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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

miércoles, 9 de octubre de 2013

El Discípulo [3/3]


Habían transcurrido aproximadamente dos años, aunque se seguía recordando como si fuera ayer lo ocurrido en el Instituto Los Heraldos, no sólo por los supervivientes, sino por aquellos familiares y amigos que perdieron a alguien aquel fatídico día. Al principio, los nueve alumnos que lograron salir con vida, tenían la esperanza de que alguien más se hubiera mantenido sano y salvo de la matanza del Tanatohilador. Suplicaron a los policías que revisaran todo los recovecos existentes en el Institutos. Pero para nada hubo indicios de vida. Solamente tuvo la “compasión” de alargar las vidas de los estudiantes del Bachillerato de Ciencias de la Salud, el resto quedó colgando entre hilos, desangrándose sin poder aún razonar la situación.

A duras penas, el grupo, pudo acabar Bachillerato, no sólo por los recuerdos que les abrumaban cada noche al irse al dormir, también por las sospechas e injurias que se acometían contra ellos, pues muchos sospecharon que tenían algo que ver con todo ese genocidio. De hecho, a la hora de retirar los cuerpos, jamás se encontraron los del Tanatohilador y Arturo, su discípulo. Uriel sostuvo la teoría de que al perecer sus cuerpos se descompusieron en hebras, las cuales rodearon enseguida ambos cadáveres. Podría tener lógica con respecto a la muerte del primero, pero ¿y Arturo, nada más mantener el contacto visual recibió alguna clase de poder? Sea como sea, a día de hoy sigue siendo una incógnita capaz de mantener en vela a algunos de ellos por las noches, creyendo que algún día verán el retorno del Tanatohilador, y probablemente este sea Arturo…

Y aquí empieza todo.

Era el último día de Segundo de Bachillerato, la fiesta de graduación. Los nueve, Uriel, Blas, Paula, Sonia, Marta, Raúl, Sergio, Ricardo y Amanda, evidentemente ya no estaban en ese Instituto. Este había sido derruido para paliar los levantamientos de memorias funestas. Ya fue suficiente asistiendo a los innumerables funerales en el Diciembre de dos años atrás. Se notaba en sus caras, el resto de los compañeros de su clase conocía todo lo que había ocurrido, pero no podían compartir sus sentimientos. Mientras ellos mostraban un real júbilo al acercarse a las puertas de la Universidad, los demás, víctimas de recuerdos llenos de sangre, se sentían débiles hasta para esbozar una leve sonrisa de serenidad. Ni Uriel ni Blas, que recibieron la condecoración de una matrícula de honor, consiguieron fingir alegría. Era imposible borrar todo aquello, anhelaban bañar en disolvente sus mentes y evadir todas las penas que golpeaban sus corazones… Pero de entre los nueve la que peor lo había, y estaba, pasando era Amanda, la cual había incluido en su expediente numerosos intentos de suicidio. Ni el bello vestido esmeralda que llevó a la graduación pudo apartar las miradas de sus antebrazos, demacrados por mil y una cicatrices, aunque la única que no sanaba no se encontraba en su piel, sino en su miocardio, y sangraba sin cesar.

La celebración transcurrió rápido para los nueve. Todos sentados en las gradas del patio envidiando la ignorancia de sufrimiento de sus compañeros, todos a excepción de Paula, que en cuanto recibió el diploma se marchó apenas despidiéndose de sus amigos.

-Tendríamos que hacer como Paula –propuso Raúl –. No sé por qué aún permanecemos aquí… Puede que sea otro Instituto, pero estoy seguro de que no soy el único que al ver este ambiente recuerda… eso…

-Tienes razón ­–afirmó Blas anteponiéndose a que continuase hablando, pudiendo causar más dolor –. Será mejor que nos vayamos ya. Supongo que querréis que nos veamos durante este verano antes de que nos separemos en la Universidad. Por mi bien, aunque estas cosas nunca florecen y se quedan en borrosos planes nonatos.

Asintieron y se despidieron entre abrazos y alguna que otra lágrima. Era el momento de partir y disfrutar de esos tres meses que en el fondo no serían más que otras semanas en un calabozo de amargura. Lo mejor era que no se volvieran a ver, a riesgo de no compartir el dolor con semejantes, las mismas caras de agonía avivaban las llamas de la memoria…

Sin embargo, los planes fueron otros. Justo al llegar a sus casas y revisar el correo electrónico, todos vieron en su buzón de entrada un mensaje de Paula.

