
Dejo el maletín en la silla, junto a la chaqueta, y,
mientras recorro el pasillo hacia el cuarto de baño, voy quitándome el resto de
la ropa. Luego la recogeré, lo primero es lo primero. Mi cuerpo necesita una
hora, aunque sea, en la que se despreocupe de todo.
Entro al cuarto, sólo tapado por los calzoncillos, cierro la
puerta y abro el grifo de agua caliente de la bañera. Esto llevará un rato. Enciendo
el equipo de música, expresamente instalado allí para este apacible momento del
día, y selecciono la lista de reproducción número dos. Algo de Vivaldi
vendrá de perlas.
Transcurridos diez minutos, ya está llena la bañera y el agua
tiene una temperatura perfecta. Echo las sales y las remuevo un poco con el
brazo. Ahora llega el mejor momento. Introduzco las piernas, me siento y por
último apoyo la espalda. Ya estoy metido completamente, qué placer tan barato.
Desafortunadamente la hora de relax se ve interrumpida
súbitamente por la electricidad. Todo se queda a oscuras, parece que los plomos
han saltado. ¿Y ahora qué? Supongo que la única forma de volver todo a la
normalidad es yendo al marco de los plomos…
Pues nada, esta es una de las desventajas de vivir soltero.
Ahora tendré que ir a ciegas, con los pies mojados, hasta la otra punta de la
casa para encenderlos. Lo peor es ahora mismo, en el cuarto de baño. ¿Por qué
habré cerrado la puerta si hace calor y no hay nadie que pueda interrumpir mi
grandioso baño diario? No tengo remedio…
Salgo de la bañera y me desplazo hasta el toallero guiándome
por el tacto de la pared. Al menos ahora me puedo secar un poco. Tras ello me
enrollo la toalla en la cintura y doy comienzo a la búsqueda del picaporte.
Haciendo uso de mi memoria, algo poco habitual, recuerdo que
está justo en el lado opuesto del toallero. Podría arriesgarme y lanzarme
directo a la puerta, pero mejor no arriesgar y seguir pegado a la pared. Al
menos así, si el coeficiente de rozamiento del suelo me traiciona, podré tener
algún punto de agarre.
Con lentitud voy palpando la superficie alicatada. Percibo
el interruptor. Qué útil sería que funcionase... Prosigo y noto una zona más lisa
y fría. El espejo. Eso quiere decir que noventa grados y un poco más adelante
ya llegaré a la parte final de la fase más difícil de esta improvista prueba de
orientación ciega.
Sin embargo, inesperadamente algo se interpone en mi camino.
Sea lo que sea es bastante grande. Tengo que recurrir a mi memoria una vez más para
acordarme del objeto que hay justo delante de mí. Pero no recibo respuesta, o
ahí nunca hubo nada o tengo nublados mis recuerdos.
No importa, más me vale prestar atención al presente ahora
mismo. Parece que no han saltado los plomos, sino que se ha ido la luz en el
edificio y acaba de volver justo en este instante. La luz por fin me revela a
mi obstáculo…
Es un hombre con una altura de más de dos metros vestido con
una larga gabardina negra y con la cara completamente vendada. Paralizado por
la sorpresa, continúo con el escaneo visual. Lleva una especie de túnica, negra
también, en vez de pantalones. Pero lo que me llama la atención son sus manos.
Sangran incesantemente y un extraño vapor negro emana de sus palmas…

Y yo que pensaba que, si moría, iba a ser abriéndome la cabeza
por un resbalón, y no decapitado por una inexplicable y siniestra magia de un
ser de pesadilla.
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