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Habían transcurrido aproximadamente dos años, aunque se seguía recordando como si fuera ayer lo ocurrido en el Instituto Los Heraldos, no sólo por los supervivientes, sino por aquellos familiares y amigos que perdieron a alguien aquel fatídico día. Al principio, los nueve alumnos que lograron salir con vida, tenían la esperanza de que alguien más se hubiera mantenido sano y salvo de la matanza del Tanatohilador. Suplicaron a los policías que revisaran todo los recovecos existentes en el Institutos. Pero para nada hubo indicios de vida. Solamente tuvo la “compasión” de alargar las vidas de los estudiantes del Bachillerato de Ciencias de la Salud, el resto quedó colgando entre hilos, desangrándose sin poder aún razonar la situación.
A duras penas, el grupo, pudo acabar Bachillerato, no sólo
por los recuerdos que les abrumaban cada noche al irse al dormir, también por
las sospechas e injurias que se acometían contra ellos, pues muchos sospecharon
que tenían algo que ver con todo ese genocidio. De hecho, a la hora de retirar
los cuerpos, jamás se encontraron los del Tanatohilador y Arturo, su discípulo.
Uriel sostuvo la teoría de que al perecer sus cuerpos se descompusieron en
hebras, las cuales rodearon enseguida ambos cadáveres. Podría tener lógica con
respecto a la muerte del primero, pero ¿y Arturo, nada más mantener el contacto
visual recibió alguna clase de poder? Sea como sea, a día de hoy sigue siendo
una incógnita capaz de mantener en vela a algunos de ellos por las noches,
creyendo que algún día verán el retorno del Tanatohilador, y probablemente este
sea Arturo…
Y aquí empieza todo.
Era el último día de Segundo de Bachillerato, la fiesta de
graduación. Los nueve, Uriel, Blas, Paula, Sonia, Marta, Raúl, Sergio, Ricardo
y Amanda, evidentemente ya no estaban en ese Instituto. Este había sido
derruido para paliar los levantamientos de memorias funestas. Ya fue suficiente
asistiendo a los innumerables funerales en el Diciembre de dos años atrás. Se
notaba en sus caras, el resto de los compañeros de su clase conocía todo lo que
había ocurrido, pero no podían compartir sus sentimientos. Mientras ellos
mostraban un real júbilo al acercarse a las puertas de la Universidad, los
demás, víctimas de recuerdos llenos de sangre, se sentían débiles hasta para
esbozar una leve sonrisa de serenidad. Ni Uriel ni Blas, que recibieron la
condecoración de una matrícula de honor, consiguieron fingir alegría. Era
imposible borrar todo aquello, anhelaban bañar en disolvente sus mentes y
evadir todas las penas que golpeaban sus corazones… Pero de entre los nueve la
que peor lo había, y estaba, pasando era Amanda, la cual había incluido en su
expediente numerosos intentos de suicidio. Ni el bello vestido esmeralda que
llevó a la graduación pudo apartar las miradas de sus antebrazos, demacrados
por mil y una cicatrices, aunque la única que no sanaba no se encontraba en su
piel, sino en su miocardio, y sangraba sin cesar.
La celebración transcurrió rápido para los nueve. Todos
sentados en las gradas del patio envidiando la ignorancia de sufrimiento de sus
compañeros, todos a excepción de Paula, que en cuanto recibió el diploma se
marchó apenas despidiéndose de sus amigos.
-Tendríamos que hacer
como Paula –propuso Raúl –. No sé por
qué aún permanecemos aquí… Puede que sea otro Instituto, pero estoy seguro de
que no soy el único que al ver este ambiente recuerda… eso…
-Tienes razón –afirmó
Blas anteponiéndose a que continuase hablando, pudiendo causar más dolor –. Será mejor que nos vayamos ya. Supongo que
querréis que nos veamos durante este verano antes de que nos separemos en la
Universidad. Por mi bien, aunque estas cosas nunca florecen y se quedan en
borrosos planes nonatos.
Asintieron y se despidieron entre abrazos y alguna que otra
lágrima. Era el momento de partir y disfrutar de esos tres meses que en el
fondo no serían más que otras semanas en un calabozo de amargura. Lo mejor era
que no se volvieran a ver, a riesgo de no compartir el dolor con semejantes,
las mismas caras de agonía avivaban las llamas de la memoria…
Sin embargo, los planes fueron otros. Justo al llegar a sus
casas y revisar el correo electrónico, todos vieron en su buzón de entrada un
mensaje de Paula.
