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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 30 de junio de 2013

Los Siete de junio: Enfermería

Ve y llama a la becaria. Seguro que no rechista.

Era la frase que siempre se escuchaba por los pasillos cuando alguien del personal de enfermería no quería realizar cierto trabajo, ya fuera por cansancio, escrúpulos, asco, o simple poder, ¿para qué hacerlo tú si se lo puedes encomendar a otro? Y lo peor era que ella no podía hacer nada al respecto. Su expediente corría peligro. Todo becario sufre esta maldición. Se junta lo peor del trabajo con lo peor de los estudios. Al menos ella tenía la esperanza de que tras su puesto como becaria, todo fuera a mejor.

Su nombre era Lilith. Hacía poco más de una semana que había sido admitida como becaria en el Hospital San Mártir. Todos la acogieron con amabilidad… y con interés. Era la única becaria de enfermería que trabajaba allí, y el resto de sus “compañeros” ya se habían leído su expediente. Rigurosa y perfeccionista en todo lo que se propusiera. Estaba claro que admitiría hasta la orden más sinsentido con tal de aupar un poco más sus calificaciones.

Sin embargo, no todo el personal se aprovechaba de ella, realmente eran solo un par, pero entre ellos se encontraba el jefe de enfermeros, y normalmente obligaba a otros a que ni por asomo la trataran como a una enfermera más. Bajo su tiranía, Lilith solamente se resignaba. Comprendía las miradas de muchos de sus compañeros cuando se comportaban así. Aquellos ojos connotaban un lo siento. Ella tendría que aguantar hasta que todo acabase.

A pesar de ello, tenía de su parte a los pacientes. Siempre se refugiaba en ellos, los consideraba como su segunda familia. Cuando alguien ingresaba en el hospital, ella iba cada día para ver su estado. Hablaba con todos y era muy conocida por el trato amable y empático que ofrecía. Muchas veces los mismos pacientes pronunciaban su nombre, querían que Lilith estuviese con ellos. Y esto, a ciertos enfermeros, no les resultaba agradable, provocando un comportamiento aún más hostil frente a ella.

Otros muchos, a favor de la joven, no entendían por qué aguantaba todo aquello. La preguntaban y ella tan solo respondía, con una amplia sonrisa, que tampoco era para tanto. Pero eso no era cierto. Varias veces, cuando pensaba que estaba sola en un pasillo o una habitación, Lilith se echaba las manos a la cabeza y rompía a llorar. Seguidamente, hiperventilaba y exhalaba pura inquina. Apretaba las uñas contra la carne de su cara y las escleróticas de sus ojos enrojecían. Estaba claro que algún día, más pronto que tarde, explotaría. Y quienes sabían esto deseaban que no se lo hiciera pagar al equivocado. Los más intuitivos no auguraban nada bueno en la chica mientras siguiera con esa actitud de almacenar todo para sí misma y no permitir que ni un ápice de furia se liberara.

Uno de esos días desastrosos para ella, la bomba inició su cuenta atrás.

-¿Me habías llamado, Alfonso? –preguntó Lilith al jefe de enfermeros mientras asomaba la cabeza en su despacho.

-Eh… sí, sí. Como verás, ya me han llegado los informes de los pacientes de la mañana. ¿Ves algo que no esté completo? ­–respondió tirando sobre la mesa un par de hojas con un aire despectivo.

-Creo que esto tiene que ver con el paciente de la fractura de húmero. Sí, a las 11:30 le tocaba otro tranquilizante, pero estuve comprobando sus vitales, ya casi apenas sentía dolor. Le sugerí el no tomar la pastilla y aceptó gustosamente. Si hubiera visto cualquier indicio de dolor, aunque me mintiese, le hubiera administrado el calmante y…

-Lilith… No me cuentes más. Está bien eso de tener iniciativa, pero aquí se acatan unas normas. Si hay que darle X pastilla, se le da, a pesar de que tenga el estómago revuelto. Yo soy el primero que no quiere derrochar, pero…

-¿Me estás diciendo que es mejor drogarle y que esté callado en vez de ahorrarle el estupor durante unas horas?

-Creo que tengo que recordarte de quién depende que un cinco pueda convertirse en un… nueve, por ejemplo. ­–arremetió Alfonso con ironía.

-Entiendo. No volverá a ocurrir. Perdón… -dijo ella en total mansedumbre.

Lilith cerró la puerta y se sentó en una de las sillas de la sala de espera. Era la hora de comer, el único momento de la jornada donde mágicamente para los demás ella se convertía en otra camarada más y no la hacían desprecios. Sin embargo, se le había quitado el apetito. Sólo quería agachar la cabeza y contemplar el suelo, brillante por la luz reflejada de las lámparas del techo. Daba leves golpes con sus pies imitando el ritmo de su corazón. Eso la calmaba, y por su bien tenía que controlarse, hace unos segundos podría haber cometido un error fatal.

Entonces, mientras estaba hipnotizada por el vaivén de sus pies, una pregunta apareció de la nada en su cabeza. ¿Qué vale más, el número de alguien o la salud de muchos? Alzó la cabeza repentinamente y miró de nuevo la puerta del despacho de Alfonso. Con ostentación había clavado en ella un letrero de cristal. Jefe de Enfermería. Ella río y escupió sobre la palabra jefe. Acto seguido se marchó a la planta de ingresados.

Allí aguardaba un paciente del que se había hecho gran amiga. Llegó al San Mártir por una infección severa en la pierna. La herida, de aspecto necrotizante, no había sido bien tratada y ahora tenía que pagar las consecuencias. Se estaba haciendo todo lo posible para salvar la pierna. Pese a ello, la herida era desoladora, posiblemente Diego, así se llamaba, perdiera la pierna. Aun así, Lilith, frente al pesimismo del chico, acudía diariamente para animarle y darle toda la positividad que pudiera. Era más o menos de su edad, y sabía que una amputación podría dejarle verdaderamente traumatizado.

Como de costumbre, entraba y se acercaba a su cama para darle un fuerte abrazo. A continuación le quitaba la gasa para observar la herida y ponerle una nueva. Tras los protocolos sanitarios, se sentaba a su lado, ya dejando la labor aparte, y se ponían a jugar a las cartas a la par que conversaban. Lilith siempre evitaba en ese momento de ocio que saliera el tema de la posible mutilación, pero, a medida que los días pasaban, Diego hacía más hincapié en el asunto. Pese a sus risas y sus bromas, ella sabía que detrás de esa máscara de felicidad se escondía una gran tristeza y preocupación. Su herida estaba a nivel de la rótula, la amputación, si se diera el caso, sería considerable. Lo peor era cuando ella se imaginaba en la situación de su amigo. Se le estremecía el corazón y un escalofrío le recorría la espalda. Sería impactante despertarse tras la operación y ver que, una extremidad que solía estar ahí, ahora ya no estaba…

Por eso, antes de jugar a las cartas, Lilith traía siempre consigo un remedio nuevo para paliar el avance necrótico de su piel. Si no era nulo el resultado, al menos sí lento, pero Diego se lo agradecía. Lo hacía con buena intención, hasta ignoraba a su lógica científica y recurría a ungüentos antiguos. Aunque hacía algo más que el resto de los enfermeros, que sólo se dignaban a administrarles antiinflamatorios y antibióticos. Ni siquiera le daban probióticos para restaurar su flora saprófita. Ella veía con impotencia el comportamiento autómata de muchos de sus compañeros. Se acercaban al paciente, leían su ficha y aplicaban lo correspondiente. No buscaban alternativas, a veces ni recurrían al lado humano. No curaban… vendían salud. Empezaba a ver el hospital como otra tienda más, todo era puro marketing. No se trate ese minúsculo corte con agua oxigenada y povidona yodada, venga al hospital. No reduzca la hinchazón de esa contusión con hielo, acuda a su médico. Todo eso le repugnaba a ella.

Absorta por el odio. No se fijó que ya había pasado la hora y tenía que bajar a urgencias. Se despidió de su amigo con otro abrazo y se marchó. Al abrir la puerta se dio de bruces con otro enfermero. Se saludaron y este entró en la habitación de Diego. Lilith presentía algo. Apoyó su oreja contra la puerta y trató de escuchar al enfermero. Lo que ambos temían se cumplió: él informó al chico de que si en cuatro días no había mejora, aunque la herida siguiera estable, no empeorase, le traerían un permiso para la intervención quirúrgica.

Le hubiera gustado entrar y darle esperanzas, pero sabía que este no era el momento indicado. A Diego se le habría caído el mundo encima. Necesitaría estar solo. Para variar, tuvo que retener su furia y seguir con las órdenes cual sumisa. Se estaba cansando ya de todo esto. ¿Era así como iba a comportarse una vez trabajase de enfermera, como el resto, llena de pavor y acatando a raja tabla todo para no perder el trabajo? Una vida era mucho más valiosa que un puesto de trabajo, pero parecía que algunos no compartían esa opinión. Se cansó, ya no le importaba la calificación. Prefería un suficiente por ser un ángel que un sobresaliente por ser un verdugo. Haría todo lo que estuviera en su mano para evitar la amputación.

Abrió su taquilla y sacó el portátil. Ya había determinado el estado de consciencia con la escala de Glasgow del paciente de urgencias, tenía media hora para ella. Se fue a la cafetería y encendió el ordenador. Buscaría en cualquier página de centros médicos, comprobaría cualquier artículo o tesis para dar con algo que se le escapara al vademécum del hospital y sustituyera la solución radical de la operación.

Quince minutos después halló una solución contra heridas de amenaza necrotizante. Aunque pareciera broma, la fórmula solamente contenía plantas, sí, era un remedio natural. Los cloroplastos de las hojas asfixiaban a los microorganismos de la herida y con unos químicos albergados en ella se provocaba una hiperplasia benigna epitelial que hacía desprenderse el tejido muerto, un desbridamiento natural e indoloro.

Fue corriendo al despacho de Alfonso y le informó de aquello. Pero él reaccionó con una sonora carcajada y la preguntó que si esto era la botica de su pueblo. Ella no lo entendía, había dado con un remedio hasta comprobado empíricamente y el jefe de enfermeros no cedía a sus negociaciones, la amputación seguía en pie. Por mucho que insistiera, lo único que conseguía era que se mofara con más y más sorna hasta el punto en el que ya ni se dirigía a ella como un superior, sino como un payaso que ridiculizaba a su víctima circense.
 
Malhumorada y muy molesta, le amenazó con que tomaría una conducta un poco más anarquista. Alfonso, asintió tratándola como una loca, sin esperar que hiciera algo más que negarse a poner una vía. En cambio, a pesar de la advertencia, lo que le esperaba era algo peor.

