Noticias desde la Oscuridad

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Cardiofagia está concluido.

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03-09-2015

22-09-2015
Suerte está concluido.

28-09-2015

Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

viernes, 28 de febrero de 2014

Microdemencia: Hexakosioihexekontahexafobia

"¿Buscas la razón de este caos? ¿Intentas reunir las piezas del sentido en un puzle deformado? ¿Y consideras que yo soy el demente? Tú no aceptas la realidad, así que eres tú el que ahora posee una mente inservible, tanto como tu alma, que se desgarra con cada segundo que permaneces expuesto a la inhumanidad aquí plasmada.

Has estado tanto tiempo buscando una forma de estructurar las ideas retorcidas que se han expuesto en estas cosechas que ni siquiera te has parado a preguntar el porqué de las mismas. Has disfrutado, pero tu deleite sanguinolento ha llegado a su fin. Es momento de pasar factura.

Perro faldero… Hiciste caso de aquel que te sugirió que asintieras sin más, y obedeciste. ¿En ningún instante te paraste a pensar? ¿O es que tu cerebro se ha marchitado tanto que ya ni puede ver las evidencias que se presentan delante de tu cara?

Las almas que escaparon hacia la Oscuridad eran meros hologramas que ese desperdicio de cosechador fue recogiendo en vano… Te has preocupado por los destinos de estos individuos, has empatizado con ellos, te has adentrado en sus interiores y te has bañado en la sangre de sus vísceras. ¿Y para qué? Para absolutamente nada.

¿No fue extraño que sin un motivo alguno surgiera tamaño descontrol en un mundo que está regido por un perfecto Rey Osario? ¿De verdad nadie sospechó que esas pobres víctimas, enfermas por la insania, eran solo un recurso para algo mayor?

Te he mantenido atento, bailando al son de los hilos que he estado moviendo. Mordiste el anzuelo y tu lengua quedó mutilada con él. Has desperdiciado una magnífica porción de tu vida escuchando a maniquís de ceniza.

Me has defraudado. Es cierto que estuve ausente por estos años, sin apenas hacer movimientos, para que esta táctica saliera a la perfección, pero tenía por descontado que opondrías algo de resistencia. Sin embargo, me he dado cuenta de que tus debilidades eclipsan con creces a tu fortaleza.

Ya es tarde para echarse atrás. No importa si dejas de leer ahora mismo esta carta y vas a reparar tu error. Me es indiferente. De hecho, simplemente se me ocurrió escribirte esto porque comenzaste a apenarme por tu abrumadora incompetencia. Pero, quiero que sepas, que, si hubiera optado por seguir el plan inicial, posiblemente me alzaría con el poder y tú seguirías en tu invidente paraíso en el que ayudas a todos y ninguno queda protegido.

Escupo sobre tu falaz misericordia. Estuve preparándome tanto tiempo, analizando todas y cada una de las variables que podrían aparecer y obstaculizarme mi misión, y tú lo has facilitado y a la vez destrozado, viéndolo desde el punto de vista de mi entusiasmo.

Pero qué le voy a hacer. Apostaría que incluso has seguido leyendo porque aún ni sabes quién es este tramposo que ha conseguido engañarte con tanta astucia. Aunque tampoco fue para tanto. Viniendo del Paraverso, siendo la raíz de la discordia del lugar, no me resultó complicado dar forma humanoide al polvo fúnebre del suelo y dotarlo de cierta autonomía. Después de todo, ya me conociste una vez por mi facilidad en la «transferencia de esencias». El resto fue puro instinto, a expensas de la medida que tomarías para remediar el inexistente problema que se te avecinaba.

A estas alturas ya habré logrado establecer una conexión entre las cosechas que has recolectado (las falsas) y la Oscuridad. Sí, sí, permíteme que me ría, pero estás en lo cierto. Has sido tú mismo el que ha hecho realidad tanta locura y caos.

¿Qué puedes hacer entonces? Afrontar lo que te aguarda y nada más. Tampoco es necesario que te enfurezcas ni nada por el estilo. No es por ser soberbio, pero, hay que admitirlo, las cosas como son, nunca hubieras podido restablecer nada de lo que he alterado. Asimismo, olvídate de darme muerte, ya se lo dije hace tiempo a mi gran «amigo» Álex: yo no puedo morir.

Por cierto, una pregunta, ¿cuánto es 66 + 6?"

jueves, 27 de febrero de 2014

Microdemencia: Inverosímil

-Bueno, comencemos por lo básico. ¿Qué le ha hecho considerar que necesita una citación periódica con un psicólogo?

-Yo no he considerado nada. He venido obligada.

-De acuerdo. ¿Usted piensa que todo va bien, que no requiere ayuda de ningún tipo?

-Mire. Mejor vamos a dejar las cosas claras desde el principio. Hace tiempo estudié un postgrado de psicosociales. Sé a la perfección los procedimientos que hay que realizar en aquellas personas que… ¿cómo los describís? Ah, ya recuerdo… que no son conscientes de su trastorno mental. Vas a emprender un breve cuestionario que te encaminará a una serie de preguntas más concretas con la finalidad de que abra los ojos ante mi “enfermedad”.

-Está bien, me alegra que esté conversando con una persona que ha estudiado psicología. Pero ya le digo que esa no era mi intención. Esta es la primera sesión, imagino que se sentirá incómoda al venir aquí para que le curen algo inexistente. Por eso, me parece que lo mejor será hablar. Vamos a estar una hora aquí, ¿no cree que al menos una charla amenizaría esto?

-Si usted lo dice…

-Muy bien. A ver, ignore que esto es una consulta. Piense que está contándole a un amigo la razón por la que la han enviado aquí. Tal vez ese amigo pueda enfocar el asunto de tal forma que le ayude.

-Lo único que me ayudaría sería un papel en el que pusiera que soy una persona normal y corriente como el resto. ¿O es que pensar diferente ahora es síntoma de locura?

-¿A qué quiere referirse con diferente?

-Bah… me rindo. Será mejor acabar con esto cuanto antes… Verá, desde hace un lustro aproximadamente abandoné una medicación que tenía para la depresión. Parece irónico, pero, al tomarla, era como si mi depresión aumentara… Básicamente porque mis instintos suicidas eran mayores, llegando incluso a estar un par de veces hospitalizada por esta misma razón.

-¿Y cuando se retiraron los antidepresivos se sintió mejor?

-Así fue. A veces tengo ciertas recaídas y, para qué negarlo, me vienen pequeños impulsos que me incitan a quitarme la vida. No obstante, estoy muchísimo mejor sin esas drogas que con ellas.

-Eso es fantástico. Yo soy de esos que piensa que, si tu cuerpo puede arreglárselas sin un excesivo número de fármacos, es mucho más beneficioso que estar cada día consumiendo píldoras mañana y noche. Por cierto, ¿sería molestia si le pregunto cuál fue la razón de que fuera recetada con antidepresivos? ¿Era depresión mayor?

-Los tomaba desde que era una niña. Por esa época también me habían recetado ansiolíticos y neurolépticos, aunque estos me los retiró el propio médico con la mayoría de edad. Sin embargo, se negó a dejarme sin antidepresivos. Todo este mejunje se debía a un diagnóstico incongruente. Fui a decenas de psiquiatras y todos coincidían en que mi visión del mundo era una distorsión creada por culpa de mi apetencia por el aislamiento social.

-Me encantaría que me describiera esa supuesta distorsión, si no se siente incómoda, por supuesto.

-Para nada. Aunque primero tengo que dejar una cosa clara: yo estaba completamente de acuerdo con esos loqueros en lo referente a mi aislamiento. Hubo unos años en los que hasta pensaba que de verdad tenía algún trastorno. Es bien sabido que, normalmente, los niños y las niñas que se encuentran en soledad, en su necesidad de hablar con alguien, crean amistades imaginarias que son tan visibles para ellos y ellas como lo es un árbol o una nube.

-Pero creciste y esas “amistades imaginarias” no desaparecieron, ¿cierto?

-Eso es. Cada día, desde hace veintidós años, me ha estado acompañando una de estas amistades. Se van cambiando conforme la semana avanza. Mi favorita es la de los martes. Lleva una gran armadura electrónica y nos divertimos mucho haciendo trastadas en las tiendas de informática. Pero eso no significa que el resto no me caigan fenomenal.

-Y una pregunta, ¿esas amistades siempre han tenido una apariencia adulta o han crecido con usted? Quiero decir, ¿también eran infantes cuando usted era pequeña?

-¡Claro que sí! Son seres vivos como nosotros, si no hubieran sido niños en esa época, entonces ahora serían ancianos. Es pura lógica biológica.

