Pocos motivos tenía para existir en este mundo. Podría
decirse que esos escasos motivos eran como las máquinas que mantienen con vida
a un comatoso. Pero, de entre todos, había una de gran calibre, una que, al
apretarme la mano para no caer en el vacío, me otorgaba una confianza
desmesurada. Dicha confianza, al principio, era mi aliada, no obstante, al cabo
del tiempo, me percaté de que eran las puertas tras las que se ocultaba la
auténtica esencia de la demencia.
Todo sucedió hace poco más de un trimestre. Como de
costumbre, iba montado en el tren, dirección a la Facultad de Filosofía, con la
música de mi móvil emanando a todo volumen por mis auriculares. Me encantaban
esos cuarenta minutos de puro placer melómano.
Pero ese día no iba a poseer la misma monotonía que el
resto. Siempre buscaba un lugar en el tren donde no tuviera que compartir
asiento. Sé que mi música no es del agrado de muchos, por lo que prefería ir
solo para que el sonido no incordiara a muchos. A pesar de llevar auriculares,
el volumen estaba lo suficientemente alto como para que se lograran percibir
las canciones a unos cuantos centímetros cerca de mí. Era consciente de que
esto provocaría daños irreversibles en mis oídos, pero no me importaba.
Correría el riesgo.
El tren llegó a una estación en la que subió un señor muy
risueño. Lo observaba de reojo. Con cada pasajero que se montaba, hacía lo
mismo, suplicaba que no se sentara a mi lado. Sin embargo, parece que esta vez
mis plegarias no fueron atendidas y aquel hombre decidió “acompañarme” durante
el viaje. Maldije para mis adentros. Tampoco podía obligarle a marcharse.
Después de todo el problema era yo, no él.
Cuando se sentó empezó a mirarme fijamente. Eso sí que era
superior a mí, me estaba empezando a poner nervioso. Me concentré en el paisaje
que se veía a través de la ventana, pero cuando, por el rabillo del ojo,
observaba su rostro, él seguía mirándome, ¿analizándome? Subí el volumen aún
más para intentar espantarle, hasta saqué una hoja de mi archivador y fingí que
escribía, pero nada, seguía empeñado en contemplar cada uno de mis movimientos.
Parece ser que tendría que soportar esta situación durante los quince minutos
que faltaban de trayecto.
Por fortuna, y por desgracia, no tuve que aguantar todo ese
cuarto de hora. Llegamos a la penúltima estación. En ese momento estaba
escuchando Shut it up, de Mindless Self Indulgence. Había sacado el móvil para
ponerla. Y fue entonces cuando, al abrirse las puertas del tren, en un abrir y
cerrar de ojos, dicho hombre salió disparado como una centella en dirección a
las puertas de salida, no sin antes arrebatarme el móvil. Al instante mis
pensamientos fueron los de darle un tirón y morderle la mano hasta
destrozársela, pero los auriculares se desenchufaron del móvil. Me quedé sin
música, y en consecuencia, la timidez se apoderó nuevamente de mí… Permanecí
sentado observando cómo se llevaba mi querido cofre de melodías…
Sin embargo, la suerte se puso de mi lado. Justo antes de
salir por la puerta se chocó con un pasajero y el móvil cayó al suelo. No
sufrió ningún rasguño, pero, cuando fue a recogerlo, posó uno de sus dedos
justo en el lugar de la pantalla donde se hallaba el botón de reproducir.
La música volvió a sonar, y yo abandoné mi comportamiento
temeroso. El ritmo guió mis pasos y la letra modificó mi cerebro. Una
conversión melódica que sería el preludio orquestal de una banda sonora de
terror. Encarnado en pura saña, me levanté del asiento y salí del tren,
persiguiendo al ladrón.
El incauto seguía huyendo con mi móvil emitiendo la canción
de Mindless Self Indulgence. Si se hubiera parado un momento para darle al
botón de pausa, todo habría acabado en ese momento, pero el móvil ya se había
bloqueado y la única alternativa era bajar el volumen hasta silenciarlo. Opción
la cual tampoco se le había pasado por la cabeza.