“Chicos, sé que los ánimos están por los suelos y que poco nos veremos este verano. Por eso, aprovechando la minúscula felicidad que ahora tenemos gracias a habernos graduado, me gustaría que vinierais mañana a mi casa de campo, la misma en la que hicimos la fiesta de Halloween hace cuatro años, y pasemos un fin de semana para evadirnos de todo. ¿Qué os parece la idea? Os espero allí sobre las doce de la mañana. Traed todo lo que necesitéis. Un beso.”

El único que dudó en asistir, como era de esperar, era Blas. Podría haber reforzado la amistad con ellos y haber soltado más de dos palabras seguidas durante un día entero, pero el aislamiento persistía en él. A pesar de ello, tras una encarnizada reflexión, optó por ir, básicamente porque le gustaba el ambiente solitario de la casa de Paula, lejos de vida a varios kilómetros a la redonda, sólo faltaba un asesino enmascarado rondando para poner la guinda al pastel.

A la mañana siguiente todos se despertaron temprano para dejar listos sus equipajes. Se despidieron de sus padres y salieron camino al punto de reunión que habían establecido. De entre los ocho, sólo dos sabían conducir en ese momento, habiéndose sacado el carné de conducir escasas semanas después de cumplir la mayoría. Esos dos eran Marta y Uriel. Sonia y Amanda irían con ella; Raúl, Sergio y Blas con él.

El viaje fue tranquilo. La música, como sedante, amenizó el momento y otorgó celeridad al tiempo. Últimamente el grupo había adoptado el comportamiento singular de Blas, casi no solían hablar, así que el trayecto se mantuvo sumergido en el silencio que muy raramente se rompía con preguntas insustanciales.
No obstante, lo que parecía el comienzo de un ocioso fin de semana entre amigos, no era más que la apertura del telón de un teatro tétrico…

Llegaron a la casa y Sergio pulsó el timbre. Nadie les abrió la puerta. Insistió golpeando la puerta, pero nada. Raúl dio un rodeo al hogar y descubrió que en la parte trasera había otra puerta que, extrañamente, estaba abierta. Avisó a los demás y entraron. Al llegar al salón principal vieron el respaldo de un sillón, en este asomaba por arriba la cabellera de Paula. Algo no iba bien, era casi imposible que se hubiera quedado dormida, y menos ahí.

Lentamente, Uriel se aproximó, y entonces confirmó lo impensable: Paula estaba muerta. Aunque lo peor era la forma en la que lo estaba. De golpe y porrazo una salva de recuerdos de “ese día” invadió la cabeza de Uriel. Paula estaba literalmente adherida al sillón. Tenía la piel de la espalda cosida al respaldo y los brazos cosidos a los soportes laterales para apoyarlos. Su boca y sus ojos también cerrados con el mismo hilo negro… En definitiva, parecía, sino era, otra víctima más del Tanatohilador.

Justo cuando todos divisaron el cadáver y entraron en pánico, previniendo que escaparan, misteriosamente los dos coches en los que habían venido estallaron en mil pedazos.

-Vale… mantened la calma –suplicó Uriel –.

-¿Cómo vamos a mantener la calma? –cuestionó Amanda –. ¡Claramente esto es una encerrona! Va a pasar como hace dos años… no…

Estaba en lo cierto, en ese instante sentían de todo menos tranquilidad. En el peor de los casos, incluso hubieran preferido ver a su amiga muerta de otra forma, pero esos hilos en su piel… La única alternativa que tenían era correr hasta dar con el pueblo más cercano, pero la última vez que escaparon del Tanatohilador les salió caro. Por ende, solamente podían afrontar el horror.

-Pensemos en frío –sugirió Sonia –. Si realmente esta casa también se ha convertido en el coto de caza de un monstruo, esta vez tenemos dos factores de nuestra parte. Esto es mucho más pequeño que una escuela, podremos dar con la localización del Tanatohilador. Además de eso, tenemos armas, supongo que en la cocina habrá cuchillos y demás utensilios cortantes.  No nos queda otra, no consideremos esto el retorno de un ente que viene a acabar el trabajo, sino como una oportunidad de vengarnos por los fallecidos.

Todos aceptaron. No solo sus lágrimas evocaban recuerdos de sufrimiento, entre algunas gotas se reflejaba la impotencia y la sed de represalias. Fueron a la cocina y se prepararon para la lucha. Blas y Raúl, que habían cogido un par de tijeras, fueron al lugar donde se asentaba Paula y cortaron los hilos que la mantenían unida al sillón, a continuación la dejaron en el suelo y la taparon con la tela de unas cortinas.