Lilith, aprovechando su fama entre los pacientes, empezó a contar lo sucedido y a pedir apoyo. Como un motín, todos se pusieron del lado de la becaria y difamaron mentiras, y no tan mentiras, sobre algunas fechorías de Alfonso. En cuestión de 48 horas todo el hospital conocía su faceta más fría e inhumana. Se llegó al punto en el que los superiores tuvieron una severa charla con él con el consiguiente castigo de una reducción de sueldo y aumento de horas, haciendo que tuviera que estar algunas noches de guardia, cosa de la que se había salvado a llegar al puesto de jefe.

Alfonso supo enseguida quién había provocado esto. Había puesto casi a todo el personal enfermero en su contra, por no hablar del resto de “residentes”. Quería vengarse, necesitaba verla sufrir. Un suspenso ya no surtiría efecto, pero había otra alternativa, algo que de verdad la destrozaría: Diego.

No, no iba a informarle de que la única opción que quedaba ya era la intervención del cirujano, ni siquiera iba a anticipar la operación, no. Mucho peor. Lo iba a matar. Con sus amplios conocimientos en medicina, sabía mil y una formas de asesinar a alguien haciendo parecer un suicidio o un accidente. Con Diego, por supuesto fingiría un suicidio, así Lilith sufriría el doble.

Eran las cinco de la tarde, ya se había repartido la merienda y posiblemente estaría durmiendo. A priori, había escondido en su pijama sanitario una jeringuilla llena de zumo limón. Estaba suficientemente diluido para que el pH fuera letal pero sin dejar señales. Todo estaba perfectamente planeado. Abrió la puerta y lo encontró tal y como esperaba. Agarró su antebrazo y le introdujo la disolución sin piedad alguna. Diego se despertó sobresaltado con un dolor insoportable. Poco pudo hacer, segundos después yacía muerto en la cama. Después, para que se confirmara el suicidio, le extrajo la vía y le cortó las venas radiales. Estando fresco, la sangre fluiría como si siguiera vivo, todos los cabos estaban atados, no había fallo alguno. O eso creía…

Un paciente ingresado en la habitación contigua a la de David, el cual ya estaba casi recuperado de su apendicetomía, regresaba a su cama a descansar tras un breve paseo. Sin embargo, se confundió de puerta y abrió la de David pudiendo vislumbrar aquella horrenda situación. Alfonso no le vio y este corrió a su habitación aún sin creerse lo que había visto: alguien que debe curar estaba dañando. Él sabía que Lilith era gran amiga suya, así que esperó a que en su turno de tarde la tocara acudir para contárselo todo.

El reloj marcó las siete y ella entró a la habitación. Aún nadie había llegado a la habitación de Diego, así que la noticia de la defunción era desconocida para ella. Enseguida, tartamudeando por el miedo, el paciente dijo lo que había presenciado. Lilith se dio prisa para comprobarlo y allí lo vio, ya pálido, con las sábanas sanguinolentas y su boca y ojos abiertos. Supuso que Alfonso iba a vengarse, pero jamás se imaginó que llegaría a tales extremos… Cayó de rodillas y se echó a llorar… Pero el llanto no duró mucho. Reventó, su temperamento se tornó de un rojo intenso, furioso. Ojo por ojo, aunque se quedara tuerta.

Informó del “suicidio” y se marchó a la sala de ordenadores para modificar la guardia del día siguiente. Hizo que ambos, Lilith y Alfonso, estuvieran de madrugada en el hospital repasando los expedientes de los difuntos en el mortuorio.

Cuando Alfonso se enteró se sorprendió, pero gratamente, quería ver cuán afligida estaba al ver que su amigo se había quitado la vida. Esperó con impaciencia. Jamás le contaría lo que realmente pasó. Quizá sufriera más, pero se conformaba con lo actual. Aunque no hacía falta. Ella ya estaba completamente informada… y preparada.

Llegó la noche ansiada por los dos. Apenas hubo conversación. Lilith aún no quería decir nada. La verdad la sabría una vez cayera… en su telaraña. Miraba con impaciencia el reloj. En cinco minutos la periferia del mortuorio quedaría deshabitada y no tendría que preocuparse de nada excepto de Alfonso. Tic, tac, tic, tac… Y su momento llegó. Sin pensárselo un segundo agarró una varilla rota de un soporte de suero que había escondido bajo una de las camillas y le dio un golpe certero en la cabeza dejándolo inconsciente.

Al despertarse se encontró atado en una cama y con una vía puesta en el antebrazo derecho. Tenía la boca amordazada, así que solo podía emitir gritos huecos.

-Muy bien. Te dejaré que digas una única frase antes de que esto termine. –dijo Lilith mientras le quitaba la mordaza improvisada con una tela rasgada.

­-¡Hija de puta! En cuanto consiga soltarme te mataré, ¿¡me oyes!? –respondió él, rabioso como un animal salvaje.

Lilith, en completo silenció, y tal y como le dijo, tras su frase, le colocó nuevamente la mordaza y comenzó a tocar la rosca de la cánula para que se formara una gran burbuja de aire. Nada más verla, Alfonso intentó con todas sus fuerzas soltarse, pero era en vano. Su muerte estaba a pocos segundos… los cuales aprovechó Lilith, mientras sonreía con malicia, para decirle una última cosa.

-¿Sabes? Hay algo beneficioso que puedo sacar del ambiente negligente que has ido infestando durante tantos años en el hospital… Nos cubrimos las espaldas entre compañeros. Créeme, las pocas dudas de si esto ha sido suicidio o no quedarán disueltas cuando nieguen que he tenido algo que ver. Jamás pensé que te diría esto pero… Gracias, tu misma visión errónea de la sanidad te ha matado.

Y, finalmente, la burbuja entró en su torrente sanguíneo.

*No importa que en vida te corones con oro, al final sólo tendrás espinas y rosas.*

sábado, 29 de junio de 2013

Los Siete de junio: Insomne

La noche, eterna compañera de la amargura que emana de mis poros. Llevo tanto tiempo envuelto en este embozo oscuro que ya ni recuerdo cómo de intensa era la luz del día. Han pasado años desde entonces, los músculos ciliares, que rodean mis pupilas, están rotos, eternamente dilatados, receptivos ante tanta sombra y débiles frente a cualquier minúsculo rayo luminoso. Estoy condenado. Aún recuerdo cuando era normal… Tiempo ha de aquello.

No puedo dormir por la noche, me es imposible. Me percaté cuando tenía siete años. No recuerdo bien el día, pero sí el mes, era Noviembre. Tal vez podría considerar ese día, o mejor dicho, esa noche, como la primera en la que comencé a recordar mis sueños.

Era algo bastante simple. Estaba correteando por un jardín y jugaba con mi pelota azul de plástico. Era gigante y estaba totalmente sorprendido, botaba como si tuviera vida propia. Era un buen sueño… hasta que desperté.

Caminé hasta el salón. Desde la ventana pude ver al Sol asomándose tímidamente en el horizonte. Sus primeras líneas doradas rozaron mi cara en una cálida caricia, me daba los buenos días, aunque lo que realmente hacía era un gesto de alguien que se compadece por un condenado a muerte.

Fue entonces cuando vi la pelota con la que había soñado. Estaba hecha trozos, como si hubiera reventado. No entendía la razón. Ni siquiera había un perro o un gato en la casa como para haberla destrozado de semejante forma. Simplemente había quedado hecha añicos sin causa alguna…

Tal vez, contándolo desde el principio parezca algo estúpido, pero esto era la primera pieza del puzle. Apenas se quedó en mi cabeza hasta que se sucedieron más fenómenos, pues, tras cien sueños más en los que al despertarme me enteraba de que había sido finiquitado aquello con lo que había soñado, el recuerdo de esa pelota cobró fuerza. Era el desencadenante, el sueño primigenio.

Intenté asimilarlo, llegándome a acostumbrar a despedirme en los propios sueños de mis más preciadas posesiones. Y, realmente, desde un punto de vista optimista, esta especie de maldición me hacía entender que la necesidad del hombre trascendía a algo más que simple materia sintética. Llegué a comprender que lo único vital fuera de nuestro cuerpo es el aire, el agua y el alimento, y todo lo demás es totalmente secundario.

Sin embargo, parece que no conforme el destino con lo que ya me acaecía, y tal vez por asombrarse viendo lo bien que me estaba tomando mi infortunio, decidió empeorar las cosas… aún más.

Ya había soñado muchas veces, siendo consciente de mi maldición, con otras personas. Y, francamente, la primera vez que recuerdo haber tenido un sueño en el que aparecía alguien cercano a mí tuve mucho miedo, pero por suerte no le ocurrió nada. A partir de ese día creí que los humanos eran inmunes a la destrucción de mis sueños.

Hasta que pasó. Ya era adulto, veinticinco años habían transcurrido desde mi primera pesadilla. Esa noche pintaba normal, le di un último vistazo a lo poco que tenía en mi hogar, sabiendo que probablemente me levantaría al día siguiente con algo menos.

Qué inocente fui… Al despertarme, habiendo soñado que estaba charlando con un amigo, ambos sentados en las sillas de mi salón, fui directamente a la cocina a por la escoba para recoger las supuestas astillas que habría dejado la aniquilación del inocente mueble. Pero cuál fue mi sorpresa al ver que la silla estaba totalmente entera, sin rasguño alguno. Extrañado comprobé todas las sillas de la casa pero todas estaban en perfecto estado. Creí, alegre, que todo había terminado, ya que cuando lograba acordarme del sueño, siempre algún objeto caía preso de la maldición y era exterminado, y si hoy, recordando a la perfección el de la noche anterior, ninguna silla había resultado dañada, sólo podía significar que era libre. Aunque no me di cuenta de un importante detalle del sueño: la silla no era el objetivo.

Días después llamé a dicho amigo para quedar en un bar y tomar algo. Era raro, pues no me cogía las llamadas. Normalmente nunca se alejaba de su móvil. Decidí ir hasta su casa, ya que algo dentro de mí, tal vez incertidumbre, acrecentaba. Golpeé repetidas veces su puerta, pero no había respuesta. Avisé al vecino para preguntarle si le había visto salir, pero no vio nada. Estaba todo a favor de unas aterradoras expectativas. Sin nada más que poder hacer, regresé a mi casa y aguardé.

Por desgracia, al día siguiente, me notificaron su defunción. Ni siquiera podía creérmelo, había sido un accidente. Estaba saliendo de la ducha y los vapores de la cálida agua humedecieron el suelo haciéndole resbalar y rompiendo con su cuerpo el cristal de la mampara. Magullado, se incorporó sin darse cuenta de que había dejado un trozo puntiagudo del cristal expuesto a clavarse en él. Y, como buen ser humano, tropezándose de nuevo con la misma piedra, hizo caso omiso al “aviso” y siguió con los pies descalzos. Como era de esperar, volvió a resbalarse, aunque esta vez no tuvo tanta suerte y ese fragmento de la mampara se hundió en la región occipital de su cabeza saliendo la punta por su boca. Murió a los pocos segundos… Justo un minuto después de que yo le llamara.

El único que sabía la verdadera razón de aquello era yo. Técnicamente fui su asesino, a pesar de que su muerte se manifestara como un macabro accidente. Ahora quedaba algo claro, mis sueños también podían arrebatarme a mis seres queridos.

