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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

martes, 11 de junio de 2013

Los Siete de junio: Hipocampo

Se sentó en su silla, dejó caer la pesada torre de libros que sostenía con sus brazos provocando un fuerte ruido al impactar contra la superficie del escritorio. Acercó su silla a la mesa, abrió el primer libro, clavó los codos y comenzó.

Todos los días, a partir de las cuatro de la tarde, justo después de comer, la rutina se repetía. Hugo se encerraba en su habitación y no salía de allí hasta que fueran las once de la noche. No importaba lo que tuviera que estudiar, aunque en una hora se hubiera aprendido el temario completamente, siempre dedicaba siete horas diarias, ni una más ni una menos.

Muchos pensaban que era una obsesión. Él, más bien lo definía como miedo. Hugo consideraba que lo que primaba en esta vida era el saber, los conocimientos  y, por ende, los éxitos y las buenas calificaciones en los estudios. No se permitía ningún fallo. Si por algún casual, en algún examen, su nota bajaba del 9, como castigo, él ampliaba sus horas de estudio durante una semana, aunque eso conllevara, incluso, el reducir horas de sueño o quitarse alguna de las comidas diarias. Tenía que mantener una nota, pero no porque alguien le obligara ni porque perdiese algo si dicho número disminuía, sino por pura esclavitud contra su propio ser. Lo único en esta vida eran los estudios y no había nada más. El estrés en su cuerpo estaba a la orden del día.

Y la cosa empeoraba en época de exámenes, pues, al no tener que acudir a clase, sin necesidad de acostarse a una hora exacta ni tener que madrugar, podía dedicarle más tiempo a los estudios. Se inundaba en ellos, torturando a su cerebro, rehuyendo del cansancio del que él le informaba. Gastaba folios y más folios, ríos de tinta corrían por ellos, si unos apuntes no estaban lo suficientemente claros los volvía a repetir. Había de estar todo perfecto, debía saberse cada párrafo del temario. Si se equivocaba, aunque fuera, en una simple preposición o en un artículo, escribía la frase cien veces hasta que, a presión, se introdujera en su cerebro…

Siendo así, parecía que Hugo era un perfeccionista. Nada más lejos de la realidad, esa perfección sumamente precisa sólo la aplicaba al estudio. En lo que se refería al resto, era totalmente descuidado, trayendo, consigo, consecuencias que, a largo plazo, podían ser nefastas. El aspecto más importante de esto, y que no debería ser ignorado por nada del mundo, era su salud. Ni siquiera, cuando enfermaba, era capaz de entrar en razón y guardar reposo. Si se trataba de algún dolor de espalda o de hombros, la única medida que empleaba era tumbarse en la cama boca abajo, con la cabeza levantada, y un libro bajo sus ojos. Obedecía más a sus horarios didácticos que a los biológicos. Su cerebro no podía más, cada día almacenaba más y más conocimientos de una manera insana, y no podía borrar nada. Una hora antes de irse a dormir, Hugo siempre repasaba todo, agarraba cualquier saber que quisiese escapar de su cráneo, los retenía, los encadenaba. Cuando estudiaba, él no ofrecía cobijo a las palabras dentro de su cabeza, sino que, como buen dictador, las empujaba a base de golpes hasta encerrarlas.

Pero ya se sabe, todo contenedor tiene un tope, ni siquiera, aunque su cerebro estuviera dotado de un gran número de circunvoluciones, sería capaz de almacenar un sinfín de vocablos. Llegaría un momento en el que, tras aprender algo, por simple presión, otra palabra más anciana, encadenada a unos grilletes ya oxidados, consiguiera liberarse y escapar. O lo que era peor, perecer…

Justo hoy, a punto de terminar las clases, siendo mañana el día del último examen del curso, era cuando su cuerpo empezaba a rebelarse, no obedecía, sus músculos, fatigados, apenas respondían a los impulsos nerviosos.  Hugo se encontraba verdaderamente agotado y no podía permitirlo. Otro de sus “rituales” consistía en no dormir absolutamente nada el día antes de un examen. Esto resultaba un poco irónico siendo él un erudito en los campos de la biología y la medicina. Sabía a la perfección lo que ocurría cuando se intentaba forzar a un órgano, en su caso al cerebro, cuando este se encontraba exhausto. Pero la sabiduría que poseía entre libros era también la que carecía en la praxis. Era un joven cuya temeridad se resumía en un pequeño, pero amplio, vacío en sus conocimientos catalogado como ignorancia al peligro. Conocía mil y una formas de dar muerte a un ser humano, pero pasaba por alto que una de ellas era el suicidio involuntario, un quiero y no puedo, no por voluntad, sino por agotamiento.

