Se sentó en su silla, dejó caer la pesada torre de libros
que sostenía con sus brazos provocando un fuerte ruido al impactar contra la superficie
del escritorio. Acercó su silla a la mesa, abrió el primer libro, clavó los
codos y comenzó.
Todos los días, a partir de las cuatro de la tarde, justo
después de comer, la rutina se repetía. Hugo se encerraba en su habitación y no
salía de allí hasta que fueran las once de la noche. No importaba lo que
tuviera que estudiar, aunque en una hora se hubiera aprendido el temario
completamente, siempre dedicaba siete horas diarias, ni una más ni una menos.
Muchos pensaban que era una obsesión. Él, más bien lo
definía como miedo. Hugo consideraba que lo que primaba en esta vida era el
saber, los conocimientos y, por ende,
los éxitos y las buenas calificaciones en los estudios. No se permitía ningún
fallo. Si por algún casual, en algún examen, su nota bajaba del 9, como
castigo, él ampliaba sus horas de estudio durante una semana, aunque eso
conllevara, incluso, el reducir horas de sueño o quitarse alguna de las comidas
diarias. Tenía que mantener una nota, pero no porque alguien le obligara ni
porque perdiese algo si dicho número disminuía, sino por pura esclavitud contra
su propio ser. Lo único en esta vida eran los estudios y no había nada más. El
estrés en su cuerpo estaba a la orden del día.
Y la cosa empeoraba en época de exámenes, pues, al no tener
que acudir a clase, sin necesidad de acostarse a una hora exacta ni tener que
madrugar, podía dedicarle más tiempo a los estudios. Se inundaba en ellos,
torturando a su cerebro, rehuyendo del cansancio del que él le informaba.
Gastaba folios y más folios, ríos de tinta corrían por ellos, si unos apuntes
no estaban lo suficientemente claros los volvía a repetir. Había de estar todo
perfecto, debía saberse cada párrafo del temario. Si se equivocaba, aunque
fuera, en una simple preposición o en un artículo, escribía la frase cien veces
hasta que, a presión, se introdujera en su cerebro…
Siendo así, parecía que Hugo era un perfeccionista. Nada más
lejos de la realidad, esa perfección sumamente precisa sólo la aplicaba al
estudio. En lo que se refería al resto, era totalmente descuidado, trayendo,
consigo, consecuencias que, a largo plazo, podían ser nefastas. El aspecto más
importante de esto, y que no debería ser ignorado por nada del mundo, era su
salud. Ni siquiera, cuando enfermaba, era capaz de entrar en razón y guardar
reposo. Si se trataba de algún dolor de espalda o de hombros, la única medida
que empleaba era tumbarse en la cama boca abajo, con la cabeza levantada, y un
libro bajo sus ojos. Obedecía más a sus horarios didácticos que a los
biológicos. Su cerebro no podía más, cada día almacenaba más y más
conocimientos de una manera insana, y no podía borrar nada. Una hora antes de
irse a dormir, Hugo siempre repasaba todo, agarraba cualquier saber que
quisiese escapar de su cráneo, los retenía, los encadenaba. Cuando estudiaba,
él no ofrecía cobijo a las palabras dentro de su cabeza, sino que, como buen
dictador, las empujaba a base de golpes hasta encerrarlas.
Pero ya se sabe, todo contenedor tiene un tope, ni siquiera,
aunque su cerebro estuviera dotado de un gran número de circunvoluciones, sería
capaz de almacenar un sinfín de vocablos. Llegaría un momento en el que, tras
aprender algo, por simple presión, otra palabra más anciana, encadenada a unos
grilletes ya oxidados, consiguiera liberarse y escapar. O lo que era peor,
perecer…
Justo hoy, a punto de terminar las clases, siendo mañana el
día del último examen del curso, era cuando su cuerpo empezaba a rebelarse, no
obedecía, sus músculos, fatigados, apenas respondían a los impulsos nerviosos. Hugo se encontraba verdaderamente agotado y no
podía permitirlo. Otro de sus “rituales” consistía en no dormir absolutamente
nada el día antes de un examen. Esto resultaba un poco irónico siendo él un
erudito en los campos de la biología y la medicina. Sabía a la perfección lo
que ocurría cuando se intentaba forzar a un órgano, en su caso al cerebro,
cuando este se encontraba exhausto. Pero la sabiduría que poseía entre libros
era también la que carecía en la praxis. Era un joven cuya temeridad se resumía
en un pequeño, pero amplio, vacío en sus conocimientos catalogado como
ignorancia al peligro. Conocía mil y una formas de dar muerte a un ser humano,
pero pasaba por alto que una de ellas era el suicidio involuntario, un quiero y
no puedo, no por voluntad, sino por agotamiento.
