
Diana seguía jugando con sus manos, paseaba los dedos de una
por la palma de la otra. De vez en cuando agarraba su pulsera negra y la
extraía de su muñeca para darla vueltas. Estaba nerviosa, era la primera vez
que se enfrentaba a un psiquiatra. Por un lado prefería seguir esperando un
poco más de tiempo antes de que le llegara su turno, pero por otro lado tenía
ganas de entrar y de que todo acabase lo más rápido posible.
Aunque, de todas formas, la espera duraría. Antes de ella
había siete personas más, cada una estaba sentada a una distancia considerable
de las demás. Al llegar, Diana preguntó quién era el último. Todos, excepto una
chica, guardaron silencio mientras la observaban. Y esta chica era precisamente
la excepción. Ante tal gesto de relativa amabilidad, Diana se había sentado
junto a ella. Al principio pensaba que podrían entablar una amena conversación
para matar el tiempo, pero fueron escasas las palabras que compartieron…
El intento de charla empezó con mal pie. En cuanto vio que
Diana pretendía sentarse junto a ella, agarró su bolso con fuerza, el cual
estaba depositado encima de sus pantorrillas, y lo dejó en el asiento de al
lado. Ese acto de desconfianza le extrañó a Diana, pero lo ignoró al instante,
después de todo, estaba en la sala de espera de un psiquiatra, allí podría
encontrar gente con estilos de vida y/o acciones bastante fuera de lo común.
Así que simplemente se presentó. La desconfiada saludó con una sonrisa más
falsa que real y dijo que se llamaba Amanda. A partir de ahí, la conversación
se volvió insustancial. Se preguntaron por qué razón habían venido. Diana
respondió amablemente, pero cuando ella quiso saber el “problema” de Amanda,
ella se calló y prefirió dirigir el tema de conversación hacia otro punto.
Seguidamente, con un “¿es la primera vez que se cita aquí?” y un “sí”, la
conversación cesó.
El silencio era incómodo, pero desde el principio Diana
sabía que eso no iba a ninguna parte. Mejor intercambiar unas cuantas palabras
triviales que seguir hablando con alguien que claramente no tenía ganas. Se
quedó en el mismo asiento por mera cortesía y se puso a observar al resto de
pacientes.
En el primero en el que se fijó fue en el más joven. De
aproximadamente unos diez años y con bastante sobrepeso. Parecía que estaba
solo, no veía a ninguna mujer cercana. El chico lamía con frenesí una piruleta
de colores. Cuando Diana se centró unos cuantos segundos más en él, sus oídos
captaron unos sonidos que antes pasaban desapercibidos. Provenían del chico, y
eran realmente repulsivos. Lametazos y sonidos deglutorios. Realmente estaba
disfrutando de la piruleta, como si fuera el último alimento que comería en la
vida. Estaba claro que de un momento a otro le metería un buen mordisco… ¿Sería
ella la única capaz de escuchar esos molestos ruidos?
La respuesta fue no. Tras un rato, cuando el silencio
permitió una escucha más nítida, una mujer que estaba sentada en la esquina más
lejana de la puerta de la consulta, le dio un gran grito al chico. Le imperó
que dejase de comer como un animal sañoso. El chico paró de lamer la piruleta y
clavó la mirada en la mujer. El duelo óptico duró un par de segundos. Tras eso,
él sonrió y le dio un gran bocado a la piruleta emitiendo un estruendoso
crujido que provocó que ella se llenase de furia y se levantara del asiento.
Diana también se levantó para tratar de calmar a la mujer, pero esta hizo caso
omiso a sus palabras y la empujó haciendo que perdiera el equilibrio y cayera
al suelo. Durante los pocos instantes que pudo ver de frente su cara, Diana
detectó la faz de alguien imbuido por pura ira. Actuaba como si quisiera matar
al niño… todo por causar unos pequeños y molestos sonidos al lamer la golosina.
Él, mientras tanto, a pesar de ver el peligro que se le
aproximaba, continuaba con su labor, aunque de vez en cuando echaba un vistazo
a la mujer. Cualquier otra persona se habría alejado o habría prestado, al
menos, algo de atención ante su actuación, pero el chico continuaba sentado
allí, dando más importancia a la piruleta que a la situación.