Con su cuerpo entumecido, casi en colapso, se levantó de la silla y se incorporó. Enseguida sintió las dolorosas consecuencias de un éxtasis venoso. Se desplomó al suelo enseguida, sus piernas no respondían. Isquemia femoral. Un episodio fugaz. Se levantó de nuevo, sacaba fuerzas de donde no había mientras se repetía una y otra vez para sus adentros: “tengo que estudiar”. Se dirigió con dificultad a la cocina. La oscuridad era espesa y el silencio algo que resultaba hasta erótico para su estado somnoliento.

Abrió el frigorífico y halló su Santo Grial. Café. Un arma de doble filo, estimular el encéfalo para herir el estómago. No era capaz de ingerir ningún líquido caliente, salvo los caldos, pero en su desesperación, tiempo atrás, descubrió que el café no sólo se tomaba a temperaturas más elevadas que las de su metabolismo basal. A pesar de ello, aunque fuera café frío, esta bebida seguía compuesta por lo mismo, y no era de agrado ni para su paladar ni para el resto de su tubo digestivo. Pero era lo que necesitaba en esos momentos, sus párpados pesaban toneladas, la cabeza le daba tumbos y estaba más tiempo fuera de la realidad que dentro de ella, en estado de alerta.

Extrajo tres vasos de café y se bebió uno detrás de otro. Totalmente amargos, ni siquiera habían llegado al estómago y ya sentía arcadas. Y lo peor no era tragarlo, sino mantenerlo, si vomitaba todo habría sido en vano, tenía que esperar a que se absorbieran los azúcares, necesitaba esa energía a cualquier precio, aunque eso significase provocarse una úlcera.

Dispuesto a todo, volvió a sentarse y clavó la mirada en el revoltijo de apuntes que yacía en la mesa. Aún tenía que esperar un rato hasta que el subidón de cafeína le permitiera ponerse a estudiar en serio, así que de momento se puso a repasar lo que ya llevaba memorizado. Sin embargo, cuál fue su sorpresa al ver que todo se había evaporado, no recordaba nada. Había malgastado nueve horas frente a cientos de folios para que ahora su caprichoso cráneo decidiera guiar por una salida todo lo que había retenido con sumo esfuerzo.

Por algún lado tendría que estar todo aquello. Si ya se ha grabado una trayectoria neuronal, es imposible que quede borrada y sea irremediable su recuerdo. Sólo es cuestión de concentrarse. Suplicó a su cerebro, necesitaba aquellos datos, pero este se negaba, ahora estaba ocupado intentando evitar que su estómago convulsionara por todo aquel mejunje que danzaba en su píloro. Era una pesadilla para él, querer seguir estudiando y que su cuerpo no le obedeciera… Sus pilas se apagaban…

Vencido, apoyó la cabeza sobre el libro y cerró los ojos durante unos instantes. Tal vez, si le concediera a su cerebro unos minutos de descanso, este aceptaría el trato y le devolvería sus conocimientos. No obstante, Hugo no se dejaba engañar ni siquiera por él mismo, sabía que si dejaba demasiado relajado su cuerpo, este, tarde o temprano, sin que él se diera cuenta, se bañaría en el mundo onírico. Así que cogió su móvil y puso una alarma para que sonara a los treinta minutos. Tras eso, cerró los ojos y pegó un gran suspiro. Estaba rompiendo sus propias leyes, pero tenía que hacerlo por su bien.

Pasaron diez minutos y luchaba por mantenerse despierto. Parece que era una emboscada para hacerle dormir, poco a poco se sentía más ligero y el subconsciente irrumpía en la realidad. Aunque eso no quería decir que Hugo hubiera perdido. Todo se basaba en el carbono: con una frecuencia respiratoria más lenta, sus pulmones estaban aumentando su concentración de dióxido de carbono, acelerando su sueño, por lo que, de vez en cuando, Hugo daba una gran bocanada de aire para inspirar oxígeno y soltar todo el excedente del narcótico anhídrido.

Debía estudiar.

Abrió los ojos repentinamente y se levantó de la silla. Se acercó al interruptor de la luz e iluminó la habitación. Era doloroso, sus músculos ciliares oculares sufrieron una radical miosis, necesitaba cerrarlos y él se negaba, requería de aquel dolor para despertarse. Comenzó a llorar y a gritar, podría parecer una minucia, pero la tortura lumínica, después de una larga aclimatación a la oscuridad, era como sentir un bisturí incidiendo en sus córneas. Y más si se añadía la venganza de su cerebro, ya que Hugo se negaba a una lenta contracción ciliar, él también se negaba a enviar neurotransmisores para combatir la puerta de entrada al dolor.

Hugo seguía sin entenderlo, su propio cuerpo le pedía dormir, descansar, hasta su memoria le hacía recordar todo lo que sus padres le aconsejaban. Ellos le decían que no se tomara tan seriamente los estudios y que la salud era lo primordial. Pero todo resultaba en vano. Armado con la ansiedad y el distrés, volvió a retomar los apuntes. Con su organismo debilitado, ya ni siquiera su cerebro ofrecía resistencia, ahora sí que se comportaba como un contenedor. No se oponía a todo lo que estaba estudiando, incluso había recuperado lo que había memorizado horas antes, lo que la materia gris había escondido. Ya nadie le paraba.

