Mi hijo acababa de despertarme. Daba, con alegría, brincos
en la cama sin parar. Era puro nervio, no podía esperar más, necesitaba verme
despierto ya, después de todo hoy era mi día, estaría impaciente por enseñarme
mi regalo.
Me dijo que su sorpresa aguardaba en el salón. Me eché un
poco de agua en la cara para despejarme mientras él seguía dándole tirones a la
camisa del pijama. Bajé las escaleras y caminé por el pasillo. Me asomé al
salón y pude ver su regalo sobre la mesa donde siempre comíamos.
Desde luego que era una sorpresa. Allí yacía Elfo, nuestro
pastor alemán, con el vientre abierto de par en par, bañado en su propia
sangre. La imagen me dejó sin palabras, estaba boquiabierto, únicamente tuve la
fuerza para girarme hacia mi hijo, intentando, con mi expresión, pedirle alguna
explicación de aquello.
-Lo sé, papá –contestó
él –. No hace falta que me lo agradezcas.
Conozco muy bien tu afición por la veterinaria, así que tomé prestado el cuerpo
de Elfo para que pudieras aprender de manera más práctica la anatomía de los
cánidos, ¿a que es sensacional el regalo? Me ha costado mucho trabajo
elaborarlo, pero ha merecido la pena.
A partir de ese día todo fue a peor. Mi mujer y yo ya lo
sospechábamos, pero siempre quisimos creer que eran “cosas de críos”. Sin
embargo, esos actos extravagantes trascendían a algo más que puras niñerías.
Desde muy pequeño le veíamos arrancar hojas de las plantas
con saña, así como torturar pequeños insectos. Le gustaba regocijarse ante su
superioridad, disfrutaba saboreando el dolor que propiciaba a seres indefensos.
No obstante, era como si él no fuera consciente de lo malo que era aquello,
como si para él fuera completamente normal convivir con la muerte y la
violencia.
Sí… lo dejamos pasar, después de todo lo único que hacía era
mutilar árboles y aplastar hormigas. Pero ese día… ese maldito día… llegó
demasiado lejos. Era hora de buscar ayuda o de lo contrario podría ir a peor.
¿Qué sería lo siguiente? Quemar a otro niño, arrancarle el pelo a un amigo, apuñalar
a un bebé… Me entraba un profundo escalofrío solo con pensarlo.
En aquel entonces, cuando recibí el “regalo”, mi mujer
estaba de viaje de negocios, por lo que tuve que llevarle al médico
personalmente. Y lo admito, no era yo precisamente quien se encargaba de los
temas sanitarios de nuestro hijo. No sabía si tenía que llevarle a un
psicólogo, a un psiquíatra o directamente al manicomio. Aunque lo mejor que
podía hacer era pedir consejo a su médico de cabecera, a partir de ahí estaría
mejor guiado con los procedimientos a llevar a cabo.
Alex, mi hijo, no comprendía muy bien lo que estaba
ocurriendo. Lloró desconsoladamente creyendo que no me había agradado su
regalo. Perdió el control y se dirigió a la cocina para empuñar un cuchillo.
Acercó el filo a su estómago y afirmó que no merecía vivir si no era capaz de
contentarme. ¿Y ahora qué debía hacer?
Le aseguré que me había gustado mucho, pero que no había
tiempo para disfrutarlo porque teníamos que hacer cierto recado. Por desgracia
no se tragó la mentira y apretó la hoja contra su pecho, si volvía a cometer un
paso en falso mataría a mi hijo.
No tuve más remedio que fingir. Hice un trato, si probaba su
regalo durante un rato iríamos luego los dos a la calle. Como era de esperar,
soltó el cuchillo y dio saltos de alegría. Se marchó corriendo al cuarto de
baño y me trajo dos guantes de látex. Genial… ya me imaginaba lo que pretendía
que hiciera.
Aguanté el llanto, me puse los guantes y hundí las manos en
las vísceras de Elfo. Aún estaban cálidas, probablemente lo habría eviscerado
durante la noche. Palpé sus intestinos, acaricié su estómago. No sabía muy bien
qué tramaba ni cuándo sería suficiente para él.
-¿Qué se siente, papá?
¿Es divertido?
Esa sonrisa que me puso… no era la misma que antes. Se
reflejaba malicia en su rostro. Lo supe de inmediato, nunca había sido un
trastornado mental que no sabía diferenciar el daño ajeno de la experimentación
indolora. Se estaba regodeando. No quería agradarme, quería verme sufrir. Cada
minúscula lágrima que me era imposible contener era una dosis de dopamina para
él.
Insistió en la pregunta, necesitaba verme en shock, ansiaba
escuchar de mi boca unas temblorosas palabras en un preludio al más auténtico
espanto. Pero no le iba a conceder ese placer. Respiré por unos segundos y me
calmé, no iba a conseguir nada entrando en pánico, había que mantenerse frío,
como todas esas veces a lo largo de mi vida que tuve que recurrir a la calma en
momentos de angustia y dolor.
