos personas adultas comportándose como críos por un simple paquete de galletas. Hasta qué límites podría llegar esta situación. Una mujer con una obsesión por guardar todo y un hombre bastante inconformista. Habría que rezar para que Mara saliera por la puerta y pausará aquello.

Y la fortuna estuvo de su parte. Amanda Arias Alarcón. Ella tomó aquello como la salvación. Fue con paso veloz hacia Mara hasta que la voz del señor hizo que se detuviera justo antes de que ambas entrasen adentro.

-¿Qué es esto? Llevo horas esperando aquí, yo también quiero entrar ahora. –reprochó el señor.

-Veamos. ¿Puede decirme su nombre? –inquirió Mara.

-Yo soy Enrique España Espinoza.

-De acuerdo… -dijo mientras buscaba su nombre en la lista. -Bueno. Creo que puedo hacer una excepción. ¿Tiene algún inconveniente, Amanda?

-Por mí no hay ningún problema. –afirmó ella.

-Pues adelante, señor España, puede pasar.

Ese simple acto provocó en él una reacción digna de la más poderosa química, sus ojos brillaron y se dibujó en su faz una sonrisa muy amplia. Parece que ya se le había olvidado el asunto de la “injusticia” de las galletas. Y, aparte de eso, aquello también tenía un efecto positivo en Diana: quedaban cuatro pacientes más, contándose a ella. La calma aumentaba por momentos. Por un lado estaba Penélope, que, en vistas de su comportamiento, ignoraba todo lo de su alrededor; y por otro estaba Irene que no tenía intención alguna de sociabilizar con nadie de allí. El otro sujeto era totalmente ajeno y extraño a todo lo que había ocurrido hasta ahora. Estaba de pie y con la cabeza agachada, un sombrero tapaba sus ojos y sólo quedaban al descubierto unos finos labios, a juzgar por el aspecto, parecía que tenía una edad aproximada a Diana. Tal vez con él sí podría mantener una charla normal, aunque esa idea fue tan fugaz como un fotón, no iba a empeorar las cosas para el escaso tiempo que la quedaba para que la Dra. Cuervo la llamara.

Treinta minutos después la doctora abrió la puerta y llamó a Irene Iglesias Iriarte. Anduvo con paso firme mientras, entre dientes, maldecía la larga espera que había tenido que soportar. De las dos, fue la última en entrar en su consulta, así que aprovechó la oportunidad para manifestar su indignación con un estrepitoso portazo.

Penélope Palacios Pineda fue citada tras veinte minutos de la llamada de Irene. Desde luego esto era lo que Diana necesitaba: que la sala se quedara casi vacía, que el silencio retomase la corona que merecía y el sonido quedase petrificado en un epitafio. Aunque un último espectáculo, un epílogo caótico, tuvo que aguantar antes de que la calma absoluta alcanzara sus entrañas. Como era de esperar, Penélope, ante su actitud indolente, tuvo que ser levantada del asiento con la ayuda de Mara. Al final, parecía que el más maduro de todos ellos iba a ser Guillermo…

Pero ya daba igual todo. Por fin se había librado de todos ellos, solamente quedaba aquel hombre extraño, y él no aparentaba ser problemático, incluso era raro que estuviera en la sala de un psiquiatra. Y fue aquella intriga la que iluminó de nuevo en Diana las ganas de conversar y matar el tiempo de una forma más amena. Aunque, a pesar de ello, aún tenía dudas, habían sido cinco intentos fallidos…

No obstante, no hizo falta que ella hiciera nada. Justo en ese instante el extraño se sentó a su lado.

-Hola Diana. Al fin se queda esto un poco tranquilo, ¿no crees? Por cierto, mi nombre es Arturo.

-¿Cómo sabes mi nombre? –interpeló Diana un poco sorprendida.

-Bueno, -respondió él entre risas. –podría decirse que soy un gran analizador. Observo y escucho todo lo que hay a mi alrededor para luego actuar de la forma más apropiada. Digamos que es un talento innato.

-¿Y has esperado todo este tiempo para hablar conmigo por alguna razón en concreto? Siento si la pregunta te…

-¡No te preocupes! –respondió interrumpiéndola. –Simplemente he considerado que este es el momento oportuno para decirte la verdad.

-¿La verdad?

-¡Oh! Discúlpame… A veces olvido que otras personas no son tan capaces como yo. Ya sabes… el “análisis”. A mí, por supuesto, no se me escapa ningún detalle, y durante un período muy corto de tiempo, casi nada más llegar a la sala, comencé a atar cabos, a unir todas las piezas del rompecabezas…

-¿Y a qué conclusión llegaste? –preguntó ella creyendo a medias lo que le estaba contando.