Por su lado, la iracunda mujer, finalmente se puso en frente
de él y le arrancó la piruleta de su mano de un golpetazo. Él ni se inmutó, se
limitó a saborear los trozos de caramelo que aún permanecían en su boca.
Seguidamente, tras mirarle con los ojos abiertos como platos y soltando amplios
bufidos, se dirigió a la papelera y tiró la golosina. Seguidamente volvió a su
asiento y se calmó un poco.
Los otros cinco, a los cuales Diana había estado viendo de
reojo durante toda la escena, no tuvieron reacción alguna frente al griterío.
Era como si estuvieran embarcados en sus pensamientos. El único que se movió un
poco fue un joven, bastante atractivo, que estaba sentado próximo a la consulta
de la Dra. Cuervo, que siguió atento con la mirada a la mujer. El resto no
hicieron nada, se mantuvieron rígidos, estáticos.
Repentinamente la puerta de la doctora se abrió. Después de
tanto tiempo de espera al fin daba señales de vida. Seguramente estaría
analizando los perfiles de sus pacientes, así que, a partir de hora, era
bastante posible que todo fluyera con más avidez.
Mara, la psiquiatra, asomó su torso por la puerta y miró de
reojo el papel que sostenía con su mano derecha. Tras ello, la doctora llamó a
un tal Guillermo Gil Gutiérrez. A este aviso respondió el niño de la piruleta,
el cual había sacado una chocolatina de su pantalón que estaba devorando con
extrema velocidad. En pocos segundos ya había consumido por completo aquel
dulce. Se levantó y fue caminando lentamente mientras mantenía la mirada fija
en la mujer que le confiscó su golosina. Esta le devolvió la mirada y en cuanto
Guillermo lo supo, volvió a sonreírla mostrando sus dientes repletos de manchas
de chocolate. Podría tener una cara muy adorable, pero cuando se ponía a comer
se volvía un animal y toda su ternura se desvanecía, era engullida tal y como
él hacía con la comida. Aún podía escucharse su masticar, sus movimientos
linguales y la saliva chocando con la papilla chocolatada. Seguramente
Guillermo tendría algún tipo de ansiedad, aunque su comportamiento era extraño,
como si se regocijara de aquello, como si supiera lo que le ocurría y quisiera
manifestarlo al mundo. Aun así, lo más raro de todo no era su actitud, sino la
ausencia de sus padres. Fuera como fuera, ahora Diana podría dejar de observar
y escuchar sus acciones. Desde luego, si tenía algo de apetito, se le acababa
de desvanecer. Finalmente Guillermo saludó a Mara y entró. Ella les saludó a
los demás con una amplia sonrisa y cerró la puerta. De nuevo, silencio… Aunque
no duró mucho.

Cuanto más risueño se volvía el joven, más seria se ponía la
mujer, hasta el punto en el que le asestó una fuerte bofetada. Al principio él
se sorprendió por su reacción, pero luego emitió una sonora carcajada. Un
fuerte “déjame en paz” de ella corroboró que no era una broma. Él se despidió,
se puso de pie y miró a Diana mientras se frotaba la enrojecida mejilla con la
mano.
Saludó desde la distancia y el acto recíproco de ella fue la
señal de vía libre que hizo que el joven se acercase. Se presentó con el nombre
de Lucas. La voz le temblaba, no se asemejaba a la seguridad que aparentaba
antes. Y el resto de la conversación, además, era bastante monótona, parecía
que se había preparado un guion. Aunque, al menos, esto distraería a Diana
durante el resto de la espera. No obstante, a medida que ella iba respondiendo
a sus preguntas y él iba cogiendo más y más confianza, las cuestiones iban
pasando a un segundo plano. Cada vez, más descaradamente, sus ojos perdían el
contacto con los de ella y descendían hasta el escote que formaba su blusa
azul. Al principio lo pasó por alto, pero hubo un momento en el que el diálogo
se hizo verdaderamente incómodo. Ahora Diana comprendía la reacción de la otra
mujer. El concepto que Lucas tenía de sala de espera era el de “oportunidad
para ligar”.