-Entienda, haciendo un inciso, que no es muy habitual que una persona reciba una visita diaria de unos seres que sólo puede ver ella sola. A lo mejor por eso han pensado que debía hablar conmigo.

-Oh, pero eso tiene una explicación. No es que las demás personas no puedan verles, sino que no ponen empeño. Por eso afirmo que mi visión del mundo no es que esté distorsionada, lo que pasa es que mi inteligencia visual está más evolucionada y puedo interactuar con habitantes de otras dimensiones… Usted es de ciencias, no puede negar que la existencia de más dimensiones, ajenas a la nuestra, es real.

-Bueno… estudié ciertas teorías que hablaban acerca de ello, aunque sus conclusiones no se regían mucho por el empirismo convencional. De todas formas, si todo se debe a que los demás no ponemos empeño, ¿podría enseñarme a tratar de ver al amigo que le acompaña hoy?

-Puede resultar complicado detectar al de los miércoles. De los siete él es el único que es invisible. Me costó darme cuenta de su presencia, incluso creí que a mitad de la semana me abandonaban para descansar. Sin embargo, aunque sea muy apacible y parezca casi inexistente, él es muy atento y sabe escuchar. ¿Quiere notar su presencia?

-Me encantaría.

-De acuerdo. Necesito que deje de respirar cuando yo le diga. Ha de calmarse y concentrarse. No hace falta que cierre los ojos, solo quédese tranquilo. Sabrá cuándo él está cerca de usted, pero no le voy a decir lo que va a hacer, porque si no, pensaría que es un simple truco mental.

-Ok. Estoy listo.

-Vale, aguante la respiración… ahora. Bien, siga así… Saile, ve con él.

-No puede ser –respondió abriendo los ojos de inmediato–.

-¿Ve? Yo no he hecho nada, sólo le dije a Saile que improvisara. Por lo que veo le agrada acariciarle su cabello.

-Esto debe ser una broma…

-Vaya, así que no me ha creído en ningún momento y sólo ha fingido que me comprendía. Qué extraño… Usted no se diferencia en nada de los demás loqueros.

-Que no, es que… Por Dios, ¡ha de admitir que esto no pasa diariamente!

-No hay peros que valgan. Ya sufre Saile siendo invisible como para que usted se mofe y diga que no existe, que es irreal. ¿Sabe que hace un par de años atrás descubrimos una forma muy sencilla de poder visualizar su cuerpo?

-¿Qué… qué forma…?

-Cubrirse con algún líquido o tinte. Tan simple como eso. A lo mejor si Saile lo hace, usted ya acepte la realidad.

-¿Y de dónde piensa sacar suficiente líquido como para hacerlo?

-Bueno… sus cinco litros bastarán.

-¿¡Cómo dice!? ¡Definitivamente no está cuerda! Si me mata y declara que lo hizo un ser invisible, la encerrarán en un manicomio, ¡la tomarán por una loca!

-Llevo siendo acusada de eso casi toda mi vida. Irrelevante. Saile, procede.

Microdemencia: Nihilista

Este lugar es muy repetitivo. Su extensión creo que llega a ser infinita. He caminado mucho tiempo en una dirección y parece no tener límites. Tampoco, por mucho que camine, regreso a un mismo punto, así que descarto la posibilidad de que me halle en una esfera, más bien se asemeja a un plano de dimensiones gigantescas.

Todo está oscuro, aunque es una negrura muy peculiar. No es ausencia de luz, sino un brillo vacío, como un foco azabache que alcanza toda la extensión del terreno. Hay tonalidades distintas, por lo que no tengo dificultad alguna para poder visualizar mi entorno. A veces incluso se fusionan distintas intensidades de oscuridad y se forman preciosos bailes umbríos que armonizan este silencio sepulcral.

Aunque, eso sí, puede que mis ojos estén bien, pero mis oídos, sin apenas utilidad, se encuentran ya al borde de la atrofia. No son capaces de captar nada. Y podría entrenarlos mediante mi habla si no fuera porque, desgraciadamente, en el medio en el que me encuentro el sonido no brota de mi boca.

Admito que sin voz y sin escucha esto puede parecer un sufrimiento. Bueno, en gran parte, antes lo era. No sé cuánto llevo exactamente aquí, si es que acaso hubo algún momento en el que vine y no es que esté desde el principio de los tiempos. Sea como sea, mi melancolía se fue a otra parte cuando me encontré, en una de esas infinitas caminatas que hacía rutinariamente, una singular canica de un tamaño curiosamente diminuto, tanto era así que, si no fuera por su color blanco, el cual contrastaba sobremanera con el entorno, ya la habría perdido hace muchísimo tiempo atrás.

De vez en cuando, al igual que la penumbra del lugar, sus tonalidades blanquecinas van variando. Con asiduidad me la acerco a los ojos para poder apreciarla con más detalle. Juraría que a veces veo destellos y explosiones en su interior. ¿Habrá algo dentro de ella?

Sin embargo, no sólo me fascina lo que puedo ver en ella, sino lo que puedo percibir cuando la toco. Muchas veces la coloco en mi puño y me dejo llevar. Me transmite una sensación muy apacible. Pero lo mejor viene cuando hago esto mientras duermo. Antaño, cuando no tenía esta canica, para mí dormir era como recrear una imagen mental de un muro oscuro. Sin embargo, ahora, parece que me otorga algo de su magia y hace que me adentre en mundos de fantasía, con luz y más vida además de la mía. Me dio la capacidad de soñar, y por ello le estaré eternamente agradecida a esta minúscula esfera tan increíble.

Desde luego, en su interior debe encontrarse el paraíso. Corro el riesgo de romperla y matar el único objeto que destaca en este frívolo ambiente. Si por mí fuera, dejaría las cosas como están, pero, cuanto más reposa en mis manos, más grande es el afán que surge dentro de mí por investigar su naturaleza, como si fuera la propia canica quien quisiera que rompiera su cáscara.

Le di muchas vueltas, estuve reflexionando, analizando pros y contras, estudiando la probabilidad de éxito. Finalmente opté por abrirla. En el caso de que todo saliera mal y la destruyera, podría emprender otra odisea por estas tierras en busca de otra canica. Sería extraño que fuera la única. Si es que ni siquiera sé cómo apareció y por qué…

Pero eso ya lo investigaré otro día. Hoy tengo que centrarme en lo que me concierne. La levanto, yace en la palma de mi mano izquierda. La observo detenidamente. Sus brillos están más alterados que de costumbre. Alzo la otra mano, con el puño cerrado, apunto bien, cierro los ojos para que el arrepentimiento no me frene y la aplasto con fuerza.

Me esperaba cualquier cosa menos esto. Surge una gran explosión que libera de inmediato una gran cantidad de materia. Espirales lumínicas; polvos de colores, nubes violetas, rojizas, verdes, de todos los colores; esferas brillantes similares a mi canica y muchos más objetos que se van esparciendo por la negrura en milésimas de segundos.

Ahora lo entiendo, la canica estaba viva, pero cautiva en su propio interior, y lo que me pedía era que rompiera la carcasa para que pudiera “estirar las piernas”. ¿La recompensa? Ha hecho que mi vida tenga ahora un sentido. Ya no tendré la monotonía inacabable de vagar hacia ningún sitio y suspirar sin nada más que hacer.

Creo que esto va a entretenerme durante mucho tiempo. Tendré que retocar aquí y allá, moldear imperfecciones y, sobre todo, disfrutar de su compañía. De momento le pondré un nombre provisional… ¡Ya sé!

Se llamará Universo.

Microdemencia: Finiquito

Me ponía completamente furioso cuando escuchaba en algún sitio que llegaría un momento en el que la ciencia haría que los seres humanos fuésemos prácticamente inmortales. Me resultaba repugnante saber que esta era una de las metas de nuestra especie. Y, antes de que me contradiga el “sabio” de turno, me gustaría aclarar que sé perfectamente de lo que hablo: yo era inmortal.

Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a algún médico para que este concretase la causa de mi peculiaridad. Nací en el siglo XVI, en el año 1540, en una humilde casa de una pequeña villa del norte de la actual España. Ya no recuerdo gran cosa de mis primeras andanzas por el mundo. Si a una persona normal, de unos cuarenta años, le cuesta recordar lo que hacía con diez años, imaginadme a mí, que han pasado casi cinco siglos.

En 1560 mi crecimiento, y, en consecuencia, envejecimiento, se redujo drásticamente, para que, diez años después, se parase en seco, manteniéndome hasta la actualidad con una infinita apariencia de treintañero. Al principio pensé que era un juvenilismo muy prominente, pero, cuando llegó el año 1630, ya con una edad de noventa y sin una arruga alguna, con la tez igual de tersa que cualquier otro joven, empecé a sospechar que era poseedor de algún tipo de bendición.