Al borde de la desesperación, una bombilla se iluminó en mi cabeza. Los objetos eran destruidos antes de que yo pudiera poner remedio, pero parecía que con las personas la maldición tardaba más. La única manera de comprobarlo requería sangre fría, tendría que dormirme y esperar a que soñara con alguien. Estaría poniendo en peligro la vida de una persona, pero quizá, si de una vez por todas evitaba la desaparición de uno de los objetivos de mis pesadillas, podría ponerle fin a esto. Habría que intentarlo, y más me valía cruzar los dedos para que no se apareciera alguien a quien tuviera demasiado aprecio.

Llegó la noche y me tomé una tila para calmarme, estaba a punto de sentenciar la vida de un inocente por el simple capricho de mi curiosidad. Podría acabar probablemente, no, seguramente, con la vida de alguien… aunque podría salvar muchas más. No tenía más alternativa que probarlo, la otra opción era no dormir, algo que veía inalcanzable por pura fisiología humana.

Salté hacia mi cama y me arropé raudamente, me cubrí con las sábanas hasta tapar mi nariz, tenía los ojos abiertos como platos. Contemplaba el techo de la oscura habitación. Mi mirada bailaba, dibujaba círculos en la nada, clavaba la vista en las repentinas luces que aparecían cuando un coche pasaba cercano a mi ventana. La luz desaparecía y enseguida volvía a fijarme en el techo. Mi mente estaba más activa ahora que por la noche, como si quisiera advertirme de algo. Yo quería dormirme, pero el resto de mi cuerpo se negaba. Apenas sentía nervios, al contrario, estaba completamente relajado, y aun así parecía que había ingerido algún tipo de estimulante.

Rendido ante la batalla, opté por levantarme de la cama e ir al salón a ver la televisión. Tal vez la caja tonta aletargaría a mi cerebro y conseguiría por fin dormir. Me tumbé en el sofá y puse el canal de los documentales, nunca fallaba, totalmente efectivo como somnífero.

No obstante, mi plan no dio resultado, pasaron cinco horas y ya empezaba a amanecer. Ni siquiera se había agotado un poco, nada, lo más mínimo, cientos de ideas, palabras y recuerdos giraban como un huracán en mi cabeza. No había manera, parece que tendría que esperar a la tarde a que el sueño me venciera tras comer.

Pero no hizo falta esperar. En cuanto me levanté, un tremendo mareo me invadió. Todo el sueño que había estado resistiendo ahora impactaba contra mí sin tregua. No pude tenerme en pie, tan pronto como me incorporé, me senté nuevamente en el, ahora increíblemente mullido, sofá. Apoyé la cabeza en un cojín y me dejé llevar por el narcótico silencio que apaciguaba el ambiente…

Horas después desperté sobresaltado. Agarré un papel y un bolígrafo y me dispuse a escribir los sucesos clave del sueño antes de que la mayoría de este se desvanecieran en el olvido. Sin embargo no llegué a apuntar ni una simple palabra. No recordaba nada, absolutamente nada, ni un color ni un sonido, nada, una completa amnesia onírica.

Viéndolo optimistamente, al no tener recuerdos del sueño, no peligraba la vida de nadie. Le tocara al que le tocara, al menos viviría un día más. Llamé a todas las personas que conocía y así fue, todas estaban bien, a salvo de las garras de mi maldición. Pese a ello, esto no quería decir que la noche siguiente no quisiera volver a intentarlo.

Y así fue. Esta vez me preparé mejor, hice ejercicio para cansar mi cuerpo, estuve varias horas seguidas pegado frente al televisor para agotar mi vista y, ya en la cama, estuve leyendo un libro para fatigar a mi cerebro. Todo iba a la perfección, mis parpados iban cobrando peso y cada vez mis pensamientos se difuminaban con lo irreal más y más. Ahora, como un soldado, llegaba al campo de batalla, el principio, la preparatoria, sería una misión relámpago, averiguar quién iba a morir, para después salvar dos vidas, la suya… y la mía.

A la mañana siguiente no me hizo falta plasmar nada en un papel. Recordaba todo a la perfección, su rostro había quedado grabado en mi cerebro perfilado por la abrasión del arrepentimiento… Había soñado con mi madre. Ni derroché tiempo en vestirme. Me metí en el coche y puse rumbo a su casa. Y la mala pécora de la fortuna no colaboraba. Intenté llamarla un gran número de veces mientras iba de camino, pero su teléfono estaba apagado.

Cuando llegué a su piso suspiré aliviado. Estaba viva… Pero no por mucho tiempo. Antes de que pudiera darla un abrazo, una gran explosión, surgida de la cocina, me la arrebató y la lanzó contra la pared comprimiendo todos sus huesos y reventado sus órganos. Yo salí volando hacia el lado opuesto de la entrada golpeándome la cabeza contra la barandilla de las escaleras quedando inconsciente. Tal fue la gravedad de mi traumatismo que quedé en coma durante dos días… Dos nefastos días repletos de pesadillas de cadáveres y de sueños reveladores.

Totalmente consecuente con que todas esas personas que se sucedían en mis sueños iban cayendo una a una en horribles accidentes, de vez en cuando tenía una especie de regresión donde se repetían algunos sueños que ya había tenido. A pesar de que ya no tuvieran ningún carácter letal, la información que me propiciaron fue vital, pues me mostraron algunas lagunas que había en ellos. Comprendí, entonces, que en parte sí que tenía algo de culpa, pues justo antes de terminar el sueño, fragmentos de los cuales nunca llegaba a recordar nada, era yo el que destruía mis propios objetos, el que mataba a mi amigo y a mi madre; siendo el primero apuñalado con un cuchillo de cristal en la cabeza y la segunda amordazada y calcinada con la conflagración de un explosivo que había depositado bajo sus pies. Yo, o al menos el yo de mis sueños, provocaba que el exterminio terminara por hacerse realidad. Pero lo peor es que no podía hacer nada, ya que, posteriormente a darme cuenta del motivo, más sueños se avecinaron y en ninguno conseguí controlarle. Ni siendo consciente de que no debía destruir la diana era capaz de poner una cura a esta locura. Lo que dije al principio: esto es una condena.

En cambio, un último sueño antes de despertar me dio una oportunidad de salvar a los demás, o mejor dicho, a los que aún seguían vivos. Una imagen de mí mismo se presentó y me dijo con una voz muy débil que rememorara a qué hora solía tener aquellos sueños de los que no me acordaba y de los que, por ende, la maldición destructiva no surtía efecto. Caí entonces en la cuenta de que todos ellos ocurrían cuando dormía una vez amanecía. Podría ser que la luz bloqueara al verdugo de mi interior.

Pasaron unos días, ya despierto del coma y habiendo asistido al aroma aflictivo de todos esos funerales provocados por mi culpa, y siguiendo ese consejo conseguí por fin que ninguna persona que apareciera en mis sueños volviese a morir. Incluso compré pastillas para mantenerme despierto si se daba el caso de que me encontraba cansado por la noche. Cambié mi turno para que fuera nocturno. Todo, modifique todo para tener una vida únicamente iluminada por la Luna.

Al principio costaba acostumbrarse, ya os digo que fue un cambio muy brusco. Sin embargo, con el transcurso de los días (y las noches) la aclimatación se fue notando, a pesar de que mi cerebro no estaba conforme. Debía engañarlo, solía mantener la casa y el lugar del trabajo bastante iluminados para fingir que era un día soleado, y por el día cerraba todas las persianas y dormía con antifaz y tapones en los oídos. Me costó, sí, pero tras un encarnizado duelo vencí y llegué a creer que el día “estaba invertido”.

Pensé que a partir de ahora todo iba a ir bien, ya casi ni era necesario transformar la noche en día, mi vida se ennegreció en todos los aspectos, por lo que empecé a notar síntomas de una vida totalmente nocturna. Comencé a sentirme débil, a tener una piel pálida, como si hubiera recibido un baño de cal, las ojeras dieron paso a unos amoratados hoyos bajo mis ojos, mi digestión empeoraba, pese a que comía bien, sentía en mi cuerpo una desnutrición en declive. Me sentía como si estuviera a punto de morir pero sin que ese momento llegara. Agonía pura…

Al borde de la demencia, una noche… quiero decir, una mañana, mientras zarpaba al mar de los sueños, de nuevo recibí la visita de mi réplica. Esta vez presentaba una amplia, a la par que aterradora, sonrisa.

-Parece que no te fijaste en algo crucial… -dijo él. -¿quién fue la persona de tu último sueño durante la noche?

Lo había pasado por alto. Era cierto. Ni me lo replanteé pero tenía razón. Cabía la probabilidad de que, si me veía en un reflejo o a mí mismo como un gemelo, yo podría ser el expuesto a la muerte. Abrí los ojos abordado por el terror. Las persianas estaban subidas, la luz inundaba mi habitación, no podía ver con tanta intensidad, pero pude distinguir la silueta de mi persona al lado mía, de pie, justo en el borde de la cama. Hubiera sido irreconocible si no llega a ser por la luz que se reflejaba en su sonrisa… Indistinguible e imposible: era yo mismo. Justo entonces, sin que pudiese reaccionar, alzó sus dos manos, las cuales sostenían un mango con un rectángulo brillante en uno de los extremos, tal vez un hacha, y el sonido del cortar del viento puso la última pieza del puzle. Me decapité… La cama se tiñó de rojo y yo de un apagado gris.

Era incomprensible, tanto sacrificio, tantas noches en vela, tanta preocupación y angustia malgastadas y la solución para la maldición era verme a mí mismo en mis sueños para acabar muerto…

Tendría que haberlo hecho antes.

*La desesperación no es más que una venda en los ojos*

viernes, 28 de junio de 2013

Los Siete de junio: Atemporal

Lo que todos hemos estado anhelado desde que tenemos uso de razón en los campos de la física y sus teorías relativistas y cuánticas ha ocurrido: los viajes en el tiempo se han vuelto de uso cotidiano para el ser humano. Y esto… no es una buena noticia.

Un equipo de doctorados en física consiguió solventar el problema que estos viajes conllevaban: el caos. Ciertamente, lo sencillo del proyecto era trasladar el cuerpo en tiempo y espacio, pues tan sólo se trataba de colisionar moléculas unas con otras, en reacción en cadena, hasta alcanzar energías cinéticas que liberaran un movimiento superior o igual al de la luz. Seguidamente, una vez transformado el tiempo en propia materia susceptible al cambio, ya únicamente había que guiar el movimiento según conviniera, con una velocidad negativa para viajar al pasado o supramáxima para viajar al futuro.

