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Cuando era mucho más pequeño tenía una profunda fobia: no era capaz de resistir los anocheceres. Recuerdo que todas las tardes corría hacia la ventana de mi habitación y observaba el Sol mientras lentamente se ocultaba tras las montañas. Le tendía la mano para que no se fuera, para que no me dejara otra noche sin su protección.
También me acuerdo de esas insoportables madrugadas.
Normalmente dormía del tirón, pero había algunas ocasiones en las que me
desvelaba a mitad de la noche y mis ojos me mostraban un entorno sobrecogedor.
Las persianas acostumbraban a estar subidas, por lo que la luz de las farolas
penetraba en mi habitación y creaba horribles sombras que se asemejaban a inimaginables
aberraciones de las más retorcidas pesadillas jamás concebidas por un ser
humano.
Pero lo peor eran esos susurros. Aunque me escondiera bajo
mi sábana, había algo de lo que no era capaz de defenderme. No podía enfrentarme a
ese escalofriante murmullo que surgía de debajo de mi cama. No eran palabras, sino
gemidos de ultratumba y sollozos roncos que emulaban el crujido de árboles
muertos. Incluso a veces tenía la sensación de que aquello que se ocultaba bajo
mi colchón sacaba sus brazos y me tocaba con fragilidad como si tratara de
amedrentar la poca valentía que preservaba en tal situación.
Pero todo eso es ya agua pasada, ya crecí lo suficiente y
afronté mis miedos. Todo cobró sentido cuando usé la fría lógica. Esas
criaturas que me observaban sólo eran sombras de las ramas de los árboles mecidas
por el viento, y esas mismas corrientes eran, además, las causantes de los ruidos
que escuchaba. Por perspectiva, estando acurrucado y temblando, parecía que
provenían de debajo de mí cuando en realidad eran sonidos que se escapaban por
la rendija de la ventana, síntoma de las deficientes reformas que hubo en mi
casa. Respecto a esos tétricos brazos, seguramente serían mis propios
movimientos que hacían que la sábana se tambalease y rozara mi pijama.
Cuento esto debido a que hoy, que no tenía muchas ganas de
dormir, me llegaron a la mente las vivencias de mi niñez. Ahora estoy viendo mi
habitación, completamente a oscuras, con las mismas proyecciones tenebrosas y
las débiles sibilancias del viento, y no tengo miedo. Estoy orgulloso, de niño
creía que estos miedos jamás se irían. Sin embargo, la realidad es otra
diferente, la madurez te vuelve fuerte contra lo que no existe, no ha de
temerse a aquello que no podría dañarte, ¿o acaso hay algo realmente en mi
habitación que ponga en peligro mi integridad? A excepción de mi hucha, por
supuesto, que cada vez que veo su interior, tan vacío, mi corazón entra en
parada.
No, todo fueron bobadas de un crío endeble. De hecho, creo
que demostraré el cambio que he dado metiendo mi brazo en el hueco que hay
entre la cama y la pared. Seguro que hallo alguno de los cientos de objetos que
fueron cayendo ahí y que nunca recuperé. Sí, eso haré, meto la mano y sondeo el
suelo. Lo primero que noto es algo redondo y de pequeño tamaño. Apuesto a que
no va a ser la única moneda que halle ahí debajo. Continúo con mi búsqueda y
palpo una especie de rectángulo de plástico. Me parece que acabo de encontrar
ese cochecito de juguete que perdí hace tanto tiempo atrás. Prosigamos. Algo
peludo, ¿una pelusa? No, es más consistente, sigo la textura y me percato de
que tiene una forma similar a… a una mano…
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