Hasta entonces fui precavido. Ser inmortal no te hace “indescuartizable”. Me di cuenta de ello más o menos por el siglo XIX, cuando mi comportamiento incauto fue la causa de perder mi anular derecho en un accidente laboral. Iluso de mí, estuve semanas pensando que sería cuestión de tiempo que creciera mi dedo, pero eso nunca sucedió. Había escarmentado bien, debería estar atento de que mi cabeza se mantuviera en todo momento pegada a mi cuello.

Era entretenido, por qué mentir. Fui bastante famoso durante un tiempo como “aquel hombre eternamente joven”. No obstante, eso me cansó rápidamente y fingí mi muerte para desaparecer un tiempo entre las maravillosas tierras asiáticas. Después emprendí cientos de viajes por alta mar. Ah, se me olvidó mencionar que, tras varios experimentos por mi cuenta y ciertos sucesos fortuitos, comprobé que era invulnerable tanto a las enfermedades letales como a la muerte por asfixia o ahogamiento. Con esto último quedaba claro que mi inmortalidad trascendía a algo más que una pausa de mi desarrollo celular. ¿Qué era, entonces? Para qué pararse a investigarlo si podía disfrutarlo.

Pero llegó un momento de excesivo hastío. Pronto iba a cumplir medio milenio y, la verdad, echando una mirada retrospectiva a la humanidad para compararla con su estado en el siglo XXI, no había ido la cosa a mejor. A ver, me explicaré. Lo divertido de la inmortalidad era que no tenía que preocuparme por si no estaba vivo para ver X avance tecnológico, yo había visto caer en el olvido artilugios que no tuvieron éxito y salir a la luz otros muchos de los que ni siquiera se esperaba su aparición. En ese aspecto era una ventaja lo que tenía, pero vivir en un mundo infecto también deja mella.

El ser humano, en su conjunto, estaba envejeciendo, y no en el sentido biológico de la palabra, sino en el socioantropológico. Se degradaba a sí mismo. No era por presumir, pero había sido una verdadera suerte para el planeta que este don cayese en una persona como yo. No era un santo, pero tampoco es que fuera el máximo verdugo de la Inquisición, simplemente vivía y dejaba vivir.

Sin embargo, ¿qué pasará cuando la ciencia consiga dar con la fórmula de la inmortalidad? ¿Cuántos tiranos vivirían eternamente, pudiendo solo fallecer por asesinato? No me agradaba quedarme a verlo, era el único descubrimiento en el que no quería, ni por toda la riqueza del mundo, estar presente.

Así que tomé cartas en el asunto e inicié lo que denominé “etapa oscura”. No duró mucho, aunque tuvo sus momentos cómicos. Este periodo de mi vida consistió, en pocas palabras, en encontrar una forma de suicidarme que fuera efectiva. Desde el primer momento quedó descartada la idea de la decapitación, pues no estaba seguro de si mi cabeza iba a seguir con vida.

Intenté varios métodos. Los que más me sorprendieron fueron los desangramientos. Mi cuerpo podía mantenerse vivo pese a que vaciase en un cubo mis cinco litros de sangre… Esto ya sobrepasaba la ciencia-ficción. Asimismo, probé lanzándome a la carretera para que me atropellaran o saltando desde rascacielos, pero nada de eso me mataba, si acaso me rompía algún hueso y poco más. Desistí ante el riesgo de quedarme tetrapléjico o algo peor. Si eso me hubiera sucedido, lo hubiera pasado muy mal para explicar a alguien que mi eutanasia debía cumplir ciertas condiciones…

Al final tuve que recurrir al comodín. Trabajaba en un matadero, era de los pocos campos laborales que aún me faltaba por experimentar. Dentro del edificio había una gran máquina que trituraba la carne, con huesos incluidos. Sí, podía ser algo demasiado grotesco, pero ya no sabía qué hacer, por lo que, sin dar rodeos, me subí a la cinta transportadora y me tumbé con la cabeza en dirección a la picadora.

Funcionó gratamente bien. De hecho, aún recuerdo las últimas palabras que dije antes de que las cuchillas convirtiesen mi cráneo en picadillo.

“Si esto no acaba conmigo, entonces me doy por vencido.”

Microdemencia: Digestión

Pretendíamos, mis nueve amigos y yo, realizar una excursión a la nieve. Contratamos a un piloto para que nos llevara al pequeño aeropuerto situado entre la cadena montañosa con la intención de ahorrar tiempo de transporte.

Sin embargo, esto fue una mala opción. Al parecer, el piloto no estaba muy habituado a este tipo de viajes. La niebla lo dificultó todo y, antes de que nos diésemos cuenta, una de las alas había quedado destrozada a causa de un intento fallido por evitar colisionar contra el pico de una montaña. A los pocos segundos habíamos impactado contra el nevado suelo. Todos salimos con heridas medianamente leves, excepto un fallecido: el piloto.

Cuando nos recuperamos de las magulladuras regresamos a los escombros para buscar algo de utilidad. La caja con los alimentos, desgraciadamente, no había sobrevivido al viaje; el lugar donde se encontraba estaba completamente calcinado. Además de ello, tampoco hallamos ningún dispositivo de comunicación que no hubiera sufrido daños. Esperar a que la suerte estuviera de nuestra parte era lo único que podíamos hacer, aparte de mantenernos calientes y con fuerzas.

Transcurrió una semana y no había ningún indicio de que estuvieran rastreándonos. Podíamos saciar la sed con la nieve del lugar, pero no había forma alguna de aplacar nuestra hambre. Fue entonces cuando a uno del grupo se le ocurrió una macabra, y, sin embargo, racional, idea para sobrevivir: el canibalismo.

Al principio el resto nos opusimos con firmeza, pero él, muy detenidamente y con calma, explicó que analizando nuestra situación sólo había dos salidas. La primera era obviar el canibalismo y aguardar a la muerte, la cual se toparía con nueve cadáveres refrigerados. La otra opción era recurrir cada dos semanas a un “juego” en el que había que elegir unas cuerdas que había encontrado en el avión. El que sacara la cuerda más corta debería sacrificarse y no comer hasta morir, para así formar parte del alimento que mantendría con vida al resto.

Explicado así algo fallaba. Lo de las cuerdas podía aplicarse una vez tuviésemos alimento, pero ¿qué comida iba a entrar en juego en la primera “ronda” si no había nada? Ahí fue cuando su determinación nos dejó atónitos. No tardó ni un segundo en señalar hacia el avión, justo donde se encontraba el gélido cuerpo del piloto. Jugaríamos a la cuerda más corta, y el que la sacara no podría comerse su carne.

Angustiados por la muerte, el azar nos parecía una salida viable para sobrevivir. Acordamos que, pasara lo que pasara, todos aceptaríamos el resultado. Fue horrible ver las caras de los desafortunados cada vez que tocaba seleccionar el próximo muerto.

Cada dos semanas alguien era sentenciado por un insignificante trozo de cuerda. No obstante, los demás, aunque alimentándonos, nos nutríamos de manera deficiente, y, por mucha carne que pudiésemos consumir, cuya ración individual aumentaba conforme pasaba el tiempo, no se podía evitar el debilitamiento que teníamos.

En cambio, había alguien que parecía igual de sano que el mismo día del accidente. Era, precisamente, aquel que ideó esto del canibalismo. Era mi amigo, sí, pero eso no impedía que sospechara que algo raro ocurría, ¿o acaso su metabolismo le proporcionaba una absorción más eficaz de los nutrientes que consumía?

Éramos ya solamente él y yo cuando vimos un helicóptero sobrevolar la zona. Nos habían divisado. Un megáfono resonó. Afirmaban que en cuestión de un día nos sacarían de allí. Habíamos conseguido sobrevivir después de los meses de pesadilla que habíamos vivido. Nunca se me quitaría el sabor de sus cadáveres en mi boca… Esa experiencia quedaría en mis memorias para siempre… imborrable.

Pero aún tenía una espina clavada. A pesar del inminente rescate, quería llegar al quid de la cuestión con respecto a la vitalidad de mi compañero. Había llegado a la conclusión de que su truco lo ponía en marcha por la noche, cuando los demás, ahora solo yo, dormíamos. Así que fue tan fácil como hacerle creer que estaba plácidamente dormido.

Le vi dirigirse a un pequeño montículo y remover el terreno para sacar algo. Después me dio la espalda, por lo que no pude ver el resto. No obstante, con eso me era suficiente. Aguanté un par de horas, ya una vez había vuelto a su saco, hasta comprobar que ya no estaba despierto y me dirigí al montículo.

