La noche se presentaba acorde con la fecha. Una densa niebla
asfixiaba aquel frondoso paisaje. Apenas podía verse la Luna, sólo se percibía un reflejo blanquecino
que rebotaba por toda aquella atmósfera ceniza. El silencio se extinguía con
cada risa y grito que las personas hacían. Cientos de farolas apuñalaban la
niebla emitiendo débiles focos de luz que presentaban un severo peligro para
los bromistas noctámbulos. Algún que otro murciélago revoloteaba por el cielo
cazando vampiros insectoides. El olor a humedad se impregnaba en las fosas
nasales de los allegados a la celebración santificada. El maquillaje, los
disfraces, todo convergía en una gustosa incomodidad que emulaba a una soga de
espinas en el cuello. La mezcolanza perfecta que mostraba distante tu óbito y,
no obstante, enviaba a tu cerebro la suficiente adrenalina para mantenerte
alerta. Hoy no se discriminaba: las bromas mataban, y la muerte era una broma.
Hoy era Halloween.
Cuatro amigos eran los que hoy, con ansias, se preparaban en
sus casas para la gran noche. Sus manos temblaban, poniendo en peligro sus
ideas cosméticas. Parecería exagerada tamaña excitación, pero este año era
especial. Por causas mayores nunca consiguieron celebrar Halloween juntos, ya
fuera por trabajos de clase, una enfermedad propia o de un familiar o algo de
semejante calibre. Como amantes de lo macabro, esto era una angustiosa tortura
que debía llegar a su fin. Así que pusieron de su parte y se esforzaron para
que, aquello que pudieran impedir, no les obstaculizase el disfrute de la
despedida del décimo mes.
Lo consiguieron, y los planes de la noche acumulaban todas
esas ideas atrasadas de otros años que a priori quedaron en el olvido. No
importaba a qué hora llegarían a sus casas. Trescientos sesenta y cinco días al
año, sólo uno merecía la pena, lo iban a exprimir al máximo. Lo único que les
detendría sería el amanecer, señal de que los muertos han de volver al
camposanto, por lo que la noche sería disfrutada en su totalidad. Tenían tiempo
de sobra.
El reloj marcó las diez de la noche. Tres de ellos ya
estaban en el punto de reunión, un aparcamiento lleno de árboles carentes de
hojas en el cual siempre quedaban. Era perfecto a estas horas, la oscuridad
imponía su umbría ley y tan sólo asomaban tímidamente las iluminaciones de dos
altas farolas situadas en el centro.
-Espero que llegue
pronto, cada minuto es crucial –dijo Gema mientras daba suaves patadas a
las minúsculas piedras del terreno –.
-Calma –clamó
Héctor –. Es el único de los cuatro que
se tiene que maquillar el rostro. Hay que pagar un precio por ser la Muerte.
-Lo dice el que estuvo
un día entero confeccionando un gran bastón con dos pesados platillos en uno de
los extremos –contestó ella –.
-Soy el Hambre, hay
que mantener un margen de perfección. Y no era plan de ir con una simple
balanza por la calle como si fuera el mercader de la esquina.
-Bueno, haya paz –intervino
Verónica –. Hay oscuridad para rato. Que
los nervios no nos estropeen la noche. Además, es bien sabido que la Muerte a
veces se retrasa…
Ambos asintieron y continuaron admirando el tenebroso
paisaje que sus ojos conseguían apreciar entre la densa penumbra. Sin embargo,
bajo las expectativas de que lo único que les acompañaba era una multitud de
objetos inanimados, Gema percibió, al lado de un lejano árbol, la silueta de
una persona oculta tras prendas oscuras.
-Ey, mirad a ese
–alertó ella –. Parece que nos vigila.
-O a lo mejor está
esperando a algún que otro amigo, ¿no crees? –refutó Verónica –.
-Nah… Mi teoría es más
acorde con esta fecha… ¡Eh! –dijo alzando la voz para que el desconocido la
escuchara –. ¿¡Truco o trato?!