Diana finiquitó la conversación de inmediato poniendo la
excusa de que tenía que ir urgentemente al baño. Lucas sugirió lo impensable:
pretendía acompañarla. Ella, sin salirse de su asombro, y sin pensárselo dos
veces, buscó con la mirada a otra mujer en la sala que no fuera ni Amanda ni la
otra. Era un remedio despiadado, pero ahora mismo no tenía muchas ganas de
seguir tratando con un Casanova de plata. Encontró a una joven, seguramente de
la misma edad que Lucas, que estaba sentada de mala manera, adormilada y con la
mirada perdida. Diana le aseguró a Lucas que esa joven había estado fijándose
en él hace un buen rato y que eso significaba interés, ya que la intuición
femenina siempre era efectiva. Como era de esperar, sus hormonas respondieron y
se olvidó de Diana.
Aun así, aprovechó la ocasión y se quedó lo más lejos
posible del resto. Ya había conocido a demasiadas personas extravagantes por
hoy. Sin embargo, no pudo evitar seguir mirando a Lucas, no quería ver cómo se
comportaba la joven. La idea de ir al baño, aunque fuera para echarse agua en
la cara, parecía bastante buena, así que avanzó hasta la puerta de los aseos y
echó un último vistazo a la sala de espera, en concreto al bolso de Amanda,
comprimido por sus manos, como si no quisiera que ni la gravedad se lo
arrancara. Lo de la piruleta quedaría grabado para siempre en la memoria de
Diana. Al menos se comportaba de forma higiénica y no la estaba lamiendo, tan
sólo la tenía guardada ahí, en el bolso, como si fuera un tesoro…
Al cabo de un par de minutos, un poco menos nerviosa,
regresó a la sala de espera. En su asiento se hallaba un señor algo mayor. No
era un paciente nuevo, ya estaba en esa sala, solo que en otro lugar. Y si
hubiera sido en otro momento, Diana le habría preguntado la razón de sentarse
allí, pero estaba segura de que él también actuaría de alguna forma extraña si
entablaban una conversación. A pesar de
ello, ella se arriesgó y se sentó próxima al señor. No habló con él, aunque
estaba preparada por si repentinamente quería charlar.
Y así fue. Sin dirigirla la mirada, con tono serio y
apagado, dijo: “ya me gustaría estar en su lugar”. Diana no entendía a qué se
refería hasta que se fijó en el lugar donde tenía la mirada el hombre. Estaba
observando a Lucas y a la chica. Él la estaba acariciando con lascivia mientras
ella no hacía absolutamente nada.
Diana, confusa, se dirigió hacia la pareja de inmediato.
Posiblemente la joven tuviera algo parecido a una narcolepsia y no fuera
consciente de lo que pasaba, pues, a juzgar por sus ojos, estaba más en el
mundo onírico que en el real.
-Oye, ¿te encuentras
bien? –preguntó Diana preocupada.
-Déjala tranquila, ¿no
ves que está a gusto? ¿No es así, Penélope? –contestó Lucas en su nombre.
-… -sólo un leve
gemido salió de su boca.
-Pero si ni se entera
de lo que ocurre, está medio dormida.
-Ya comprendo… Estás
celosa… Tranquila, yo puedo con dos a la vez… -insinuó Lucas.
Se quedó boquiabierta ante la contestación de él. Estaba a
punto de hacer lo mismo que hizo la mujer de antes. Diana miró a su alrededor,
nadie se preocupaba por ese abuso, excepto aquel señor, y él más bien lo hacía
porque quería estar en el lugar de Lucas. Desde luego no cabía duda de que esto
era la sala de espera de un psiquiatra…
Tenía que hacer algo, al fin y al cabo era su culpa, él ni
se había fijado en Penélope hasta que ella quiso deshacerse de él. Y si había
que tomar medidas drásticas, se tomarían sin remordimiento alguno. Cerró el
puño y se dispuso a golpearle mientras él seguía distraído con el magreo.
Pero entonces la puerta de Mara se abrió de nuevo. Lucas
López Laguna. Tenía suerte, esa era la mejor forma de asegurarse de que no
volviera a molestar. Lucas suspiró enseguida ante la llamada de la doctora. Se
levantó y se despidió de Penélope con una contundente palmada en su nalga
izquierda. Penélope parecía que ni la sintió, ahí seguía, sin ni siquiera
defenderse.