La velocidad supramáxima fue más sencilla de conseguir que la negativa, puesto que para llegar al futuro, con refinar nuestra tecnología y dilatar nuestra velocidad límite al doble, o incluso al triple, era suficiente, sin embargo, para llegar al pasado, había que lograr algo físicamente imposible, un vector negativo, y no en lo referente a su sentido; no consistía en tratar la velocidad negativa como aquella que aumentaba en dirección contraria a la que el objeto normalmente lo hacía; no, era algo más complejo, tenían que conseguir que su valor se modificara de tal forma que afectara al parámetro tiempo y, por consiguiente, este se volviera negativo. Una vez logrado eso, sí que se podría viajar atrás en el tiempo. Y, tras ciertos experimentos moleculares digamos… poco ortodoxos, lo consiguieron.

Pero reitero, este era el paso sencillo. Ahora había que modificar todas y cada una de las partículas que se veían afectadas durante el transcurso del viaje. Siempre se había temido en el efecto mariposa, hasta podría darse el caso de que alguien, yendo al pasado, influyera justamente en algún factor clave que fuera crucial para la invención de los viajes en el tiempo, provocando así, tal vez, su inexistencia y creando una paradoja temporal que aniquilaría átomo a átomo a todos los que en ese momento se encontraran fuera de su tiempo real. Una muerte apabullante…

Los experimentos fueron costosos y numerosos. Ante la impaciencia de los ciudadanos, por culpa de algunas filtraciones de información, se decidió apaciguarles y salió a la luz, con un poco de antelación, la posibilidad de viajar al futuro, siendo de los dos el único que no requería precaución alguna, ya que el futuro, al contrario que el pasado, disponía de infinitas vías, cada una con una realidad distinta, y era el presente y sus acontecimientos quienes decidían tomar una vía u otra. Por ello el peligro radicaba en el pasado. Aquí, este se convertía en presente, y el verdadero presente se deshilachaba formando una maraña de posibilidades causales, si por algún motivo hacías que se tomara una vía que con anterioridad no se tomó, las consecuencias, con una probabilidad del 98,65%, acabarían en pura aniquilación.

¿Que por qué sé todo esto? Pues porque yo fui reclutado, así como otras cien personas más, para trabajar como conejillo de indias en los primeros viajes al pasado con las partículas modificadas. En otras palabras, sería de las primeras personas que iría a un pasado incapaz de influir en el presente actual. Claro está, este pasado no era real del todo, era como una virtualización. Si destruías algo, en el presente seguiría existiendo, si matabas a alguien, en el presente seguiría vivo. Se cumplían, entonces, las mismas leyes que en el futuro. Pero todo esto era simple teoría. Y aquí era donde entrábamos nosotros, los Atemporales. Así nos llamaron los que nos reclutaron… Yo era el Atemporal  #011.

No obstante, yo detestaba la idea de que cualquier persona con un poder adquisitivo de trescientos euros fuera capaz de moverse con libre albedrío por el tiempo. No sé, no me hacía mucha gracia tocar algo que parece tan sensible. Pese a ello, acepté la oferta de voluntariado por la recompensa que ofrecían, ni más ni menos que un millón de euros pasara lo que pasara. Aunque también nos alertaron de que podría ser una misión suicida, pues, como he dicho antes, si alguno de nosotros tocaba algo importante e hiciera que la idea de los viajes se esfumara, en un abrir y cerrar de ojos estallaríamos como un fuego artificial. En principio no debería ocurrir nada, pero nunca se sabe. Fuera como fuera, el millón ya estaba agenciado en mi cuenta, a disposición de mi familia.

Nuestras tareas consistían en destruir a algo o a alguien con el fin de ver si persistían de vuelta al presente. Recibimos un listado con nombres que debíamos seguir rigurosamente en el orden específico. A medida que avanzábamos en la lista, nuestro objetivo era más importante. Por ejemplo, el primer objetivo de mi lista era aplastar la planta que a día de hoy sería el árbol más anciano del mundo, mientras que mi último objetivo era matar a uno de los físicos que trabajó en el proyecto cuando este era un niño de diez años. Como veréis, no se nos pedía infiltrarnos en zonas peligrosas ni realizar misiones imposibles. Ellos nos trasladaban al momento preciso en el que el objetivo estaba totalmente indefenso, el único riesgo al que estábamos expuestos era al de desaparecer hechos picadillo atómico.

Así que llegó el día y nos pusimos en marcha. Algunos Atemporales charlaban entre ellos y hacían chistes. “Fíjate, seré el encargado de matar al que disparó a Kennedy”. “¿Qué te parece? Voy a tener que evitar que se construya la Esfinge de Guiza, con lo que me gusta”. “Tengo que asesinar a Jack el destripador… nunca me cayó bien ese tío”. Estaba sorprendido. Les hacía ilusión ser causantes de tanta destrucción. ¿Tan seguros estaban de que iba a funcionar? Teóricamente no iban a causar ningún homicidio, pues las pautas del tiempo se mantendrían inalteradas. Pero, ¿y si fallaba, y si, repentinamente, esos muertos cayeran sobre sus conciencias? ¿Seguirían impasibles? Me da escalofríos pensar que pueden haber probabilidades de que el efecto mariposa siga vigente.

En fin, dejé las paranoias a un lado y di un repaso rápido a mi mochila. Tenía todo lo necesario. Elevé mi muñeca derecha y encendí el Regresor, el aparato encargado de devolver nuestra materia al presente. Di un paso adelante y entré en el Emisor, una plataforma gris en forma de disco conectada a la “Máquina del tiempo” que desmembraba mis moléculas y las propulsaba por el espacio. Eché un último vistazo a mi presente, un laboratorio gris con sonidos y luces dignos de una película futurística. Dejaba mucho que desear esa posible última imagen de mi realidad. Miré al encargado de encender el Emisor y asentí. A partir de ahí la memoria se quebró. Una luz me cegó y empecé a agitarme. Fue una sensación extraña, notaba que me hacía más grande y ligero, aunque en realidad eso era debido a que mis partículas se distanciaban unas de otras sin llegar a perder la conexión sensible entre estas. Cinco minutos después, una gran presión me “encogió” y recuperé el resto de mis sentidos. Volvía a ser yo… totalmente entero.

Ante mí observé un entorno totalmente florido. La temperatura era bastante elevada y había demasiada humedad. Parecía una especie de jungla, aunque la flora no se parecía a ninguna planta que conocía. Hasta los pétalos de las flores eran gigantes. El lugar en sí exaltaba belleza por todos lados, pero los ruidos de fondo, gruñidos y alaridos, le daban una pincelada amenazadora que hizo que me diera prisa con el encargo.

Extraje del bolsillo pequeño de la mochila un folleto donde aparecía información detallada de cada objetivo. Según el texto debería ver el tallo del futuro árbol más anciano a escasos centímetros de mis pies. Correcto. Levanté el pie y lo aplasté con gran fuerza. Tras la ejecución me mantuve varios segundos en pausa. Palpé con mis manos todo mi cuerpo y suspiré aliviado. De momento todo iba bien, así que apreté el Regresor y volví al laboratorio. Nada más llegar, sufriendo la misma sensación de antes, observé con suma atención todo lo que me rodeaba. No había cambiado ni un ápice.

La noticia les alegró a los físicos. Había viajado al pasado, había destruido un ente clave y había vuelto sin causar ninguna modificación temporal, y todo en menos de un segundo, aunque realmente hubiera tardado un par de minutos… tenía su gracia esto de los viajes.

Un minuto después, tras la inspección de un médico por si había sufrido “daños estructurales” durante el viaje, volví a subir al Emisor. Todo parecía más sencillo de lo que en un principio pensé. Vas, destruyes y vuelves. Pero eso no quitaba que siguiera comparando a los Atemporales como mercenarios. Porque aún había una pregunta en mi mente en lo que respectaba a objetivos vivos. Si al regresar no estaban muertos, ¿qué matábamos en el pasado? ¿No dejaba su asesinato algún recuerdo o secuela en su yo presente? Sí, puede que el pasado fuera el de otra dimensión paralela, pero eso no quitaba que técnicamente lo que hacíamos fuera segar almas, ya fueran las de mi mundo o las de otro. Hasta repudiaba la idea de matar a alguien en el futuro, aunque la víctima, como tal en el futuro, ni siquiera llegara a existir nunca.

Fui continuando exitosamente mis objetivos mientras seguía pensando en todo aquello. A veces deseaba que alguno de estos experimentos lograra alterar al menos una parte ínfima del presente y, en consecuencia, el proyecto de viajar al pasado se cancelara. Pues, a medida que iba volviendo al presente para informar de los resultados, iba viendo el cambio comportamental del resto de Atemporales. Sus caras, sus miradas… esos rostros sólo los había visto en psicópatas. Les estaba empezando a encantar la idea de poder matar sin efecto negativo alguno.

No me quise anticipar y me cercioré preguntando a un compañero que cómo le iba. Su respuesta me dejó helado. Me respondió que hasta hubiera hecho esto gratis encantado, que era la forma perfecta de desahogarse, como romper un cristal y que este se arreglara por completo, sin consecuencia alguna, era el sueño perfecto: causar destrucción sin destruir.

Bueno… quizás en eso último tuviera razón. Si tengo que elegir entre matar a alguien o matarlo de otra forma en la que realmente no muera, pues evidentemente elijo la segunda opción. Pero si esto al final salía como se esperaba, nunca más haría falta controlar los impulsos. Si alguien te ha mirado mal, ¿para qué ignorarlo? Retrocedes un día en el tiempo y lo acuchillas sin piedad. ¿Tienes ganas de hacer algo ilegal, algo como quemar un bosque? ¡Sin problema! Seguro que incluso cien años antes habrá (o había) hasta más verde para calcinar… Es obvio que tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes.

Continué con mis… objetivos hasta llegar al último, el físico cuando era niño. Me disponía a matar a un crío… Está bien, ya sé que no pasa nada, ¡pero es un niño! Y como el resto de los que he matado me suplicará, llorará, sufrirá… Hasta el físico en el presente, adulto, justo antes de marchar bromeó diciéndome que me daba total libertad para matarlo como quisiera. Ni siquiera le asustaba la idea de que el efecto mariposa surtiera efecto y le descuartizara. ¿Acaso era el único que aún conservaba empatía, que sabía a la perfección que esa noche no iba a poder pegar ojo sabiendo que mis manos estaban manchadas de más sangre de la que un asesino en serie pudiera desear? Y esto sólo era el principio. Me gustaría adquirir un Emisor personal para echarle un vistazo al futuro que nos espera.

Volviendo al asunto en cuestión. Ahí estaba el niño, al lado mío, observándome pasmado pues no se creía que hubiera aparecido de la nada. Intenté hablarle, pero no me salieron palabras. Quizá mejor así, en frío, sin conocerle apenas,  su muerte no me dolería aún más. Saqué de la mochila el cuchillo, cuya hoja aún preservaba la rojez de la sangre seca de mis objetivos anteriores y le puse de espaldas para apuñalarle en la nunca. Con suerte el golpe habría sido certero y le habría cortado la médula espinal matándole instantáneamente, de lo contrario le esperarían unos cuantos segundos de puro dolor hasta desangrarse del todo…

Y terminé al fin. Coloqué el Regresor en una mesa y me marché del laboratorio. Todos se alegraban, los viajes al pasado eran seguros, sin embargo yo estaba asqueado. ¿Ahora qué?