“Chicos, sé que los ánimos están por los suelos y que poco
nos veremos este verano. Por eso, aprovechando la minúscula felicidad que ahora
tenemos gracias a habernos graduado, me gustaría que vinierais mañana a mi casa
de campo, la misma en la que hicimos la fiesta de Halloween hace cuatro años, y
pasemos un fin de semana para evadirnos de todo. ¿Qué os parece la idea? Os
espero allí sobre las doce de la mañana. Traed todo lo que necesitéis. Un
beso.”
El único que dudó en asistir, como era de esperar, era Blas.
Podría haber reforzado la amistad con ellos y haber soltado más de dos palabras
seguidas durante un día entero, pero el aislamiento persistía en él. A pesar de
ello, tras una encarnizada reflexión, optó por ir, básicamente porque le
gustaba el ambiente solitario de la casa de Paula, lejos de vida a varios
kilómetros a la redonda, sólo faltaba un asesino enmascarado rondando para
poner la guinda al pastel.
A la mañana siguiente todos se despertaron temprano para dejar
listos sus equipajes. Se despidieron de sus padres y salieron camino al punto
de reunión que habían establecido. De entre los ocho, sólo dos sabían conducir
en ese momento, habiéndose sacado el carné de conducir escasas semanas después
de cumplir la mayoría. Esos dos eran Marta y Uriel. Sonia y Amanda irían con ella; Raúl, Sergio y Blas con él.
El viaje fue tranquilo. La música, como sedante, amenizó el
momento y otorgó celeridad al tiempo. Últimamente el grupo había adoptado el
comportamiento singular de Blas, casi no solían hablar, así que el trayecto se
mantuvo sumergido en el silencio que muy raramente se rompía con preguntas
insustanciales.
No obstante, lo que parecía el comienzo de un ocioso fin de
semana entre amigos, no era más que la apertura del telón de un teatro tétrico…
Llegaron a la casa y Sergio pulsó el timbre. Nadie les abrió
la puerta. Insistió golpeando la puerta, pero nada. Raúl dio un rodeo al hogar
y descubrió que en la parte trasera había otra puerta que, extrañamente, estaba
abierta. Avisó a los demás y entraron. Al llegar al salón principal vieron el
respaldo de un sillón, en este asomaba por arriba la cabellera de Paula. Algo
no iba bien, era casi imposible que se hubiera quedado dormida, y menos ahí.
Lentamente, Uriel se aproximó, y entonces confirmó lo
impensable: Paula estaba muerta. Aunque lo peor era la forma en la que lo
estaba. De golpe y porrazo una salva de recuerdos de “ese día” invadió la
cabeza de Uriel. Paula estaba literalmente adherida al sillón. Tenía la piel de
la espalda cosida al respaldo y los brazos cosidos a los soportes laterales
para apoyarlos. Su boca y sus ojos también cerrados con el mismo hilo negro… En
definitiva, parecía, sino era, otra víctima más del Tanatohilador.
Justo cuando todos divisaron el cadáver y entraron en
pánico, previniendo que escaparan, misteriosamente los dos coches en los que
habían venido estallaron en mil pedazos.
-Vale… mantened la
calma –suplicó Uriel –.
-¿Cómo vamos a
mantener la calma? –cuestionó Amanda –. ¡Claramente
esto es una encerrona! Va a pasar como hace dos años… no…
Estaba en lo cierto, en ese instante sentían de todo menos
tranquilidad. En el peor de los casos, incluso hubieran preferido ver a su
amiga muerta de otra forma, pero esos hilos en su piel… La única alternativa
que tenían era correr hasta dar con el pueblo más cercano, pero la última vez
que escaparon del Tanatohilador les salió caro. Por ende, solamente podían
afrontar el horror.
-Pensemos en frío –sugirió
Sonia –. Si realmente esta casa también
se ha convertido en el coto de caza de un monstruo, esta vez tenemos dos
factores de nuestra parte. Esto es mucho más pequeño que una escuela, podremos
dar con la localización del Tanatohilador. Además de eso, tenemos armas,
supongo que en la cocina habrá cuchillos y demás utensilios cortantes. No nos queda otra, no consideremos esto el
retorno de un ente que viene a acabar el trabajo, sino como una oportunidad de
vengarnos por los fallecidos.
Todos aceptaron. No solo sus lágrimas evocaban recuerdos de
sufrimiento, entre algunas gotas se reflejaba la impotencia y la sed de
represalias. Fueron a la cocina y se prepararon para la lucha. Blas y Raúl, que
habían cogido un par de tijeras, fueron al lugar donde se asentaba Paula y
cortaron los hilos que la mantenían unida al sillón, a continuación la dejaron
en el suelo y la taparon con la tela de unas cortinas.