-Por favor, Gema. Te
estás tomando en serio el papel de Guerra, ¿eh? Mira que te gustan los
conflictos –afirmó Héctor –.
-Aburridos –refunfuñó
Gema –. Espero que, cuando el Cuarto
Jinete llegue, no sigáis así de reprimidos. Hay que desatar el Apocalipsis.
-¿Alguien dijo
Apocalipsis? Que cuente con mi guadaña.
Era Marcos, acababa de llegar. Realmente se había maquillado
de forma distinta, al resto de Parcas que rondarían por las calles esa noche.
No pretendía emular una calavera, simplemente se había pintado de blanco toda
la cara, excepto las periferias de los ojos y los labios, los cuales
presentaban un negro azabache. Junto con eso, decenas de líneas negras,
emergiendo de los labios y los ojos, simulando vasos sanguíneos repletos de
sangre oscura, daban el toque final a un aspecto insidioso.
-Pues bien, ahora que
estamos todos, marchemos –propuso Héctor –.
-¿Cuál es la primera
zona a visitar? –preguntó Marcos –.
-A ver, en la Avenida
Los Santos todos los bares dan un chupito gratis si vas disfrazado hasta las
once de la noche. Los hay sin alcohol. Creo que es el primer sitio al que
deberíamos ir.
-Concuerdo, Héctor –sentenció
Verónica –. Vayamos rápido y luego ya
concretaremos el trayecto con más calma.
Los Cuatro Jinetes se pusieron en marcha. A la cabeza iba
Verónica, con su larga toga blanca. Llevaba un sombrero de ala ancha y un
pañuelo que la cubría la parte superior de la cara hasta la nariz, así como un
parche en su ojo derecho. Todo ello también de un color blanco nuclear. A la
espalda portaba un carcaj grisáceo con seis palos que imitaban flechas. Por
último, sujetaba con su mano derecha un arco del mismo color que el contenedor
arquero.
La seguían Héctor, con su bastón y un hábito de monje
pintado con runas negras. Encapuchado, apenas se le veían los ojos. Y Gema, que
llevaba una armadura completa, a excepción del yelmo. En sustitución, una
especie de collarín de metal envolvía toda su quijada. Asimismo, le daba el
toque final al disfraz con una gran capa roja que alcanzaba el suelo y una
“pesada” espada negra con líneas verticales rojas de poliestireno que
presentaba, dibujadas, numerosas calaveras de facción agresiva.
Y no muy atrás, Marcos, que, junto con su maquillaje y su
guadaña de plástico, vestía una túnica negra abierta, la cual mostraba una
camiseta negra con una frase de color blanco: Memento Mori.
Cada vez que se cruzaban con alguien y este les miraba
fascinado, ellos, irremediablemente, sonreían. Demasiada euforia contenida, hoy
se sentían libres de vestir como les diera la gana sin que nadie les tratara
como locos. Siempre les hubiera encantado poder ir disfrazados cuando les
apeteciera, sin necesidad de regirse por las fechas de un calendario, pero por
desgracia este mundo estaba oprimido por una formalidad estipulada por
falsarios. Habría que conformarse con esas horas que, aunque pocas, eran
agradecidas en su totalidad.
A mitad de camino hacia la avenida, Gema tuvo un
presentimiento. Entre las conversaciones, las risas y sus pasos había algo
descoordinado. Unos sonidos de percusión ajenos a su entorno, cercanos. Otros
pasos, sí, pero no eran los de ningún Jinete. Se giró de inmediato y se dio
cuenta de que, a escasos metros de ellos, estaba aquel desconocido. Era el
mismo, lo sabía, presentaba una idéntica silueta, aunque esta vez, por la
iluminación, pudo reconocerle mejor. Era alguien que se había disfrazado de
manera muy singular. Llevaba un mono gris, guantes negros de cuero y botas
también negras. De las regiones de las muñecas y los tobillos sobresalían
algunas hebras de paja. Finalmente, su cabeza estaba tapada con un saco marrón
con un botón en la región del ojo izquierdo, y una
línea curva deshilachada que señalaba una boca alegre. Una soga rodeaba su cuello.