Cuando se cerró la puerta con Lucas dentro, el cual
seguramente ahora tendría el objetivo fijado en la propia Dra. Cuervo, la
tranquilidad acrecentó levemente. Pero Diana aún no estaba del todo cómoda, un
atisbo de culpabilidad colgaba en su interior. Se sentó al lado de Penélope e
intentó interrogarla para averiguar cómo había sucedido todo. Esta apenas
contestaba con vocablos, normalmente asentía o negaba con la cabeza. Parecía
que había estado tres semanas sin dormir. Si ya costaba tener una conversación
seria con el resto, la situación se hacía el triple de imposible con alguien
que ni ponía empeño en estar despierto.
Cansada de no conseguir nada, sintió curiosidad por hablar
con la otra mujer, al fin y al cabo la debía una disculpa por el empujón de
antes. Tal vez ella compartiera su misma opinión acerca del panorama. Se
despidió de Penélope y, como era de esperar, ella la ignoró. Aunque no le
importaba mucho, ahora dudaba de si había hecho bien en “salvarla” de Lucas.
Tal y como reaccionaba, dándole igual todo, habría sido mejor no intervenir.
Mientras pensaba en aquello, fue andando hasta la mujer.
Ella, ya viendo las intenciones de Diana, se levantó y se aproximó a ella.
-Si vienes a buscar
conversación, has dado con la persona menos adecuada, chica. –dijo ella,
rebosante de antipatía. –Me llamo Irene y
vengo aquí por obligación. Y esas son las únicas palabras que voy a mantener
contigo.
Tras ello, Irene volvió a su asiento, bufó, se cruzó de
brazos y se quedó mirando la nada. Por su parte, Diana, aún con la palabra en
la boca, seguía de pie, quieta y hastiada. Al final, cuando le tocase entrar a
la consulta, la doctora tendría que tratar un nuevo trastorno en ella: la
sociopatía. Se fue al asiento más alejado del resto de pacientes y sacó de su
bolsillo un pequeño paquete de galletas que guardaba en el bolsillo de su
vaquero.
En cuanto abrió el paquete, el sonido del plástico alarmó a
Amanda y al señor que le había robado el sitio. Ambos, con mirada pedigüeña,
fueron hacia Diana. El señor simplemente se puso a pasear al lado de ella, como
llamando su atención, pero Amanda fue más directa, con una sonrisa que
desvelaba auténtica falsedad, le pidió galletas. El paquete sólo contenía seis,
pero Diana le ofreció gustosamente pensando que, tal vez, aquello, podría al
fin cambiar el comportamiento de alguno de los que aguardaban allí.
Amanda, ipso facto, introdujo el índice y el pulgar en el
paquete y extrajo cuatro galletas de golpe. Diana, cansada de disputas, tan
sólo suspiró y ofreció el resto al señor, pues al fin y al cabo tampoco tenía
mucha hambre. Sin embargo, él rechazó su oferta y al principio pensaba que lo
había hecho para que ella se comiera las dos restantes… Nada más lejos de la
realidad.
-¿Por qué tan poco?
–preguntó el señor.
-¿Disculpa? –respondió
Diana.
-A ella le has
ofrecido cuatro galletas, ¿por qué he de conformarme con solamente dos?
-Pídeselas a ella, yo
no tengo más que estas.
-Ya veo. Vaya favoritismos.
–murmuró mientras se giraba hacia Amanda. –Será mejor que me des alguna de las que tienes…
Como era de esperar, Amanda se negó a darle alguna, y, en
vez de comérselas, se las guardó en el bolso, tal y como hizo con la piruleta…
Diana tenía dificultades para procesar lo que estaba viendo, dos personas
adultas comportándose como críos por un simple paquete de galletas. Hasta qué
límites podría llegar esta situación. Una mujer con una obsesión por guardar
todo y un hombre bastante inconformista. Habría que rezar para que Mara saliera
por la puerta y pausará aquello.
Y la fortuna estuvo de su parte. Amanda Arias Alarcón. Ella
tomó aquello como la salvación. Fue con paso veloz hacia Mara hasta que la voz del
señor hizo que se detuviera justo antes de que ambas entrasen adentro.
-¿Qué es esto? Llevo
horas esperando aquí, yo también quiero entrar ahora. –reprochó el señor.
-Veamos. ¿Puede
decirme su nombre? –inquirió Mara.