A medida que la canción sonaba, cada vez fantaseaba de forma
más macabra con el momento en el que lograse atraparle. Sabía que cuanto todo
acabara y pausara la música para volver a enchufar los auriculares, durante
segundos sufriría profundos remordimientos, pero eso ahora era secundario. Todo
estaba a mi favor, ese hombre había robado a la persona equivocada en la
situación errónea.
Comencé a acelerar el paso, extendía los brazos, ya casi lo
tenía. Segundos después mi mano consiguió atrapar la capucha de su sudadera. Le
di un fuerte tirón y cayó al suelo. Con el impacto, un puñetazo directo a su
cara le acompañó. Seguidamente me puse encima de él, presionando su estómago
con mi rodilla, dificultándole la respiración.
-Devuélveme el móvil y
yo te devolveré tu derecho a permanecer con vida –contesté susurrándole al
oído con un tono siniestro –.
Temblando, me lo entregó. Si justo ahora hubiera apagado la
música, hubiera vuelto a quedar indefenso, pero dejarla sonar tampoco era una
buena alternativa, mi violencia podría acrecentar. ¿Qué hacer?
Habría que arriesgarse y seguir drogado por el ritmo. Me
incorporé y un impulso se clavó en mi mente. Me giré hacia el ladrón que,
confiado, suspiraba tranquilo, aún en el suelo. Primero fue sólo una patada en
el costado. Observé a mi alrededor y, percatado de que no había nadie en ese
callejón, continué aplastándole la tráquea para enmudecerlo. Cada vez que las
baquetas golpeaban los toms y los platillos, cada vez que la púa rasgaba las
cuerdas de la guitarra con fuerza, cada vez que el bajo emitía un sonoro
acorde, cada vez que el vocalista gritaba, los golpes salían con velocidad en
dirección a su cuerpo.

Sin embargo, no era momento para alegrarse, o preocuparse,
según como se mire. Ahora tenía que comprobar si el ladrón seguía con vida.
Acerqué mi oído a su boca. No respiraba. Abrí uno de sus párpados y jugué con
las sombras para ver si sus pupilas reaccionaban. Tampoco. O su nivel de
inconsciencia era grave o… estaba muerto. Tanto un problema como otro conducían
a la misma solución: deshacerme del cuerpo. Pero no podía, no era capaz de
tocar a alguien que posiblemente hubiera perecido. Si quería evitar que alguien
lo encontrara tendría que volver a transformarme, sufrir una oscura catarsis
melodiosa. No me quedaba otra…
Me puse en la oreja izquierda el auricular, la otra tenía
que percibir cualquier sonido de mi entorno para mantenerme en alerta. Di al
play y fue Disturbed quien me acompañó mientras arrastraba el cuerpo hasta un
contenedor cercano. Con un poco de suerte, si no estaba muerto acabaría
muriendo y no me supondría más problemas. No creo que descubrieran el cadáver
cuando aquí cualquiera se salta todo protocolo habido y por haber. El camión
llegaría, levantaría el contenedor y vertería su contenido haciendo que el
ladrón ahora fuera problema del vertedero. Y allí se descompondría en completo
silencio.
Era un buen plan, ¿pero qué pensaría cuando la música
cesara? Remordimientos, dudas, desesperación. Iría en busca del cuerpo, hasta
podría llamar a la policía. No querría meterme en problemas, aunque avisar a
las autoridades supondría ser el primer sospechoso de su muerte, y no tardarían
mucho en averiguar que efectivamente yo lo maté. Pero soy tan estúpido que no
me importaría con tal de hacer lo correcto. No podía permitirlo, mientras mis
oídos percibieran música podría estar tranquilo… aunque el móvil no tiene una
batería infinita, la carga duraría poco más de doce horas. Tenía medio día para
hallar una solución. Convencerme a mí mismo de que guardar el secreto era lo
mejor era una pérdida de tiempo.
Opté por ir a clase, de momento, e ir pensando en un
remedio. Una vez llegué al aula, puse el volumen lo más bajo posible y al
sentarme apoyé mi mano izquierda en mi cabeza para ocultar el cable. No estuve
atendiendo durante ningún momento a lo que decían los profesores. Durante esas seis
horas de clase simplemente mi cerebro palpitaba, maquinando mil y un
alternativas para evitar que mi lado sumiso se apoderase de nuevo de mi psique.
