Acababa
de conocer a esa chica esa misma noche. Nunca antes había ido a casa de nadie
el primer día tras conocerle, pero su atractivo era embriagador… Alguna especie
de atracción hacía que asintiese ante cualquier propuesta suya. Sus labios
carmesíes, sus ojos de un bello color verde esmeralda, sus cabellos negro
azabache y su esbelta figura hacían sombra a cualquier otra mujer que pasaba
por allí. Poco a poco, a medida que la noche transcurría y ella hablaba conmigo, su voz se hacía más y más dulce. Y su risa, cómo olvidar su risa… Un sonido tan
fino que nadie sería capaz de emularlo, ni los mismísimos ángeles…

Pero no
solamente me encantó de ella su exterior, ni mucho menos, todos sus gustos, sus
aficiones, eran similares a los míos. Y su forma de expresarse, su correcto
habla… ¡Era perfecta en todos los sentidos! Y, por supuesto, yo no tuve las
agallas de acercarme a ella, pero afortunadamente no hizo falta. Como si me
hubiera visto incluso antes de haber entrado al recinto, ella se dirigió hacia
mí y comenzó a hablar. Realmente parecía mi alma gemela. Entonces, tras charlar
un rato y conocernos un poco, ella insistió en que fuera a su casa un par de
horas ya que me pillaba de camino de vuelta a la mía.
Y aquí
nos encontramos, caminando sin parar de mirarnos y sonreír en dirección a donde
vive ella, jamás antes había tenido una sensación tan peculiar en mi interior.
Confieso que por un lado todo me parecía extraño, no podía ser tan perfecta.
Estaba seguro de que Úrsula escondía algún defecto, pero mejor así, es un poco
monótono convivir con la perfección, así no se puede disfrutar la vida... Vida,
hoy me estabas concediendo uno de los mejores días de mis escasos años en este
planeta.
Cuando
me avisó de que al final de la calle estaba su portal, me retó a una carrera. Me
soltó la mano y salió corriendo. Reí y me eché a la carrera. Enseguida la
adelanté y pocos segundos después llegué a su portal mientras ella me pisaba
los talones. Me dio la vuelta y repentinamente acercó sus labios a los míos...
Durante
esos placenteros momentos, sentí algo indescriptible. Nuestros labios bailaban
al son de nuestros latidos. Aún estaba sorprendido por esto, pero cerré los
ojos y me dejé llevar jugueteando con su boca. Ninguno de los dos quería que
acabase eso, pero los ladridos y gruñidos de un perro nos interrumpieron. Nos
giramos ambos y vimos que a quien estaba ladrando era a ella. Me dijo
bruscamente que entrara, como si quisiera evitar al perro, tal vez le darían fobia
los cánidos, fuera como fuera me disgustó bastante que nos cortara ese
espléndido beso.
En
silencio me condujo al cuarto piso, tras la puerta coronada con una placa
dorada donde lucía una B se encontraba su hogar. A juzgar por la hora supuse
que no había que hacer ruido, pues seguramente sus padres estarían durmiendo
ya. Sin embargo ella no se preocupó en no hacer mucho ruido mientras introducía
la llave en la puerta. Por supuesto que me extrañé, de hecho pensé que a lo
mejor sus padres no estaban en casa, pero ella no aclaró nada de nada. Aunque, analizando la situación, supongo que todo aquello era irrelevante.
Como
era de esperar, toda la casa estaba totalmente oscura. Quise buscar algún
interruptor para iluminar el salón, pero, cuando Úrsula me vio, me agarró el
brazo y me aseguró que sería mejor seguir con todas las luces apagadas. Sin
reflexionar en absoluto sobre aquella acción suya, asentí y me dejé guiar entre
aquella oscuridad.
Finalmente
acabamos en su habitación. Cerró la puerta y encendió una pequeña lámpara. Ante
mí se presentó el verdadero caos. ¡Y yo pensaba que tenía desordenada mi
habitación! Con una débil sonrisa se disculpó por ese desorden. Yo me reí, no
hacía falta disculparse, raro sería que alguien de nuestra edad tuviera su
habitación impecable. Se sentó en el borde de su cama y me animó a que me
sentara a su lado. Accedí y nos quedamos los dos mirando la nada en un incómodo
pero a la vez agradable silencio.
Tras
unos segundos decidí romper dicho silencio al fijarme en una torre de videojuegos
que tenía en un estante. Pregunté que si le gustaban los videojuegos, ella
afirmó y yo seguí con el interrogatorio preguntando cuál era su favorito. Su
respuesta me sorprendió. Cientos y cientos de juegos en el mercado y justamente
nombró el que más me gustaba a mí. Tengo que puntualizar que justo en este
momento comencé a pensar seriamente en que todo esto era producto de algún
episodio de narcolepsia. Seguidamente le propuse jugar. Ella dijo que sí pero
puso una condición: quien perdiera la partida tenía que sufrir un castigo. Su
frase fue acompañada de varias risas, así que era obvio que el castigo no iba a
ser muy grave. Lo mejor para terminar la noche: una partida a mi videojuego
favorito.
