Había recorrido cientos de kilómetros. Decían que el mayor
médico del mundo se hallaba en aquellos vastos terrenos del oeste de China.
Esperaba que todas esas maravillas que se contaban acerca de su persona fueran
ciertas. Él era su última alternativa. Desde hace un par de años, Carlos había
sido “diagnosticado” de una potente y, por consiguiente, letal enfermedad
cardiaca. Se moría.
Ocurrió en junio, en el año 2011. Llegó al hospital a causa
de un fuerte dolor en la parte izquierda del tórax, como si recibiera constantes
puñaladas. No era el dolor característico de un infarto de miocardio ni de una
angina de pecho. Era peor. Los médicos no sabían qué hacer, incluso probaron a
realizarle una biopsia cardiaca. El tejido estaba sano. Y, en los
electrocardiogramas que se le hicieron, su ritmo y frecuencia cardiacos eran
estables. Médicamente hablando, no presentaba ninguna patología.

El pero de esto era la localización del extraño. Desde luego
no era un médico normal, no se hallaba en un edificio, un hospital. Según le
habían contado, se encontraba en plena tundra, en la región deshabitada del
país. Sin transporte, sin tecnología. Tan sólo con su voluntad, su
determinación y sus piernas.
A pesar de no ser una región con un clima devastador,
últimamente las temperaturas, como si los Dioses del Olimpo se hubieran puesto
en su contra, no eran del agrado de cualquier ser humano. Y aún le quedaba un
buen tramo, el asunto se tornaba desagradable.
Ni siquiera dominaba la lengua nativa. Se valía del lenguaje
corporal y del poco inglés que sabía. A duras penas conseguía algo decente para
comer, aunque al menos de agua siempre iba bien abastecido, gracias a las
inagotables fuentes que encontraba en los campos de arroz. No obstante, su
sabor dejaba mucho que desear.
Siguió caminando por aquellos vastos terrenos. Exhausto.
Siempre que encontraba a algún ermitaño le preguntaba por la situación del
médico, pero siempre obtenía la misma respuesta: alzaban el brazo hacia el
oeste y asentían con la cabeza. Ninguno le daba un trayecto nuevo, ni una
mísera pista que seguir. Siempre recto, hacia el oeste.
Estaba empezando a cansarse. Con ese profundo dolor en su
corazón, cada vez percibía más cercana su defunción, y veía innecesario que sus
últimos días de vida los malgastara persiguiendo a un extraño que seguramente
tampoco hallaría solución a su problema. Era imposible que fuera más bueno que
otros médicos que poseían sofisticadas tecnologías. ¿Qué haría él, prepararle
un ungüento? Esto no se trataba de pseudomedicina ni de causar un efecto
placebo. Se moría de verdad…
Y así lo decidió. Poco a poco el camino se despejaba y se
veían piedras en collage que le guiaban. Era la señal que buscaba, pronto
divisaría un poblado y podría regresar. No se había rendido, simplemente había
aceptado la realidad. La gente muere y él no iba a ser menos, aunque fuera
injusto que lo hiciera mucho antes de lo estipulado, tendría que asimilarlo y
exprimir todo lo posible su cuenta atrás.
Sus ojos distinguieron las delicadas siluetas de unas
pequeñas chozas en el horizonte. Había llegado. Se detuvo un momento a
descansar sus piernas y retomó la caminata. Pero entonces, irrumpiendo toda la
tranquilidad que le había acompañado en su pequeña odisea, una ráfaga de
disparos se dirigió hacia él.
Gracias a sus instintivos reflejos, se tiró cuerpo a tierra
y rodó fuera del camino hasta ocultarse en la hierba alta. Había tenido suerte
de que ninguna bala le alcanzase, aunque sabía que eso no iba a acabar ahí.
Tenía que moverse o le encontrarían allí, pero el mismo movimiento zarandearía
las hojas y sería descubierto. Hiciera lo que hiciera delataría su posición a
aquel o aquellos que hace unos segundos arremetieron a sangre fría contra su
integridad.
Ni siquiera se había parado a pensar, ni una milésima de
segundo, en la razón de ese acto homicida. ¿Y cómo es que no había escuchado
sus pasos, ni sus voces, ni cualquier otro indicio de una presencia ajena a la
de él mismo? ¿Qué ocurría?
Lo supo enseguida. Tres hombres gritaron imperantes. No
entendía nada de lo que decían, eran del lugar, pero a juzgar por el tono,
estaban buscándole. Y tras los gritos, pisadas. Ahora estaban más cerca. No
había error, el primer sitio al que iban a buscar era donde justamente le
habían disparado, y Carlos no se había movido de allí. Intentó reaccionar,
escapar, pero ya era tarde, ahora sí que su movimiento llamaría la atención.