No se me ocurría nada, lo único que veía posible era hacerme
entrar en razones, darme cuenta de que no beneficiaba a nadie si informaba del
asesinato. Era un hombre bastante mayor, y viendo sus acciones delictivas, no
creo que tuviera relaciones fuertes con nadie. De hecho… tal vez hubiera hecho
bien en matarle… Sí, Lamb of God me daba la razón con su solo de guitarra.
Recurriendo a la lógica, al fin y al cabo, aunque
transformado por las canciones, yo seguía siendo el mismo, por lo que a lo
mejor permanecía con estos mismos pensamiento aunque parase de sonar For whom
the bell tolls.
Hice un experimento, una de las canciones, tenía una pausa
de tres segundos un minuto antes de acabar, se trataba de Millionaire de Queens
of the Stone Age. Era el tiempo necesario para que dejara de estar controlado
por la música y ver cómo reaccionaba sin el riesgo de quitarme el auricular y
no poder regresar a este estadío tan perfecto. Así que, tras acabar las clases
me senté en uno de los bancos del exterior y procedí. Me puse también el
auricular derecho por si acaso y seleccioné la canción. Era el momento de ver
qué hacía.
Llegó el momento exacto y el silencio dio la bienvenida a
las represalias morales. Comencé a temblar de terror, todos irían a por mí,
sería cuestión de tiempo. Me levanté y fui corriendo a la estación de tren para
sacar a aquel hombre del contenedor. No obstante, como era de esperar, la
música continuó y los miedos se desvanecieron. Ahora quedaba claro, seguir
escuchando el arte armónico de estas bandas era mi única vía para la salvación.
Entonces, imaginándome el resto de mi vida con los
auriculares incrustados en mis conductos auditivos, se me ocurrió la idea de
hacer realidad esas nefastas expectativas. Claramente no podía estar
constantemente escuchando la música de mi móvil, básicamente porque estaría
sometido a sus niveles de carga, y sé que algún día sufriría la nefasta
sorpresa de que se quedara al cero por ciento de batería mientras caminara por
la calle… Tiemblo con sólo pensarlo, obligado a atender a los nimios sonidos de
lo que me rodea, a las voces ajenas… Qué pesadilla. Pero podía solventarlo con
algún tipo de dispositivo con una batería duradera y que fuera lo bastante
pequeño y sofisticado para no llamar la atención ni cuando tuviera que exponer
un trabajo de clase, así como que la música la recibiera tan sólo mi oído
derecho y mi oído izquierdo, más perceptivo a las voces, permaneciera atento a
lo que me aconteciera.
Tenía que recurrir a mi creatividad, precisaba de la ayuda
de Muse. Tenía su gracia esto, que el nombre del grupo fuera lo que este
evocaba a mi alrededor con sus canciones. Fui a la biblioteca general y saqué
cuatro folios sobre los que me
dispondría a diseñar el prototipo de lo que buscaba.
Empecé dibujando varios garabatos similares a un pen drive,
con ello podría solucionar el problema del espacio. Tendría que dirigir mis
objetivos hacia la confección de un pequeño chip con una gran memoria, capaz de
almacenar unas quinientas canciones, algo así como seis u ocho gigas. Esa sería
la parte fácil, ahora quedaba lo complicado: cómo escuchar el contenido sin
cables de por medio. Extraje de mi cartera unos pequeños apuntes que tenía de
anatomía, menos mal que nos lo dieron para comprender mejor el tema de
sociología, y busqué algunos dibujos craneales.
¡Obtuve la respuesta! Justo detrás de la oreja, en el hueso
mastoides, una potente vibración podría llegar a los huesecillos del oído y así
traducirse las ondas en información sonora. En pocas palabras, con el chip en
esa zona de la cabeza podría escuchar música sin problemas.
Y, en lo referente al tema de la carga, no había problema
alguno, conocía algunos métodos de recarga cinética, con el dispositivo
correcto tan sólo tendría que sacudir la cabeza de vez en cuando para evitar
peligros. Así que ya solamente me faltaba ir a una tienda de informática para que
pasaran todas las canciones al microchip, le instalaran el dispositivo cargador,
y después colocármelo en el mastoides.
