Dolores acudía como todos los 1 de Noviembre al cementerio
municipal. Allí yacía su difunto marido, Manolo, el cual reposaba en la tumba
desde hace ya siete años. Con sus dos manos agarraba con cuidado el gran ramo
de flores que pretendía depositar junto a su lápida. Ya no sentía tristeza por
acudir, ni siquiera anhelo por que regresara, deseo acérrimo de que su
defunción nunca hubiese ocurrido, simplemente aquello se había convertido en
una tradición.
Era lo poco que se merecía su carcasa. Pues, en su último
aliento, como la bendición de un Dios, a su familia le dejó una herencia que
les rescató de todos sus problemas económicos. Pero el disfraz bendito pronto
se derritió y dejó tras de sí la auténtica silueta de una maldición que
simplemente revelaba el verdadero comportamiento humano.
Mentiras, engaños y robos precedieron a su muerte. Los que
antes eran hermanos, ahora actuaban como cuervos que se relamían al pensar que
pronto su madre acompañaría a su marido en el Reino de los Muertos y el resto
de la herencia les pertenecería. No obstante, esto no etiquetaba a la madre,
Dolores, como una santa, ya que desencadenada de una sumisión ahora había
amanecido una faceta codiciosa en ella. En resumen, tanto por el bando de los
vástagos como por el de la progenitora, el único pensamiento remanente que
tenían acerca de Manolo era el monetario.
Pero volvamos a lo que nos concierne, el pasado pasó, es
innecesario seguir describiendo una actitud carroñera… Dolores se acercó a la
lápida y apoyó en ella el ramo de flores. A continuación se arrodilló y
permaneció un minuto en silencio con los ojos cerrados.
El silenció la invadió, una tranquilidad fuera de lo común
donde lo único que la rompía era el extraño sonido de un bombeo, algo parecido
al latido de un corazón. Probablemente sería el suyo. Asustada, creyendo que
podría estar sufriendo algún tipo de episodio arrítmico o taquicárdico, se
llevó el índice y el corazón de la mano izquierda al cuello, posándose
justamente sobre la carótida derecha.
Sin embargo, de inmediato se percató de que esos latidos no
correspondían a los de su aparato circulatorio. Eran los de otra persona, pero
no había nadie a su lado. ¿Qué ocurría? Volvió a cerrar los ojos y a
concentrarse. Ahora los escuchaba con más fuerza, más nítidos. Halló su lugar
de procedencia, provenían de debajo de ella… unos metros más adelante…
Era algo imposible, la emisión del sonido salía justo del
lugar donde se hallaba el féretro de Manolo. Posó su cabeza en la tierra para
cerciorarse. Estaba en lo cierto, los latidos eran más intensos.
Por desgracia aquello no fue motivo de alegría. Antes de que
pudiera reaccionar de algún modo, una mano emergió de la tierra y agarró con
ímpetu su cuello. Varias astillas, de la tapa rota del féretro, se incrustaron
también provocándola un doloroso sangrado. Mientras tanto, la mano continuó
apretando. Era una fuerza sobrehumana. Los dedos comenzaron a hundirse en su piel,
los vasos se iban cortando junto con los nervios. Como si una compuerta de cientos
de kilos cayera sobre su cuello. Cada vez más presión, hasta las vértebras
cervicales cedieron. Finalmente, la cabeza, seccionada, cayó a la tierra,
manchada de sangre, con los ojos aún abiertos por la grata sorpresa de ver que
su marido no estaba muerto. La boca, también se mantenía abierta, con la
fallida intención de hablar con él. Aunque era mejor así, sin intercambiar
palabra alguna.