Solamente le quedaba rezar por que su ejecución no fuera muy dolorosa.
Aguantó la respiración, sus oídos se taponaron, se quedó
sordo momentáneamente. Lo único que escuchaba ahora, irónicamente, eran los
latidos de aquel moribundo corazón. Cada latido se hacía más fuerte, más
intenso. Empezó a sentirlos, su pecho empujaba la tierra sobre la que yacía.
Era como si se agrandara y se abriera paso entre el resto de vísceras de su
tórax, como si se tratara de una bomba…
Absorto en ese hipnótico y reiterante sonido, Carlos no se
percató de que alrededor suyo ya estaban esos tres desconocidos que
supuestamente, y sin razón alguna, querían matarle… Pero cual fue la sorpresa
de ellos al ver que Carlos no es que se inmutara ante lo acontecido, sino que
no podía hacer otra cosa. No se tiró al suelo para cubrirse, cayó muerto en él.
Ellos se extrañaron, pues no había bala alguna incrustada en
su cuerpo, ni se había golpeado la cabeza al caer… Sin embargo, cabía la
posibilidad de que por el mismo susto del ataque su organismo hubiera
colapsado. De todas formas, fuera como fuera, habían completado su cometido,
así que agarraron el cuerpo y lo llevaron a la camioneta que esperaba varios
metros adelante, oculta tras un frágil y viejo árbol. Abrieron las puertas
traseras y lo lanzaron sin cuidado alguno, y este se estrelló contra el
interior, con sus extremidades retorcidas, como si fuera un mero muñeco de
trapo.
Tan lleno de vida hace unos segundos en el pasado y tan frío
e inerte ahora, en el presente… No había conseguido llegar a encontrarse con el
médico y mucho menos disfrutar de lo que le quedaba de vida, tal y como había
planeado, desechando su última alternativa de curación. Ahora no quedaba nada,
tan sólo su cuerpo, en el vahído del olvido, y en las manos de unos furtivos, alejándose
irremediablemente de aquel poblado que le liberaría de las cadenas del
hipocondrismo. Sus ojos, aún abiertos, vacíos, fijaban su mirada en la
distancia, en las casas que, poco a poco, se difuminaban con el horizonte, se
desvanecían, así como su último aliento se mezcló con el clima de esos terrenos
foráneos.
Sin embargo, ese aliento que danzaba grácil entre esa
atmósfera impregnada del hedor de una reciente muerte, rehuyó de aquel frío y
corrió frenéticamente, cual lanza abstracta, hacia su cadáver progenitor. Y en
un súbito impulso, Carlos cogió una gran bocanada de aire y su corazón, en una
metástasis de pura vida, desfibriló.
Aún encogido del terror, tenía en su mente como último
recuerdo el de decenas de proyectiles abalanzándose contra su cuerpo. Pegó un
gran grito, pero por suerte, el viejo motor del coche donde era transportado
rugía estrepitosamente y aquel alarido quedó oculto. Sabía que algo había
ocurrido. Podía deberse a una pérdida de la consciencia, un profundo síncope,
pero todavía sentía ese hormigueo gélido en sus extremidades, su sangre
circulaba nuevamente y le transmitía con lentitud el calor carmesí de su núcleo
a la periferia de su sistema vascular. No había duda, su corazón había
resucitado.
Ahora quedaba lo difícil, seguramente se hallaba cautivo por
sus agresores, aunque tenía un punto a su favor, si de verdad había muerto, no
llamaría la atención cualquier ruido extraño que provocase en el maletero. De
todas formas eso no quitaba peso al asunto, tendría que saltar de la camioneta
en pleno movimiento, poniendo de nuevo en riesgo su vida, lo poco que le
quedaba de ella.
Abrió con delicadeza las puertas y un fuerte viento inundó
el interior. Le era difícil mantener el equilibrio debido al camino lleno de
piedras que recorría el vehículo. Agudizó la vista y esperó el mejor momento
para saltar, cuando el terreno se allanara un poco más y no hubiera demasiadas
piedras. Esperó y se concentró, era una cuenta atrás, en cualquier momento
podrían parar en seco y ya sería en vano escapar, otra salva balística le
acribillaría y esta vez posiblemente no tendría tanta suerte.
Pero la voluntad se retrasó y el albedrío se impacientó. Un
brusco tambaleo provocado por un bache hizo que perdiera completamente el
equilibrio y cayera fuera de la minúscula seguridad del maletero. Carlos no
pudo hacer nada para minimizar los daños. Rodó por el suelo quebrándose
multitud de huesos a causa de los contundentes impactos con las piedras. El
golpe de gracia fue cuando, durante su violento viaje, acabó saliendo del
camino y fue a parar a unos pequeños arbustos. Allí paró en seco, pues una
retorcida rama se incrustó en su ojo y estuvo lo suficiente afilada como para
atravesarle el cráneo y provocarle una hemorragia cerebral.