Escarbé en la nieve. Mis sospechas se confirmaron. La caja de alimentos no se había carbonizado, sino que él la había escondido. No quedaban muchos productos, por lo que seguramente, además de la carne humana, había estado recurriendo a esta nevera cuando le aumentaba el apetito… Tenía que hablarle muy seriamente; esta acción, indirectamente, había provocado, o acelerado a lo sumo, la defunción de ocho personas. Me aproximé a su saco de dormir y le desperté, de mal humor.

-¡Por eso eres el único que aún no está débil! –aseguré sosteniendo en mi mano una lata de melocotones en almíbar–. ¿Por qué escondías estos víveres? Podríamos haber aplazado el canibalismo…

-Eso hubiera estado muy mal –afirmó con altivez–. ¿Para qué iba a ofreceros alimentos? Eso os mantendría con vida, y a mí lo que me interesaba era mataros por inanición.

-Tío… ¿qué estás diciendo? Te… te está afectando este aislamiento… sí, debe ser eso.

-Mi dieta se ha basado principalmente en azúcares. Mi cerebro sigue completamente funcional. Sé lo que digo, pero me parece que tú no sabes quién soy. Recuerda, camarada, recuerda… Todas esas veces que lamía con placer la sangre de mis heridas, mi apetencia por la carne extremadamente cruda, mis mordiscos “de broma”…


-Quieres decir que…

-Eres la última persona que queda, y ya no puedo contenerme más. Vendrán a rescatarnos pronto y, al parecer, mis cálculos han resultado erróneos. Tu tejido graso te ha mantenido con energía más tiempo del que creía… Somos amigos, al fin y al cabo. Tenía planeado esperar a que tú por tu cuenta te murieses, pero… las cosas han cambiado. He de poner ciertas medidas en práctica…

-Espera, espera… ya has devorado a ocho personas. Por favor… Deja ese pico en el suelo… No… ¡No! ¡NO!

-No veo el momento de hincarte el diente.

Microdemencia: Fuego

Yo era la típica persona que antes creía férreamente que tras la muerte te desvanecías y te embarcabas en un mundo vacío, oscuro, ausente del todo, repleto de la nada. Es decir, que la vida post mortem era tan real como los seres orgánicos basados en el livermorio.

Pero eso era así hasta el día de mi muerte, cuyo acontecimiento sucedió ayer mismo. Mi corazón no aguantó un cuarto infarto, y por ello me encuentro sobre una mesa metálica, a la espera de los preparativos para mi entierro.

¿Cómo es posible que sepa esto? También me pregunté lo mismo cuando todo se oscureció ante mí, pero la audición, el olfato y el tacto se mantenían activos… De entre todas las teorías que existen con respecto a lo que ocurre después de la muerte, se tuvo que cumplir una de las más aterradoras, al menos según mi opinión…

Veréis, esto es digno de una película de terror, esas en las que aparece un cadáver en la morgue y es consciente durante todo momento de las prácticas forenses que se hacen en su cuerpo.  Esas películas eran realmente angustiosas y deseaba con todas mis fuerzas que solamente fuera mera ficción. Por desgracia, como podéis comprobar, es la cruda realidad.

Parece que las constantes vitales se mantienen en una escala imperceptible para el ser humano, pero lo suficientemente potentes como para permitir que te percates de lo que te rodea, a excepción de la vista, la cual, seguramente si no fuera por la imposibilidad de abrir los párpados, tampoco estaría inutilizada.

De todas formas, lo prefiero así. Dentro de lo que cabe he tenido suerte. No me han abierto el tórax ni nada por el estilo, y tampoco han decidido abrirme los ojos en ningún momento. Suena estúpido, pero prefiero que lo que tenga que pasar me pille desprevenida. Creo que me pondría más nerviosa si viera un bisturí que si sólo lo notara cortándome la piel.

Por ahora todo marcha bien. Acaban de venir mis familiares. Probablemente ya esté en el velatorio. Me entristece escucharles llorar, algunas de sus lágrimas caen sobre mi frente, son cálidas… Algunos hablan entre ellos con un señor cuya voz jamás oí antes, así que me imagino que será el de la funeraria…

Un momento, eso me recuerda que yo dejé una especie de testamento para aclarar lo que quería que se hiciera con mi cadáver. Y me parece que estoy empezando a arrepentirme de ello. Si alguien aún no sabe por dónde van los tiros, servirá de pista la afirmación de que ser quemado vivo es una, si no la primera, de las muertes más dolorosas… ¡Bingo! Dije que se me incinerara.

Mierda… no había caído en eso. He estado alabando la suerte que he tenido durante todo el proceso tanatopráctico y no me he parado a pensar en lo que viene a continuación… Me imagino que, si mi tacto ha podido percibir hasta minúsculas gotas de agua salina, no tendrá problemas para enviarme con gusto toda la información que capte de la cremación. ¿Y ahora qué hago?

Pues no me queda otra. Estoy cautiva en mi propio cuerpo, traicionada por el mismo, sin alternativa alguna de evasión. Por más que lo intente no puedo mover ningún músculo, y la posibilidad de que alguien de mi familia tenga un momento de loca lucidez y proponga el embalsamiento es casi remota. No obstante, tarde o temprano tendré que afrontarlo, es inevitable, mi cerebro se descompondrá y con él se irá mi consciencia, mi yo intrínseco. Nunca tuve miedo a la muerte, pero este trámite antes de la verdadera muerte está apabullándome. Parece un castigo divino por mi condición humana y, por ende, carroñera.

Me mueven, otra mesa fría, pero esta temperatura se contrarresta con el calor del ambiente. No cabe duda, estoy justo al lado del horno crematorio. Suena irónico, pero en este instante preferiría mil veces haber muerto quemada, al menos así no tendría que pasar ahora por esto… ¿Durará mucho la tortura?

Deslizan mi cama con un fuerte golpe. Comienzo a sentir las primeras abrasiones. Flamas aquí y allá, escucho su danza mortífera. El humo se me introduce por la nariz, huelo mi propia carne chamuscándose. Pero todo eso pasa a un segundo plano cuando el agua de mi cuerpo se evapora y ya no hay nada que descienda el efecto crematorio… Es indescriptible, no puede compararse a ninguna de las quemaduras que sufrí durante mi vida. Un millón de punciones incandescentes se clavan en mi cuerpo. Mis globos oculares se funden, la piel desaparece y los huesos ceden, mis órganos internos se atrofian y ennegrecen, mi sistema nervioso no da abasto y mi líquido cefalorraquídeo hierve. Muero por segunda vez.  

Aunque claro, si para mí esto está siendo un Infierno interminable… no me gustaría estar en el pellejo de los desdichados que son enterrados, que lenta y agónicamente serán devorados por cientos de descomponedores.

Microdemencia: Suturas

-Pido perdón de antemano por las injurias que pueda cometer sobre su alma.

La misma frase hipócrita que me despertaba todos los días… Abría los ojos. Permanecía en el lugar de siempre. Las palmas de mis manos seguían atravesadas por dos gruesos clavos que me sujetaban en la pared más cercana al suelo, mientras que mis tobillos se mantenían en carne viva por las constantes rozaduras con esos grilletes oxidados, cuyas cadenas llegaban al techo.

Oh, lo siento. Posiblemente hayáis imaginado algo que no es. Con esa descripción me habréis imaginado cabeza abajo. Ojalá fuera así, de esa forma hubiera tenido la suerte de que, con el acúmulo de sangre en ella, me hubiera estallado una arteria y una hemorragia craneal me hubiera liberado de este calvario.

Me explicaré mejor. Es sencillo, simplemente tenéis que colocar las piernas donde estarían los brazos y viceversa. ¿Una mutación? No, más bien un demente que tuvo la genial idea de escoger a su vecino de al lado para poner a prueba sus mediocres técnicas médico-quirúrgicas.

Recuerdo la vez que vi, no sé dónde, a una mujer a la que le hicieron esto mismo. Se me encogió el corazón. No me hacía a la idea de que a alguien se le hubiera pasado por la mente acto tan macabro. Sin embargo, ahí estaba yo, con un intercambio de miembros cuyo proceso de amputación y reinserción fue algo en donde el adjetivo doloroso se quedaba extremadamente corto.