Sí, Manolo había vuelto a la vida convertido en un no-muerto
putrefacto, pero no había mota alguna de locura en su organismo. Lo que acababa
de hacer era bajo su completa voluntad, y sabía perfectamente quién era la
persona decapitada. Era furia y dolor lo que albergaba. Su espíritu se había
separado de su cuerpo desde el instante en el que murió. Y decidió quedarse algunas
semanas en este mundo velando a su familia. Pero, cuando vio los efectos de su
“maldición” hizo todo lo posible por regresar y darles un escarmiento. Como era
de esperar, la resurrección no era tarea fácil, y transcurrió una temporada hasta
que logró dar con los procedimientos exactos para introducirse de nuevo en su
cuerpo. Durante ese tiempo, siguió contemplando los actos de su mujer y sus
hijos, los cuales iban a peor. Entonces concluyó que esto ya no se remediaba
con un simple susto, sus comportamientos dejaban mucho que desear, y el castigo
por ello no era otro que el de la ejecución. Así fue su sentencia y así, ahora
vivo de nuevo, se llevaría a cabo.
No era un buen momento para salir fuera del cementerio con
esa pútrida imagen. Evocar el miedo sería un gran obstáculo para alcanzar sus
próximos objetivos. De momento utilizaría el largo abrigo que portaba su
difunta esposa. Gracias a la escasez de músculo y piel, Manolo había adelgazado
lo suficiente como para acomodarse a esa vestimenta de complexión más reducida
que la de él.
Pero aun así, la imagen de muerto seguía vigente. Y esperar
hasta que anocheciera, con un cadáver decapitado a su lado, era una mala idea.
Así que empujó el torso hasta su tumba y lo tapó sin gran cuidado. Ahora se
disponía a enterrar la cabeza en un pequeño hoyo que había reservado
especialmente, pero a sus espaldas se aproximó alguien que, con una voz seria,
le preguntó qué hacía.
Aun creyendo que estaba vivo, sus acciones eran sospechosas,
seguramente habría supuesto que estaba profanando una tumba, aunque el
verdadero delito fuera peor. Manolo optó por ignorarle al principio, tal vez el
hombre se cansaría y se iría. Desgraciadamente, no fue así. Siguió insistiendo
y empezó a amenazarle, decía que iba a llamar a la policía.
No tenía nada en contra de él, pero era un gran obstáculo en
el camino. Maquiavelo le defendía. Miró a los lados. Nadie cerca. Soltó la
cabeza de Dolores para distraerle y, entonces, se abalanzó contra él clavándole
sus huesudos dedos, afilados como puñales, en las cuencas de los ojos. Los
gritos aparecieron, pero fue previsor. Con la otra mano tapó su boca,
presionando con una fuerza atroz. Tal fue así que a los pocos segundos la
mandíbula se desencajó y más dolor, si cupiere, castigó al entrometido.
Unos segundos después la tarea estaba completada. Y de
hecho, ese golpe, aparentemente poco fortuito a priori, le venía bien. Ya que
la indumentaria que llevaba el hombre cubriría perfectamente todo trozo de
carne colgante y pústula ulcerosa. Así que, si nadie más se inmiscuía, pronto
podría descansar en paz de verdad. Pese a ello, aún debería mantener la
cautela, su estado era muy débil, no sería extraño que de camino algún hueso se
le resquebrajara o perdiera una extremidad.
El siguiente objetivo estaba cerca. De los cinco hermanos,
el gran acaparador de reliquias, Manuel. Un mentiroso compulsivo ya desde
pequeño, se valió de los engaños para hacerse con más herencia material de la
que le correspondía. Fue el primero que destapó su verdadera faceta, y por ello
debía caer el primero. Estaría viviendo con su mujer, así que habría que trazar
una estrategia para no dañar a más inocentes.
Manolo fue caminando, muy lentamente, hasta el barrio donde
se hallaba. Era un primer piso, no habría muchos problemas para llegar a pesar
de que no hubiera ascensor. Pero eso sí, el riesgo de desmembrarse por el
camino era grande, y debía guardar fuerzas para el asesinato.