-Yo soy Enrique España
Espinoza.
-De acuerdo… -dijo
mientras buscaba su nombre en la lista. -Bueno.
Creo que puedo hacer una excepción. ¿Tiene algún inconveniente, Amanda?
-Por mí no hay ningún problema.
–afirmó ella.
-Pues adelante, señor
España, puede pasar.
Ese simple acto provocó en él una reacción digna de la más
poderosa química, sus ojos brillaron y se dibujó en su faz una sonrisa muy
amplia. Parece que ya se le había olvidado el asunto de la “injusticia” de las
galletas. Y, aparte de eso, aquello también tenía un efecto positivo en Diana:
quedaban cuatro pacientes más, contándose a ella. La calma aumentaba por
momentos. Por un lado estaba Penélope, que, en vistas de su comportamiento, ignoraba
todo lo de su alrededor; y por otro estaba Irene que no tenía intención alguna
de sociabilizar con nadie de allí. El otro sujeto era totalmente ajeno y
extraño a todo lo que había ocurrido hasta ahora. Estaba de pie y con la cabeza
agachada, un sombrero tapaba sus ojos y sólo quedaban al descubierto unos finos
labios, a juzgar por el aspecto, parecía que tenía una edad aproximada a Diana.
Tal vez con él sí podría mantener una charla normal, aunque esa idea fue tan
fugaz como un fotón, no iba a empeorar las cosas para el escaso tiempo que la
quedaba para que la Dra. Cuervo la llamara.
Treinta minutos después la doctora abrió la puerta y llamó a
Irene Iglesias Iriarte. Anduvo con paso firme mientras, entre dientes, maldecía
la larga espera que había tenido que soportar. De las dos, fue la última en entrar
en su consulta, así que aprovechó la oportunidad para manifestar su indignación
con un estrepitoso portazo.
Penélope Palacios Pineda fue citada tras veinte minutos de
la llamada de Irene. Desde luego esto era lo que Diana necesitaba: que la sala
se quedara casi vacía, que el silencio retomase la corona que merecía y el
sonido quedase petrificado en un epitafio. Aunque un último espectáculo, un
epílogo caótico, tuvo que aguantar antes de que la calma absoluta alcanzara sus
entrañas. Como era de esperar, Penélope, ante su actitud indolente, tuvo que
ser levantada del asiento con la ayuda de Mara. Al final, parecía que el más
maduro de todos ellos iba a ser Guillermo…
Pero ya daba igual todo. Por fin se había librado de todos
ellos, solamente quedaba aquel hombre extraño, y él no aparentaba ser
problemático, incluso era raro que estuviera en la sala de un psiquiatra. Y fue
aquella intriga la que iluminó de nuevo en Diana las ganas de conversar y matar
el tiempo de una forma más amena. Aunque, a pesar de ello, aún tenía dudas,
habían sido cinco intentos fallidos…
No obstante, no hizo falta que ella hiciera nada. Justo en
ese instante el extraño se sentó a su lado.
-Hola Diana. Al fin se
queda esto un poco tranquilo, ¿no crees? Por cierto, mi nombre es Arturo.
-¿Cómo sabes mi
nombre? –interpeló Diana un poco sorprendida.
-Bueno, -respondió
él entre risas. –podría decirse que soy
un gran analizador. Observo y escucho todo lo que hay a mi alrededor para luego
actuar de la forma más apropiada. Digamos que es un talento innato.
-¿Y has esperado todo
este tiempo para hablar conmigo por alguna razón en concreto? Siento si la
pregunta te…
-¡No te preocupes! –respondió
interrumpiéndola. –Simplemente he
considerado que este es el momento oportuno para decirte la verdad.
-¿La verdad?
-¡Oh! Discúlpame… A
veces olvido que otras personas no son tan capaces como yo. Ya sabes… el “análisis”.
A mí, por supuesto, no se me escapa ningún detalle, y durante un período muy
corto de tiempo, casi nada más llegar a la sala, comencé a atar cabos, a unir
todas las piezas del rompecabezas…
-¿Y a qué conclusión
llegaste? –preguntó ella creyendo a medias lo que le estaba contando.
-Diana, -su voz se
volvió más seria y grave. –esto no es una
sala de espera de psiquiatría.