Cada día la sesión de quirófano ofrecía algo distinto, pese a la semejanza ponzoñosa de las intervenciones. Apenas tenía ya nervios funcionales, la mayoría había colapsado por la ingente información que se enviaba a mi encéfalo. Había superado el umbral del dolor tantas veces que apostaría que, si una motosierra me cortaba por la mitad, ni lo sentiría…

Para mí esto suponía una ventaja a la hora de afrontar mi letal rutina. Pero se veía que al cirujano eso le incomodaba. Tal vez por eso le despidieron. En mi vida había visto un profesional sanitario que, en vez de desear que su paciente no sufriera, ansiase todo lo contrario.

Yo, inocente, consciente de ello, fingía que me dolía, gritaba para que se pensase que con eso era suficiente. No obstante, sin saber cómo, él se percataba a menudo de que pretendía engañarle, así que abría partes de mi cuerpo donde se hallaban nervios importantes, aún intactos, sin que sus repulsivas y endemoniadas manos los hubieran punzado antes, y los retorcía con malicia para que me agitara ante tan intensa agonía.

Así era siempre… La noche llegaba y la Luna emergía en la oscuridad. La observaba desde un pequeño ventanal, rezándola, suplicándola, anhelando que todo acabara lo antes posible… Mis fuerzas se habían derretido sobre un plato de porcelana fabricado con los fragmentos cristalizados de mi corazón, cuyos latidos, casi imperceptibles, eran quejidos que dejaban escapar en pequeñas dosis mi esencia vital.

Ya no tenía voz que emitir, lágrimas que derramar, tacto que sentir… Me había convertido en un saco de carne para su total uso y disfrute… Un saco de carne vivo al que las horas le parecían eones y cuyo sufrimiento trascendía a una escala sobrehumana…

Finalmente, un día, uno en el que ni siquiera me despertó con esa frase que me ponía tan irascible, se acercó a mí con un extraño rostro apenado. ¿Sentía pena por mí después de todo lo que me había torturado? Su locura había implosionado y había triturado su cerebro, no había otra opción. Me revolví, asustado por lo que iba a hacerme, sin embargo, no portaba en su mano ningún instrumento horripilante. Colocó las manos sobre mis “muslos-brazos” y agachó la cabeza. Juraría que hasta se le escapó alguna que otra lágrima. Inspiró una gran bocanada de aire y me habló. Tras tantos meses de completa ignorancia hacia mis plegarias, al fin daba señales de que sabía a la perfección que estaba vivo y sufría, aunque eso no auguraba nada bueno.

-Me apena tener que decirte esto, pero ya no puedo hacer nada más contigo. Te he cosido tantas veces, he abierto en repetidas ocasiones el mismo epitelio que todavía ni había cicatrizado, he cambiado trozos de carne aquí y allá. Por desgracia, todas estas prácticas provocaban un desgaste en tu cuerpo…

-¿A… a qué te refieres? ¿Qué pretendes hacer?

-Llega un momento en todo juguete en el que ya, ni reparándolo, funciona como antes. Y es que no puedo hacer nada más al respecto, de verdad. Me temo que es el momento de cambiarte por otro. Tendré que quitarte las pilas y no reponerlas nunca más.

No sabía si gritar por mi inminente ejecución o suspirar aliviado, sabiendo que ya mi tortura llegaba a su fin… 

Microdemencia: Rift

Habían transcurridos varios meses desde aquel fenómeno inexplicable. Todos los medios de comunicación informaban a los ciudadanos sobre las noticias más frescas que salieran acerca de aquello. Miedo, conspiraciones, paranoias, ansiedad… un compendio de sentimientos emanaba en cada persona cuando echaba un vistazo al cielo

Una gran fisura había aparecido en mitad del cielo. Rodeaba por completo el planeta. Pasaba por Europa central, alcanzaba el Polo Norte, descendía por América, el Polo Sur y volvía a Europa. Un cinturón de caos sideral cuya visión, a pesar de la belleza de su imagen, te dejaba sin respiración ante la impresión de encontrarte en el mismísimo espacio, flotando en la nada.

Astrónomos de todo el globo estuvieron investigando sin cesar el origen de aquello, aunque sus resultados fueron frustrantemente inconcluyentes. Resaltaron que la fisura no correspondía a una imagen directa del Universo próximo, sino que pertenecía a una parte del espacio situada a años luz de la Tierra.

Estudios posteriores sugirieron que la razón más posible del fenómeno era una interactuación masiva entre un agujero negro y un agujero blanco conectados. ¿Qué son esos dos entes? El agujero negro es un vórtice que absorbe cualquier materia que pase cerca de él, luz inclusive. Cuanta más masa tenga, más capacidad de atracción tendrá, como el resto de astros. Mientras tanto, un agujero blanco es su némesis, expulsa cantidades colosales de materia al espacio.

Justo en este instante habrás pensado: ¿no es posible que lo que absorba el agujero negro sea escupido por el agujero blanco y ambos sean una especie de portales? Esta fue precisamente una de las teorías cuando se descubrió la existencia de los agujeros blancos. La gran incógnita de los agujeros negros era que a qué lugar enviaban lo que engullían, pues les parecía imposible que destruyeran de verdad la materia.

No se resolvió gran cosa. Sin embargo, con la aparición de esta fisura, las teorías de la interrelación entre agujeros blancos y negros se reforzaban. Los análisis de los espectros mostraban un movimiento intenso de materia que sólo podía ser arrastrada por un agujero negro. Pero, por otro lado, también se visualizaban otros movimientos espirales que detallaban una expansión acelerada, la cual podía deberse muy probablemente a la existencia de un agujero blanco.

¿Lo extraño de esto? Ambos movimientos estaban muy cercanos entre sí. Si tomábamos la sospecha de los agujeros como veraz, esto significaba que un agujero negro y otro blanco se habían aproximado lo suficiente como para interactuar y causar a posteriori esta catástrofe en potencia.

Para los astrofísicos y demás investigadores esto resultó ser la Piedra de Rosetta para muchas de las dudas acerca de estos entes. Para el resto de mortales significaba un vaticinio fatalista. Era sobrecogedor cuando el Sol pasaba por la fisura y este desaparecía. Teníamos eclipses diarios, también por la noche con la Luna. Y la cosa no se quedó en sólo unas pocas horas sin iluminación astral, la cosa fue a peor.

Una pequeña nebulosa comenzó a surgir en un punto cercano a Dinamarca. Su crecimiento aumentaba de manera exponencial. En cuestión de una semana ya había tapado todas las estrellas que podían observarse a través de la fisura y había cubierto más de la mitad de ella. Además de ello, su color fue tornándose más oscuro conforme su masa acrecentaba, a excepción de la parte central, en la región danesa, que adquiría un brillo característico de un cúmulo enérgico de varios megatones.

Nos mintieron… Los informativos, tan seguros de sí mismos con las pruebas científicas que las organizaciones aeroespaciales les daban, nos aseguraron que este cambio en el fenómeno no implicaba peligro alguno para nosotros y nuestro planeta; que, aunque aparentemente viéramos que la fisura se encontraba casi adherida a la atmósfera, esto no era sino una distorsión del continuum espacio-tiempo y en realidad se hallaba a muchos kilómetros de distancia.

Pero la verdad era otra muy distinta. Del cadáver de los dos agujeros se estaba formando, con los restos estelares, una vorágine aún mayor al otro lado de la fisura, con la consiguiente fuerza gravitatoria como para atrapar a la Tierra... Y así ocurrió. Poco a poco, sin que nadie nos lo dijera, los ciudadanos de a pie nos fuimos dando cuenta. Primero ascendieron pequeños objetos, muy ligeros, y cada vez la levitación hacia el cielo incluía objetos más pesados, llegando a subir hasta la fisura aviones, casas y hasta puentes gigantescos.

No pasó mucho tiempo desde estos indicios iniciales hasta la transformación de nuestro verdugo en un agujero negro supermasivo. Las evidencias obligaron a estas organizaciones a disculparse y confesar lo que pasaría en realidad. Aunque, llegados a este punto, en vistas de las asoladoras noticias, hubiera sido mejor que se hubieran callado… Porque nuestro final sería horripilante. La Tierra atravesaría la fisura y comenzaría a girar en el agujero hasta alcanzar el centro y ser devorado. Sin embargo, este proceso sería relativamente lento y desconcertante, ya que la absorción se haría poco a poco, “deshilachando” el planeta en una hebra de ínfimo grosor. Toda la materia quedaría así de moldeada, a la espera del apagón final…

Sólo nos quedaba cruzar los dedos para que este tipo de muerte no fuera doloroso… Aunque ni siquiera sabían si moriríamos realmente.

Microdemencia: Cadáver

Fueron días tristes para mí. Mi pequeña cobaya, mi gran compañera, Ninfa, había muerto…  Sufrió una fatídica enfermedad y, tras dos largos meses de puro sufrimiento e incertidumbre, no consiguió sobrevivir. Al menos murió de noche, mientras dormía, en la mullida colchoneta que había a los pies de mi cama.