Tras una triste despedida, decidieron subir al segundo piso para comprobar si todo estaba despejado. Allí arriba únicamente hallaron silencio, el cual se rompió segundos después con la vibración de unos hilos. Ricardo, que iba delante, fue el que chocó contra ellos, eran tan finos que eran imperceptibles a simple vista. Se hallaban por todo el pasillo. En cuanto los cortes con estos hilos se hicieron prominentes y la sangre fluyó por su rostro, percatado, mandó parar a todos. No era seguro continuar.

En sus sospechas, Blas se quitó el abrigo y lo lanzó con fuerza hacia delante. Varios hilos se desprendieron del lugar donde colgaban. Entonces Blas comprobó su hipótesis: algunos de ellos activaban trampas. De algunos sitios de la pared, nada más la chaqueta desplazaba ciertas hebras, salían con suma fuerza unos puntiagudos palos de madera que se clavaban con extrema profundidad en la pared opuesta.

-Ricardo, has tenido suerte de no mover ningún hilo… importante –afirmó Blas aliviado –.

Ricardo le miró asustado, llevaba razón. Si el escozor de las finas heridas no le hubiera avisado, podría haber continuado y quién sabe si algunas de esas lanzas caseras se hubiera incrustado en su cráneo.

Analizando la situación, Blas propuso, con plena cautela, registrar las habitaciones de los laterales. Por ahora quedaba claro que el Tanatohilador llevaba ya un tiempo preparando todo, no iba a ser un ataque tan repentino como el de dos años atrás. Eran cuatro habitaciones, sin contar la del final del pasillo, así que entraron en parejas. Blas y Uriel fueron a la más lejana. Era una especie de trastero con una entropía apabullante, aunque nada extraño que pudiera indicar la presencia de trampas. Raúl y Sergio optaron por inspeccionar más allá de lo que sus sentidos ofrecían en la primera toma de contacto. Su habitación estaba intacta, apacible, con una cama realmente cómoda. Asegurándose de no dar un paso en falso, apoyaron sus cabezas en la pared y la percutieron con cuidado. Efectivamente la pared estaba hueca, muy probablemente se hubiera derruido para colocar los mecanismos. Esto mostraba que ni siquiera la preparación había llevado una semana o dos, esto era cuestión de varios meses, y eso descontando la existencia de más trampas de tal sofisticación.

Mientras todos investigaban, repentinamente, en la habitación donde estaban Ricardo y Amanda, se escuchó un profundo grito de terror, era ella. El resto corrió lo más rápido que pudo. Cuando abrieron la puerta vieron a Ricardo de rodillas con una flecha atravesándole el corazón. A un lado, Amanda, paralizada por el pánico. Ya no había forma de salvarle a él, en breves segundos se desangraría y su corazón cesaría de latir.


-¿Qué ha ocurrido, Amanda? –preguntó Uriel, incrédulo –.

­No podía ni hablar, simplemente señaló el suelo próximo a Ricardo y luego a la ventana. No hacía falta más, todo se explicaba con la imagen. Parece que había tablones que se levantaban al pisarlos. Ricardo tuvo la mala suerte de pisar uno de ellos haciendo que descendiera del tejado un muñeco, con una apariencia similar a la de un títere, y, de inmediato, se disparara una flecha de su abdomen. Probablemente tuviera más munición, así que Sergio imperó que nadie, Amanda inclusive, se moviera.


Al principio pudo contener el miedo y quedarse quieta, pero no pudo evitar mirar el rostro de aquel títere de pesadilla, al otro lado de la ventana. Aunque los ojos fueran botones, parecía que la miraba fijamente, con esa cruel sonrisa dibujada con hilo blanco simulando unos afilados dientes. No obstante, esa concentración en el muñeco hizo que se llevara un gran susto cuando Ricardo, en su último aliento, se giró y agarró el tobillo de Amanda.

-Salid… de aquí…

Y la fuerza le abandonó. Justo en ese momento, consciente de que, pese a que era su amigo, ahora mismo estaba piel con piel con un cadáver, el vaso de la calma se colmó y sus piernas, anárquicas frente al mandato de su cerebro, se movieron tratando de huir de la habitación. Desgraciadamente la fortuna esta vez no la acompañó y pisó uno de los tablones trampa. Sin que nadie pudiera agarrarla ni tirarla al suelo, una flecha se disparó cortando el viento para, milésimas de segundos después, acabar clavada en la región occipital de su cabeza.

La punta salió justo por la cuenca de su ojo izquierdo, arrancándoselo de cuajo y quedándose impregnado justo en el extremo del proyectil. Antes de que cayera al suelo, inerte, una última frase brotó de sus labios.