Parece que su segunda oportunidad no había durado mucho.
Todo volvió a pasar como antes, a excepción de que esta vez
sintió un tremendo dolor, más aún que el de su corazón. De hecho, era como si
todo aquel sufrimiento punzante se trasladara a su cabeza. Su pecho ya no
necesitaba esa sensación, pues podría descansar, ahora le tocaba a su cerebro,
el segundo órgano del cuerpo que se apagaba con lentitud frente a la muerte.
Era extraño, su imagen derecha se había apagado repentinamente, como si el
telón se hubiera desplomado agresivamente, mientras que la parte izquierda se
esfumaba tornándose en un blanquecino gris. Su sistema se apagaba y cada vez el
flujo de sangre que brotaba de su cuenca derecha se hacía menos continuo. Un
grifo que se quedaba sin vino en su depósito.
No sabía qué era peor, si haber continuado en la azarosa
odisea que sus captores le ofrecían o cargar directo hacia el letal infortunio,
presa de una simple planta. Ya daba igual, todo acababa, ahora sí que no había
posibilidad de regresar a la vida, su cerebro había resultado dañado, y lo que
era peor, se desangraba sin que pudiera poner remedio alguno.
Lo curioso era que, durante el proceso final, estando su
cerebro al borde de la muerte, pero aún activo, comenzó a notar un temblor, un
leve balanceo seguido de una sensación de ligereza, como si flotara. Tal vez
sería el clímax de la vida, cuando te vuelves uno con la nada.
Lentamente la comodidad dio paso a la hiposensibilidad.
Primero perdió la noción de sus extremidades y poco a poco aquello alcanzó su
cabeza. Finalmente su cerebro se apagó y una última gota de sangre impactando
contra el suelo dejó sonar la última melodía antes de que la función acabara….
Pero entonces, envuelto en el silencio, una intensa luz
blanca se abrió paso entre la oscuridad. Primero era un minúsculo punto
inmóvil. Tras ello surgieron unos distantes sonidos casi irreconocibles. Iban
cobrando fuerza y pudieron identificarse. Eran latidos. Cada vez que uno de
esos latidos sonaba, el punto se hacía más y más grande. Con facilidad fue
derrotando aquel panorama umbroso.
Al final, cuando el blanco nuclear reinaba en aquella
imagen, más sonidos se unieron a los sonoros latidos: el burbujeo de un espeso
líquido, un leve murmullo eléctrico y una profunda respiración. Llegó un
instante en que el caos era insoportable, una sensación de estar atrapado en
una vorágine de fuego le alcanzó. Todo le estaba obligando a despertar, ¿pero
cómo? Estaba muerto…
No, se equivocaba. Se hallaba en una maltrecha cama, al
parecer en la casa de alguien que le había recogido. Aquel que le salvó la vida
estaba justamente al lado de él, sentado, mirándole sonriente. Carlos tan sólo
tenía que esperar a que su vista dejase de estar borrosa para saber quién era.
Y aquello no tardó mucho. Era ni más ni menos que el médico que le aconsejó que
fuera a China para que le curasen. Él era el médico que estaba buscando. Siendo
así, no comprendía por qué le había hecho recorrer todo este camino para reencontrase
con alguien que ya había visto. No tenía sentido nada.
Él, gustosamente, se lo explicó todo. No le había
encomendado esto para que malgastara sus supuestos últimos días de vida, sino
para enseñarle que aquello de lo que se aquejaba no era realmente la semilla de
la desdicha. Le había indicado una localización del país en el que para llegar
había que caminar por lugares peligrosos. Había puesto en peligro la vida de
Carlos a propósito para enseñarle algo que de otra forma no hubiera
extrapolado: su corazón era inmortal.
Carlos se quedó de piedra ante esta revelación. Incrédulo,
preguntó si bromeaba, pero el médico le dijo que le contara su viaje. Cuando le
relató sus dos “muertes” este se rio y alzó un dedo en señal de afirmación. Le
mostró el reflejo de su rostro en un espejo y vio asustado que le faltaba el
ojo derecho. Sin embargo no había herida abierta alguna, la cicatrización había
sido rápida y eficaz. Esa era la prueba definitiva, no había sido un sueño, una
rama le había atravesado el cráneo y le había matado.

-No sé de qué te
alegras, has contraído la peor enfermedad que se puede tener: la inmortalidad.
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