Úrsula
colocó verticalmente su almohada para que estuviéramos cómodos mientras veíamos
la pantalla del televisor situado en los pies de la cama. Nos echamos,
agarramos los mandos y la partida comenzó. Pegó su cabeza en mi hombro
izquierdo y otra vez esa sensación recorrió todo mi cuerpo. Ni me di cuenta de
que estaba perdiendo la partida, solamente quería sentirla a ella, la
frecuencia cardíaca estaba aumentándome, y no por la tensión de la partida,
sino por todo lo que esa noche estaba ocurriendo. Estaba rebosante de
felicidad.
Veinte
minutos después la partida acabó y, por supuesto, perdí. Ahora me preguntaba
cuál sería el “castigo”. En completo silencio dejó su mando y el mío en la
mesilla de noche y me miró fijamente. Frunció el ceño y se echó encima de mí.
Me enseñó una amplia sonrisa y me aseguró que el castigo era una verdadera
tortura. Yo fingí que estaba asustado (aunque todo el ambiente misterioso que
había en la casa provocó que sintiera un poco de terror verdaderamente). Apretó
fuertemente sus piernas contra mi cintura y alzó los brazos. Se mantuvo en esa
posición unos segundos y entonces, de repente, con velocidad, dirigió sus manos
hacia mis axilas. Era una tortura de cosquillas. No pude contener la risa,
empecé a revolverme e intenté devolverla la tortura. Los dos comenzamos a
hacernos cosquillas y a reír tan fuerte que creo recordar que algún que otro
vecino chilló furioso para que nos calláramos. No hicimos caso alguno y
seguimos “torturándonos”.
Fue
entonces cuando ella agarró mis manos para que parase y nuevamente acercó sus
labios a los míos. Esta vez el beso fue mucho más intenso. Soltó mis manos para
abrazarme y yo hice lo mismo con mis brazos. Rodamos por la cama recorriendo
nuestros cuerpos con las manos, acariciándonos y besándonos. Sus labios bajaron
hasta mi cuello, mi mayor zona erógena. Quedé paralizado por tal placer.
Seguidamente empezó a desabrochar los botones de mi camisa ónice. Toda su
fragancia invadía mis fosas nasales, estaba hipnotizado, mi corazón impulsaba
la sangre con una tremenda fuerza y cada vez la temperatura se elevaba más y
más.
Se
quitó la chaqueta y la camiseta y agarró nuevamente mis manos colocándolas en
el cierre de su sujetador. Con delicadeza se lo quité y ella volvió a tenderse
sobre mi torso. Sin parar de retozar, los dos nos quitamos lentamente los
pantalones y las botas empujándolas con el otro pie. Nos quedamos completamente
desnudos. Úrsula enredó sus brazos en mi espalda y sus labios regresaron a mi
boca.
Nunca
me replanteé cómo sería mi primera vez, siempre tenía miedo de hacerlo mal,
pero en ese momento era como si una bestia me hubiera poseído, como si estuviéramos
determinados por la naturaleza animal a enfrentarnos a ese “pequeño terror”. No
era tiempo en el que se pudiera pensar, había que dejarse llevar por el
instinto lascivo.
De un
repentino impulso ambos nos fusionamos en un mismo ente. Una lujuriosa
simbiosis en la que el provecho era el delicioso placer. Sin separar nuestras
bocas, continuamos con nuestro baile guiado por la música de unos leves gemidos.
Nuestras manos habían recorrido nuestros cuerpos cientos de veces ya. Queríamos
que ese momento fuera eterno, nos agarrábamos con fuerza, como si quisiéramos evitar
que uno de los dos se desvaneciera, se perdiera. Unidos por el amor, empezamos
a sudar y separamos nuestras bocas para besar nuestras pieles y saborear tal
solución salina.
Sin
embargo, Úrsula, dejó de lamer mi piel y puso en acción sus dientes. Al
principio comenzó con pequeños mordiscos juguetones a los que no les di
importancia, pero entonces buscó mi labio inferior y le dio una fuerte
dentellada que me hizo sangrar. Tampoco me di cuenta en el momento del inicio
de la hemorragia, pero, cuando ella empezó a gemir cada vez más y a relamer
insistentemente mis labios, clavé la mirada en los suyos y vi que todo su mentón
estaba lleno de sangre, de mi sangre. Me llevé la mano a la boca y enseguida se
tiñó de rojo. Percatado ya del mordisco, mi cerebro permitió que sintiera
dolor. Tenía una laceración considerable.
Me
incorporé con brusquedad y le pregunté la razón de aquello. Ella me respondió
que, si me dejaba hacer eso, ambos nos sentiríamos mejor. Y tras su
desconcertante respuesta se aproximó a su mesilla de noche, abrió uno de los
cajones y extrajo un cuchillo. No daba crédito a lo que estaba viendo. ¿Iba a
morir en mi primera vez?