-Voy contigo… mi amor –susurró haciendo referencia a su difunto Amador, hasta dibujando en su faz una suave sonrisa que ocultaba el dolor –.

Ni siquiera pudieron arrastrar los cadáveres ni taparlos con alguna manta, tendrían que dejarlos allí, con sus flechas ensangrentadas, con la incertidumbre de no volver a verlos nunca más.

La idea de permanecer en la casa estaba perdiendo consistencia, cada segundo que transcurría era más apetecible el salir al exterior, a pesar de acabar expuestos a las garras de aquel monstruo. Uriel y Raúl cerraron todas las habitaciones y después siguieron por las escaleras al resto. Empuñaron con fuerza las armas improvisadas y afinaron la vista para que ningún hilo les pillara de improvisto.

Sergio abrió la puerta principal y todo parecía tranquilo. Al fondo vieron ondear aún unas pocas llamas en los dos vehículos. Blas se acercó y extrajo de entre los escombros un demacrado dispositivo. Era, al parecer, un móvil. Enseguida se percató de que no era una bomba convencional, sino casera, un explosivo que podría hacer cualquiera en su propia casa. Con esa prueba y el tipo de muerte que sufrieron Ricardo y Amanda, pudo deducir algo vital.

-Señores, buenas y malas noticias: el Tanatohilador no está aquí.

-¿Qué quieres decir, Blas? –preguntó Sonia intrigada –.

-Lo que reventó los coches era una clase de explosivo casero capaz de activarse al recibir un mensaje o una llamada del móvil al que va adherido. ¿Realmente el Tanatohilador necesitaría hacer esto cuando en el aparcamiento de Los Heraldos inutilizó todos los vehículos a excepción de uno con tan sólo hilo y aguja? Y, además, cierto que las trampas del piso de arriba eran activadas por hilos… hasta los tablones del suelo movían algunos para accionar el títere, pero ni Amanda ni Ricardo fueron atravesados por estos, ni por agujas. Empiezo a creer que sólo se han empleado dichas hebras para reavivar miedos del pasado. Nada más… Quien de verdad quiere matarnos es alguien… humano. Y si para preparar las trampas se necesita bastante tiempo… quiere decir que quien nos invitó aquí fue quien nos da caza.

-Pero si Paula fue la primera en morir, eso no tiene sentido… –contestó Sonia desorientada –.

-Que yo sepa –prosiguió Blas –, nadie se comunicó con ella después de recibir la invitación, por lo que ya podría… haber muerto. Con lo cual…

-El asesino es uno de nosotros seis, ¿eso pretendes decir?   –respondió Raúl un poco molesto –.

-Bueno, no ciertamente. Iba a decir que era alguien de nuestros círculos, pero… sí, la posibilidad de que sea alguno de nosotros también es válida.

A partir de ahí las miradas de colaboración se tornaron en pura desconfianza. Las piezas encajaban. Pero se conocían desde hace tantos años… ¿Quién sería tan frío como para destruir todo aquello?

-Bueno, sea quien sea de momento no se mostrará y fingirá colaborar, por lo que mientras tanto podemos continuar intentando escapar para buscar ayuda. –dijo Sergio de repente para romper aquel incómodo silencio–.

Todos asintieron y siguieron el camino de tierra que llevaba a la carretera. En cuestión de hora y media a velocidad moderada empezarían a pisar asfalto. Sin embargo, unos minutos después de emprender la caminata, divisaron en la lejanía un gran obstáculo que impediría por completo el avance. En una parte del trayecto había que pasar una montaña a través de un estrecho túnel, pero uno de los grandes árboles de los alrededores se había partido y ahora taponaba la entrada. No había otro sitio por el que ir, así que si no conseguían desplazar el tronco, tarea bastante complicada debido a su gran grosor, quedarían atrapados.

Podría haber otra alternativa de escape, pero no en ese relieve, siendo el terreno, antaño, un lago de proporciones colosales. De hecho, unos pocos años atrás habían más casas como la de Paula debido a la belleza que cobraba la zona en épocas primaverales, pero precisamente por el peligro de inundaciones de la cuenca, y habiendo un único sitio para salir de allí, acabaron abandonando sus hogares para posteriormente derribarlos. Solamente la familia de Paula decidió arriesgarse y permanecer con esa tranquila vivienda. Ahora, esas tierras ponían en peligro la vida de los que lo pisaban, y no les amenazaba precisamente una inundación. Tendrían que resignarse y regresar a la casa y esperar a que la cobertura les permitiera contactar con otro móvil que no fuera el de alguien más del grupo.