Tras una triste despedida, decidieron subir al segundo piso
para comprobar si todo estaba despejado. Allí arriba únicamente hallaron silencio,
el cual se rompió segundos después con la vibración de unos hilos. Ricardo, que
iba delante, fue el que chocó contra ellos, eran tan finos que eran
imperceptibles a simple vista. Se hallaban por todo el pasillo. En cuanto los
cortes con estos hilos se hicieron prominentes y la sangre fluyó por su rostro,
percatado, mandó parar a todos. No era seguro continuar.
En sus sospechas, Blas se quitó el abrigo y lo lanzó con
fuerza hacia delante. Varios hilos se desprendieron del lugar donde colgaban. Entonces
Blas comprobó su hipótesis: algunos de ellos activaban trampas. De algunos
sitios de la pared, nada más la chaqueta desplazaba ciertas hebras, salían con
suma fuerza unos puntiagudos palos de madera que se clavaban con extrema
profundidad en la pared opuesta.
-Ricardo, has tenido
suerte de no mover ningún hilo… importante –afirmó Blas aliviado –.
Ricardo le miró asustado, llevaba razón. Si el escozor de
las finas heridas no le hubiera avisado, podría haber continuado y quién sabe
si algunas de esas lanzas caseras se hubiera incrustado en su cráneo.
Analizando la situación, Blas propuso, con plena cautela,
registrar las habitaciones de los laterales. Por ahora quedaba claro que el
Tanatohilador llevaba ya un tiempo preparando todo, no iba a ser un ataque tan
repentino como el de dos años atrás. Eran cuatro habitaciones, sin contar la
del final del pasillo, así que entraron en parejas. Blas y Uriel fueron a la
más lejana. Era una especie de trastero con una entropía apabullante, aunque
nada extraño que pudiera indicar la presencia de trampas. Raúl y Sergio optaron
por inspeccionar más allá de lo que sus sentidos ofrecían en la primera toma de
contacto. Su habitación estaba intacta, apacible, con una cama realmente
cómoda. Asegurándose de no dar un paso en falso, apoyaron sus cabezas en la
pared y la percutieron con cuidado. Efectivamente la pared estaba hueca, muy
probablemente se hubiera derruido para colocar los mecanismos. Esto mostraba
que ni siquiera la preparación había llevado una semana o dos, esto era cuestión
de varios meses, y eso descontando la existencia de más trampas de tal
sofisticación.
Mientras todos investigaban, repentinamente, en la
habitación donde estaban Ricardo y Amanda, se escuchó un profundo grito de
terror, era ella. El resto corrió lo más rápido que pudo. Cuando abrieron la
puerta vieron a Ricardo de rodillas con una flecha atravesándole el corazón. A
un lado, Amanda, paralizada por el pánico. Ya no había forma de salvarle a él,
en breves segundos se desangraría y su corazón cesaría de latir.
No podía ni hablar, simplemente señaló el suelo próximo a
Ricardo y luego a la ventana. No hacía falta más, todo se explicaba con la
imagen. Parece que había tablones que se levantaban al pisarlos. Ricardo tuvo
la mala suerte de pisar uno de ellos haciendo que descendiera del tejado un
muñeco, con una apariencia similar a la de un títere, y, de inmediato, se
disparara una flecha de su abdomen. Probablemente tuviera más munición, así que
Sergio imperó que nadie, Amanda inclusive, se moviera.
Al principio pudo contener el miedo y quedarse quieta, pero
no pudo evitar mirar el rostro de aquel títere de pesadilla, al otro lado de la
ventana. Aunque los ojos fueran botones, parecía que la miraba fijamente, con
esa cruel sonrisa dibujada con hilo blanco simulando unos afilados dientes. No
obstante, esa concentración en el muñeco hizo que se llevara un gran susto
cuando Ricardo, en su último aliento, se giró y agarró el tobillo de Amanda.
-Salid… de aquí…
Y la fuerza le abandonó. Justo en ese momento, consciente de
que, pese a que era su amigo, ahora mismo estaba piel con piel con un cadáver,
el vaso de la calma se colmó y sus piernas, anárquicas frente al mandato de su
cerebro, se movieron tratando de huir de la habitación. Desgraciadamente la
fortuna esta vez no la acompañó y pisó uno de los tablones trampa. Sin que
nadie pudiera agarrarla ni tirarla al suelo, una flecha se disparó cortando el
viento para, milésimas de segundos después, acabar clavada en la región
occipital de su cabeza.