-Diana, -su voz se volvió más seria y grave. –esto no es una sala de espera de psiquiatría.

Ella le sentenció de inmediato: parecía el más cuerdo y es el más loco. Sin embargo, antes de que cortara la conversación, Arturo continuó, añadiendo pruebas para dar credibilidad a su descubrimiento.

-Sé que hay que ser muy hábil y astuto para percatarse, pero ya sabes que para mí esto es un simple juego de niños. Pero escúchame, lo que te digo es cierto. Lo primero que debes analizar. ¿Por qué todos los pacientes tienen las mismas iniciales tanto en sus nombres como en sus apellidos? Guillermo Gil Gutiérrez, Lucas López Laguna, Penélope Palacios Pineda… Hasta yo, Arturo Álvarez Alonso. Todos cumplimos esa regla… Y, además, ¿por qué no han venido más pacientes? Es como si no permitieran el acceso a más… ¿Me crees ahora?

-Siento decirte –refutó Diana. –que todo eso que dices es fácil de derrocar. Primero, mi nombre completo es Diana Izquierdo Escorpio, así que tu teoría sobre los nombres queda totalmente inválida. Lo tuyo y lo de los demás será una mera y curiosa coincidencia. Y, con respecto a lo segundo, no estoy cien por cien segura, pero mira la hora, son las ocho, y el horario de consulta acaba en veinte minutos. Lo más probable es que nosotros seamos los últimos citados de hoy, así que no hay razón alguna para que venga algún paciente más.

-Sabía que contestarías algo así. Tendré que ponerme en serio, nunca nadie puede contraargumentar mis observaciones. Veamos… si estás tan segura de que aquí no hay nada extraño, ¿cómo puedes explicar, si es que te has dado cuenta en algún momento, que siempre han entrado a la consulta de Mara, pero nunca ha salido nadie? Espero que no pienses que hay otra puerta de salida porque eso sí que es descabellado…

-Ahora que lo dices… Ella llamaba al siguiente paciente, pero no salía de su consulta el anterior… Y siempre ha sido así, el primero entra en consulta y luego sale para dar paso al segundo…

-Exacto. Pero aquí no acaba todo. Diana, piensa y responde. Eran seis pacientes, cada uno con un comportamiento singular… Y estoy seguro que en algún momento de tu vida tú te has comportado, al menos en menor medida, como ellos. Y aquí viene lo bueno, ¿no has sentido, cada vez que uno entraba, una sensación en tu interior de ligereza, como si algo en ti desapareciera para siempre?

Diana no sabía qué contestarle, en gran parte llevaba razón. Era como si algunos sentimientos, algunas ideas, se marcharan del lugar, así como los pacientes lo hacían. El apetito que tenía se fue cuando Guillermo entró, así como la rabia se evaporó junto con Irene, o las desganas se difuminaron a la par que Penélope se marchaba…

Con los ojos totalmente abiertos, miró asustada a Arturo, y este, comprendiendo que ya se había percatado de todo, sonrió asintiendo.

-Siete somos, Diana. Y Mara es el gran juez. Diana, no estás en tu ciudad, ni siquiera en eso que denominarías mundo real. Esto es el Purgatorio y se te ha dictaminado esta clase de prueba. Quien tú piensas que es la Dra. Cuervo no es ni más ni menos que el encargado de examinar todas y cada una de las almas que aquí vienen, y así como vuestras esencias son variopintas, las pruebas también destacan por su singularidad. Nosotros éramos extensiones de tu ser, Diana. Nosotros somos tú.

Esa última frase fue la gota que colmó el vaso. Se estaba ahogando en un estanque de incertidumbre. Aunque poco a poco, consolada por Arturo, fue asimilando la situación. Si todo aquello era cierto, eso quería decir que ella estaba muerta, pero no recordaba en ningún momento cuándo ni cómo ocurrió, y ni se atrevió a preguntárselo a él, sería mejor dejar la incógnita en el aire.

Un par de minutos luego, Mara abrió la puerta de su consulta. Finalmente era llamado Arturo. Él volvió a sonreír a Diana y la abrazó con fuerza. Caminó con paso ligero hasta la doctora y se giró una última vez para despedirse de Diana.

-Por cierto. Yo era la Arrogancia.

Y la puerta se cerró.

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