Con su cuerpo entumecido, casi en colapso, se levantó de la
silla y se incorporó. Enseguida sintió las dolorosas consecuencias de un
éxtasis venoso. Se desplomó al suelo enseguida, sus piernas no respondían.
Isquemia femoral. Un episodio fugaz. Se levantó de nuevo, sacaba fuerzas de
donde no había mientras se repetía una y otra vez para sus adentros: “tengo que
estudiar”. Se dirigió con dificultad a la cocina. La oscuridad era espesa y el
silencio algo que resultaba hasta erótico para su estado somnoliento.
Abrió el frigorífico y halló su Santo Grial. Café. Un arma
de doble filo, estimular el encéfalo para herir el estómago. No era capaz de
ingerir ningún líquido caliente, salvo los caldos, pero en su desesperación,
tiempo atrás, descubrió que el café no sólo se tomaba a temperaturas más
elevadas que las de su metabolismo basal. A pesar de ello, aunque fuera café
frío, esta bebida seguía compuesta por lo mismo, y no era de agrado ni para su
paladar ni para el resto de su tubo digestivo. Pero era lo que necesitaba en
esos momentos, sus párpados pesaban toneladas, la cabeza le daba tumbos y
estaba más tiempo fuera de la realidad que dentro de ella, en estado de alerta.
Extrajo tres vasos de café y se bebió uno detrás de otro.
Totalmente amargos, ni siquiera habían llegado al estómago y ya sentía arcadas.
Y lo peor no era tragarlo, sino mantenerlo, si vomitaba todo habría sido en
vano, tenía que esperar a que se absorbieran los azúcares, necesitaba esa
energía a cualquier precio, aunque eso significase provocarse una úlcera.
Dispuesto a todo, volvió a sentarse y clavó la mirada en el
revoltijo de apuntes que yacía en la mesa. Aún tenía que esperar un rato hasta
que el subidón de cafeína le permitiera ponerse a estudiar en serio, así que de
momento se puso a repasar lo que ya llevaba memorizado. Sin embargo, cuál fue
su sorpresa al ver que todo se había evaporado, no recordaba nada. Había
malgastado nueve horas frente a cientos de folios para que ahora su caprichoso
cráneo decidiera guiar por una salida todo lo que había retenido con sumo
esfuerzo.

Vencido, apoyó la cabeza sobre el libro y cerró los ojos
durante unos instantes. Tal vez, si le concediera a su cerebro unos minutos de
descanso, este aceptaría el trato y le devolvería sus conocimientos. No
obstante, Hugo no se dejaba engañar ni siquiera por él mismo, sabía que si
dejaba demasiado relajado su cuerpo, este, tarde o temprano, sin que él se
diera cuenta, se bañaría en el mundo onírico. Así que cogió su móvil y puso una
alarma para que sonara a los treinta minutos. Tras eso, cerró los ojos y pegó
un gran suspiro. Estaba rompiendo sus propias leyes, pero tenía que hacerlo por
su bien.
Pasaron diez minutos y luchaba por mantenerse despierto.
Parece que era una emboscada para hacerle dormir, poco a poco se sentía más
ligero y el subconsciente irrumpía en la realidad. Aunque eso no quería decir
que Hugo hubiera perdido. Todo se basaba en el carbono: con una frecuencia
respiratoria más lenta, sus pulmones estaban aumentando su concentración de
dióxido de carbono, acelerando su sueño, por lo que, de vez en cuando, Hugo
daba una gran bocanada de aire para inspirar oxígeno y soltar todo el excedente
del narcótico anhídrido.
Debía estudiar.
Abrió los ojos repentinamente y se levantó de la silla. Se
acercó al interruptor de la luz e iluminó la habitación. Era doloroso, sus
músculos ciliares oculares sufrieron una radical miosis, necesitaba cerrarlos y
él se negaba, requería de aquel dolor para despertarse. Comenzó a llorar y a
gritar, podría parecer una minucia, pero la tortura lumínica, después de una
larga aclimatación a la oscuridad, era como sentir un bisturí incidiendo en sus
córneas. Y más si se añadía la venganza de su cerebro, ya que Hugo se negaba a
una lenta contracción ciliar, él también se negaba a enviar neurotransmisores
para combatir la puerta de entrada al dolor.