Ella le sentenció de inmediato: parecía el más cuerdo y es
el más loco. Sin embargo, antes de que cortara la conversación, Arturo
continuó, añadiendo pruebas para dar credibilidad a su descubrimiento.
-Sé que hay que ser
muy hábil y astuto para percatarse, pero ya sabes que para mí esto es un simple
juego de niños. Pero escúchame, lo que te digo es cierto. Lo primero que debes
analizar. ¿Por qué todos los pacientes tienen las mismas iniciales tanto en sus
nombres como en sus apellidos? Guillermo Gil Gutiérrez, Lucas López Laguna,
Penélope Palacios Pineda… Hasta yo, Arturo Álvarez Alonso. Todos cumplimos esa
regla… Y, además, ¿por qué no han venido más pacientes? Es como si no
permitieran el acceso a más… ¿Me crees ahora?
-Siento decirte –refutó
Diana. –que todo eso que dices es fácil
de derrocar. Primero, mi nombre completo es Diana Izquierdo Escorpio, así que
tu teoría sobre los nombres queda totalmente inválida. Lo tuyo y lo de los
demás será una mera y curiosa coincidencia. Y, con respecto a lo segundo, no
estoy cien por cien segura, pero mira la hora, son las ocho, y el horario de
consulta acaba en veinte minutos. Lo más probable es que nosotros seamos los
últimos citados de hoy, así que no hay razón alguna para que venga algún
paciente más.
-Sabía que
contestarías algo así. Tendré que ponerme en serio, nunca nadie puede
contraargumentar mis observaciones. Veamos… si estás tan segura de que aquí no
hay nada extraño, ¿cómo puedes explicar, si es que te has dado cuenta en algún
momento, que siempre han entrado a la consulta de Mara, pero nunca ha salido
nadie? Espero que no pienses que hay otra puerta de salida porque eso sí que es
descabellado…
-Ahora que lo dices…
Ella llamaba al siguiente paciente, pero no salía de su consulta el anterior… Y
siempre ha sido así, el primero entra en consulta y luego sale para dar paso al
segundo…
-Exacto. Pero aquí no
acaba todo. Diana, piensa y responde. Eran seis pacientes, cada uno con un
comportamiento singular… Y estoy seguro que en algún momento de tu vida tú te
has comportado, al menos en menor medida, como ellos. Y aquí viene lo bueno,
¿no has sentido, cada vez que uno entraba, una sensación en tu interior de
ligereza, como si algo en ti desapareciera para siempre?
Diana no sabía qué contestarle, en gran parte llevaba razón.
Era como si algunos sentimientos, algunas ideas, se marcharan del lugar, así
como los pacientes lo hacían. El apetito que tenía se fue cuando Guillermo
entró, así como la rabia se evaporó junto con Irene, o las desganas se
difuminaron a la par que Penélope se marchaba…
Con los ojos totalmente abiertos, miró asustada a Arturo, y
este, comprendiendo que ya se había percatado de todo, sonrió asintiendo.
-Siete somos, Diana. Y
Mara es el gran juez. Diana, no estás en tu ciudad, ni siquiera en eso que
denominarías mundo real. Esto es el Purgatorio y se te ha dictaminado esta
clase de prueba. Quien tú piensas que es la Dra. Cuervo no es ni más ni menos
que el encargado de examinar todas y cada una de las almas que aquí vienen, y
así como vuestras esencias son variopintas, las pruebas también destacan por su
singularidad. Nosotros éramos extensiones de tu ser, Diana. Nosotros somos tú.
Esa última frase fue la gota que colmó el vaso. Se estaba
ahogando en un estanque de incertidumbre. Aunque poco a poco, consolada por
Arturo, fue asimilando la situación. Si todo aquello era cierto, eso quería
decir que ella estaba muerta, pero no recordaba en ningún momento cuándo ni cómo
ocurrió, y ni se atrevió a preguntárselo a él, sería mejor dejar la incógnita
en el aire.
Un par de minutos luego, Mara abrió la puerta de su
consulta. Finalmente era llamado Arturo. Él volvió a sonreír a Diana y la
abrazó con fuerza. Caminó con paso ligero hasta la doctora y se giró una última
vez para despedirse de Diana.
-Por cierto. Yo era la
Arrogancia.
Y la puerta se cerró.
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