-No hay comparación a
los libros. Esto es mil veces mejor –contesté con una mirada desafiante–.
Reí para mis adentros. Me jugué todo a una carta, podría
haber ocurrido algo más catastrófico, como haberle dado vía libre para
continuar con asesinatos de mayor calibre. Por el contrario, únicamente se
extrañó e incluso se enfadó un poco al creer que no me había afectado para nada
la muerte de Elfo.

Su impotencia, por no sajarme la garganta en esa misma
habitación en ese preciso instante, llegó a su clímax. No aguantaba más
sosteniendo ese sayo de inocencia infantil. Así que dio un carpetazo y dijo que
yo ya había cumplido mi parte del trato y ya podíamos ir los dos a la calle.
Era perfecto, porque, aunque él no se hubiera percatado, mis
dedos temblaban después de haber estado quince minutos trastocando el interior
de nuestro fallecido perro. Seguramente habría perdido los estribos si
continuaba así durante más tiempo. Afortunadamente resistí y ahora podía
tomarme un descanso. Por tanto, puse una toalla para tapar el cadáver, me quité
los guantes, me lavé las manos, nos vestimos y salimos de casa. En breves me
enfrentaría a otro desafío, quizá más sencillo pero igual de arriesgado:
conseguir que el médico supiera todo aquello sin que Alex se diera cuenta.
Llegamos al hospital. Mi hijo estaba un poco
desconcertado, me preguntó si estaba enfermo o algo por el estilo. Le prometí
que sólo era una visita rutinaria para hacerle un chequeo. De momento el engaño
iba a la perfección.
Tras una breve espera entramos en la consulta. Mientras el
médico auscultaba a Alex, estando este tumbado en la camilla, aproveché la
distracción y escribí en un trozo de papel una nota para el facultativo, de
modo que buscase una forma de convencer a Alex para que pudiésemos hablar sobre
el asunto en privado.
Cuando el médico regreso a su escritorio y leyó la nota me
miró extrañado, pero mi rostro serio le hizo aceptar la petición, así que se
inventó en un abrir y cerrar de ojos una magnífica excusa. Le dijo que entre él
y yo íbamos a elaborar una serie de preguntas para analizar su estado
cognitivo, y que debería mantenerse afuera de la consulta durante unos minutos
porque no tendría la misma gracia si escuchaba las cuestiones que iban a ser
propuestas, ya que habría de responder lo más rápido posible y quedarse allí
escuchando le daría ventaja.
Alex se quedó un rato dubitativo, pero finalmente aceptó y
salió por su cuenta de allí. Esperamos un rato para cerciorarnos de que no
estaba oyendo a través de la puerta y el médico procedió con la pregunta que
más me esperaba.
-¿A qué se debe esto,
le preocupa algo de su hijo que no quiera que él sepa?
-Mire… sé que suena
descabellado, pero necesito que me crea… Hace muchos años que dudaba de ello y
hoy mis peores sospechas se han confirmado. Quizás sea solo una etapa que se
desvanecerá en la madurez, no lo sé, aunque de momento sólo puedo mostrar
preocupación. Es mi hijo, sí, pero empiezo a tener algo de miedo.
-Si me permite el
atrevimiento, ¿usted cree que su hijo está endemoniado debido a su cruel
comportamiento, cierto?
-¿Có…cómo lo ha
adivinado?
-Ya puse hace tiempo
en el historial clínico de su hijo que tenía indicios de un síndrome XYY. Había
ciertas señales. Prestaba máxima atención a la jeringa a la hora de extraerle
sangre cuando otros críos de su edad rompen a llorar con ver tan solo el envoltorio
de la aguja. Siempre ponía énfasis en saber qué fármacos tenían efectos
adversos letales o irreparables. Fantaseaba con que un día se cruzase en el
hospital con un paciente mutilado o desangrándose… Verá, escasas veces he
podido charlar con él a solas, previo secreto de confesión, pero me veo
obligado a romper ese juramento con pacientes de esta índole.
-Entonces, ¿lo que
tiene mi hijo es una simple enfermedad? ¿Qué es eso del síndrome XYY?
-Es una enfermedad,
sí, pero me temo que genética, y cura como tal no hay, aunque hay ciertos
tratamientos aún en fase de pruebas que podrían resultar beneficiosos para la
integridad mental de Alex. Con respecto al síndrome XYY, me refiero a un
cromosoma específico que adquieren algunas personas. Seguramente ya habrá oído
antes hablar de él, lo que pasa que los medios de comunicación lo denominan el
gen del mal o el síndrome del superhombre. Grosso modo, una de las
implicaciones neuronales que tiene este cromosoma es la imposibilidad de una
liberación normal de serotonina, hormona la cual se encarga muy a menudo de
tranquilizar nuestros primitivos impulsos violentos. Con el tiempo, expuesto a
la total naturaleza destructiva que tiene el hombre, el cerebro termina por
aliarse con el enemigo y el problema se vuelve más psíquico que genético.