Hugo seguía sin entenderlo, su propio cuerpo le pedía
dormir, descansar, hasta su memoria le hacía recordar todo lo que sus padres le
aconsejaban. Ellos le decían que no se tomara tan seriamente los estudios y que
la salud era lo primordial. Pero todo resultaba en vano. Armado con la ansiedad
y el distrés, volvió a retomar los apuntes. Con su organismo debilitado, ya ni
siquiera su cerebro ofrecía resistencia, ahora sí que se comportaba como un
contenedor. No se oponía a todo lo que estaba estudiando, incluso había
recuperado lo que había memorizado horas antes, lo que la materia gris había
escondido. Ya nadie le paraba.
Y finalmente, victorioso, con el sol asomándose por el
horizonte, en pleno alba, cerró el libro, ya no le era de utilidad, conocía
todo su contenido, hasta se había estudiado los nombres de sus autores. Desde
luego había aprovechado al máximo cada minuto hasta el amanecer. Ya sólo
quedaba vestirse, desayunar algo, lavarse los dientes y marcharse al examen.
Parecía la parte fácil…
O no. Mientras desayunaba, el estómago volvió a mostrar
actividad, y no la típica motilidad de cualquier víscera digestiva. El café
había sido retenido y con la presencia de nuevos bolos alimenticios, con el
cardias abierto y la luz esofágica al descubierto, este quería salir. Hugo fue
corriendo al baño, invadido por náuseas, pero no llegó… En el pasillo, sus
músculos cedieron y comenzó a vomitar. Tendría tiempo para limpiarlo de todas
formas, pero no le convenía hacer eso... Se quedó anonadado ante esos fluidos.
Era un vómito grisáceo lleno de letras y alguna que otra palabra. Se fijó un
poco mejor y pudo comprobar que, curiosamente, esas letras pertenecían al
temario que se había estudiado. No podía creérselo, acababa de vomitar parte de
su memoria.
Acongojado, intentó recordar algunas partes que se
relacionaban con aquellas palabras, pero por desgracia no podía. Se habían
marchado, eso que estaba en el suelo era realmente lo que había metido en su
cabeza. Y no podía permitirse perder el tiempo estudiándolo de nuevo, tendría
que hacer algo impensable… Se agachó y se tapó la nariz. Agarró unas cuantas
palabras y se las tragó. Si creía que el café era amargo, aquello, ese sabor…
indescriptible, ni siquiera se parecía al que te dejaba en la boca todo vómito,
era distinto, era como saborear algo tan abstracto como era lo que estaba
devorando: el saber. A punto de llorar y asqueado, continuó hasta que ingirió
todas las letras. La memoria perdida volvió junto con un nuevo recuerdo: una
emetofagia.
Ahora, mientras intentaba sepultar aquello, preparaba la
mochila. Con sus labios sellados, aún con el temor de que salieran más conocimientos
a borbotones. Empleaba las últimas energías que tenía en concentrarse en
mantener todo dentro. Si volvía a vomitar podría perder todo lo que había
memorizado, su peor pesadilla se haría realidad; no quería perder la
inteligencia, ¿qué sería de él sin un cerebro, a pesar de que ni se dignara en
mimarlo? Tenía que darse prisa, terminar el examen lo más rápido posible y
regresar a casa para descansar un poco, era cuestión de que sus saberes se
diluyeran lo bastante para volverlos a encadenar. Ningún motín podría pararle.
Tenía que aprobar.
Desgraciadamente, ya de camino a clase, ajeno a lo que le
rodeaba, solamente pensando en llegar a clase, no se fijó en que cruzó un paso
de cebra estando el semáforo en rojo para los peatones. La mayoría de los
coches frenaron a tiempo, pero uno de ellos no. Aquel coche, no llegó a
golpearle, pero tuvo que emplear el freno de mano con tal mala suerte que una
placa de aluminio que estaba agarrada en la baca se soltó y salió desprendida
en dirección a Hugo. El joven no tuvo tiempo de reacción, atravesó por completo
su cintura, fue cortado en dos… Quién lo diría… Y más siendo la última
carretera. Escasos metros delante estaba su Facultad.
Pero tampoco eso consiguió pararle. La gente de la calle se
quedó sorprendida. El torso de Hugo siguió desplazándose, arrastrándose hacia la
Facultad. Ignoraba los gritos de los transeúntes, su único fin era hacer el
examen. Cada vez había más gritos y miradas de horror. Sabía que pronto
llegarían los sanitarios, tendría que darse prisa, la pérdida masiva de sangre
era algo secundario.

-¿He aprobado? –fue
lo único que dijo justo antes de morir, totalmente pálido.
Su nota fue un 8,75.
*Pon mil ojos a tu
punto fuerte y dejarás mil puntos débiles invidentes*
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