Podría ponerse serio el asunto, tampoco sería tan fácil como
con su mujer, cuyo organismo ya de por sí era endeble. Sin embargo, los huesos
del no-muerto, por una razón desconocida, tal vez por la inquina, estaban
imbuidos de una fuerza letal, capaces de serrar la piel más tersa. No le
importaba cómo dejar el escenario del crimen, para cuando hubiera acabado ya estaría
descansando finalmente en paz. La policía no le supondría un problema, ¿qué le
iban a hacer, dispararle? No le podían matar.
Era su momento, entró raudo por la puerta y buscó con la
mirada a su hijo. Ahí estaba, sentado en el sofá, aún atónito por la situación
que se avecinaba. Los segundos, la víctima en vilo, transcurrieron fugazmente.
Ni siquiera pudo levantarse para cuando Manolo le atacó. No iba a mostrar
piedad a pesar de la relación filial que tenía. Las garras penetraron su
abdomen, las vísceras se fueron desprendiendo y caían en una catarata
sanguinolenta. Sus ojos, aún abiertos como platos, observaban la escena
dantesca, pero no por mucho tiempo, pues pronto se los extrajo con relativa
facilidad.
Manuel seguía aullando de dolor, dando vueltas por la casa,
intentando huir, pero golpeándose contra todo ante su irreversible ceguera. La
sangre se iba escapando de su cuerpo, cada vez más pálido para, al final, caer
sobre la mesa, sin vida, mientras su mujer contemplaba todo, horrorizada, desde
una esquina del salón, temblando e inmovilizada.
Aquí ya había concluido. Se dirigió a la cocina para
limpiarse las escasas manchas de sangre y salió sin dirigirle ni una palabra a
la mujer del reciente cadáver. Salió por la puerta con velocidad, antes de que
el shock cesara en ella y comenzara a gritar.
Para cuando eso sucedió ya estaba lejos, oculto de toda
sospecha. Sería bastante difícil que le siguieran el rastro. Nadie creería a la
mujer de la víctima cuando dijera que un señor con la piel en tiras y huesos
descubiertos había atacado a su marido. Lo imposible estaba de su lado, nada
podría empeorar las cosas. No podía evitar sonreír, pero no por el toque
macabro de aquello, si no que era más bien un apretón de dientes furioso por no
haber hecho esto antes. Aunque, mejor tarde que nunca. Ojalá todos los muertos
en su situación pudieran hacer lo mismo, pero no, su situación era muy
singular, y debía aprovecharla a toda costa.
La siguiente sobre la que se haría justicia sería Fuensanta.
Capaz de crear un falso brote psicótico para hacerse dueña del momento. Se
volvía inestable siempre que la placiera. Ya era el momento en el que su padre
tuviera que calmarla, para siempre…
Vivía mucho más lejos, así que se coló en la estación y
procuró que nadie se acercara demasiado para no notar el hedor a podredumbre.
No obstante, ya de por sí el olor del metro dejaba mucho que desear, así que
pasaría bastante desapercibido. No podía creerse que tantos factores le
ayudasen a llegar a completar su cometido. El propio destino era su abogado y
el jurado pertenecía al Purgatorio.
A medida que los minutos se sucedían, Manolo comprobó que,
pese a ya no estar regido por las leyes mortales, el tiempo seguía corriendo
para él. Sus fuerzas iban mermando, el agotamiento y la fatiga comenzaron a
aparecer. Aunque no percibiera sensación alguna, exceptuando las imágenes,
sonidos y olores, notaba a su corazón volver a enlentecerse. Tenía que darse
prisa. Aún le quedaban cuatro objetivos más, uno de ellos de especial interés…
Para su sorpresa, al llegar a la casa de Fuensanta, más
conocida entre los demás como Sandy, encontró la compañía de Jose Luis, otro de
sus hijos. Aquel insidioso vástago que con penas e inocencia consiguió
apropiarse también de una porción que no le pertenecía.
-Veo que tendré que
desplazarme menos…
Finalmente había hablado. Le costó vocalizar, pero sus hijos
le entendieron. La mandíbula parecía que en cualquier momento se iba a
descolgar. Un par de dientes se desprendieron y se escaparon varias hebras de
sangre por su boca.