A pesar de la aparente seguridad al no ir por separado, el peligro volvió de nuevo. Primero se escuchó a lo lejos un sonido sibilante. Después, casi como si hubiera aparecido ahí de repente, una jabalina se clavó en el suelo a pocos centímetros del pie izquierdo de Uriel.

-¡Todos quietos! ­–ordenó Uriel –. Deben de haber cerca del suelo más hilos, no os mováis.

Sin moverse en absoluto, se agacharon con lentitud para buscar algún indicio de lo que Uriel aseguraba, pero no encontraron nada. A cambio, otra jabalina voló hacia ellos dando a entender que no había mecanismo alguno. El asesino estaba oculto entre el follaje, atacándoles. Y por desgracia a la segunda acertó clavándose en el hombro derecho de Raúl. El golpe provocó que cayera colina abajo chocando bruscamente contra un árbol.

Los otros seis pretendieron descender en su busca, pero Sergio se negó y les pidió que siguieran el camino a casa de Paula, que él ya se encargaría de recogerle. Les hizo entrar en razón, probablemente que bajaran hacia donde estaba Raúl era la intención principal del asesino, así que era mejor que sólo se arriesgara uno a bajar y no todos. Aún dudosos, les aseguró que estaría bien y que en cuestión de minutos les alcanzaría junto con su hermano.

Una tercera jabalina impactó, aunque esta vez no tuvo la misma puntería y acabó incrustada en la tierra como la primera. Fue la señal del fin de la despedida. Sergio se deslizó con rapidez por la falda de la colina, el resto siguió corriendo.

-Debe haberte dolido eso –declaró Sergio mientras incorporaba al aturdido Raúl . ¿Cómo te encuentras tío?

-Ugh… ¿a ti qué te parece? Tengo una puta jabalina atravesándome el hombro, sonriendo no voy a estar. –gruñó Raúl –. Por cierto, ¿y los demás?

-Les he dicho que continuaran el camino. Es lo más seguro.

-¿¡Cómo!? ¿Que separarnos cuando nos persigue un psicópata es una idea sensata?

-Relájate –contestó Sergio sonriendo –. En el peor de los casos no irá a por nosotros. Y si viene, ¿hace falta que te recuerde nuestra capacidad de percepción? Si ya es difícil en solitario que algo nos pille desprevenidos, juntos nadie podrá emboscarnos.

-Al no ser que lo hayas hecho porque tú eres quien está causando todo esto… –respondió Raúl con los ojos abiertos como platos ante horrenda conclusión –.

Sergio no pudo evitar la risa, tras unos segundos a carcajada limpia, se calmó un poco y continuó con la conversación.

-Desde pequeños tú siempre has sido el más conspirador y paranoico de los dos con diferencia. Te dejas engañar demasiado por los sentidos. Tú no los controlas, ellos te controlan a ti…

La intención de Sergio era hacerle comprender que él no era el asesino, pero lo dijo con un tono tan particular que sólo logró meter más miedo en la cabeza de Raúl. Este, atemorizado, huyó con dificultad, tambaleándose debido al dolor. Pero no llegó muy lejos. Fue a parar a una zona del bosque llena de hojas secas, y no estaban ahí por pura coincidencia, sino que estaban tapando un gran número de hoyos. Como era de esperar, Raúl cayó dentro de uno de ellos y terminó empalado en una de las cuantiosas, y afiladas, estacas que estaban colocadas en el fondo. Ni siquiera tuvo oportunidad de escapar, le fue seccionado el nervio frénico y dejó de respirar de inmediato.

Sergio, al verle ser misteriosamente tragado por la tierra, fue tras de él. Entonces, apenas conteniendo las lágrimas, se quedó tumbado con la cabeza asomada al hoyo, tendiéndole la mano a su hermano con la irreal esperanza de que la tomara y saliera de ahí.

Esos llantos, sin embargo, fueron los que sellaron su destino impidiéndole escuchar los pasos de un extraño encapuchado que justo ahora se situaba detrás de él. Unos suaves toques en su espalda le alertaron, se dio la vuelta y soltó un sonoro grito a causa del susto.

-¡Tú!

Y no dijo nada más. Había descubierto el rostro del verdadero asesino, pero no podría compartir dicha información con nadie. Un cuchillo, el cual le cortó la garganta, se encargó de ello. Seguidamente, el desconocido dio una patada a Sergio y lo lanzó al hoyo junto con su hermano, echó unas cuantas hojas secas para ocultar los cuerpos y se marchó del lugar yendo en dirección hacia, por supuesto, los demás. Parecía que su paciencia se había agotado, no iba a esperar a que fueran presas de otras trampas, él mismo acabaría el trabajo. Tan sólo quedaban cuatro.