La punta salió justo por la cuenca de su ojo izquierdo,
arrancándoselo de cuajo y quedándose impregnado justo en el extremo del
proyectil. Antes de que cayera al suelo, inerte, una última frase brotó de sus
labios.
-Voy contigo… mi amor –susurró
haciendo referencia a su difunto Amador, hasta dibujando en su faz una suave
sonrisa que ocultaba el dolor –.
Ni siquiera pudieron arrastrar los cadáveres ni taparlos con
alguna manta, tendrían que dejarlos allí, con sus flechas ensangrentadas, con
la incertidumbre de no volver a verlos nunca más.
La idea de permanecer en la casa estaba perdiendo
consistencia, cada segundo que transcurría era más apetecible el salir al exterior,
a pesar de acabar expuestos a las garras de aquel monstruo. Uriel y Raúl
cerraron todas las habitaciones y después siguieron por las escaleras al resto.
Empuñaron con fuerza las armas improvisadas y afinaron la vista para que ningún
hilo les pillara de improvisto.
Sergio abrió la puerta principal y todo parecía tranquilo.
Al fondo vieron ondear aún unas pocas llamas en los dos vehículos. Blas se
acercó y extrajo de entre los escombros un demacrado dispositivo. Era, al
parecer, un móvil. Enseguida se percató de que no era una bomba convencional,
sino casera, un explosivo que podría hacer cualquiera en su propia casa. Con
esa prueba y el tipo de muerte que sufrieron Ricardo y Amanda, pudo deducir
algo vital.
-Señores, buenas y
malas noticias: el Tanatohilador no está aquí.
-¿Qué quieres decir,
Blas? –preguntó Sonia intrigada –.
-Lo que reventó los
coches era una clase de explosivo casero capaz de activarse al recibir un
mensaje o una llamada del móvil al que va adherido. ¿Realmente el Tanatohilador
necesitaría hacer esto cuando en el aparcamiento de Los Heraldos inutilizó
todos los vehículos a excepción de uno con tan sólo hilo y aguja? Y, además,
cierto que las trampas del piso de arriba eran activadas por hilos… hasta los
tablones del suelo movían algunos para accionar el títere, pero ni Amanda ni
Ricardo fueron atravesados por estos, ni por agujas. Empiezo a creer que sólo
se han empleado dichas hebras para reavivar miedos del pasado. Nada más… Quien
de verdad quiere matarnos es alguien… humano. Y si para preparar las trampas se
necesita bastante tiempo… quiere decir que quien nos invitó aquí fue quien nos
da caza.
-Pero si Paula fue la
primera en morir, eso no tiene sentido… –contestó Sonia desorientada –.
-Que yo sepa
–prosiguió Blas –, nadie se comunicó con
ella después de recibir la invitación, por lo que ya podría… haber muerto. Con
lo cual…
-El asesino es uno de
nosotros seis, ¿eso pretendes decir? –respondió Raúl un poco molesto –.
-Bueno, no
ciertamente. Iba a decir que era alguien de nuestros círculos, pero… sí, la
posibilidad de que sea alguno de nosotros también es válida.
A partir de ahí las miradas de colaboración se tornaron en
pura desconfianza. Las piezas encajaban. Pero se conocían desde hace tantos
años… ¿Quién sería tan frío como para destruir todo aquello?
-Bueno, sea quien sea
de momento no se mostrará y fingirá colaborar, por lo que mientras tanto podemos
continuar intentando escapar para buscar ayuda. –dijo Sergio de repente
para romper aquel incómodo silencio–.
Todos asintieron y siguieron el camino de tierra que llevaba
a la carretera. En cuestión de hora y media a velocidad moderada empezarían a
pisar asfalto. Sin embargo, unos minutos después de emprender la caminata,
divisaron en la lejanía un gran obstáculo que impediría por completo el avance.
En una parte del trayecto había que pasar una montaña a través de un estrecho
túnel, pero uno de los grandes árboles de los alrededores se había partido y
ahora taponaba la entrada. No había otro sitio por el que ir, así que si no
conseguían desplazar el tronco, tarea bastante complicada debido a su gran
grosor, quedarían atrapados.
Podría haber otra alternativa de escape, pero no en ese
relieve, siendo el terreno, antaño, un lago de proporciones colosales. De
hecho, unos pocos años atrás habían más casas como la de Paula debido a la
belleza que cobraba la zona en épocas primaverales, pero precisamente por el
peligro de inundaciones de la cuenca, y habiendo un único sitio para salir de
allí, acabaron abandonando sus hogares para posteriormente derribarlos.