Así como Manuel, “Sandy” y José Luis estaban paralizados en
el salón. La puerta de la entrada había sido brutalmente separada del marco. Su
padre, tan débil, tan fuerte.
-Pa… padre… ¿eres tú? –preguntó
José Luis sin salir de su asombro –.
-Vengo porque dejé
ciertas tareas sin terminar.
Ante la confirmación de que era su progenitor. Más por miedo
que por ilusión, José Luis se lanzó a los brazos de Manolo, pero este sabía que
todo esto no era más que la actitud de un falsario. Pertenecer tanto a la
dimensión de los muertos como a la de los vivos le había otorgado ciertas
facultades que evitaban que cayera en los engaños de los que cualquier otro
humano normal hubiera resultado preso.
Al parecer sus máscaras de timadores se habían adherido a
sus pieles y ya no se las podían arrancar, sus realidades se habían vuelto una
tautología manchada de sangre. ¿Quién en su sano juicio iría a abrazar a un
muerto viviente? Era miedo, sospechaba que sabía todo lo que había hecho con
una herencia no merecida… y estaba en lo cierto. Llegó la hora de ajusticiar.
Manolo rechazó el abrazo. Separó los brazos de José Luis y
le dio la vuelta. Apretó, seguidamente, sus puños contra su abdomen y continuó
hasta que su hijo comenzó a vomitar sangre.
Justo entonces Fuensanta reaccionó y se dirigió hacia ellos.
¿Para socorrer a su hermano? Obviamente… no. Trató de rodearles para salir de
casa, pero el cuerpo demacrado de Manolo no era solo fuerza, también rezumaba
reflejos. Así que con el brazo izquierdo dejó de apretar las vísceras de José
Luis y agarró por el cuello de la blusa a Fuensanta. Tal fue el tirón que cayó
al suelo, no sin antes golpearse la cabeza con el pico de la estantería del
recibidor. Estaría aturdida en el suelo durante el suficiente tiempo como para
acabar con el otro. Podría tomárselo con calma.
Poco a poco mucha más sangre era expulsada por su boca ante
la insufrible presión que soportaba su abdomen. Podía sentir en su interior
como si decenas de bolsas llenas de líquido reventaran. Era un líquido caliente
que al entrar en contacto con el resto de estructuras únicamente provocaba
dolor. Y su padre siguió. Una maniobra de Heimlich cuya finalidad no era salvar
la vida, sino quitarla. Algunos mililitros de sangre penetraron en su tráquea y
la asfixia comenzó.
Manolo, viendo su cara perder color, volviéndose cianótica,
optó por dejarle en el suelo y pasar al siguiente buitre. Con él ya era
suficiente, la falta de oxígeno haría el resto. Por lo que le soltó y se agachó
para arrastrar a Fuensanta hasta la cocina. Ni siquiera gritaba, aún no sabía a
la perfección lo que sucedía a su alrededor. Una buena ventaja para minimizar
la agonía que la aguardaba, sin embargo, su padre decidió esperar a que se
recuperara para que estuviera completamente consciente. Un castigo que no
percibes no puede llamarse como tal.
Por fortuna para él (y por desgracia para ella) en cuestión
de minutos recuperó toda la percepción sensitiva. Y como era de esperar quiso
volver a escapar, pero esta vez no lo tendría tan fácil. Manolo había sido
previsor y la había tumbado en la mesa de la cocina clavando en las palmas de
sus manos y en las plantas de sus pies unos grandes cuchillos que atravesaban
hasta la superficie del mueble para que así no se pudiera mover ni un ápice.
-Tu egolatría te ha
llevado por mal camino, hija. Siempre has pretendido ser el centro de atención.
Estate satisfecha. Hoy, el Cielo y el Infierno, por completo, pondrán los ojos
en ti. Arrancaré célula por célula esa carcasa.