Y finalmente, victorioso, con el sol asomándose por el horizonte, en pleno alba, cerró el libro, ya no le era de utilidad, conocía todo su contenido, hasta se había estudiado los nombres de sus autores. Desde luego había aprovechado al máximo cada minuto hasta el amanecer. Ya sólo quedaba vestirse, desayunar algo, lavarse los dientes y marcharse al examen. Parecía la parte fácil…

O no. Mientras desayunaba, el estómago volvió a mostrar actividad, y no la típica motilidad de cualquier víscera digestiva. El café había sido retenido y con la presencia de nuevos bolos alimenticios, con el cardias abierto y la luz esofágica al descubierto, este quería salir. Hugo fue corriendo al baño, invadido por náuseas, pero no llegó… En el pasillo, sus músculos cedieron y comenzó a vomitar. Tendría tiempo para limpiarlo de todas formas, pero no le convenía hacer eso... Se quedó anonadado ante esos fluidos. Era un vómito grisáceo lleno de letras y alguna que otra palabra. Se fijó un poco mejor y pudo comprobar que, curiosamente, esas letras pertenecían al temario que se había estudiado. No podía creérselo, acababa de vomitar parte de su memoria.

Acongojado, intentó recordar algunas partes que se relacionaban con aquellas palabras, pero por desgracia no podía. Se habían marchado, eso que estaba en el suelo era realmente lo que había metido en su cabeza. Y no podía permitirse perder el tiempo estudiándolo de nuevo, tendría que hacer algo impensable… Se agachó y se tapó la nariz. Agarró unas cuantas palabras y se las tragó. Si creía que el café era amargo, aquello, ese sabor… indescriptible, ni siquiera se parecía al que te dejaba en la boca todo vómito, era distinto, era como saborear algo tan abstracto como era lo que estaba devorando: el saber. A punto de llorar y asqueado, continuó hasta que ingirió todas las letras. La memoria perdida volvió junto con un nuevo recuerdo: una emetofagia.

Ahora, mientras intentaba sepultar aquello, preparaba la mochila. Con sus labios sellados, aún con el temor de que salieran más conocimientos a borbotones. Empleaba las últimas energías que tenía en concentrarse en mantener todo dentro. Si volvía a vomitar podría perder todo lo que había memorizado, su peor pesadilla se haría realidad; no quería perder la inteligencia, ¿qué sería de él sin un cerebro, a pesar de que ni se dignara en mimarlo? Tenía que darse prisa, terminar el examen lo más rápido posible y regresar a casa para descansar un poco, era cuestión de que sus saberes se diluyeran lo bastante para volverlos a encadenar. Ningún motín podría pararle. Tenía que aprobar.

Desgraciadamente, ya de camino a clase, ajeno a lo que le rodeaba, solamente pensando en llegar a clase, no se fijó en que cruzó un paso de cebra estando el semáforo en rojo para los peatones. La mayoría de los coches frenaron a tiempo, pero uno de ellos no. Aquel coche, no llegó a golpearle, pero tuvo que emplear el freno de mano con tal mala suerte que una placa de aluminio que estaba agarrada en la baca se soltó y salió desprendida en dirección a Hugo. El joven no tuvo tiempo de reacción, atravesó por completo su cintura, fue cortado en dos… Quién lo diría… Y más siendo la última carretera. Escasos metros delante estaba su Facultad.

Pero tampoco eso consiguió pararle. La gente de la calle se quedó sorprendida. El torso de Hugo siguió desplazándose, arrastrándose hacia la Facultad. Ignoraba los gritos de los transeúntes, su único fin era hacer el examen. Cada vez había más gritos y miradas de horror. Sabía que pronto llegarían los sanitarios, tendría que darse prisa, la pérdida masiva de sangre era algo secundario.

Finalmente llegó. Ante la mirada atónita de sus compañeros, agarró uno de los exámenes y se subió, con cierta dificultad, a la silla. Se mareaba, tenía una visión borrosa, pero aún podía acabarlo, era cuestión de concentrarse. Agarró su bolígrafo azul y se dispuso a escribir. Le costaba, la mano no paraba de temblarle. Sin embargo, poco a poco, rellenó todas las preguntas. Tras ello, cayó rendido al suelo. La clase estaba vacía, solamente estaba el profesor que, después de haber llamado al 112, le vigilaba preocupado. Este se acercó corriendo a Hugo y le sujetó la cabeza.

-¿He aprobado? –fue lo único que dijo justo antes de morir, totalmente pálido.

Su nota fue un 8,75.

*Pon mil ojos a tu punto fuerte y dejarás mil puntos débiles invidentes*

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