Enseguida adquirí un Emisor con ambas modalidades, pasado y futuro. Tan sólo lo compré para ir de nuevo a todas las fechas donde había finiquitado a alguien y comprobar si seguían vivos. Por fortuna era así, el tiempo se mantenía estable. Había vía libre para que invadiéramos el futuro y el presente y arrasáramos con todo…

No tardó mucho en hacerse realidad mi predicción. En cuestión de medio mes, ya casi no se veía gente por la calles, había un silencio estremecedor. Cada dos por tres alguien usaba el Emisor. Si alguien quería probar la carne de un animal extinto, al pasado que iba veloz como una centella. Si alguien quería verse de mayor, no lo dudaba, veinte años al futuro y listo. Incluso un amigo me contó que un día estaba haciendo cola en los baños de un bar y como no podía aguantar más se fue diez horas al pasado para poder entrar a gusto.

Esto era triste. Otro invento más que destruía el contacto humano. Miles de asesinos, violadores, pirómanos, terroristas y demás calaña caminaba por las calles con total impunidad. No eran detenidos, pues las leyes penales sólo se aplicaban al presente, se había abierto una brecha en la ley y nadie la solventaba. Ahora lo ilícito era lo cotidiano…

Sin embargo, un día, mientras daba un paseo, una persona apareció repentinamente justo en frente de mí. Me extrañó que me preguntara la fecha, debería saber que el Regresor te lleva con total exactitud al momento en el que usaste el Emisor. Pero justo cuando iba a responderle me fijé en el suyo. Estaba apagado. Balbuceando le dije que era el año 2013. Me pidió disculpas, pues al parecer quería ir al 2014, y activó el Regresor.

Aún no daba crédito a lo que acababa de ocurrir. Había visto a una persona llegar a mi presente, siendo este su pasado. No sé si era la primera vez que ocurría o no, pero una conclusión clara se podía sacar: mi tiempo estaba expuesto también a la desolación que causaba ahora el ser humano… Sería cuestión de tiempo que vinieran en masa a provocar catástrofes a diestro y siniestro pensando lo mismo que creen los de mi presente: que los que torturan no son del todo reales…

Efecto mariposa, te echaba de menos.

*Todo castillo, por fuerte que sea, al final acaba derruido*

jueves, 27 de junio de 2013

Los Siete de junio: Cardiotomía

Había recorrido cientos de kilómetros. Decían que el mayor médico del mundo se hallaba en aquellos vastos terrenos del oeste de China. Esperaba que todas esas maravillas que se contaban acerca de su persona fueran ciertas. Él era su última alternativa. Desde hace un par de años, Carlos había sido “diagnosticado” de una potente y, por consiguiente, letal enfermedad cardiaca. Se moría.

Ocurrió en junio, en el año 2011. Llegó al hospital a causa de un fuerte dolor en la parte izquierda del tórax, como si recibiera constantes puñaladas. No era el dolor característico de un infarto de miocardio ni de una angina de pecho. Era peor. Los médicos no sabían qué hacer, incluso probaron a realizarle una biopsia cardiaca. El tejido estaba sano. Y, en los electrocardiogramas que se le hicieron, su ritmo y frecuencia cardiacos eran estables. Médicamente hablando, no presentaba ninguna patología.

Pero él no estaba de acuerdo. Algo le pasaba a su corazón. Y buscó por todos los lares para hallar una respuesta. Finalmente, uno de los médicos, el cual puso gran interés en lo que le ocurría, le reveló la existencia de aquel hombre, aquel que sentenciaría si vivía o moría; o lo que era peor, si iba a vivir por siempre con dicho dolor.

El pero de esto era la localización del extraño. Desde luego no era un médico normal, no se hallaba en un edificio, un hospital. Según le habían contado, se encontraba en plena tundra, en la región deshabitada del país. Sin transporte, sin tecnología. Tan sólo con su voluntad, su determinación y sus piernas.

A pesar de no ser una región con un clima devastador, últimamente las temperaturas, como si los Dioses del Olimpo se hubieran puesto en su contra, no eran del agrado de cualquier ser humano. Y aún le quedaba un buen tramo, el asunto se tornaba desagradable.

Ni siquiera dominaba la lengua nativa. Se valía del lenguaje corporal y del poco inglés que sabía. A duras penas conseguía algo decente para comer, aunque al menos de agua siempre iba bien abastecido, gracias a las inagotables fuentes que encontraba en los campos de arroz. No obstante, su sabor dejaba mucho que desear.

Siguió caminando por aquellos vastos terrenos. Exhausto. Siempre que encontraba a algún ermitaño le preguntaba por la situación del médico, pero siempre obtenía la misma respuesta: alzaban el brazo hacia el oeste y asentían con la cabeza. Ninguno le daba un trayecto nuevo, ni una mísera pista que seguir. Siempre recto, hacia el oeste.

Estaba empezando a cansarse. Con ese profundo dolor en su corazón, cada vez percibía más cercana su defunción, y veía innecesario que sus últimos días de vida los malgastara persiguiendo a un extraño que seguramente tampoco hallaría solución a su problema. Era imposible que fuera más bueno que otros médicos que poseían sofisticadas tecnologías. ¿Qué haría él, prepararle un ungüento? Esto no se trataba de pseudomedicina ni de causar un efecto placebo. Se moría de verdad…

Y así lo decidió. Poco a poco el camino se despejaba y se veían piedras en collage que le guiaban. Era la señal que buscaba, pronto divisaría un poblado y podría regresar. No se había rendido, simplemente había aceptado la realidad. La gente muere y él no iba a ser menos, aunque fuera injusto que lo hiciera mucho antes de lo estipulado, tendría que asimilarlo y exprimir todo lo posible su cuenta atrás.

Sus ojos distinguieron las delicadas siluetas de unas pequeñas chozas en el horizonte. Había llegado. Se detuvo un momento a descansar sus piernas y retomó la caminata. Pero entonces, irrumpiendo toda la tranquilidad que le había acompañado en su pequeña odisea, una ráfaga de disparos se dirigió hacia él.

Gracias a sus instintivos reflejos, se tiró cuerpo a tierra y rodó fuera del camino hasta ocultarse en la hierba alta. Había tenido suerte de que ninguna bala le alcanzase, aunque sabía que eso no iba a acabar ahí. Tenía que moverse o le encontrarían allí, pero el mismo movimiento zarandearía las hojas y sería descubierto. Hiciera lo que hiciera delataría su posición a aquel o aquellos que hace unos segundos arremetieron a sangre fría contra su integridad.

Ni siquiera se había parado a pensar, ni una milésima de segundo, en la razón de ese acto homicida. ¿Y cómo es que no había escuchado sus pasos, ni sus voces, ni cualquier otro indicio de una presencia ajena a la de él mismo? ¿Qué ocurría?

Lo supo enseguida. Tres hombres gritaron imperantes. No entendía nada de lo que decían, eran del lugar, pero a juzgar por el tono, estaban buscándole. Y tras los gritos, pisadas. Ahora estaban más cerca. No había error, el primer sitio al que iban a buscar era donde justamente le habían disparado, y Carlos no se había movido de allí. Intentó reaccionar, escapar, pero ya era tarde, ahora sí que su movimiento llamaría la atención. Solamente le quedaba rezar por que su ejecución no fuera muy dolorosa.

Aguantó la respiración, sus oídos se taponaron, se quedó sordo momentáneamente. Lo único que escuchaba ahora, irónicamente, eran los latidos de aquel moribundo corazón. Cada latido se hacía más fuerte, más intenso. Empezó a sentirlos, su pecho empujaba la tierra sobre la que yacía. Era como si se agrandara y se abriera paso entre el resto de vísceras de su tórax, como si se tratara de una bomba…

Absorto en ese hipnótico y reiterante sonido, Carlos no se percató de que alrededor suyo ya estaban esos tres desconocidos que supuestamente, y sin razón alguna, querían matarle… Pero cual fue la sorpresa de ellos al ver que Carlos no es que se inmutara ante lo acontecido, sino que no podía hacer otra cosa. No se tiró al suelo para cubrirse, cayó muerto en él.

Ellos se extrañaron, pues no había bala alguna incrustada en su cuerpo, ni se había golpeado la cabeza al caer… Sin embargo, cabía la posibilidad de que por el mismo susto del ataque su organismo hubiera colapsado. De todas formas, fuera como fuera, habían completado su cometido, así que agarraron el cuerpo y lo llevaron a la camioneta que esperaba varios metros adelante, oculta tras un frágil y viejo árbol. Abrieron las puertas traseras y lo lanzaron sin cuidado alguno, y este se estrelló contra el interior, con sus extremidades retorcidas, como si fuera un mero muñeco de trapo.

Tan lleno de vida hace unos segundos en el pasado y tan frío e inerte ahora, en el presente… No había conseguido llegar a encontrarse con el médico y mucho menos disfrutar de lo que le quedaba de vida, tal y como había planeado, desechando su última alternativa de curación. Ahora no quedaba nada, tan sólo su cuerpo, en el vahído del olvido, y en las manos de unos furtivos, alejándose irremediablemente de aquel poblado que le liberaría de las cadenas del hipocondrismo. Sus ojos, aún abiertos, vacíos, fijaban su mirada en la distancia, en las casas que, poco a poco, se difuminaban con el horizonte, se desvanecían, así como su último aliento se mezcló con el clima de esos terrenos foráneos.

Sin embargo, ese aliento que danzaba grácil entre esa atmósfera impregnada del hedor de una reciente muerte, rehuyó de aquel frío y corrió frenéticamente, cual lanza abstracta, hacia su cadáver progenitor. Y en un súbito impulso, Carlos cogió una gran bocanada de aire y su corazón, en una metástasis de pura vida, desfibriló.

Aún encogido del terror, tenía en su mente como último recuerdo el de decenas de proyectiles abalanzándose contra su cuerpo. Pegó un gran grito, pero por suerte, el viejo motor del coche donde era transportado rugía estrepitosamente y aquel alarido quedó oculto. Sabía que algo había ocurrido. Podía deberse a una pérdida de la consciencia, un profundo síncope, pero todavía sentía ese hormigueo gélido en sus extremidades, su sangre circulaba nuevamente y le transmitía con lentitud el calor carmesí de su núcleo a la periferia de su sistema vascular. No había duda, su corazón había resucitado.

Ahora quedaba lo difícil, seguramente se hallaba cautivo por sus agresores, aunque tenía un punto a su favor, si de verdad había muerto, no llamaría la atención cualquier ruido extraño que provocase en el maletero. De todas formas eso no quitaba peso al asunto, tendría que saltar de la camioneta en pleno movimiento, poniendo de nuevo en riesgo su vida, lo poco que le quedaba de ella.