-A ver –dijo Gema
malhumorada –. ¿Quieres algo?
El desconocido no contestó.
-Déjale –imperó
Héctor –. A lo mejor va al mismo lugar
que nosotros.
-No. Nos está
siguiendo. Primero en el aparcamiento se suponía que esperaba a alguien. Y
ahora, casualmente, justo cuando nos vamos nosotros, él opta por ir a Los
Santos. ¿No es raro?
-Mera coincidencia –sugirió
Verónica –. Puede que le hayan dicho sus
amigos que ya le esperan allí… No seas conspiranoica, anda. Díselo tú, chico,
¿a que no nos sigues?
Permaneció en su mutismo, aunque esta vez ladeó la cabeza.
-¿Lo ves? –señaló
ella –. Gema, de verdad, me gustaría
saber todo lo que pasa por tu cabecita. Y, además, si se diera el caso de que
nos sigue, mejor. Uno más que se une a la diversión.
-Está bien –suspiró
Gema –. Sin embargo, chico, te pido que
te adelantes a nosotros o que vayas por la otra acera. Estas cosas me alteran
demasiado.
Este simplemente se encogió de hombros.
Los Cuatro prosiguieron. No obstante, al cabo de varios segundos,
a Gema le volvió a dar por mirar atrás. Efectivamente, tal y como pensaba, les
había hecho caso omiso. Seguía tras sus pasos. Así que se detuvo y le volvió a
pedir que fuera por la acera paralela. Al seguir, como única respuesta, con su
silencio, la furia se encendió en ella. Tomó aire y se intentó calmar. A lo
mejor esta vez les haría caso. Volvió con el resto y esperó unos cuantos
segundos más para ver si persistía con su desobediencia.
Obviamente, ignoró a Gema y continuó siguiéndoles. Ella no pudo
aguantar más. Metida claramente en el papel de la Guerra, una rabia belicosa la
invadió. Arremetió contra él, le agarró del cuello y comenzó a gritarle.
-¡Por última vez! –le
advirtió –. ¡Vete por otro camino,
déjanos en paz! Quizá esta espada no haga daño, pero mis puños sí, y a lo mejor
decido mejorar tu disfraz con sangre. Como sigas así voy a…
Sus amenazas fueron interrumpidas. Todo se paró. Los otros
tres estaban confusos, ¿qué había ocurrido? Fue entonces cuando Gema tiró la
espada al suelo y se llevó ambas manos a su abdomen. Se giró hacia sus amigos,
en busca de ayuda, con un cuchillo incrustado en su tripa liberando incesantes
flujos de sangre. Esto no era una broma, era real, el desconocido acababa de
apuñalarla y la hemorragia masiva pronosticaba una imposible salvación. En
breves segundos caería al suelo, inconsciente, para, poco después, morir
desangrada.
No sabían cómo reaccionar, ni siquiera sus cerebros les
permitían gritar. Paralizados, sólo pudieron observar a Gema morir. Mientras
tanto el extraño también seguía con la mirada todos sus moribundos movimientos.
Una vez que ya yacía en el suelo, se arrodilló y la extrajo el cuchillo. Volvió
a incorporarse y miró al resto. Esperó un momento a que los tres entraran en
contacto visual también con él y justo entonces volteó la cabeza hacia la
izquierda. No tenían otra, claramente no era alguien que simulaba ser un
asesino, lo era de verdad. Por lo tanto, tenían que correr hacia la
muchedumbre. En público se encontrarían a salvo. Era irónico que, incluso
matando la propia Guerra, un violento conflicto siguiera en pie, pisando los
talones a los Tres Jinetes restantes.
-¡Hijo de la gran
puta, voy a matarte!