Por su parte, ellos ya habían llegado a la vivienda y habían entrado. Estaban nerviosos, esperando que los gemelos entraran por la puerta, pero pasaron los minutos y nadie apareció por la entrada. La balanza cada vez se inclinaba más por sus defunciones, hasta que…

-Podemos casi confirmar la muerte de Raúl, aunque… ¿y si Sergio ha estado en todo momento detrás de esto? –se cuestionó Blas en voz alta –.

-¿Y si has sido tú? –preguntó Sonia ante el desconcierto de todos –. Sí, no me mires con esa cara. Recuerdo a la perfección cuando fantaseabas con que algún día se hiciera realidad alguno de los argumentos de esas películas de miedo que veías. Sí, en esas donde un grupo de gente es acechada por un monstruo homicida. Admítelo, la experiencia que sufrimos hace dos años no fue tan desagradable para ti. Apostaría a que por dentro estabas eufórico, preguntándote quién sería el siguiente en morir. Pero no salió a la perfección y sobrevivimos demasiados. Por ello empezaste a volverte más receptivo y hablador, conseguiste reforzar la amistad de los nueve que escapamos con vida de la matanza, así aceptaríamos en el futuro cualquier propuesta de quedar juntos. Y este sitio era perfecto para encerrarnos, incluso el panorama era digno de una película de las que te apasionan… Dime, ¿eran los bocetos de las trampas lo que dibujabas en las horas que teníamos de estudio libre, por eso tanto ocultismo con que nadie viera tu libreta?

Con esa última pregunta, irremediablemente Blas se rio sin parar.

-Oye, de verdad. La deducción es digna de elogio, pero falla en algo: en el acusado. Que me guste el terror no quiere decir que sea un asesino, ¿tú también eres de esas personas ignorantes que relacionan los hobbies con los estilos de vida? ¿Acaso alguien al que le guste el paintball después en su vida íntima va disparando a los demás? No me hagas reír… ¿Me resultó curiosa la situación que vivimos? No lo niego, pero eso no quiere decir que no fuera consciente de la gravedad de los hechos… Ah, y lo que dibujaba no era otra cosa que manga, solo que por allá entonces no se me daba tan bien y, bueno, digamos que me avergonzaba mostrar mis borradores al público…

-Buena coartada, pero no es convincente.

Tras ello, Sonia cargó contra él y lo empujó hasta la cocina. Rodaron por el suelo y ella se puso encima de él, sacó el cuchillo que había cogido con anterioridad de esa misma habitación y se dispuso a apuñalar a Blas. Por suerte, este interceptó el ataque y le agarró la muñeca.

-Sonia, para, por favor. Pongamos por un momento que yo soy el asesino, ¿cómo pude lanzar las jabalinas? Vimos con nuestros propios ojos que no eran activadas por ninguna clase de mecanismo. ¡Razona!

-Puede que eso derroque mi teoría, pero tal vez te esté ayudando alguien… Sí, debe ser eso. Pero todo acaba aquí, en cuanto atraviese tu pecho.

Siguieron forcejeando. Si Blas disminuía un poco la fuerza, podía darse por muerto. Uriel y Marta entraron veloces a la cocina y quisieron tirar de ella para separarlos, por desgracia era demasiada rabia la que Sonia tenía acumulada que ni por asomo iba a soltarse. Blas seguía empujando en dirección contraria a su tórax el brazo de ella, y Marta y Uriel tiraban hacia ellos. Pero Sonia era persistente.

-¿Y por qué siempre has estado tan tranquilo? ¡Respóndeme a eso!

-¿Por qué habría de estar nervioso si para mí no hay riesgo alguno? Siento decirte que soy inmortal…

-¡Deja de tomarte esto como un juego! En cuanto hunda esto en tu corazón ya no lo verás como una oscura broma.

-¡Es cierto! En incontables ocasiones mi vida ha pendido de un hilo y he logrado salir sano y salvo. La fortuna me acompaña… Veo que a ti no.

-¡Calla y muere, asesino!

Finalmente el sudor tomó un papel importante y las manos de Marta y de Uriel se deslizaron desprendiéndose de la blusa de Sonia. Salieron despedidos colisionando contra la pared con la fuerza suficiente para activar un último mecanismo letal que aguardaba allí desde el principio.