Abrió con delicadeza las puertas y un fuerte viento inundó el interior. Le era difícil mantener el equilibrio debido al camino lleno de piedras que recorría el vehículo. Agudizó la vista y esperó el mejor momento para saltar, cuando el terreno se allanara un poco más y no hubiera demasiadas piedras. Esperó y se concentró, era una cuenta atrás, en cualquier momento podrían parar en seco y ya sería en vano escapar, otra salva balística le acribillaría y esta vez posiblemente no tendría tanta suerte.

Pero la voluntad se retrasó y el albedrío se impacientó. Un brusco tambaleo provocado por un bache hizo que perdiera completamente el equilibrio y cayera fuera de la minúscula seguridad del maletero. Carlos no pudo hacer nada para minimizar los daños. Rodó por el suelo quebrándose multitud de huesos a causa de los contundentes impactos con las piedras. El golpe de gracia fue cuando, durante su violento viaje, acabó saliendo del camino y fue a parar a unos pequeños arbustos. Allí paró en seco, pues una retorcida rama se incrustó en su ojo y estuvo lo suficiente afilada como para atravesarle el cráneo y provocarle una hemorragia cerebral.

Parece que su segunda oportunidad no había durado mucho.

Todo volvió a pasar como antes, a excepción de que esta vez sintió un tremendo dolor, más aún que el de su corazón. De hecho, era como si todo aquel sufrimiento punzante se trasladara a su cabeza. Su pecho ya no necesitaba esa sensación, pues podría descansar, ahora le tocaba a su cerebro, el segundo órgano del cuerpo que se apagaba con lentitud frente a la muerte. Era extraño, su imagen derecha se había apagado repentinamente, como si el telón se hubiera desplomado agresivamente, mientras que la parte izquierda se esfumaba tornándose en un blanquecino gris. Su sistema se apagaba y cada vez el flujo de sangre que brotaba de su cuenca derecha se hacía menos continuo. Un grifo que se quedaba sin vino en su depósito.

No sabía qué era peor, si haber continuado en la azarosa odisea que sus captores le ofrecían o cargar directo hacia el letal infortunio, presa de una simple planta. Ya daba igual, todo acababa, ahora sí que no había posibilidad de regresar a la vida, su cerebro había resultado dañado, y lo que era peor, se desangraba sin que pudiera poner remedio alguno.

Lo curioso era que, durante el proceso final, estando su cerebro al borde de la muerte, pero aún activo, comenzó a notar un temblor, un leve balanceo seguido de una sensación de ligereza, como si flotara. Tal vez sería el clímax de la vida, cuando te vuelves uno con la nada.

Lentamente la comodidad dio paso a la hiposensibilidad. Primero perdió la noción de sus extremidades y poco a poco aquello alcanzó su cabeza. Finalmente su cerebro se apagó y una última gota de sangre impactando contra el suelo dejó sonar la última melodía antes de que la función acabara….

Pero entonces, envuelto en el silencio, una intensa luz blanca se abrió paso entre la oscuridad. Primero era un minúsculo punto inmóvil. Tras ello surgieron unos distantes sonidos casi irreconocibles. Iban cobrando fuerza y pudieron identificarse. Eran latidos. Cada vez que uno de esos latidos sonaba, el punto se hacía más y más grande. Con facilidad fue derrotando aquel panorama umbroso.

Al final, cuando el blanco nuclear reinaba en aquella imagen, más sonidos se unieron a los sonoros latidos: el burbujeo de un espeso líquido, un leve murmullo eléctrico y una profunda respiración. Llegó un instante en que el caos era insoportable, una sensación de estar atrapado en una vorágine de fuego le alcanzó. Todo le estaba obligando a despertar, ¿pero cómo? Estaba muerto…

No, se equivocaba. Se hallaba en una maltrecha cama, al parecer en la casa de alguien que le había recogido. Aquel que le salvó la vida estaba justamente al lado de él, sentado, mirándole sonriente. Carlos tan sólo tenía que esperar a que su vista dejase de estar borrosa para saber quién era. Y aquello no tardó mucho. Era ni más ni menos que el médico que le aconsejó que fuera a China para que le curasen. Él era el médico que estaba buscando. Siendo así, no comprendía por qué le había hecho recorrer todo este camino para reencontrase con alguien que ya había visto. No tenía sentido nada.

Él, gustosamente, se lo explicó todo. No le había encomendado esto para que malgastara sus supuestos últimos días de vida, sino para enseñarle que aquello de lo que se aquejaba no era realmente la semilla de la desdicha. Le había indicado una localización del país en el que para llegar había que caminar por lugares peligrosos. Había puesto en peligro la vida de Carlos a propósito para enseñarle algo que de otra forma no hubiera extrapolado: su corazón era inmortal.

Carlos se quedó de piedra ante esta revelación. Incrédulo, preguntó si bromeaba, pero el médico le dijo que le contara su viaje. Cuando le relató sus dos “muertes” este se rio y alzó un dedo en señal de afirmación. Le mostró el reflejo de su rostro en un espejo y vio asustado que le faltaba el ojo derecho. Sin embargo no había herida abierta alguna, la cicatrización había sido rápida y eficaz. Esa era la prueba definitiva, no había sido un sueño, una rama le había atravesado el cráneo y le había matado.

Se incorporó y, extasiado, abrazando al médico, le agradeció que le hubiera mostrado aquel tamaño poder. Tendría que tener cuidado, pues había visto que aún podía ser mutilado, pero por lo demás era una gran noticia, su muerte no iba a llegar ni temprano ni tarde ni nunca. Aunque esa euforia se apagó un poco cuando observó que el rostro del médico se había vuelto más serio. Intrigado, le preguntó la razón, y él, con un tono funesto, como transmitiendo un severo juicio clínico, le respondió.

-No sé de qué te alegras, has contraído la peor enfermedad que se puede tener: la inmortalidad.

 *Hasta la objetividad es subjetiva en el ojo humano*

lunes, 24 de junio de 2013

Los Siete de junio: Insurrección

Un súbito empujón me devolvió a ese lugar del que no hace muy poco yo pertenecía. No llegué a entender nunca la razón de este “regalo” hacia mi persona. Sinceramente, uno se acostumbra a los lugares en los que vive. No obstante yo aún echaba de menos mi antiguo hogar. El nuevo era frío y silencioso, digno de aquellos individuos que se merecen el peor de los castigos. No, y puedo apostar mi válvula mitral a que no merecía ser testigo de aquel tétrico lugar.


Pero el asunto de volver sin ninguna razón en concreto era el menor de mis problemas. Ante mí tenía una oscuridad muy cercana, pero notaba algo más que esa penumbra. ¿Tal vez un nogal? Madera… sí. Seis tablones atrapaban mi cuerpo varios metros bajo la superficie terrestre. Respiré y me calmé. Bueno, peor no iba a ponerse.



Al principio los golpes que lancé contra el tablón superior eran débiles y lentos. Sin embargo, una fuerza surgió en mí. Parecía que algo (o alguien) en mi interior sí quería aprovechar esta segunda oportunidad costase lo que costase.

Mis nudillos ya estaban en carne viva, pero, milagrosamente, no sentía dolor alguno. Tras una centena de golpes conseguí astillar la tabla y, pocos minutos después, romperla completamente con la consiguiente avalancha de tierra y podredumbre insectoide viniendo hacia mi pálida cara. Menudo comité de bienvenida. De todas formas, ahora ya estaba fuera de esa prisión individual, de vuelta a mi antigua vida, regresando de la muerte…

Yo también me quedé sorprendido los cinco primeros minutos; es algo extraño y un poco difícil de explicar. Vamos por partes, cuando estás a punto de morir, cuando tu vida se cuenta por segundos, la sensación es clara: angustia, un dolor indescriptible recorre todo tu cuerpo asfixiando a todas tus células. Por otro lado, lo que me ha ocurrido a mí, es algo parecido pero a la vez muy distinto. Supongo que he sufrido una resurrección… Sea como sea, si el dolor al morir es horroroso, no os podéis imaginar lo que se siente al volver a la vida. Es como si tu organismo hubiera cerrado sus compuertas y la única forma de volver a manejarlo es ejerciendo una presión sobrehumana en él. La presión es tan fuerte que parece que vas a explotar en cualquier momento. Aunque tras el dolor de la resurrección te aguarda lo que toda alma errante anhela: volver a la vida.

Nada más regresar no recuerdas nada, ni el inmenso dolor. Pero poco a poco tu memoria vuelve a activarse y de nuevo eres consciente de absolutamente todo.

Es posible que algunos piensen que he sufrido una catalepsia o que, simple y llanamente, estoy loco. No sé qué decir, los gusanos y demás seres descomponedores que roen sin parar mi cabeza discrepan ante estas soluciones rápidas y alternativas.

Soy algo así como un zombi. Pero no puede ser… esos… monstruos… aparecen en películas. Esto es la vida real, debe haber una explicación científica para lo que me ha sucedido. Mi cuerpo no reacciona, mi corazón no palpita y ni siquiera tengo que llenar y vaciar constantemente mis pulmones. Pero, entonces, si ningún órgano está vivo, ¿por qué mi cerebro sí lo está? Ahora mismo estoy pensando, razono, hasta puedo hablar con total fluidez, y sin embargo, por cómo me veo, seguramente también presente una muerte cerebral. Al menos sí puedo ver algunos agujeros en mi cabeza en los que, al meter el dedo, llego a tocar el cerebro. Jamás pensé que tendría esa textura, como gelatinosa, yo creía que era bastante más sólido. Es curioso…

Creo que lo mejor será ir al centro sanitario más cercano. Los profesionales me diagnosticarán algo lógico. Despertarse tras una muerte tampoco es algo tan raro. Recuerdo las historias que me contaban de féretros que abrían meses después de la defunción del residente y veían marcas de arañazos. Creían que habían regresado de entre los muertos cuando en realidad no habían perecido en absoluto, pues para que esto ocurra, como he dicho antes, debe certificarse la muerte cerebral.

Mi cráneo se cae a pedazos, apenas sangro, el dolor casi es inidentificable, mi piel está completamente cianótica, carente de oxígeno. Sí, hay muchos indicios de que he podido pasar a “mejor vida”, pero soy demasiado escéptico para pensar en que los muertos vivientes existen. Tal vez mi cuerpo sea resistente. Quizás un rayo ha impactado en mi féretro y ha reanimado mi corazón. Hay cientos de posibilidades en mi lista, y desde luego, la última, la que aceptaré cuando el resto se haya descartado, es la de ser un… no-muerto. Aunque eso no quita que siga pensando en mi dicha.

Un punto a favor es que se supone que cuando mueres ves una especie de luz. Bueno, está claro que luz ninguna, pero sí que vi una profunda negrura. Lo que también puede corresponder a una muerte… No obstante, durante todo este periodo sentí dolor, algunas veces ínfimo y otras insoportable, pero a fin de cuentas dolor, algo sumamente característico de una persona que está viva. Así que con esto último creo que es más que evidente que estaba vivo, posiblemente en un estado de inconsciencia súbita.