Aunque la primera reacción del resto fuera escapar, uno de
ellos remitió esos sentimientos, los hizo desaparecer, y los sustituyó por sed
de venganza. Héctor, siendo el más calmado del grupo, ahora mostraba una faceta
nunca vista antes. Ver a su mejor amiga morir de esa manera, sin apenas poder
defenderse, le había otorgado la fuerza que necesitaba. Ya no se regía por las
leyes, ni por la moral, el único objetivo que oscilaba en su cabeza era el de
la muerte. Partió su bastón en dos y eligió el extremo cortado más punzante,
del que pendía la balanza. Mantuvo atrás a los otros dos y cargó contra el
extraño.
Repetidas veces trató de atravesarle con el bastón, pero
siempre esquivaba los golpes. Ni siquiera atacaba, como si quisiera evadir a
toda costa el contacto físico. Mientras tanto, Verónica y Marcos optaron por ir
a ayudar, lo mejor sería reducirle.
Sin embargo, cuando ellos entraron en el combate, no se
dignó a esquivar los golpes, sino que directamente los paró, para después
propiciarles unos contundentes golpes en el estómago a ambos, dejándolos
debilitados en el suelo. Tras ello, continuó varios segundos más sorteando los
bastonazos de Héctor, hasta que finalmente se cansó y corrió para distanciarse
de él un par de metros. Una vez hecho esto, con la misma rapidez con la que
esquivó los ataques, sacó de nuevo el cuchillo y se lo lanzó a Héctor,
clavándose profundamente en su frente. Murió casi al instante.
Marcos y Verónica aún no sabían nada de lo que acababa de
suceder, seguían en el suelo retorciéndose de dolor. No obstante, todo se
aclaró cuando vieron el cadáver de Héctor caer, en peso muerto, al suelo.
Marcos se incorporó inmediatamente y levantó a Verónica. La
opción de hacerle frente había quedado totalmente anulada. Huir era la última
alternativa que les conduciría a la supervivencia. Marcos lo tenía claro, pero
Verónica no tanto. Aunque él insistiera, tirándola del brazo, en escapar, ella
se quedó quieta, mirando sin parar al asesino.
-¿Se puede saber qué
haces, Verónica? No podemos hacer nada por ellos, ¡tenemos que pedir ayuda!
-No… Fíjate bien. No
es un sádico como otro cualquiera, deber ser alguien con un trastorno mental.¿Por qué tanto a ti como a mí nos atacó y con Héctor evitaba a toda costa
tocarle? Marcos, ¿qué pasa si el Hambre roza tu piel?
-Mueres de inanición…
-Exacto. Sé que es
descabellado y que la situación va a dificultar este plan, pero… Hay que
seguirle el juego. Por eso a la primera a la que mató fue a Gema, la Guerra.
Tener a ese Jinete de nuestro lado nos habría hecho ganar el enfrentamiento.
-¿Me estás diciendo
que se piensa que esto no son disfraces?
-Sea como sea si su
único pensamiento fuera el de un asesino convencional, ni siquiera hubiéramos tenido
tiempo de empezar esta conversación. Mírale, ahí quieto. No viene a apuñalarnos,
sabe que debe guardar cierta distancia con los Jinetes. Sobre todo si somos tú
y yo, Victoria y Muerte.
-Si eso es cierto, tan
sólo tengo que fingir que alzo mi guadaña y le extraigo el alma, ¿no?
-No es tan fácil. Hay
cosas que debe pasar por alto, hay distintas conceptos de los Cuatro Jinetes.
Por ejemplo, algunos dicen que Victoria crea un aura de imbatibilidad, si ese
fuera el pensamiento que él tiene acerca de mí, entonces ni se habría atrevido
a marcarnos como las presas. No podemos adivinar cuáles son las ideas concretas
que tiene de nosotros, así que tendremos que remitirnos a las teorías más
empleadas. Seguro que si la hoja de tu guadaña le toca fingirá su muerte, o si
una flecha mía le atraviesa.