Sin embargo, ya en casa con todo listo, pronto me di cuenta
de que la última fase, la cual pensaba que era la más sencilla, se convirtió en
el proceso más complejo. El pegamento y la cola no servían, y una tira de celo
daría demasiado el cante. Pero lo peor era que, al comprobar si funcionaba, me
fijé en que realmente un microchip tiene todo en proporciones minúsculas… El
sonido era imperceptible, diría que se escuchaba más el zumbido de las pequeñas
vibraciones que la canción en sí. Si quería algo efectivo tendría que adquirir
una placa que lo amplificara, y como no podía aumentar el tamaño del circuito,
la otra elección era… recurrir a la cirugía.
Así es, empleando a Korn como anestésico, me hice un pequeño
corte en la zona mastoidea y metí, a presión, el microchip. Llegué a llorar del
infernal dolor. Cuando estaba dentro y me cercioré de que escuchaba su música
con nitidez, me puse un apósito para que la herida se cicatrizara. Ya podía
estar tranquilo, el yo adicto a la música se quedaría para siempre, encargado
de vigilar que mis temores no resurgieran.
Las semanas transcurrieron con normalidad. El corte ya se
había cerrado y no había complicación ni rechazo alguno por parte de mi
organismo. La fusión se había realizado exitosamente, ahora era uno con la
música. Pero… esto no acaba aquí, si no, sería un final feliz, ¿verdad?
Un día, de camino a la facultad, estaba tan inundando en las
melodías que mi cerebro no calculó bien la posición de un escalón y tropecé
golpeándome la cabeza contra la barandilla justo en la zona donde se hallaba el
microchip. Caí al suelo inconsciente.
A las horas desperté en la cama de un hospital, de inmediato
me asusté al comprobar que había silencio absoluto, no escuchaba música alguna,
el golpe debió dañar el dispositivo. Pero eso ahora no importaba, la cuestión
era que había un señor descomponiéndose en un vertedero y sus conocidos
estarían preocupados buscándole. Salté de la cama y salí al pasillo. Justo entonces,
a un enfermero que pasaba por allí le sonó el móvil, era AC/DC. ¡Me venía de
perlas! Aproveché esos segundos para palparme detrás de la oreja. Sí, el
microchip seguía allí, era extraño que no me lo hubieran extraído. Me di varios
puñetazos para ver si con la percusión se arreglaba, pero nada… El tiempo
muerto pasó y el enfermero contestó a la llamada. Lo único que podía hacer era
bajar al primer piso y marcar el 091.
Afortunadamente, el hilo musical del hospital, a pesar de
ser música clásica, la cual no me entusiasmaba mucho, era lo suficientemente
agradable para hacerme notar en mi mente. Tendría que probar una medida
desesperada. Reproduje por medio de los impulsos nerviosos, mi canción
favorita, Love will tear us apart de Joy Division. El efecto no sería el mismo
que con un reproductor de música, aunque siendo la que más me transformaba en
este ser despreocupado por las consecuencias, tal vez escucharla de esta manera
podría hacerme volver.
Y, efectivamente, sucedió. No tendría mucho tiempo hasta que
perdiera la concentración y el efecto se debilitara. Arreglar el microchip era
imposible, así como convencerme de que no llamara a la policía. Tampoco podría
pedirle a alguien su mp4 o móvil para escuchar música, además de que podría no
ser de mi agrado y así el favor, si es que me lo hacían, habría sido en vano.
Por lo tanto... solamente podía hacer una cosa.
Me fui hasta un extremo del pasillo. Cerré los ojos durante
un momento y los volví a abrir. Joy División fue reemplazado de mi mente, en su
lugar entraron en escena los Foo Fighters con Pretender. Rompió la canción y
cogí velocidad. Un enfermero, el mismo de la canción de AC/DC, intentó
detenerme, pero lo esquivé con facilidad gracias a los reflejos dotados por el
guitarreo. Me cubrí la cabeza y salté atravesando la ventana del otro lado del
pasillo.

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