Solamente la familia de Paula decidió arriesgarse y permanecer con esa
tranquila vivienda. Ahora, esas tierras ponían en peligro la vida de los que lo
pisaban, y no les amenazaba precisamente una inundación. Tendrían que
resignarse y regresar a la casa y esperar a que la cobertura les permitiera
contactar con otro móvil que no fuera el de alguien más del grupo.
A pesar de la aparente seguridad al no ir por separado, el
peligro volvió de nuevo. Primero se escuchó a lo lejos un sonido sibilante. Después,
casi como si hubiera aparecido ahí de repente, una jabalina se clavó en el
suelo a pocos centímetros del pie izquierdo de Uriel.
-¡Todos quietos! –ordenó
Uriel –. Deben de haber cerca del suelo
más hilos, no os mováis.
Sin moverse en absoluto, se agacharon con lentitud para
buscar algún indicio de lo que Uriel aseguraba, pero no encontraron nada. A
cambio, otra jabalina voló hacia ellos dando a entender que no había mecanismo
alguno. El asesino estaba oculto entre el follaje, atacándoles. Y por desgracia
a la segunda acertó clavándose en el hombro derecho de Raúl. El golpe provocó
que cayera colina abajo chocando bruscamente contra un árbol.
Los otros seis pretendieron descender en su busca, pero
Sergio se negó y les pidió que siguieran el camino a casa de Paula, que él ya
se encargaría de recogerle. Les hizo entrar en razón, probablemente que bajaran
hacia donde estaba Raúl era la intención principal del asesino, así que era
mejor que sólo se arriesgara uno a bajar y no todos. Aún dudosos, les aseguró
que estaría bien y que en cuestión de minutos les alcanzaría junto con su
hermano.
Una tercera jabalina impactó, aunque esta vez no tuvo la
misma puntería y acabó incrustada en la tierra como la primera. Fue la señal
del fin de la despedida. Sergio se deslizó con rapidez por la falda de la
colina, el resto siguió corriendo.
-Debe haberte dolido
eso –declaró Sergio mientras incorporaba al aturdido Raúl –. ¿Cómo
te encuentras tío?
-Ugh… ¿a ti qué te
parece? Tengo una puta jabalina atravesándome el hombro, sonriendo no voy a
estar. –gruñó Raúl –. Por cierto, ¿y
los demás?
-Les he dicho que
continuaran el camino. Es lo más seguro.
-¿¡Cómo!? ¿Que
separarnos cuando nos persigue un psicópata es una idea sensata?
-Relájate –contestó
Sergio sonriendo –. En el peor de los
casos no irá a por nosotros. Y si viene, ¿hace falta que te recuerde nuestra
capacidad de percepción? Si ya es difícil en solitario que algo nos pille
desprevenidos, juntos nadie podrá emboscarnos.
-Al no ser que lo
hayas hecho porque tú eres quien está causando todo esto… –respondió Raúl
con los ojos abiertos como platos ante horrenda conclusión –.
Sergio no pudo evitar la risa, tras unos segundos a
carcajada limpia, se calmó un poco y continuó con la conversación.
-Desde pequeños tú siempre
has sido el más conspirador y paranoico de los dos con diferencia. Te dejas
engañar demasiado por los sentidos. Tú no los controlas, ellos te controlan a
ti…
La intención de Sergio era hacerle comprender que él no era
el asesino, pero lo dijo con un tono tan particular que sólo logró meter más
miedo en la cabeza de Raúl. Este, atemorizado, huyó con dificultad,
tambaleándose debido al dolor. Pero no llegó muy lejos. Fue a parar a una zona del
bosque llena de hojas secas, y no estaban ahí por pura coincidencia, sino que
estaban tapando un gran número de hoyos. Como era de esperar, Raúl cayó dentro
de uno de ellos y terminó empalado en una de las cuantiosas, y afiladas,
estacas que estaban colocadas en el fondo. Ni siquiera tuvo oportunidad de
escapar, le fue seccionado el nervio frénico y dejó de respirar de inmediato.
Sergio, al verle ser misteriosamente tragado por la tierra,
fue tras de él. Entonces, apenas conteniendo las lágrimas, se quedó tumbado con
la cabeza asomada al hoyo, tendiéndole la mano a su hermano con la irreal
esperanza de que la tomara y saliera de ahí.
Esos llantos, sin embargo, fueron los que sellaron su
destino impidiéndole escuchar los pasos de un extraño encapuchado que justo ahora se
situaba detrás de él. Unos suaves toques en su espalda le alertaron, se dio la
vuelta y soltó un sonoro grito a causa del susto.