Pero al
parecer sus intenciones no eran asesinarme, llevó el cuchillo hasta su región
clavicular y trazó una fina brecha en su piel de la que emanó con lentitud
sangre. Con una voz inundada en placer sugirió que probase aquello.
Lleno
de espanto, lo único que hice fue agarrar mis vaqueros y salir corriendo de allí. Mientras corría por
el pasillo me los puse y busqué en mi bolsillo mi móvil para llamar a la
policía. No obstante, mientras miraba la pantalla de mi móvil, me estrellé contra
la pared. No veía nada con esa oscuridad, tenía que buscar el interruptor.
Después
de tantear la pared lo hallé. Y entonces comprendí por qué me dijo que no
encendiese la luz. En el salón estaban sentados en el sofá dos cadáveres,
seguramente sus padres, totalmente putrefactos y cada uno con una enorme
perforación en el frontal del cráneo. Fue tal el horror de esa imagen que se me
cayó el móvil y yo me quedé paralizado. Durante ese lapso de tiempo en el que
intenté reaccionar comencé a escuchar llorar a Úrsula.
¿Qué
clase de asesino llora si se le ha escapado la presa? Recogí mi móvil y preparé
el número de la policía por si la cosa se ponía fea. Fui con cuidado y me asomé
a su habitación. Ahí estaba ella, acurrucada en su cama llorando. Con toda la
precaución del mundo, entré en su habitación y le dije por qué lloraba. Úrsula
se alegró un poco al verme de regreso y entre lágrimas me contestó que su padre
era policía y muchas noches regresaba a casa de malhumor. Un fatídico día, no
hace más de un mes, lleno de ira y prepotencia, disparó en la cabeza a su madre
y luego se disparó él. Ella escuchó los disparos desde su habitación, pero
cuando llegó corriendo al salón ya era demasiado tarde, un enorme charco de
sangre bañaba a los cuerpos exánimes. Toda la sangre del suelo y las paredes la
obsesionó, y su cerebro, carente de cordura, encontró algo excitante en ese
líquido rojo. Colocó a sus padres sentados en el sofá y por las mañanas
encendía el televisor del salón para fingir que seguían vivos. Desde entonces
ella salía por las noches buscando a alguien que compartiera su insana
obsesión, pero siempre salían corriendo cuando se percataban de su hematofilia.
Sentí
verdadera pena por su trágica historia. Dijo que podía irme y me suplicó que no
contara nada de sus padres, más de una vez había tenido que arreglárselas para
esconder sus cuerpos cuando venía la policía a investigar. Se tapó la cara con
las manos y continuó llorando.
Sin
embargo, yo no me marché, yo no había tenido ningún episodio traumático
relacionado con la sangre, pero tenía que confesar que aquel líquido no me
desagradaba. Me acerqué a ella y pasé mi dedo índice por su herida. Nada más
notar mi dedo, Úrsula paró de llorar y se sorprendió al ver que me metía el dedo en la boca para saborear la sangre. La tumbé en la cama y me puse encima de ella,
cogí el cuchillo y me rajé las mejillas provocando que decenas de gotas cayeran
en su rostro.
Aún con
su cara de sorpresa, Úrsula me sonrió. Me quitó el cuchillo y dibujó con él un
corazón en su vientre, seguidamente yo hice lo mismo en el mío. Esperamos a que
hubiera suficiente sangre y pasamos las manos por la herida para, después,
dejar que las manos carmesíes de cada uno fueran saboreadas por el otro.
Poco a
poco mi atracción por la sangre fue acrecentando. No era plato de mal gusto, de
hecho, creo que este tipo de cosas son las que ponen la guinda al pastel a
estos actos tan placenteros, sí… Seguimos trazando en nuestro cuerpo más y más
heridas hasta que estábamos completamente bañados en sangre. La pasión y el
placer del momento eran indescriptibles, ahora sí que la fusión estaba
completa, cientos de gotas y sudor se deslizaban por nuestros cuerpos acabando
en nuestras rojizas lenguas.
Y
finalmente, empapados en un reguero sanguinolento proveniente de nuestros
cuellos, llegamos al clímax. Nos abrazamos con fuerza y nos acurrucamos en la
cama mirándonos fijamente. Nos reímos y cerramos los ojos deseándonos buenas
noches, no sin antes beber por última vez de esa fuente escarlata que emanaba
del cuello.

Ahora yacíamos
en la cama, abrazados, nuestras sangres todavía se mezclaban, y lo mejor de
todo es que siempre recordaríamos esto, nunca lo olvidaríamos. Ella podría
estar agradecida de que no hubiera huido, pero yo estaba agradecido porque ella
había compartido conmigo algo tan plácido. Me había enseñado una forma
deliciosa de tratar algo tan vital como es la sangre, un manjar exquisito para
nosotros…
Dulces sueños, cariño.
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