El techo que les cubría era falso, se hizo pedazos enseguida y destapó una red de cuchillos de jamonero atados a cuerdas. En cuanto la gravedad hiciera su trabajo las afiladas armas blancas caerían cortando todo a su paso.

Marta alertó a Sonia y a Blas. Ante la situación Sonia optó por soltarle y escapar de la cocina. Uriel y Marta no tuvieron problemas, pues se encontraban justo al lado de la puerta, pero la otra pareja lo tenía más difícil. Mientras que Blas decidió quedarse confiando en su suerte y su agilidad para esquivar los cuchillos, Sonia fue directa a la salida.

Quedó inmediatamente claro cuál era la decisión más segura. Sonia solamente tenía los ojos puestos en la puerta e ignoraba los cortantes péndulos que descendían sin piedad. Uno seccionó su mano, y hubiera podido gritar del dolor si no llega a ser porque, justo después, otro cuchillo fue directo a su frente atravesando por completo su cabeza. La cuerda atada al mango era tan fuerte que incluso, ya muerta, Sonia quedó pendida, casi de pie, meciéndose con suavidad, sin desplomarse en el suelo.

Apenas quedaban cuchillos en el techo. De momento Blas había conseguido evadir todos los ataques. Y al final, cuando el sonido del cortar del viento cesó, confirmando la amenaza nula, Blas echó un breve vistazo al cadáver de Sonia y luego miró a los otros dos.

­-¿Lo veis? Nada me puede matar –dijo con una amplia sonrisa –.

Sin embargo, como si el Dios de la ironía estuviera presente y quisiera hacerse notar, un último cuchillo, de cuya presencia ninguno de los tres se había dado cuenta, aún permanecía en el techo. La punta se había clavado un poco a la pared, pero era cuestión de tiempo que bajara junto con sus hermanos.

El cronómetro llegó a cero y al final se despegó trazando un recorrido descendente y diagonal cercenando la cabeza de Blas. Esta, que aún conservaba la sonrisa, rodó por el suelo mientras que el cuerpo aún seguía unos segundos de pie para después desmoronarse con brusquedad.

Esa última muerte, aparte de desasosiego, había levantado aún más incertidumbre. Marta y Uriel se conocían lo suficiente como para saber con seguridad que ninguno de los dos era el asesino. Y allí estuvieron, pensativos, con la mirada perdida, aún de cara a la cocina.

Fue el momento perfecto para el que se hallaba detrás de ellos dos. Marta sintió un leve pinchazo en su antebrazo, era una jeringuilla. Los efectos de la droga administrada surgieron de inmediato. Únicamente pudo ver, antes de caer dormida, al asesino propiciarle con una barra de hierro un contundente golpe en la cabeza a Uriel. Lo último que se preguntó Marta fue por qué, por qué no los mataba como al resto.

Con la vista aún borrosa, Marta se despertó en el sofá del salón. Lo primero que vio fue a Uriel en una esquina corriendo sin parar sobre una cinta andadora. Quiso incorporarse, extrañada a causa de tal imagen, pero un súbito empujón de un encapuchado la hundió contra la superficie del sofá. Puso un cuchillo en su garganta para hacerla entender que no quería verla hacer ningún movimiento sospechoso. Ella asintió con la cabeza y entonces este se quitó la capucha.

-¡Has sido tú! –gritó Marta con la respiración cortada –.

-En efecto –contestó Ricardo –. No ha salido todo a pedir de boca, pero en su mayoría el plan ha sido perfecto.

-No… no es posible, una flecha te perforó el corazón… ¡Te vimos morir!

-¡Me visteis fingir mi muerte! Oh… ¿cuántas veces me habréis oído bromear con lo de “soy el espejo de Sebas”? Por fuera tal vez no, pero por dentro ERA su reflejo. Todas las vísceras que tenía él a la derecha, yo las tengo a la izquierda y las que habían a su izquierda, yo las poseo a la derecha. Curiosa malformación la del situs inversus, ¿eh? Nunca pensé que me sería de utilidad hasta que surgió todo esto. El momento fue crítico, requería de una puntería sumamente precisa. La flecha se clavó justo donde una persona normal tiene los ventrículos cardiacos, aunque en mi caso tan sólo perforó carne. Sangré, por supuesto, pero la hemorragia no era letal. ¡Qué mejor coartada para que no sospechen de ti que morir delante de sus caras!

-¿Por qué, Ricardo? ¿Por qué has hecho esto? –preguntó Marta entre lágrimas –.