-¡Tú!

Por su parte, ellos ya habían llegado a la vivienda y habían
entrado. Estaban nerviosos, esperando que los gemelos entraran por la puerta,
pero pasaron los minutos y nadie apareció por la entrada. La balanza cada vez
se inclinaba más por sus defunciones, hasta que…
-Podemos casi
confirmar la muerte de Raúl, aunque… ¿y si Sergio ha estado en todo momento
detrás de esto? –se cuestionó Blas en voz alta –.
-¿Y si has sido tú? –preguntó
Sonia ante el desconcierto de todos –. Sí,
no me mires con esa cara. Recuerdo a la perfección cuando fantaseabas con que
algún día se hiciera realidad alguno de los argumentos de esas películas de
miedo que veías. Sí, en esas donde un grupo de gente es acechada por un
monstruo homicida. Admítelo, la experiencia que sufrimos hace dos años no fue
tan desagradable para ti. Apostaría a que por dentro estabas eufórico,
preguntándote quién sería el siguiente en morir. Pero no salió a la perfección
y sobrevivimos demasiados. Por ello empezaste a volverte más receptivo y
hablador, conseguiste reforzar la amistad de los nueve que escapamos con vida
de la matanza, así aceptaríamos en el futuro cualquier propuesta de quedar juntos.
Y este sitio era perfecto para encerrarnos, incluso el panorama era digno de
una película de las que te apasionan… Dime, ¿eran los bocetos de las trampas lo
que dibujabas en las horas que teníamos de estudio libre, por eso tanto
ocultismo con que nadie viera tu libreta?
Con esa última pregunta, irremediablemente Blas se rio sin
parar.
-Oye, de verdad. La
deducción es digna de elogio, pero falla en algo: en el acusado. Que me guste
el terror no quiere decir que sea un asesino, ¿tú también eres de esas personas
ignorantes que relacionan los hobbies con los estilos de vida? ¿Acaso alguien
al que le guste el paintball después en su vida íntima va disparando a los
demás? No me hagas reír… ¿Me resultó curiosa la situación que vivimos? No lo
niego, pero eso no quiere decir que no fuera consciente de la gravedad de los
hechos… Ah, y lo que dibujaba no era otra cosa que manga, solo que por allá
entonces no se me daba tan bien y, bueno, digamos que me avergonzaba mostrar
mis borradores al público…
-Buena coartada, pero
no es convincente.
Tras ello, Sonia cargó contra él y lo empujó hasta la
cocina. Rodaron por el suelo y ella se puso encima de él, sacó el cuchillo que
había cogido con anterioridad de esa misma habitación y se dispuso a apuñalar a
Blas. Por suerte, este interceptó el ataque y le agarró la muñeca.
-Sonia, para, por
favor. Pongamos por un momento que yo soy el asesino, ¿cómo pude lanzar las
jabalinas? Vimos con nuestros propios ojos que no eran activadas por ninguna
clase de mecanismo. ¡Razona!
-Puede que eso
derroque mi teoría, pero tal vez te esté ayudando alguien… Sí, debe ser eso.
Pero todo acaba aquí, en cuanto atraviese tu pecho.
Siguieron forcejeando. Si Blas disminuía un poco la fuerza,
podía darse por muerto. Uriel y Marta entraron veloces a la cocina y quisieron
tirar de ella para separarlos, por desgracia era demasiada rabia la que Sonia
tenía acumulada que ni por asomo iba a soltarse. Blas seguía empujando en
dirección contraria a su tórax el brazo de ella, y Marta y Uriel tiraban hacia
ellos. Pero Sonia era persistente.
-¿Y por qué siempre
has estado tan tranquilo? ¡Respóndeme a eso!
-¿Por qué habría de
estar nervioso si para mí no hay riesgo alguno? Siento decirte que soy
inmortal…
-¡Deja de tomarte esto
como un juego! En cuanto hunda esto en tu corazón ya no lo verás como una
oscura broma.
-¡Es cierto! En
incontables ocasiones mi vida ha pendido de un hilo y he logrado salir sano y
salvo. La fortuna me acompaña… Veo que a ti no.
-¡Calla y muere,
asesino!
Finalmente el sudor tomó un papel importante y las manos de
Marta y de Uriel se deslizaron desprendiéndose de la blusa de Sonia. Salieron
despedidos colisionando contra la pared con la fuerza suficiente para activar
un último mecanismo letal que aguardaba allí desde el principio.