-¿Y qué otra opción
tenemos?
-¿Huir como alguien
normal?
-Marcos, piensa,
joder. Su intención es matar a los Cuatro Jinetes, no a cuatro chavales. Ponte
en la maldita piel de la Parca, ¿crees que los Jueces del Purgatorio huirían
ante un humano con un cuchillo? Está demente, y si no entramos en su mundo
seguro que se enfurece. Nuestra oportunidad de sobrevivir se esfumará.
-¿Acaso Héctor tuvo
alguna probabilidad? Ya ves… Tres minutos y puñalada en el frontal.
-Sí –respondió mientras
extraía una flecha del carcaj –. Pero la
Muerte y la Victoria no pueden morir de una forma tan simple, ¿no es así,
cabronazo?
Por fortuna, el arco era de verdad, así que las flechas, o
mejor dicho, los palos, cogerían algo de potencia al ser impulsados por él.
Esta era la prueba de oro. Alguien cuerdo ni se molestaría en evitar que le
alcanzaran unos débiles palos. Pero, por el contrario, si hacía todo lo posible
por agudizar su agilidad y esquivarlos, la teoría de Verónica quedaría
comprobada. A partir de ahí, lo demás sería actuar hasta que alguien viniera a
rescatarles.
Victoria lanzó la primera flecha. Como era de esperar, la
esquivó. Pero eso no era del todo concluyente. Disparó cuatro flechas más, todas
con el mismo resultado.
-Vale, Muerte. Ahora
te voy a pedir que le ataques con tu guadaña.
-¿¡Pero qué dices!? –exclamó
Marcos atemorizado.
Ella le guiñó un ojo y prosiguió.
-Muerte, Victoria te
bendice. Que las derrotas queden expugnadas y los logros marcados sean las
metas del presente. Ve, Muerte, ¡por nuestros hermanos!
Marcos comprendió las intenciones de Verónica. Ella ya se
había metido en el papel. Y con esa “bendición” el extraño no trataría de
atacarle con el puñal, tendría una seguridad extra que le permitiría alcanzarle
con la guadaña y acabar con todo esto. Ahora era su turno, debía hacer uso de
las magníficas dotes de arte dramático que poseía. ¿Quién le iba a decir que
esta noche no sólo vestiría como la Muerte, sino que actuaría como tal?
-Muy bien, Victoria.
Tus flechas me cubrirán. Esta alma yace en mi lista. Ha de ser segada.
Agarró con fuerza el mango de la guadaña y controló sus
temblores. La mayoría de sus nervios eran por el miedo, pero no podía negar que
una pequeña porción era por el júbilo al tener durante unos breves instantes
los poderes de su ídolo. Trató de golpearle unas cuantas veces con la hoja,
pero él, con suma facilidad, esquivó todo.
Habiendo ya comprobado el potencial de la Muerte, empuñó
nuevamente su cuchillo. Pero esta vez Verónica estuvo atenta. El flechazo
impactó en su mano. Y, aunque el palo no le hubiera causado un gran daño, los
poderes de Victoria estaban vigentes. Metido en su papel, soltó el cuchillo y
se estremeció de dolor.
-¡Ahora, Mar… digo…
Muerte! –gritó Verónica –. ¡Mátalo!
Marcos obedeció y se dispuso a “clavar” la guadaña en su
torso aprovechando la distracción. Parecía que lo habían logrado... Pero, por
desgracia. Así como ellos fingían, él también lo hizo. Esperó a que acercara la
guadaña lo suficiente para que estuviera a su alcance y, entonces, agarró con
las dos manos el mango, parando el ataque. Se la arrebató a Marcos y la lanzó
hacia atrás, fuera del alcance de ambos.