Pensaba que todo había acabado, que nunca más volvería a verla correteando por el parqué de casa, que nunca más me despertarían sus bigotes haciéndome cosquillas en las mejillas, que nunca más escucharía su pequeña boca roer las hojas de lechuga…

Aunque estaba equivocado. Había una posibilidad de volver a vivir todo eso. No me refería a comprar una cobaya idéntica, sino a recurrir a las artes nigrománticas para darle vida a su carcasa exánime.

Una de mis amistades estaba un poco obsesionada con estos temas. Me sugirió que probase la nigromancia con Ninfa, asegurándome que, pese a ser casos muy aislados, ciertos conjuros podían de verdad levantar a los muertos. Asimismo, ella me dio la dirección de una biblioteca esotérica para que buscara el libro adecuado.

Sin perder ni un minuto me dirigí hacia allá. La bibliotecaria obviamente se reiría de mí si le preguntaba acerca de un libro con auténticos hechizos nigrománticos, así que tendría que buscar por mi cuenta.

Después de una hora de búsqueda exhaustiva, conseguí dar con uno que parecía fiable, además de antiguo. Abrí su polvorienta tapa y me dio la bienvenida un pentagrama de color rojo. Eché una ojeada por encima antes de llevármelo. Estaba bastante completo, con un índice elaborado y unas descripciones magníficamente detalladas. Era el apropiado, si este libro no podía resucita a Ninfa, ninguno lo haría.

El capítulo cinco se centraba en la nigromancia de animales domésticos. Seguí al pie de la letra las pautas a seguir y me concentré, visualicé a Ninfa con vida. El conjuro requería la voluntad plena del taumaturgo. Apreté mis puños con fuerza y pronuncié con decisión las cuatro estrofas que invocaban las energías oscuras.

Al acabar nada sucedió. Seguía sin moverse. Agaché la cabeza, percatado de la realidad, ¿de verdad pensé que iba a funcionar? Suspiré y metí todos los materiales en una bolsa. Sin embargo, cuando regresé para llevar a Ninfa a un mejor lugar de descanso, me sorprendí al no ver su cuerpo.

Un pequeño sonido apareció detrás de mí. Me giré y, boquiabierto, vi a Ninfa, respirando, moviendo su morro… Había vuelto a la vida. Había funcionado. Sé que parecía imposible, pero así había sido. Mis ganas de volver a verla le habían dado la suficiente potencia al conjuro como para que surtiera efecto.

No obstante, no todo fue como esperaba. Quizá es que una resurrección exitosa sólo podía ocurrir si se realizaba en un recién fallecido, no tengo ni idea. Simplemente sabía que Ninfa no era la de antes. Dejó de comer lechuga, ahora le atraía la carne. Se comportaba de una forma mucho más agresiva. Incluso a veces me daba pequeños mordiscos, aunque fuera muy de vez en cuando.

Su saña no conocía límites. Acrecentó hasta tal punto que un día se le cruzaron los cables por completo. Atacó a las mismas manos que la alimentaban. Ya no quería los chuletones de jugosa carne que le traía, quería algo que tuviera vida, que fuera difícil de cazar.

Me mordió con fuerza los dedos. No se había confundido, era totalmente consciente de lo que hacía. Pegué un fuerte grito de dolor. Ninfa saltó al suelo y se lanzó a por mi tobillo derecho. No cabía duda, pretendía matarme. Tendría que defenderme…

…pero me era imposible. Aunque no fuera la misma, su cuerpo seguía siendo el de Ninfa… No sería capaz de matarla, con sólo replantearme la idea a mi mente venían recuerdos de aquel día en el que falleció. No podría pasar otra vez por lo mismo. Lo único que podía hacer era defenderme y esperar a que se calmara.

Sin embargo, ella no pensaba parar hasta verme inerte. Se movía asombrosamente rápido, con una agilidad tremebunda. Tras varias intentonas de alcanzarme los pies, logró dar con el tendón de Aquiles derecho. Caí al suelo, y una vez allí me seccionó el otro tendón. Era astuta, así había conseguido inutilizarme las piernas.

Me rendí… Sé que suena absurdo y tal vez os riais de mí… Un cuarentón de metro noventa siendo vencido por un roedor de poco más de quince centímetros. Pero, entendedlo, ¿podríais acabar con la vida de un ser al que queréis, pese a que este ya no fuera el mismo y no os reconociera? Tendríais que ser muy fríos para hacerlo… Desgraciadamente mis venas no son de escarcha.

Cerré los ojos e intenté no prestar atención al dolor. Ninfa subió por mi cintura y se posó en mi abdomen. Comenzó a rasgar con sus dientes la piel y en cuestión de unos segundos ya estaba royendo mis intestinos. Sólo me quedaba esperar a que me quedara inconsciente o ella ascendiera al corazón, lo que ocurriera antes…

Jugué con la nigromancia. Y perdí.

Microdemencia: Futuro

Ya estábamos casi todos en el restaurante. Estaba realmente entusiasmado, hacía ya diez años que no veía a nadie de aquella clase de Segundo de Bachillerato de Ciencias, la clase B, siempre enemistada con los del A. Fue verdaderamente triste la despedida, nos esparcimos por el campus y los horarios impedían que la mayoría siguiésemos manteniendo el contacto, incluso algunos de marcharon a otras comunidades autónomas.

Como fuera, hoy no había motivo alguno para lamentarse, sino para saltar de júbilo. Cuando creíamos que nunca más volveríamos a vernos, nuestro antiguo delegado nos envió a todos y cada uno de nosotros un correo electrónico con la sorpresa de una reunión con los de la clase.

Finalmente llegaron los últimos, con un poco de tardanza, y pudimos sentarnos en las mesas para dar comienzo al banquete. Me moría de hambre, siendo un buffet ni siquiera había comido para poder amortizar el precio y comer todo lo que cupiera en mi estómago.

No obstante, antes, Rubén, el delegado, se subió a la tarima. Creo que no lo he mencionado. Aquel restaurante tenía la particularidad de que a veces hacía espectáculos, por lo que una de las zonas parecía un teatro. Lo mejor es que tras la cena podríamos divertirnos un rato subiendo a tal lugar. El restaurante, en su totalidad, estaba a nuestra disposición. Ventajas de hacer reservas.

Rubén se aclaró la garganta y habló por el micrófono. Quería agradecer a todos nuestra asistencia y desearnos mucha suerte en los proyectos que estuviésemos llevando a cabo. Añadió unas cuantas bromas para amenizar el discurso. Era fascinante, perfecto, acababa de empezar la reunión y todo marchaba genialmente bien. Tenía la impresión de que este día quedaría grabado como uno de los mejores recuerdos de mi vida…

Pero súbitamente todo cambió. La alegría fue absorbida por el pánico. El telón de detrás se movió e, inmediatamente después, del vientre del delegado surgió el filo ensangrentado de un machete. La muchedumbre enmudeció. Rubén quería emitir algún sonido, aunque fuera un grito, pero se atragantaba, la sangre refluía hasta su boca. A los pocos segundos, el asesino, que se ocultaba a sus espaldas, sacó el machete de la carne perforada y se mantuvo de pie, aguardando su presentación.

El cuerpo cayó y todos pudimos contemplarle. Nos habíamos olvidado por completo de aquel alumno. Siempre tan callado, reservado y aislado: Antonio. No dábamos crédito a lo que acababa de hacer. ¿Por qué había matado a Rubén? Él, aprovechando el shock, antes de que cundiera el horror, se aseguró de que todas las salidas estuvieran bloqueadas y, seguidamente, se explicó.

-El bicho raro… el solitario… el monstruo… el friki… el nerd… Una cantidad ingente de adjetivos circularon por las aulas durante los dos años que estuvimos juntos… Ninguno de ellos tuvo un carácter lejano al despectivo…

Pausó un momento para lanzar una daga en dirección a la frente de Marga, una de las compañeras que peor se portó con él, matándola al instante.

-Estaba cansado –continuó–. Me destrozasteis por dentro, mis ganas de vivir se esfumaron… Pero ese yo que moldeasteis con cada mofa murió el mismo día que nuestros caminos se separaron. No obstante, algo de su cadáver permaneció en mí: su resentimiento… Yo no he olvidado nada de lo que sucedió… Por el contrario, sé que vosotros sí lo habéis hecho…

En ese momento sacó un interruptor de su bolsillo e hizo que todas las luces se apagasen. Un sonido electrónico vino después. Era inconfundible, acababa de encender unas gafas de visión nocturna… Unos corrieron a ciegas, otros lloraron; yo, por mi parte, me quedé de pie, respiré hondo y esperé a que me diera el golpe de gracia. Era evidente, en el fondo estaba justificado lo que hacía, no debimos haberle tratado así… Pero ya era tarde para pedir disculpas, el daño ya se hizo. Además, sólo había que escuchar sus últimas palabras antes de iniciar la matanza. En ellas había dolor y rabia, era pura aflicción que ahora combatía a los monstruos que le atormentaron.