El otro punto a tratar era el tiempo. Me había despertado bajo tierra, estaba claro que había tenido un velatorio, y eso descontando la cantidad de días que he permanecido enterrado; muchos, viendo el estado de mi cuerpo. Muchas horas han pasado durante mi letargo. Si pudiera averiguar el parámetro exacto podría saber si realmente esto se trata de una catalepsia… Me parece que en estos momentos hubiera deseado tener unos conocimientos más amplios en el campo de la medicina…

Finalmente, mientras en mi cabeza continuaba este debate que oscilaba entre la muerte y la vida, llegué el hospital general de la ciudad. Era de noche, y parece que bastante tarde, así que no me encontré con ninguna persona de camino al lugar, y espero que, debido a ello, tampoco hayan muchos pacientes en la sala de espera y me atiendan pronto. Mi incertidumbre está empezando a convertirse en miedo.

Al entrar me esperaba lo típico, algún que otro sanitario pasando, varios pacientes quejándose, otros cuantos sentados, un poco de ajetreo… Pero no hallé nada de eso. Simplemente silencio, aquel monstruo estremecedor que me había acompañado en mi tumba. No podía soportarlo, necesitaba escuchar algo, aunque fuera un molesto ruido, pero algo que me alejara de la duda, de si todo era una especie de sueño y mi cadáver seguía bajo una lápida.

Sin embargo, tendría que conformarme con el sentido de la vista. Al menos había luz, pero eso no quitaba que pareciera que el hospital estaba abandonado. Tendría que ponerme a buscar, aunque fuera para encontrar a un paciente ingresado… Cualquier contacto con la humanidad me servía en estos instantes.

Anduve por los pasillos sin encontrar ni un alma. El propio eco de mi voz lo corroboraba. Tal vez tuviera más suerte en la planta superior. Me dirigí a unas escaleras próximas y me dispuse a subir el primer escalón cuando, de repente, un llanto, proveniente de arriba, me paralizó. Quizás en otro momento hubiera sentido terror ante tal sollozo, pero en ese momento la parálisis se debía a la propia incredulidad y la euforia.

Intenté subir lo más rápido posible, aunque comprobé que aún mi cuerpo se estaba recuperando, y al parecer de una forma no muy rauda. Repetidas veces mis rodillas fallaron y caí, pero me levanté como si nada, indoloro, anestesiado por la propia esperanza de hallar al final el por qué. Quise gritar, que aquel desconocido me mostrara su localización. No obstante, así como al despertar conservaba mi voz, ahora lo único que podía emitir eran gruñidos y jadeos. ¿Qué le ocurría a mi laringe? Fuera como fuera eso era secundario. Los gritos y el llanto se hacían más constantes y fuertes. Esa persona estaba en apuros, y parece que yo era el único capaz de hacer algo por él.

Probé a hablar nuevamente, pero era en vano. Sonidos guturales era lo único que podía hacer con esas maltrechas cuerdas vocales. Aunque me extrañaba más que, cuantos más ruidos brotaban de mi aparato fonador, con más terror gritaba el desconocido. Puede que le estuviera asustando, a pesar de que esa no fuera mi intención, únicamente tenía esa vía para comunicarme con él. De todas formas, era mejor que dejase de hacerlo y me dedicara tan sólo a la silenciosa búsqueda.

Tras unos agobiantes minutos, conseguí encontrarle. Estaba en el quirófano, yacía en la cama de operaciones, con sus muñecas y tobillos atados.  El cirujano le habría abandonado allí a la intemperie después de aquello que hubiera causado la huida de todos los que estaban en el hospital. Ni siquiera se dignaron en desatarle.

Supuse que mi llegada como rescatador le alegraría. Pero fue todo lo contrario… Nada más mantuvimos el primer contacto visual, comenzó a revolverse en la cama, como si estuviera sufriendo convulsiones. Y cuanto más me aproximaba a él, más ansiaba escapar. Quería decirle que se calmara, aunque preferí no decir nada por si le asustaba más. Simplemente le quité sus ataduras y le dejé en paz. Esperaba, al menos, un agradecimiento. Sin embargo, lo único que recibí fue un arrebato de descontrol. El hombre agarró un bisturí y se abalanzó contra mí tirándome al suelo. Una vez allí, me apuñaló cientos de veces en el tórax y en el abdomen.

No lo comprendía. ¿Sería un asesino y por eso estaba atado? Y si fuera así, ¿entonces por qué lloraba, una artimaña? Desde luego, mi mundo de la lógica se estaba despedazando. Primero, en un estado cuasi cadavérico, me mantenía con vida, y ahora la persona a la que salvo me está atacando con una saña considerable. Le miraba con tristeza y él continuaba. No iba a descansar hasta verme morir, y parecía que iba a llevar su tiempo. Ni siquiera sentía dolor, apenas percibía esa sensación antiálgica, de un placer profuso, característica de cuando vas al otro lado. Lo único que podía hacer era fingir mi muerte y nada más…

Y surtió efecto. Aunque los resultados fueron nefastos… Cuando creyó que me había asesinado, el individuo dijo una frase que me provocó una profunda tristeza. “Y decían que los de tu índole no podían morir”. Efectivamente, tenía razón en lo de que ir al hospital me sacaría de dudas, pero jamás pensé que se me “diagnosticaría” de una pseudomuerte…

Aguardé unos minutos, aún tendido en el frío suelo, con ganas de romper a llorar pero sin poder hacerlo. Mis lacrimales no respondían, tampoco funcionaban… como el resto de mi cuerpo. Podrido hasta la médula, muerto. Renegado de la muerte y en un mundo que no me confortaba. ¿Puede haber una maldición peor? Querría comunicarme con ellos, pero ya veo que me temen. Ninguno se pararía a analizar mis gruñidos, nadie siente curiosidad ante lo grotesco.

Pero algo tendría que hacer. No estaba muy claro si este regreso era perenne o era igual de vulnerable a la muerte como antaño. Al menos había comprobado que mi carcasa resistía heridas que resultarían letales para alguien vivo… normal. Aunque podía haber posibilidad de que algo me matara, al fin y al cabo, estos pensamientos, mi uso de razón… Todo esto tendría que hallarse en alguna zona de mi cuerpo que funcionara, que aún siguiera las pautas fisiológicas de la vida. Posiblemente, si averiguara la zona exacta y la asestará un golpe fatal, pondría fin a este infortunio mío.

No obstante, mi idea cambió completamente al salir de nuevo a la calle. Aquel silencio de antes, toda esa calma, se había evaporado cual potente combustible frente al fuego de la desesperanza.

No era el único. Ante mis ojos se mostraba una manda de cadáveres que avanzaba persiguiendo a los normales. Era el esbozo perfecto de la armonía caótica entre muertos vivientes y vivos murientes. La incertidumbre volvió a tocar mi mente. ¿Por qué unos corrían envueltos en miedo y otros se lanzaban hacia los primeros para devorarles? ¿Acaso era yo un caso único, aquel capaz de encontrar algo de sentido en una posible convivencia entre malditos y afortunados?

Al principio estaba de parte de los vivos, las víctimas. Nada más salir de la tumba a los muertos les invadieron unas ganas insaciables de ingerir carne humana. Lo veía imposible, yo no había destacado en mi vida como una mente brillante, y aquí estaba, con más capacidad de reflexión que el resto. Pero entonces vi el otro lado de la moneda. Varios humanos, armados con pistolas y cuchillos, se enfrentaban a los de mi calaña. Incluso llegué a ver a algunos como yo, quietos, sin atacar a los vivos, hasta huyendo de la agresividad de estos.

Tal vez sería al contrario. ¿Y si todos ellos despertaron con mis mismas intenciones y se llevaron tamaña decepción ante la actitud de los vivos que decidieron defenderse? Vivo o muerto, es obvio y natural que respondas ante una acción ofensiva. Y, bueno, por romper una lanza a favor de los vivos, si yo estuviera entre ellos, también me llevaría una primera, y mala, impresión de cualquier muerto viviente. Difícil decisión la mía… ¿Qué hacer?

Fue, entonces, en ese instante, cuando un muerto se me acercó. Se quedó quieto frente a mí unos segundos para después alzar su brazo izquierdo y ofrecerme un trozo de carne que se posaba en la palma de su mano a la par que me miraba con una amplia sonrisa. Y se lo agradecí devolviéndole el gesto risueño. No me había dado alimento, sino una solución:

Continuar.


*Juzgar el acto de alguien sin conocer todos los hechos es una carga que el ser humano llevará siempre consigo*

jueves, 20 de junio de 2013

Los Siete de junio: Virofilia

¿Qué es un virus? ¿Puede concebirse como un ser vivo? Cierto es que hay un gran debate abierto entre si el virus debe entrar en la parcela de lo vivo o de lo inerte. Pero no vengo a hablar de eso. Simplemente vengo a hacer un breve resumen de las etapas de un virus.

Los virus deambulan por todo medio extracelular, no tienen consciencia para saber a dónde van, simplemente, por un golpe fortuito, algunos alcanzan con sus fibras los oligosacáridos de la membrana de una desdichada célula. Estos glúcidos, encargados del reconocimiento informativo, engañados, dejan anclar al virus. A partir de aquí, la célula está condenada.

Pueden parecer horrorosos estos microscópicos entes, pero, podríamos decir que, esa “maldad” tan sólo es activada cuando entran en contacto con la membrana celular, pues antes de eso son totalmente inofensivos, no hacen nada, no pueden hacer nada, sí, teóricamente podría afirmarse que están muertos.

Pero vayamos a lo que nos concierne, es decir, el virus cuando ha aterrizado en su víctima. Nada más clavarse en la bicapa lipídica una secuencia de nucleótidos, la cual se alberga dentro de una cápsula proteica protectora, se libera y es inyectada al interior celular. Esta cadena de ácidos nucleicos, que puede ser tanto de ADN como de ARN (nunca ambos a la vez), es el verdadero virus, lo que podemos llamar “su verdadero mal”; lo demás, simples instrumentos para alcanzar su objetivo.

Una vez dentro, utilizando la maquinaria celular, el ARN, previa transcripción de este a partir de ADN si el virus llevaba ácido desoxirribonucleico, se replica para luego, con los ribosomas celulares, realizar la traducción a aminoácidos para crear más y más piezas de virus, que, a posteriori, en una fase de ensamblaje, darán lugar a virus totalmente formados e iguales que aquel que penetró en la membrana.

Una imagen sobrecogedora la de los virus, ¿verdad? Ni la más oscura de las simbiosis podría asemejarse a esto, básicamente porque en una simbiosis ambas especies ganan algo, aquí lo único que gana la célula es, o bien acumular miles y miles de virus para después romper la membrana e ir deambulando en busca de nuevas células, o bien sufrir una lisis de la bicapa directamente.

