
Mi encéfalo es un cruel tirano.
Así es. Desde hace diez años, más o menos desde que entré a
primaria, una pequeña voz fue haciéndose eco en mi interior. Al principio
pensaba que era una forma de comunicarse conmigo eso que llaman conciencia.
Pero más tarde, cuando esta fue adueñándose de una mayor extensión cerebral,
cobrando protagonismo incluso hasta en los sueños, me di cuenta que era algo
ajeno a cualquier mecanismo psicológico ordinario… Tenía incrustado un ser
dentro de mi cráneo. Lo sabía.
Por desgracia la medicina se define por ser una ciencia
escéptica, metódica y objetiva… En consecuencia, una vez les hablé de este
problema a mis padres y fui enviado a numerosos psiquiatras y psicólogos. Todos
y cada uno de ellos parecieron haberse puesto de acuerdo, pues siempre era
diagnosticado de problemas similares relacionados con la creación de un amigo
imaginario… Claro, era un niño, y por extensión mis problemas no podían
sobrepasar ciertos límites… Lo ponía en los libros, y no eran capaces de ver
más allá de los conocimientos que habían engullido sin una mirada alguna de
comprensión hacia la realidad sintomática de personas como yo.
Crecí. Llegué a la adolescencia. Esa voz permanecía conmigo,
siendo ya él el personaje principal de esta tragicomedia que era mi vida.
Irónicamente, en mis aún no concluidas aventuras por el mundillo de los
diagnósticos psiquiátricos, ya no se trataba de un amigo imaginario, ahora
mágicamente lo que padecía era un trastorno obsesivo compulsivo de matices
esquizoides y bipolares.
Je… Conforme cumplía años parecía que pasaba de un inocente
crío solitario a un loco de manicomio. Pero no lo entendían, era como si
hicieran oídos sordos a mis testimonios… No tenía ningún tipo de TOC… Si por mí
fuera, ignoraría todas esas actitudes maníacas que tenía… Yo sería el primero en
dejar de contar hasta siete antes de entrar a una habitación, de dar dos
palmadas al cerrar una ventana, de soplar con fuerza si por accidente pisaba la
raya de una baldosa, de contar los granos de sal que echaba a la comida, etc. En definitiva, ardía en deseos de poder desobedecer las órdenes de aquella
despiadada voz.
Un día, uno de estos sacacuartos psiquiatras pareció haber
escuchado de verdad gran parte de mi historia, y sugirió algo bastante distinto
a la típica receta de drogas farmacológicas. Me preguntó que si pasaría algo
malo si hacía caso omiso a los mandatos de la susodicha voz. En ese instante no
pude controlar mi risa… Ojalá fuera así de sencillo…
Amenazas. Sí. No sé en qué momento fue consciente del poder
que tenía sobre mí, pero desde entonces, justo cuando también aparecieron lo
que malamente habían diagnosticado como TOC, la voz empleó, para su diversión,
el miedo, y empezó a amenazarme, de forma que, si no hacía X cosa tal y como
deseaba, afirmaba que moriría repentinamente.
Puede que ese psiquiatra tuviera razón y la clave se hallase
en ignorarla, pero siempre quedaba ese “¿y si…?” que me ponía tan nervioso. Así
como nada me aseguraba que acabaría muerto, tampoco nada me certificaba que iba
a salir airoso tras oponerme a su tiranía.
No obstante, tenía que hacer algo… Si en cuestión de diez
años había logrado apoderarse casi al completo de mí, no había garantías de que
la cosa se quedara simplemente en unas leves extorsiones.
Quizás realmente una simple negativa hacia una de sus
peticiones resolvería de una vez por todas ese esclavizador control que ejercía
sobre mí y por fin podría regresar a aquella tranquila y apacible vida que
tanto anhelaba.
Acepté el reto. Elegí al azar un día del calendario y lo
marqué con un círculo con un rotulador. Ese sería el momento en el que pondría
en marcha el experimento: pasado mañana, 20 de agosto, sería el día D.
Pasaron cuarentaiocho horas y me levanté de la cama de un
salto, lleno de ímpetu y de valor. Procedí a vestirme y la voz me dio los
buenos días a su respectiva manera, obligándome a que tosiera cada vez que me
pusiera una prenda. Me negué, y la voz no dijo nada a pesar de acabar vestido
completamente sin haber tosido en ningún momento.
Tras ello me dispuse a desayunar. De nuevo me asaltaron sus
imperantes ordenanzas. Verter cuatro cucharadas de azúcar. Yo eché dos y media.
Beber el café alternando sorbos directos al vaso y en pajita. Me lo bebí de un
trago. Encender la televisión y poner el volumen en un número impar. Lo puse a veinte. Atarme los zapatos aguantando la respiración. Inhalé y exhalé con
fuerza. Cerrar la puerta lentamente clavando la mirada en la mirilla. Lo hice
cerrando los ojos. Era, en definitiva, una rebelión contra el propio nexo de mi
sistema nervioso.
Pero estaba empezando a preocuparme, ya que no decía nada
cuando le desobedecía. Sólo la escuchaba a la hora de dar órdenes, en cambio
luego callaba. Ni un quejido, ni un grito. Nada. ¿Podría ser que estuviera
debilitando a la voz?
Me equivoqué absolutamente. No es que estuviera
fragilizándose, sino que estaba guardando fuerzas para dar un golpe oportuno…
Fue al salir a la calle, cuando con tono amenazador, prosiguió con sus
exigencias habituales, aunque esta vez añadió algo parecido a un ultimátum nada
más pararme en el primer paso de cebra.
Como de costumbre, en mi vida de encadenado, tendría que
pisar únicamente las franjas blancas. Sin embargo, obviando su advertencia de
que en esta ocasión me anduviera con ojo, bajé la mirada para pisar concienzuda
y exclusivamente las zonas negras.
Desafortunadamente, la desgracia se abalanzó sobre mí al no
percatarme de que el semáforo acababa de ponerse en verde para los vehículos
justo al poner mis pies sobre la carretera. Estaba tan concentrado en
enrabietar a la voz que ni me fijé en los gritos de los demás peatones. Me
estaban avisando de algo. Precisamente de aquello de lo que tanto me había
amenazado mi mente.
Un autobús que dobló la esquina, cuyo conductor seguramente
no esperaba toparse con un suicida ahí en medio, no tuvo tiempo para frenar y,
consecuentemente, acabé siendo una pulpa adherida al asfalto.

Inocente de mí… que aún muerto, sin siquiera saber dónde me
hallo, lo único que percibo es su asfixiante y agresivo eco. ¿Es que no va a
acabar esto nunca? ¿Al igual que en la vida, en la muerte me perseguirá por
siempre?
-Así es.
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