-Así que me encargaré de recordároslo.

Microdemencia: Producto

Demasiado aburrimiento. Los fines de semana ya no eran como antaño. Mis emocionantes actividades quedaban resumidas en sentarme delante del ordenador y visitar un sinfín de páginas de Internet. Leía foros repletos de ignorancia, miraba dibujos de artistas mediocres o mataba con memez el tiempo echando partidas de juegos flash.

Pero lo peor de todo era la infinita publicidad que aparecía por doquier. A su lado, los religiosos que llaman inesperadamente a tu puerta resultaban ser caricias angelicales para tu tranquilidad.

Mi atrofiada mano, que reposaba sobre un sucio ratón, se movía más para dirigir el cursor al botón de cierre de las ventanas de publicidad que para deslizar la flecha hacia páginas y enlaces de interés.

Sin embargo, ya se sabe que una de las reglas de marketing aboga por la repetición de la publicidad más que por la calidad del contenido. Esta regla me afectó cuando, después de cerrar casi cien veces una ventana, me percaté de que siempre hacía referencia a un mismo objeto.

Era una especie de figura de una cómica caricatura de una caja que tenía la tapa un poco levantada y por ella asomaban unos colmillos. Me resultó bastante graciosa, ese estilo de cosas siempre me ha ido. Consulté el precio. Bastante asequible para ser una figura de treinta centímetros. Con el IVA y los gastos de envío incluidos, todo quedaba por tan sólo 9,42 euros.

Me interesaba, no podía mentir, pero en parte también compré la figura con la intención de que el número de ventanas publicitarias descendiera un poco, al menos para tener un minuto seguido sin interrupciones desesperantes.

Transcurrió un mes y desistí de la espera. Menos mal que marqué la opción de cobro a contrareembolso. Supe que no debía fiarme de esas traicioneras páginas.

En cambio, como si Hermes hubiera escuchado mis pensamientos, el mismo día que andaba maldiciendo mi actitud confiada, llamaron a la puerta. Pregunté quién era. Al otro lado se encontraba el cartero, traía un paquete para mí de un tamaño considerable. No cabía duda, o era un explosivo o la figura.

Abrí y le di el dinero. Fui hacia mi habitación y arranqué descuidadamente el papel que la envolvía. Ahí estaba, mejor de lo que esperaba, con un acabado perfecto y de textura suave. Sus colmillos eran pálidamente verdosos. Si era lo que creía, sería fantástico. Y así fue. Pintura fosforescente. No veía el momento en el que se hiciera de noche y sus dientes relucieran en mitad de la oscuridad, sobre mi escritorio, expectantes, anhelando alcanzar una presa incauta. ¡Había sido una buena adquisición, después de todo!

Aunque más tarde me equivoqué… A partir de ese día, en posesión de aquella caja siniestra, mi suerte cambió bruscamente para mal. A pesar de mi rechazo a lo esotérico, no podía evitar creer que había una relación entre estos dos sucesos. Una cosa es tener una mala racha, y otra muy distinta era lo que me ocurría, que incluso en las actividades donde la posibilidad de errar es ínfima, casi de un 0,01%, yo metía la pata de una forma inaudita…

No obstante, el ser humano tiene la grandiosa habilidad de acostumbrarse incluso a los climas más desfavorecedores. Sí… tuve que hacerme a que mi vida ahora estuviera dominada por un pesimismo real donde hasta Murphy era una marioneta.

¿Deshacerme de la figura? Lo intenté. Y con ello quedó corroborada mi teoría de la relación objeto/suerte, pero esos días de descanso eran efímeros. No importaba lo que hiciera con ella, aunque fuera romperla en mil pedazos y desperdigar los fragmentos a lo largo de los contenedores de mi ciudad. Todo era en vano, la figuraba regresaba, sin saber cómo, al lugar de siempre, posicionada en el sitio exacto de la superficie de mi escritorio.

El tiempo lo empeoró. Ya no se conformaba con pequeñas dosis de mala suerte como suspender un examen o tropezarse por la calle. No, cada vez iba a más. Pillé incontables enfermedades y sufrí infinitos accidentes. La decrépita semilla del infortunio había eclosionado y entrelazaba sus espinas alrededor de mi salud… Pronto “eso” ocurriría.

Por fortuna, borré los recuerdos que tenía respecto al día en el que “fui asesinado”. Tenía una ligera idea de lo que sucedió, y con sólo tratar de recordarlo se me ponía la piel de gallina. Sería mejor dejarlo tal y como estaba… Al menos ahora ya no me acosaría aquel objeto demencial.

Pese a mi relativa salvación, tengo entendido que aún circula por manos de desdichados la susodicha figura maldita. Yo me podré haber librado, pero no peco de egocentrismo. Por favor, si te la encuentras o alguien insiste en regalártela, corre, corre lo más rápido que puedas e ignora todo lo que veas u oigas…

No te conviene correr mi misma suerte.

Microdemencia: Arritmia

No sé si era por la batería del reproductor de música, por un episodio acúfeno o por un fallo a la hora de descargar la canción alterándose parte de la melodía. Fuera como fuera es tarde para arreglarlo, ya he puesto rumbo al Instituto, así que he de conformarme con esta calidad.

Puedo ignorar la canción e ir escuchando otra, pero, siempre que conozco un tema musical nuevo, hago una especie de rito: durante un día entero, no importa dónde; en el ordenador, en la cadena de música, en el móvil o en el mp4; no escucho otra canción que no sea esa. Normalmente esto acaba mal y termino por odiarla, y a partir de ahí permanece en el principio de un listado cuyas canciones ya ignoro, también bautizado por un servidor como Lista de Reproducción de la Música Olvidada.

No obstante, me parece que tendré que estar mañana también con esta tradición, ya que algo no va bien. A mitad de la reproducción el sonido se distorsiona y varios susurros inentendibles escupen gritos e improperios macabros. Me hace gracia, es como esos vídeos de leyendas urbanas en las que un sonido infiltrado te suscita a cometer asesinatos o, más comúnmente, el suicidio.

Una lástima que esto sea el mundo real y lo único que cause esa anomalía sea incordio. Aunque seguramente sirva de entretenimiento durante la hora del bocadillo.

La sirena suena. Llego justo a tiempo. Me siento en mi pupitre y trato de atender a las clases mientras lucho contra mi cerebro, el cual se ve que no tiene otra cosa mejor que hacer que rememorar esos murmullos de antes. Aunque puedo sacar un beneficio de esto. Con las reiteradas rememoraciones, de entre todo el mensaje logro destacar dos líneas que con total certeza dicen lo siguiente:

Soledad… Sin nadie… No te salvarás…”

“La oscuridad te rodea… Tu luz se consume…”

Bonitas frases, muy esperanzadoras. Nota a mí: no volver a descargarme canciones desde un servidor externo. Claramente quien administrara el servidor modificó la canción antes de subirla a la nube de datos para asustar a quienes la descargaran. Aunque ingenioso, es patético.

El zumbido de la sirena retumba nuevamente. Es la cuarta vez. Hora de salir a estirar las piernas. Reúno a mis amigos y, uno a uno, les voy poniendo los auriculares para que escuchen la canción. Sin embargo, cuando ya todos la han oído, ninguno sabe qué decir. Increíblemente para mí, ellos no han percibido nada extraño, ningún susurro ni grito, sólo melodía.

Frunzo el ceño, ¿se habrá arreglado por sí sólo el error? Escucho la canción. Empiezo a inquietarme un poco. Yo sí que recibo esos mensajes, ahora levemente perturbadores. Con desconcierto, quiebro la regla del Instituto de no reproducir música mediante altavoces. Conecto un pequeño dispositivo que guardo en mi mochila al reproductor para que todos escuchemos la canción a la vez. En el caso de que me estén engañando seré capaz de detectar cualquier movimiento de sus musculaturas faciales. Pero no sé qué me alteraría más, el saber que se están burlando de mí o el ser de verdad la única persona que distingue los susurros.

Desgraciadamente para mí, y, muy probablemente, afortunadamente para ellos, la segunda opción fue la que se ha cumplido. Sólo yo oigo esas voces…

¡Se acabó! Esto requiere medidas extremas. Finjo encontrarme con un enorme dolor de barriga. A los diez minutos viene mi madre en coche y me lleva a casa. Espero a que sean las 12:30 para que se vaya a trabajar y así quedarme solamente yo en el hogar.