Una vez dijo eso, vendó su boca para dejar de escuchar sus
persuasivas artimañas y se dirigió al primer cajón de la cocina, donde estaban
los cubiertos. Recordaba los días en los que se quedaba a comer en esta casa.
En ese cajón se encontraba un estropajo de acero si la memoria no le fallaba.
Metió la mano hasta el fondo del cajón y tanteó hasta que por fin dio con él.

Con impotencia tuvo que observar a su padre restregar por su
piel el estropajo. Capas de piel ensangrentadas iban cayendo al suelo. Empezó a
sentir un ardiente escozor por todo cuerpo. Siguió y siguió hasta que levantó
todo el tejido cutáneo y dejó al aire libre la aponeurosis. Era tanto el
sufrimiento, que ni la venda que tapaba su boca era capaz de reducir el volumen
de sus gritos. Esa era la señal, probablemente ya hubieran alertado a la
policía. Era una lástima pero tuvo que concluir hundiendo el puño en su pecho,
extrayendo su corazón y sustituyéndolo por el estropajo que había “limpiado sus
mentiras”.
Quinto sujeto, la cuarta hija, Lola. Había sido más discreta
que el resto, en ningún momento empleó la estafa para beneficiarse. Aunque eso
no la excluía de las maldades de la mente. Ella esperaba su momento,
sometiéndose a los deseos de su madre para que, cuando ella muriese, cosa que
Lola deseaba con todas sus ganas, su herencia fuera mayor que la de los demás hermanos.
Día a día se encargaba de convertir en un horror la vida de su madre para
reducir su salud, llegando a inducirla una profunda hipocondría.
Ella había aprovechado el puente del Día de los Muertos para
viajar hasta Málaga, donde también se encontraba la hermana menor. Esta circunstancia
le era oportuna, ya que parecía que el tiempo, cruel chaquetero, había decidido
cambiar de bando. La energía con la que emergió de la muerte ahora le
abandonaba. Comenzaba a percibir lo mismo que en sus últimos segundos de vida.
Lo sabía, esta oportunidad de ajustar cuentas llegaba a su fin. Debía apresurarse
si no quería fallar en su cometido.
Antes de marcharse fue previsor, “confiscó” un buen fajo de
billetes para el transporte hacia Málaga. Lo mejor de todo es que no podía
considerarse un robo, era su herencia y, legalmente ya no estaba muerto, por lo
que todo ese dinero volvía a pertenecerle… De todas formas, tampoco es que lo
fueran a necesitar ellos, no en el sitio al que iban.
Al cabo de unas cuantas horas Manolo llegó a la estación de
Málaga. No necesitaba indagar en los paraderos de ambas, su esencia, al igual
que con sus otros hijos y con su mujer, había permanecido con ellas durante
todo el tiempo que yacía bajo tierra. Así que sabía que justo en media hora
Lola pasaría por el centro para montar en el tren de cercanías y visitar a su
hermana.
Él, simplemente, se acercó a la entrada de la estación y
ocultó su rostro descompuesto. Y no transcurrió mucho tiempo hasta que Lola
pasó a su lado. Fue una mirada, un mero contacto visual, lo que provocó la
fatalidad. Se sintió tan incómoda al ver esos ojos, los cuales le resultaban
increíblemente familiares, que no pudo apartar la mirada de ese “desconocido”,
con la mala suerte de que no prestó atención al frente y alcanzó, descuidada,
las escaleras mecánicas, dando un estrepitoso tropezón que la lanzó rodando
escaleras abajo, golpeándose repetidas veces todos sus huesos.
La hemorragia masiva interna la mató a los pocos segundos.
Una muerte rápida, pero no por ello indolora. Manolo, una vez había comprobado
que sí había perecido, se montó en el tren y fue a casa de su última hija con
vida: Carmen. De los cinco hijos, era ella a quien más ganas tenía de ver, de
mostrar que por una última vez él seguía vivo.