Huelga decir que así como colores, cada virus es distinto, unos incluyen su ADN en el ADN monocatenario circular bacteriano, otros introducen totalmente su cápsula, la cual es destruida por lisosomas en el interior celular, otras se replican junto con la célula invadida… En definitiva, hay cientos de métodos, pero todos al fin y al cabo acaban en lo mismo: destruir tu vida mientras ellos prosperan.

Espero que esa última frase te haya sonado familiar, porque no venía sencillamente a hablar sobre el ciclo viral, lo siento, espero que esta mentira se me perdone, al fin y al cabo ya estáis emborrachados por ellas.

Quiero que recordéis todo lo que habéis leído, será fácil, ¿no? Una vez se haya entendido, a continuación comprenderéis que el prefijo micro no tiene que ir siempre ligado a los virus. Sin embargo, exceptuando esa diferencia, el resto está lleno de similitudes. Empecemos con un nuevo ciclo: el de los políticos.

Al igual que los verdaderos virus, estos especímenes no son nocivos antes de activar su mecanismo, es decir, si no llegan al poder en el gobierno, entonces no hay ningún riesgo. Además, así como cada virus se acopla en un receptor específico de la célula, cada partido es afín a las ideologías de una parte de la población en concreto.

¿Más semejanzas? Está bien. Recordemos que la cadena de ácidos nucleicos del virus normalmente venía protegida por una cápsula compuesta de proteínas. Este método defensivo para cuidar el “corazón” viral también lo poseen ellos, lo único que cambia es que, en vez de aminoácidos, sus cápsulas, sus cúpulas, están integradas por demagogia barata, mentiras, engaños y premios de humo. ¿Por qué comparar esto con la cápsida de los virus? Pues porque cuando ya han conseguido arraigar en la “célula”, todo esto es abandonado fuera, cuando estaban en la oposición; o poco a poco se va desintegrando si decidiesen entrar con toda esta sarta de patrañas, cosa que con asiduidad suelen hacer.

Pensarás que una gran diferencia, aparte del tamaño, es que ellos poseen consciencia mientras que los virus no. Bueno, eso habría que debatirlo; y creo que el debate sería más fuerte que el de determinar si el virus es un ser vivo o inerte.

Pero vayamos al grano. Una vez llegan al poder, nosotros, la sociedad, la célula, comienza a notar desde el primer instante su llegada. El “ADN o ARN” empieza a funcionar descodificando una información genética predispuesta a las más eficientes aves de carroña. Valiéndose de nuestros propios medios, nuestra peculiar maquinaria celular, comienzan a emplear su corazón viral para crear un beneficio propio. En el caso de un virus microscópico será, recordemos, crear réplicas; en el caso del macroscópico es, sin embargo, lograr que los de su calaña prosperen aunque eso suponga destruir el ADN celular, nuestro futuro, o los ribosomas, el proletariado.

A medida que el tiempo avance, la célula se irá degradando, se quedará sin fuerzas y no podrá hacer nada. Ellos, en ejecución viral, habrán vencido, y unos últimos pétalos negros se mecerán cayendo hacia nuestra tumba. No se puede evitar, si el virus se ancla a la membrana, si el partido logra los suficientes escaños, la célula, el pueblo, habrá muerto.

Pese a ello, yo no he venido para crear una atmósfera fatalista. Siempre hay una oportunidad de sobrevivir a la infección. El salir airoso, ileso, es algo utópico, pero la posibilidad de combatirlo sí que se puede llevar a la práctica. Jamás sabremos a primera vista si lo que nuestros receptores captan es un dañino virus u otra molécula inofensiva, aunque de antemano ya deberíamos buscar cualquier tipo de reseña insidiosa, pero eso es otra historia… No se trata de la prevención, sino de la cura.

Es aquí donde cobran importancia los antivirales. Y hay que saber elegir con cuidado. Tenemos por un lado los virófagos. Virus que comen virus, ¿no es increíble? No resulta nada raro que entre ellos quieran matarse… creo que no es necesario el recalcar esta alegoría. Un virus más grande viene a destruir a los más pequeños. Con esta acción han protegido a la célula, nos han salvado, la tiranía se ha esfumado y la esperanza ha vuelto, no todos los virus han de exterminarnos.

Lástima que la naturaleza, cruel dictadora en ciertos aspectos, les haga ver la realidad. Necesitan procrear, perdurar, tienen que crear nuevos ensamblajes y piezas, hacerse mejores, más potentes… y no pueden hacerlo sin la ayuda de nuestro complejo celular. ¿Es posible que la intención primaria no sea la lisis? Puede ser. No obstante, a pesar de ello, como si es un medio o el propio fin, esto siempre acaba ocurriendo. Un “virus” puede venir con las mejores intenciones, pero siempre, alguna manzana podrida, tarde o temprano, provoca que la membrana se resquebraje.

De todas formas el empleo y confianza en virófagos no es la única técnica antiviral, aunque eso no quiere decir que el resto sirvan o sean mejores. Ya se sabe que, como cualquier otro ser poseedor de nucleótidos, cada generación tiene la posibilidad de fortalecer algún punto débil que sus antecesores poseían. Y, por desgracia, la innovación en antivirales no es un movimiento muy activo y sofisticado.

Como sus dianas, los antivirales pueden ser específicos. Cada técnica puede centrarse en un matiz concreto, pero todas con un mismo fin: eliminar el mal. Aunque hay que tener en cuenta que la inocuidad de estas medidas es relativa. A veces se causan estragos, efectos secundarios que incluso pueden acrecentar el propio daño que el virus ha cometido… Me refiero a la lucha destructiva. Por supuesto que eso es comparable a un antiviral. Este va directo, en un impacto brutal, hacia el virus, sin pararse a meditar en el camino caótico que crea a su paso.

Además, hay otras formas más acordes con la lucha de receptores membranales. Podríamos referirnos a esos grupos que no se definen como los propios virus, con mentalidad desintegradora, pero que también ansían entrar dentro de la célula. Unos agentes, unas proteínas que compiten por el acoplamiento con los otros. Sí, al comparar un virus con una proteína obviamente se escoge el segundo, pero ya lo he dicho: el término inocuo es cuestionable.

También encontramos en este campo a las vacunas. Algo así como antiguas muestras de virus con los que nosotros podemos lidiar. Viejas glorias que resultan inofensivas y nos fortalecen. No pueden hacernos nada, es material viral moribundo, su única intención es enseñarnos a combatir a los verdaderos invasores. Parecen leales, entran a tu torrente sanguíneo y no oponen resistencia, solamente se presentan y enseñan formas eficaces de acabar con la amenaza real… A pesar de ello, una vacuna es una vacuna. Por norma general, esa solución viral o proteica también debilita tu cuerpo. Puede que a posteriori, cuando el virus ha alcanzado el poder y no hay vuelta atrás, los consejos de aquellos que vienen de la inyección, sirvan de algo y se puedan defender algunos puntos, pero este flaqueo podrá provocar que las fortaleza que ganes por un lado la pierdas por otro. Asimismo, la propia visita al “centro de prevención” puede provocarte una enfermedad nosocomial, proveniente de dicho lugar. Así que ya has visto que es tarea imposible, la fragilidad fisiológica está asegurada, de una forma o de otra.

Viendo esto, puede que los antivirales no sean la mejor manera de combatir a nuestros agresores. Pero entonces ¿qué hacemos, nos quedamos mirando hasta que carcoman todo nuestro citoplasma? Claro que no. Hay una forma más lenta, pero más segura y eficiente. Algo que se pasa por alto a estas alturas y que otrora, si se llevaba con una buena planificación, daba resultado. Hablo de la verdadera lucha, la liza del sistema inmunitario.

Nos infectarán, por supuesto, es ley de vida. Debemos permitir que entren y destruyan parte de nuestro constructo. Eso hará que aprendamos. Nuestro organismo se basa en la memoria, no se defiende con la misma eficacia frente a un antígeno la primera vez que lo ve que las siguientes. Hay que permitir que vengan, hemos de analizar la situación y saber que aunque su nocividad sea elevada, nosotros poseemos mecanismos de defensa para parar el avance.

Se sufrirá, es inevitable. La primera vez que tu cuerpo entra en contacto con un virus este decae. Sin embargo, tras el aprendizaje de los anticuerpos, ante un posible refuerzo viral, las consecuencias serán mucho menores, al no ser que tu organismo entre en un estado de debilitamiento. Y de eso se trata, de no temblar y caer contra el mínimo golpe, contra la más mísera infección. Habrá que sacar todo el arsenal.

El sistema inmunitario es amplio y realmente letal. Si este, incluso ante una pequeña herida, es capaz de bombardear la región afectada con oleadas de eritrocitos, leucocitos, monocitos, neutrófilos, inmunoglobulinas y trombocitos, ¿por qué no va a poder enfrentarse a unos asaltantes teniendo semejante ejército? No es cuestión de actuar sin pensar, de forma destructiva, sin ver más allá de un objetivo propuesto, tal y como se plantea con los “antivirales”. Se ha de planificar y, lo más importante, de movilizarse masivamente. Hay que apartar los intereses. Es posible que al neutrófilo no le convenga ir a la herida, pues ya habrá ahí otros macrófagos mejores, y, sin embargo, va, porque en estos casos el número sí es importante.

Nunca habrá cura si un monocito del páncreas no colabora en una infección viral situada en la región cubital. No hay que pensar en un futuro próximo, sino en el lejano. Puede que de momento el virus esté destruyendo tan solo células epiteliales. Es sólo el antebrazo, no tiene importancia. Pero, tras cierto tiempo, es muy posible que el crecimiento exponencial del virus llegue a alcanzar las células pancreáticas y, frente a tal cantidad de biontes, ya no sea posible una lucha. Por eso hay que enfrentarse desde el principio. No hay que preguntarse “¿me afecta a mí lo que están infectando?”, sino “¿les afecta a ellos el que combata aquí?”

Y, a pesar de que sus capacidades de división y corrosión son envidiables, el sistema inmunitario está dotado de fuertes armas tanto ofensivas como defensivas. Sin él, el organismo perecería ante la primera inspiración que realizase. Solamente hay que percatarse de lo que tenemos y emplearlo de la forma más astuta. Con cada generación, los virus aprenden nuevas formas de evasión, por lo que no hay que bajar la guardia en ningún momento.

Suena bélico, pero así son las cosas. Al final el mundo macroscópico y el microscópico se basan en lo mismo. O me matas o te mato. Cada sujeto con distintas características letales. ¿Las nuestras? Somos un gran número, capaces de trabajar en equipo y dominantes de distintos campos antivirales. Estamos aventajados, será tarea fácil conseguir que un día, nada más ellos atraviesen las barreras de la piel, sean devorados y se disuelvan en la fría oscuridad.

*Si quieres una buena estrategia, como cualquier tipo de obra de arte, has de tomarte tu tiempo*

                    
                                                        -Atentamente, Óscar Martínez de la Sierra, un viricida.