Verónica lo sabía. En la guadaña residen las almas, su
poder. Sin ellas, Muerte se convierte en alguien increíblemente débil. Corría
peligro. Así que dirigió su mano al carcaj para lanzar otra flecha. Sin
embargo, ya no habían más…
Gritó a Marcos que corriera, pero fue demasiado tarde. El
desconocido recogió su cuchillo y se lo clavó en el muslo izquierdo. Una vez la
hoja había penetrado, la giró con saña. Marcos cayó al suelo por la tremenda
agonía, cientos de fibras musculares se iban desligando. Apoyar de nuevo la
pierna izquierda sería tarea imposible. Después de ello, cortó su camiseta, apoderándose
justamente del trozo de tela donde estaba escrito Memento Mori.
Estando inutilizada la Muerte, el asesino fijó la mirada en
Victoria. A Verónica le recorrió toda la espalda un gélido escalofrío, como si
la verdadera Parca estuviera a su lado, disfrutando del preludio a su
defunción.
Ella trató de correr, pero fue en vano, él era mucho más
rápido. Con un salvaje placaje la tiró al suelo y se puso encima de ella.
Procedió a quitarse la soga del cuello y con el trozo de la camiseta cubrió su
cara.
-¡Soy Victoria! –continuó
ella, pensando que la actuación aún podía salvarla –. No hay nada que puedas hacer, perdiste desde el primer momento en el
que te acercaste a nosotros. Vete ahora y no habrán consecuencias.
No obstante, el extraño seguía con lo intencionado. Rodeó
con la soga el cuello de Verónica y, con fuerza, tiró, oprimiéndola el cuello
por completo. La soberbia del Jinete había cesado. Apenas podía entenderse lo
que decía, aunque por el tono sabía perfectamente que eran súplicas. La
Victoria había sido derrotada. Por fin podría ocuparse de la Muerte, a quien
había dejado para el final porque, si lo mataba antes, el resto se harían
inmortales.
Se levantó, echando un último vistazo al rostro tapado de la
Victoria. Se giró y caminó lentamente hasta la Muerte, el cual se había
arrastrado hasta una tienda cercana con la intención de entrar dentro y
esconderse.
Cuchillo en mano, le dio la vuelta y se arrodilló ante él,
quería observar la cara de aquel que había causado millones de muertes a lo
largo de la historia de la humanidad. Ahora él tenía el placer de dar muerte… a
la Muerte.
Pero en un último atisbo de supervivencia. Marcos alzó el
brazo y tiró del saco que ocultaba la faz del desconocido. Ante él se descubrió
la cara de alguien no mucho más mayor que ellos, posiblemente hasta iría a su
mismo Instituto. ¿Cómo era posible que, alguien con un rostro que a primera
vista mostraba inocencia, podría ser el culpable de tres, dentro de poco
cuatro, violentos crímenes? En sus ojos se desvelaba aquello, estaba
intranquilo, aparentemente desprotegido. Sin el saco hasta parecía alguien más
humano… Humano…
¡Eso era! Debía jugar la carta final. Antes de que le
cortara el cuello. Marcos instó en que le escuchara, como última petición de la
deidad de los muertos. Él, siempre en silencio, aceptó.
-Chico, mírate, no
eres un monstruo. Eres alguien lleno de bondad. Puedo ver tu alma… Alza la
cabeza, observa tu reflejo en el escaparate. Ya no te controla el disfraz,
ahora te controlas tú mismo.
-Ti… tienes razón –respondió
él, ante el asombro de Marcos –.
-Clar… claro que sí.
Has vencido a tus demonios con la ayuda de la Muerte. Termina esta pesadilla.
Tienes mi bendición.
-Ahora comienza una
nueva vida para mí. Me has librado del disfraz. ¡Gracias!
-No hay de qué, joven…
Y dime, ¿qué es lo que te gustaría hacer ahora?
-Oh –el rostro del
chico volvió a tornarse demencial –. ¿No
ha quedado claro ya? Me gustaría seguir matando.
Y el cuello de Marcos se tiñó carmesí.
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