El techo que les cubría era falso, se hizo pedazos enseguida
y destapó una red de cuchillos de jamonero atados a cuerdas. En cuanto la
gravedad hiciera su trabajo las afiladas armas blancas caerían cortando todo a
su paso.
Marta alertó a Sonia y a Blas. Ante la situación Sonia optó
por soltarle y escapar de la cocina. Uriel y Marta no tuvieron problemas, pues
se encontraban justo al lado de la puerta, pero la otra pareja lo tenía más
difícil. Mientras que Blas decidió quedarse confiando en su suerte y su
agilidad para esquivar los cuchillos, Sonia fue directa a la salida.
Quedó inmediatamente claro cuál era la decisión más segura.
Sonia solamente tenía los ojos puestos en la puerta e ignoraba los cortantes
péndulos que descendían sin piedad. Uno seccionó su mano, y hubiera podido
gritar del dolor si no llega a ser porque, justo después, otro cuchillo fue
directo a su frente atravesando por completo su cabeza. La cuerda atada al
mango era tan fuerte que incluso, ya muerta, Sonia quedó pendida, casi de pie,
meciéndose con suavidad, sin desplomarse en el suelo.
Apenas quedaban cuchillos en el techo. De momento Blas había
conseguido evadir todos los ataques. Y al final, cuando el sonido del cortar
del viento cesó, confirmando la amenaza nula, Blas echó un breve vistazo al
cadáver de Sonia y luego miró a los otros dos.
-¿Lo veis? Nada me
puede matar –dijo con una amplia sonrisa –.
Sin embargo, como si el Dios de la ironía estuviera presente
y quisiera hacerse notar, un último cuchillo, de cuya presencia ninguno de los
tres se había dado cuenta, aún permanecía en el techo. La punta se había
clavado un poco a la pared, pero era cuestión de tiempo que bajara junto con
sus hermanos.
El cronómetro llegó a cero y al final se despegó trazando un
recorrido descendente y diagonal cercenando la cabeza de Blas. Esta, que aún
conservaba la sonrisa, rodó por el suelo mientras que el cuerpo aún seguía unos
segundos de pie para después desmoronarse con brusquedad.
Esa última muerte, aparte de desasosiego, había levantado
aún más incertidumbre. Marta y Uriel se conocían lo suficiente como para saber
con seguridad que ninguno de los dos era el asesino. Y allí estuvieron,
pensativos, con la mirada perdida, aún de cara a la cocina.
Fue el momento perfecto para el que se hallaba detrás de ellos
dos. Marta sintió un leve pinchazo en su antebrazo, era una jeringuilla. Los
efectos de la droga administrada surgieron de inmediato. Únicamente pudo ver,
antes de caer dormida, al asesino propiciarle con una barra de hierro un
contundente golpe en la cabeza a Uriel. Lo último que se preguntó Marta fue por
qué, por qué no los mataba como al resto.
Con la vista aún borrosa, Marta se despertó en el sofá del
salón. Lo primero que vio fue a Uriel en una esquina corriendo sin parar sobre
una cinta andadora. Quiso incorporarse, extrañada a causa de tal imagen, pero
un súbito empujón de un encapuchado la hundió contra la superficie del sofá.
Puso un cuchillo en su garganta para hacerla entender que no quería verla hacer
ningún movimiento sospechoso. Ella asintió con la cabeza y entonces este se
quitó la capucha.
-¡Has sido tú! –gritó
Marta con la respiración cortada –.
-En efecto –contestó
Ricardo –. No ha salido todo a pedir de
boca, pero en su mayoría el plan ha sido perfecto.
-No… no es posible,
una flecha te perforó el corazón… ¡Te vimos morir!
-¡Me visteis fingir mi
muerte! Oh… ¿cuántas veces me habréis oído bromear con lo de “soy el espejo de
Sebas”? Por fuera tal vez no, pero por dentro ERA su reflejo. Todas las
vísceras que tenía él a la derecha, yo las tengo a la izquierda y las que
habían a su izquierda, yo las poseo a la derecha. Curiosa malformación la del
situs inversus, ¿eh? Nunca pensé que me sería de utilidad hasta que surgió todo
esto. El momento fue crítico, requería de una puntería sumamente precisa. La
flecha se clavó justo donde una persona normal tiene los ventrículos cardiacos,
aunque en mi caso tan sólo perforó carne. Sangré, por supuesto, pero la
hemorragia no era letal. ¡Qué mejor coartada para que no sospechen de ti que
morir delante de sus caras!
-¿Por qué, Ricardo? ¿Por qué has hecho esto? –preguntó Marta entre
lágrimas –.