Sus piernas cada vez flaqueaban más, los latidos sonaban en
intervalos de hasta minutos, su visión se volvía borrosa. No sabía si llegaría
a tiempo. Reunió fuerzas de cualquier lugar de su cuerpo y las juntó todas en
su corazón, tenía que llegar a su casa costara lo que costara.
Salió de la estación y subió por las calles hasta finalmente
terminar en el barrio donde Carmen vivía. Dio un suave empujón al portón y se
abrió. Fue subiendo por las escaleras, las piernas le pesaban toneladas. Un
piso, dos, tres y cuatro. Llamó a la
puerta. Intentó calmarse, que no le viera mostrar signos de agotamiento, y
esperó. Escuchó sus pasos, se acercaba. El picaporte giró y la puerta, al fin,
se abrió.
Carmen casi se desmaya. Pese al ya avanzado estado de
putrefacción pudo reconocer a su padre, sin que este realizara presentación
alguna. Manolo no dirigió ninguna palabra, tan sólo dio varios pasos hacia
adelante hasta estar dentro del hogar. Por su parte, su hija hizo lo mismo
caminando hacia atrás, con la boca abierta, temblando. Tras ello, el mutismo
retornó. Pero a los escasos segundos Carmen se dignó a hablar.
-¿Papá? ¿Qué ha
ocurrido? ¿Cómo es que estás… vivo?
-Hija, no me queda mucho
tiempo. No puedo mentirte. Por voluntad propia encontré el modo de revivir de
forma temporal. He ido a por vosotros, uno a uno, incluida tu madre, han caído
en mis manos. Yo… los maté.
-¿¡Qué has hecho
papá!? –gritó ella entre lágrimas, casi sin creerse lo que estaba viviendo –.
-Carmencita, cálmate.
Que mi aspecto no te engañe, estoy en mi sano juicio. ¿Sabes qué ocurrió en mi
lecho de muerte? Todos tus hermanos y tu madre estaban allí. Todos se
despidieron de mí… todos menos tú. En ese momento pensé que eras tú la única
que no me quería. Morí con una sola llama de odio en mi interior, una llama que
ardía por ti. Sin embargo el tiempo me hizo ver que esa llama en realidad
existía porque eras tú el único recuerdo puro que conservaba. El resto eran
unos falsos, no fueron para despedirse, sino para verme morir, celebrarlo,
relamerse con la herencia que se avecinaba. Y tu ausencia se debía precisamente
a eso, no querías verme en ese estado, querías conservar una memoria de mi ser
mucho mejor que la de un moribundo… Niña, ¿sabes lo que verdaderamente me haría
feliz?
-¿El qué…?
-Yo no quiero que se
me recuerde entre lágrimas teatrales, no quiero que gente interesada afirme que
me echa de menos cuando no es verdad, no quiero ser el causante de traiciones y
mentiras, no quiero ser la fuente de la hipocresía. Solamente quiero… ser libre…
La voz de Manolo se fue apagando lentamente hasta que con su
último deseo su esencia vital se desvaneció para siempre y su cuerpo se
transformó en cenizas.
Carmen cayó de rodillas, sollozando sin parar. Él no se
había dado prisa para acabar con ella, sino para que tuviera la oportunidad de
despedirse de una manera debida de la única hija que no veía interés en la
muerte del ajeno.
Cuando dejó de llorar, un poco más calmada, se percató de
que las cenizas del suelo, no se sabe si por casualidad o a propósito,
dibujaban un grisáceo corazón. Carmen se levantó del suelo, sabía lo que había
que hacer. Recogió las cenizas y las depositó en una bolsa. Salió a la calle a
comprar una urna y las introdujo en dicho recipiente.
A la mañana siguiente se dirigió al mar y anduvo abrazada a
la urna hasta llegar al extremo del puerto. El viento soplaba fuerte, era
perfecto. Abrió la tapa y la volcó. Las cenizas fueron depositándose en el mar.
De donde la vida había surgido milenios atrás, ahora Manolo pertenecería para
siempre.
-Hasta siempre, papá.
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