-Y, siendo así, ¿qué
es lo que podemos hacer?
-De momento le
recetaré sertralina, que propiciará una mayor abundancia de serotonina en su
organismo. Asimismo, le daré cita con el genetista para que determinemos su
genotipo. De esta forma podremos guiar el tratamiento por el camino correcto.
No obstante, mentalícese, seguramente su hijo posea dicho síndrome. Aunque esto
no es motivo de preocupación. Al fin y al cabo no es que sea un gen maléfico,
simplemente otorga una predisposición a la violencia. Con este antidepresivo y
los posteriores fármacos regresaremos a la etapa de riesgo, que no
manifestación patológica, y únicamente tendremos que prestar más atención para
que no vuelva a pasar nada de esto.
-Entendido. Iré a la
farmacia de inmediato. A ver si mientras tanto esto puede paliarle un poco.
-Muy bien. Dentro de
dos días se verá con el genetista. No se preocupe en traer ningún tipo de
documentación ni en el precio. Tan solo firme esto para que dé su
consentimiento y podamos administrar uno de los tratamientos en prueba para el
síndrome. Los resultados del examen estarán listos en dos meses.
-De acuerdo –contesté
mientras firmaba sin pensármelo dos veces –. Pues perfecto. Nos vemos dentro de dos días. Hasta luego.
Salí de la consulta y vi a Alex sentado en una silla,
balanceando sus piernas. Me era imposible concebir que ese aspecto tan tierno
podía ocultar una maraña de brutalidad psicótica. Me miró y sonrió, se levantó
de la silla de un salto y se acercó corriendo a mí. Me preguntó si nos íbamos
ya y asentí con la cabeza. Dentro de dos meses saldríamos de dudas.
Los dos siguientes días pasaron fugazmente. Mantuve el
contacto con mi esposa, aún quedaba una semana para que volviera y preferí no
decir nada de esto. Respecto a Elfo, me costó mucho convencer a Alex de que me
había servido de utilidad pero era imposible “disfrutarlo” por más días, ya que
pronto comenzaría a descomponerse y la casa olería de manera nauseabunda.
Nuevamente, tuve que someterme a los caprichos de mi hijo y
desear que diera su aprobación. Aunque con pocas palabras se le convenciese, no
me hacía gracia que tuviera que hacer eso cuando otro padre con decir un
rotundo no ya le era innecesario siquiera comunicárselo a su hijo. Y sin
embargo yo, aquí, tuve que cruzar los dedos para que me dejase dar un entierro
digno a Elfo.
Pero pronto eso se acabaría. Mientras tanto, parecía que el
medicamento hacía un poco de efecto. Se lo diluía en su refresco y hasta el
momento no había vuelto a cometer ninguna atrocidad de ese calibre, pero seguía
percibiendo esa maldad que emanaba de sus poros. No sabría explicarlo bien, era
como mi intuición alertándome, el antidepresivo podría servir como contención,
pero ni por asomo se aproximaba a un inhibidor total de su sadismo.
Regresamos al hospital y Alex estaba asombrosamente
colaborador. Desde que le desperté sobre las nueve de la mañana hasta que entró
al laboratorio para la prueba genética no dijo absolutamente nada. Su silencio
llegaba a ser perturbador. A veces, durante el trayecto, le miraba de reojo y
le pillaba observándome muy atentamente, como analizándome. Se me ponían los
pelos de punta, no hacía falta un análisis genotípico para diagnosticar una
anomalía en su cerebro, sólo había que verle.
El genetista dio inicio al procedimiento clínico mientras
que yo esperaba afuera. Estaban demorándose demasiado. No sabía mucho de
analíticas, pero era de sentido común que no tardaran más de una hora. Aguardé
treinta minutos más y mi impaciencia derivó en preocupación. Al fin y al cabo,
allí dentro con total seguridad habría una bestia maniática. El asunto me daba
mala espina.
Me incorporé y me aproximé con velocidad a la puerta del
laboratorio. Posé mis manos sobre su superficie, con intención de pasar, cuando,
repentinamente, se abrió hacia mi lado. Era Alex, sonriendo.
-¡Hola, papá! Ya hemos
acabado y me han dicho que podía marcharme. ¿Nos vamos?
Me agarró de la mano y me dio un suave apretón. La ligera
sospecha de que algo iba mal seguía en mi interior pero, ¿qué podría haber
pasado? Si de verdad hubiera hecho algo horrible hubiera sido reportado, no
habría salido de allí como si nada. Al fin y al cabo es un niño de siete años.