Una vez se despide de mí, rápidamente me descargo de otro lugar la misma canción. La introduzco en el reproductor de música y la escucho. No puede ser… ahí están otra vez… Necesito calmarme… espero que algo de E.S. Posthumus me ayude.

Sin embargo, esos murmullos trascienden a algo más que una sola canción… Se hallan en todas, y siempre aparecen a mitad de la reproducción. Comienzo a tener algo de miedo. ¿Y si los mensajes son de verdad? ¿Es paranoia, es demencia, es pura realidad? ¿Conviviré con ellos hasta que me muera? ¿Me dejarán en paz? Tantas preguntas y yo con una sola respuesta…

Que alguien me ayude, que sus voces cesen ya.

Microdemencia: Duelo

¡Él, sí, él también! Mi hacha se desliza sobre las comisuras de su boca. Su maxilar inferior se desprende y me doy un baño carmesí. Se lo merece.

Sí, todos lo merecen, es el destino que les depara, la fatalidad. Ninguno tiene un derecho mayor a continuar viviendo cuando el corazón de la persona más perfecta del mundo se ha parado en seco. No… Es suficiente con verles. Sonrientes, alegres, sin que les importe ni un ápice la tristeza de ese delicado cuerpo que duerme bajo tierra… ¡Lloverán mil muertes mientras mis manos sigan empuñando esta hacha!

La lluvia se mezcla con la sangre. Me depura, levanto el rostro y disfruto de este refrescante fenómeno. Después de tantos días sin precipitaciones es hasta un milagro que en el día de la masacre el cielo responda con un temporal grisáceo.

Tras la pausa prosigo. Toda la avenida está encharcada en sangre. Los cadáveres se amontonan en el pavimento y la hoja de mi hacha sigue aún hambrienta. Percibe a alguien, está escondido. Es un niño, tiene miedo. Me da igual, sigue siendo un ser que ha ignorado la defunción de la perfección. Ni siquiera pidió perdón por su comportamiento tan deshonroso. Levanto mi hacha, dispuesta a partir su cabeza en dos, pero un destello del cielo me interrumpe. Un rayo de luz se abre paso a través de las densas nubes que encapotan el techo terrestre.

¡Es el espíritu de aquella persona por la que hago esta purificación! Me froto los ojos, perpleja, corro hacia ella con los brazos abiertos, pero una mueca de disgusto hace que me detenga en seco. Es como si tuviera algo que decir, ¿habré de prepararme para un sermón?

-¿Quieres saber a qué se debe que, aun habiendo un temporal de sequía, se haya puesto repentinamente a llover? –pregunta de malhumor–. Son mis lágrimas, el cielo ha manifestado mi decepción.

-¡Pero tú no lo entiendes! Sin ti el mundo no tiene sentido, no hay necesidad de que el tiempo siga avanzando. Todo ha de pararse. Con tu final comienza el Fin de los Días.

-Cada día mueren centenares de personas. De hecho, mientras conversamos, más personas están cayendo en las garras del de la guadaña. ¿Y qué? El Fin de los Días será para aquellos que conocieran al difunto y tuvieran una relación bastante fuerte. Para los demás todo continúa como siempre. No puedes actuar como una colérica Diosa y decidir que, porque yo he muerto, todos han de sufrir lo mismo. No… yo no hubiera querido eso…

-Entonces… ¿he hecho todo mal?

-Lo siento, de verdad. No sabía que tu mente quedaría así de perturbada.

-¿Y qué puedo hacer? Ya es incontrolable –aseguro de rodillas en el suelo, a punto de llorar–. A pesar de lo que me has dicho, sé que seguiré matando. Me he adentrado en una vorágine genocida. Necesito matar, me reconforta, hace que me olvide de las penas de tu muerte… Ayúdame.

-La solución apropiada sería si te ayudases a ti misma… pero esto es un caso extremo, peligran vidas. Lo único que se me ocurre es…

Se acerca a mi oído y me susurra una idea espléndidamente eficaz que acabará con mi descontrol. No hay necesidad de reflexionar. Nada más acaba, asiento y tiro el hacha al suelo.

-Que así sea –sentenciamos al unísono–.

Solidifica sus puños y los hunde en mi pecho. Arrastra mi corazón justo al exterior y las arterias y venas se cortan por el brusco tirón. Voy perdiendo la sangre, voy perdiendo la vida, voy recuperando la cordura, voy recuperando la felicidad…

Morir a manos de la persona que adoras, ¿puede haber algo más maravilloso?

Microdemencia: Hidrógeno

Esto… esto… ¿Quién me ha hecho esto? ¿Por qué lo merezco? ¿Cuándo acabará? Cada segundo que pasa es un clavo más insertado en mi féretro. No sé si podré seguir resistiendo… Me… muero.

Algo muy malo he debido de hacer en alguna de mis anteriores vidas para que ahora, en esta, sin una causa justa, haya venido un señor al que desconocía completamente y me haya maldecido con esta horripilante restricción nutritiva. Oh, puedo comer, pero no beber…

Sí, ya sé lo que me diréis, que aproveche el agua de los alimentos… Yo también salté de euforia cuando se me ocurrió esa idea, pero todo estaba previsto… No importa cuánto coma, tenga más o menos agua. Tras ingerir algo sólido con contenido acuoso, al cabo de, aproximadamente, unos quince minutos, mi estómago me obliga a vomitar, expulsando toda el agua que contuviera.

También probé con la administración intravenosa. Corrí hacia el hospital, con los labios arrugados y secos, sedienta. Sin esperar a que me atendiesen me colé en una de las salas y me puse una vía para, a continuación, acoplar una bolsa de revitalizante suero fisiológico.

Por desgracia, el maleficio no sólo actuaba cuando mi cardias entraba en contacto con un líquido, sino que mi torrente sanguíneo también tenía la orden de prohibirme la hidratación. Conforme entraba el suero por la vía, este era expulsado, como si de sudor se tratara, por los poros próximos.

Ambas grandes alternativas y, a la vez, inútiles para afrontar mi desdicha. No obstante, esto ocurrió hace dos años atrás. ¿Cómo sobreviví sin poder beber agua? Bueno, lo admito, no pensé lo suficiente. Sí que había una forma de mantenerse con vida, pero esa opción me denigró hasta límites insospechados.

Al tercer día de la maldición, al borde de la muerte, mi cerebro entró en un brote esquizofrénico. Veía hojas afiladas girando alrededor de mi cabeza. Era cierto, era una condena a muerte, pero podría adelantarla por mis propios medios. Por consiguiente, hastiada, cogí una cuchilla y probé primero con un dedo para comprobar cuán afilada estaba. Sangre, bastante, eso era bueno.

Por inercia me chupé el dedo y me tragué la sangre. A los pocos segundos, tras una carcajada de tono afligido, me di cuenta de que, al contener agua, dentro de poco vomitaría la misma sangre que acababa de deslizarse por mi esófago.

Sin embargo, para mi asombro, pasó media hora y no fue así. Se había absorbido, agua inclusive. Para corroborar mi descabellada hipótesis me realicé otro corte, este más profundo y por ende más sangrante. Bebí el líquido rubí. Esperé y, tal y como sospechaba, mi cuerpo no rechazó el agua. Aunque hubiera poco contenido en la sangre no podía quejarme. Justo al límite de yacer bajo un epitafio insustancial había descubierto una manera de hidratarme.

¿El lado malo? Obviamente mi sangre tenía un déficit hídrico, por lo que, aunque me resultara difícil, tendría que cazar a víctimas y beber sus nutritivas y acuosas sangres. Lo hice, era matar o morir, y resultó. Hicieron falta litros y litros, pero volví a equilibrar el agua interna. Maté, dejé seca a gente que no había hecho nada malo. Sin remordimientos, sin piedad, la mera supervivencia movió la primera ficha de dominó. Y así continúo… hasta día de hoy, en una adictiva espiral de arrebatos viscerales y furia encarnizada contra mi propio código ético.

El segundero del reloj resuena en mi cabeza. El sonido se asemeja al mazo de un Juez. Me condenan a muerte. No pasará mucho tiempo hasta que se percaten de que la que desangra inocentes soy yo. Soy consciente de ello. Ya quedan pocos clavos para acabar el féretro. ¿Me muero? No, ya morí hace tiempo. Esto no es vida, es, como dije antes, una maldición…

¿Y hay gente que anhela convertirse en un chupasangre? ¡Os deseo la peor de las muertes!