-¡Porque ninguno de nosotros somos mejores que Sebas! Ya viste el veredicto del Tanatohilador, ninguno fuimos aptos. Y sin embargo nosotros nueve conseguimos escapar… No, no era justo. Quizá hasta hubiera tomado otra decisión si hubiera elegido un discípulo, pero eso nunca ocurrió… Su voluntad era que todos muriésemos, por supuesto que no todo lo hago por él, yo también le odiaba, pero si la mayoría de la clase murió aquel día, no hay motivo para que otros merezcan vivir. Por eso elegí acabar su trabajo. Durante estos dos años, desde el mismo momento que vi fallecer a Sebas, supe que era yo quien debía poner remedio a tamaña injusticia. Trabajé muy duro diseñando todas estas trampas, pero imaginación no me faltaba.

Lo peor fue convencer durante las épocas festivas a Paula para que no viniera con la familia a esta casa. El resto fue coser y cantar. Ayer mismo por la noche quedé con ella en mi barrio. La sedé y llamé a un taxi para que nos dejara cerca de aquí. El idiota pensó que tan sólo estaba borracha… La asfixié e hice el trabajito de adherirla al sillón. Después regresé con vosotros al punto de reunión para partir con los vehículos. Una vez llegamos, aprovechando que sacaba la mochila del maletero, deposité el explosivo, y al caminar lancé el otro debajo del segundo coche. Lo demás ya lo conocéis, vuestra inexistente precaución os mató a los demás… Excepto a Raúl y a Sergio. Ahí tuve que improvisar con las jabalinas. Suerte que di en el blanco y Sergio hizo el resto.

Marta aún no podía creerse lo que le estaba contando. Una amistad surgida de la aleatoriedad que coloca a los alumnos en primero de la E.S.O. se ha convertido en el móvil de una oleada de sangre. Temblando, desvió la mirada de sus ojos y buscó los de Uriel.

-No le pidas ayuda, hazme caso, nos conviene que siga corriendo en la cinta. He colocado un dispositivo con un velocímetro. Si la velocidad aminora demasiado se enviarán unas ondas que activarán todos los explosivos que he colocado dentro de las paredes. Nadie saldría con vida, sobre todo él, que tiene uno bajo sus pies…

-¡Idiota! ¿También quieres morir? –dijo ella completamente nerviosa –.

-¿Quién ha dicho que no quiera? Verás… yo no soy el típico gilipollas que va afirmando que todos merecen morir y luego no tiene intención alguna de acabar con su propia vida. Que yo sepa… todos quiere decir TODOS, sin excepción alguna. Y te recuerdo que yo he dicho que ninguno de nosotros fuimos aptos, por lo que sería un poco hipócrita el salir vivo de aquí, desobedeciendo al Tanatohilador.

-Entonces, ¿qué pretendes?

-Creo que ya he contestado a eso… Verás, Uriel no es, precisamente, alguien muy atlético. Pronto comenzará a cansarse y tras un par de minutos más, no podrá evitar disminuir considerablemente el ritmo. En ese instante el velocímetro actuará y todo saltará por los aires. No creas que van a ser explosiones dignas de una película de Hollywood, pero… asimismo son igual de eficaces… Sin embargo, siempre me caíste bien, y tendrás el honor de no sentir absolutamente nada cuando la onda expansiva haga que tu cuerpo se despedace. En serio, considéralo mi última buena acción. Disponía de dos sedantes, uno para mí y otro era el que te administré antes. Por desgracia te has despertado antes de lo previsto, así que seré generoso y te daré mi dosis. Después de todo, tal vez merezca un leve castigo por lo que he hecho, que te recuerdo que soy plenamente consciente de que en nuestra sociedad el homicidio es algo… malo. Por Uriel… bueno, si no hubiera ido con tantos aires de liderazgo y no hubiera tomado la fatídica decisión de abrir la compuerta del aparcamiento, tal vez le hubiera traído un sedante para él solo, pero creo que estará de acuerdo en que fue una pieza clave para el asesinato de Sebas.

Uriel ni se dignó en responderle, estaba excesivamente ocupado concentrándose en no perder la compostura y seguir con la misma velocidad. Aún confiaba en que un milagro salvara, al menos, a Marta.

Desgraciadamente, nunca sucedió. Al ver Ricardo que Marta no tenía más preguntas, sin pedir permiso le aplicó el sedante. Ella ni siquiera opuso resistencia, estaba demasiado conmocionada aún como para reaccionar.

-Sabes –alegó Ricardo antes de que Marta volviera a un estado somnoliento –, tal vez yo no hubiera sido un mal discípulo.

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