¿Cuántos sanitarios habría dentro; tres, cuatro, cinco? Serían paranoias mías,
así que desistí y le hice caso. Preocuparse ahora no solventaría nada, por
mucho que lo deseara, la espera de dos meses no me la quitaba nadie.
En el viaje de vuelta el silencio nuevamente perpetuaba en
el ambiente. Quise romper el hielo preguntándole qué le habían hecho allí
dentro, pero respondió secamente “cosas”. Claramente había cambiado desde que
le administraba la sertralina, aunque lo había hecho para mal. Supuestamente
ese fármaco actúa como antidepresivo, crea un superávit de la hormona de la
felicidad en tu cuerpo. ¿Pero él? Era todo lo contrario a felicidad. Frívolo,
callado, apático… Eso no ayudaría a su supuesto síndrome. Me costaría, sí, sin
embargo tendría que poner todo mi empeño en evitar que ese humor de perros
acabase por desencadenar otra explosión asesina en él.
-Oye –dije mientras
esperábamos a que el semáforo se pusiera en verde –. ¿Y no tienes ganas ya de ver a mamá? Mañana regresa.
-Ah…
-Cuando venga tendrá
un par de semanas libres, ¿quieres que hable con ella para que vayamos a algún
sitio en especial?
-Como quieras.
No iba a ningún lado esa conversación, así que dejé de hacer
esfuerzos innecesarios. Tal vez mañana mi mujer conseguiría algo, al menos
tendría más posibilidades, ya que desde pequeño él ha sido muy madrero.
Entramos en casa y me dispuse a preparar la comida. Estaba
echando las patatas en la freidora cuando repentinamente Alex apareció detrás
de mí. Me dio un considerable susto al propiciarme tal brusco tirón en el delantal.
Me giré y contemplé una expresión poco habitual.
Le pregunté qué quería, y con señas me sugirió que fuera un
momento al salón… La última vez que me indicó eso me llevé una fatídica
sorpresa. A ver qué me había preparado hoy. Me quité el delantal y me dirigí
hacia allí. Pero cometí un error fatal: bajar la guardia.
Alex se quedó quieto, permitiendo que yo me adelantara. No
obstante, lo que él pretendía con ello era pillarme desprevenido. Agarró el
mango de la freidora y me lanzó el aceite hirviendo al cuerpo. Mi camiseta, de
tejido tan fino, no pudo paliar las quemaduras. Fue un dolor tan terriblemente intenso
que en cuestión de segundos aumentó en algo tan insoportable que ni mis nervios
eran capaces de procesar. Caí de rodillas, atónito, y le miré, suplicante.
-¿Por… qué?
-¿Crees que soy tonto,
papá? Me hiciste daño con tus mentiras… Dijiste que el médico y tú estabais
haciendo unas preguntas, pero nunca llegasteis a preguntarme nada de nada…
Dijiste que te gustó el regalo, pero te deshiciste de Elfo porque lo
despreciabas… Dijiste que iban a hacerme un chequeo médico rutinario, pero en
realidad querías ver unas sustancias de mi sangre. Has sido malo, y la gente
mala tiene que recibir castigos, ¿verdad?
Aprovechándose de mi debilidad, surgida de mi incapacidad
para levantarme y defenderme a causa de los daños en mi piel, me levantó la
camiseta y colocó con fuerza sobre mi estómago la base de la freidora. Me
revolví de dolor. ¿Qué sería lo siguiente?
Se aupó al cajón de los cubiertos y extrajo el mismo
cuchillo con el que días antes amenazó con suicidarse. Primero me cortó los
talones y continuó con la perforación de mis muñecas. Con eso había conseguido
inutilizarme para defenderme. Tenía que buscar otra opción.
El siguiente objetivo era mi cuello. Me concentré y esperé
al momento exacto. Cuando estuvo mi hijo lo suficientemente cerca de mí, me
impulsé con las pocas fuerzas que tenía y le di un cabezazo que lo repelió
varios metros. Era mi oportunidad. Me arrastré hasta el recibidor y alcé los
brazos para tirar del teléfono. Lo logré. Traté de marcar el número de
emergencias, sin embargo, pese a que solo fueran cuatro botones, incluyendo el
de llamada, me costó mucho por la afección de los tendones.
Aunque al final pude realizar la llamada. Los escasos
segundos antes de que contestasen se hicieron infinitos. Y como ya sabemos
todos, el infinito no llega nunca a un punto concluyente. Nunca escuché
respuesta…

Mientras todo se apagaba y mis ojos desprendían unas escasas
lágrimas, decepcionado por ver lo que realmente era mi hijo, aquella personita
a la que tanto quería, mis oídos captaron unas últimas palabras.
-Mamá estará muy
contenta de ver que pronto ya no sentirás más dolor. Te quiero, papá.
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