-¡Porque ninguno de
nosotros somos mejores que Sebas! Ya viste el veredicto del Tanatohilador,
ninguno fuimos aptos. Y sin embargo nosotros nueve conseguimos escapar… No, no
era justo. Quizá hasta hubiera tomado otra decisión si hubiera elegido un
discípulo, pero eso nunca ocurrió… Su voluntad era que todos muriésemos, por
supuesto que no todo lo hago por él, yo también le odiaba, pero si la mayoría
de la clase murió aquel día, no hay motivo para que otros merezcan vivir. Por
eso elegí acabar su trabajo. Durante estos dos años, desde el mismo momento que
vi fallecer a Sebas, supe que era yo quien debía poner remedio a tamaña
injusticia. Trabajé muy duro diseñando todas estas trampas, pero imaginación no
me faltaba.
Lo peor fue convencer
durante las épocas festivas a Paula para que no viniera con la familia a esta
casa. El resto fue coser y cantar. Ayer mismo por la noche quedé con ella en mi
barrio. La sedé y llamé a un taxi para que nos dejara cerca de aquí. El idiota
pensó que tan sólo estaba borracha… La asfixié e hice el trabajito de adherirla
al sillón. Después regresé con vosotros al punto de reunión para partir con los
vehículos. Una vez llegamos, aprovechando que sacaba la mochila del maletero,
deposité el explosivo, y al caminar lancé el otro debajo del segundo coche. Lo
demás ya lo conocéis, vuestra inexistente precaución os mató a los demás…
Excepto a Raúl y a Sergio. Ahí tuve que improvisar con las jabalinas. Suerte
que di en el blanco y Sergio hizo el resto.
Marta aún no podía creerse lo que le estaba contando. Una
amistad surgida de la aleatoriedad que coloca a los alumnos en primero de la
E.S.O. se ha convertido en el móvil de una oleada de sangre. Temblando, desvió
la mirada de sus ojos y buscó los de Uriel.
-No le pidas ayuda,
hazme caso, nos conviene que siga corriendo en la cinta. He colocado un
dispositivo con un velocímetro. Si la velocidad aminora demasiado se enviarán
unas ondas que activarán todos los explosivos que he colocado dentro de las
paredes. Nadie saldría con vida, sobre todo él, que tiene uno bajo sus pies…
-¡Idiota! ¿También
quieres morir? –dijo ella completamente nerviosa –.
-¿Quién ha dicho que
no quiera? Verás… yo no soy el típico gilipollas que va afirmando que todos
merecen morir y luego no tiene intención alguna de acabar con su propia vida.
Que yo sepa… todos quiere decir TODOS, sin excepción alguna. Y te recuerdo que
yo he dicho que ninguno de nosotros fuimos aptos, por lo que sería un poco
hipócrita el salir vivo de aquí, desobedeciendo al Tanatohilador.
-Entonces, ¿qué
pretendes?
-Creo que ya he
contestado a eso… Verás, Uriel no es, precisamente, alguien muy atlético.
Pronto comenzará a cansarse y tras un par de minutos más, no podrá evitar
disminuir considerablemente el ritmo. En ese instante el velocímetro actuará y
todo saltará por los aires. No creas que van a ser explosiones dignas de una
película de Hollywood, pero… asimismo son igual de eficaces… Sin embargo,
siempre me caíste bien, y tendrás el honor de no sentir absolutamente nada
cuando la onda expansiva haga que tu cuerpo se despedace. En serio, considéralo
mi última buena acción. Disponía de dos sedantes, uno para mí y otro era el que
te administré antes. Por desgracia te has despertado antes de lo previsto, así
que seré generoso y te daré mi dosis. Después de todo, tal vez merezca un leve
castigo por lo que he hecho, que te recuerdo que soy plenamente consciente de
que en nuestra sociedad el homicidio es algo… malo. Por Uriel… bueno, si no
hubiera ido con tantos aires de liderazgo y no hubiera tomado la fatídica
decisión de abrir la compuerta del aparcamiento, tal vez le hubiera traído un
sedante para él solo, pero creo que estará de acuerdo en que fue una pieza
clave para el asesinato de Sebas.
Uriel ni se dignó en responderle, estaba excesivamente ocupado
concentrándose en no perder la compostura y seguir con la misma velocidad. Aún
confiaba en que un milagro salvara, al menos, a Marta.

-Sabes –alegó
Ricardo antes de que Marta volviera a un estado somnoliento –, tal vez yo no hubiera sido un mal discípulo.
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