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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 6 de febrero de 2014

Microdemencia: Excedentes

Desde hace un par de años he estado sufriendo una horrenda sensación de picazón en varias partes de mi cuerpo, sobre todo, los más graves, en las extremidades. Los médicos afirman que son minúsculos pseudoaneurismas que desaparecerán por sí solos. Ni siquiera me han dado un tratamiento ni una fecha aproximada de mi curación. Por el contrario, siempre han repetido la misma palabra: paciencia.

¿¡Paciencia!? ¿Pero de verdad saben lo que se siente con esto? ¡Dos años cumplí hace un mes! ¡Dos años en los que no ha habido día alguno en el que no llorase de impotencia ante esta horrible molestia!

…Poco a poco voy perdiendo la sensibilidad en mis miembros. El hormigueo se va haciendo más intenso y los calambres más ponzoñosos. Puedo percibir las incesantes contracciones involuntarias de mis músculos. Vibran, se apartan para dejar espacio a esos corpúsculos de sangre.

A veces me clavo agujas en las zonas más angustiosas con la intención de pinzar algún nervio o reventar alguno de esos cúmulos, lo que sea con tal de que este dolor cese. Pero siempre es en vano… Mis brazos apenas responden, mis piernas flaquean, cualquier postura es incómoda para mí. La agonía se ha convertido en una rutina intrínseca a mi existencia. No me muero, es como estar en esa última fase tan desoladora, en el último trámite pre mortem, un fin que nunca llega. No obstante, ellos siguen diciendo que pronto acabará todo.

Pronto… ¿Cuándo es pronto? No puedo más, ¿y la eutanasia, acaso no es esa una alternativa? ¿Quién querría vivir así? Este no es mi cuerpo, es sólo un armazón que me tortura. Alguien debe ayudarme…

Acudí a docenas de clínicas, y en todas el resultado era el mismo: una mirada compasiva y el rechazo total de satisfacer mi demanda. Me daba rabia, sí, no me equivocaría al afirmar que la cosa cambiaría si ellos sufriesen, aunque fuera durante una fugaz hora, lo que yo he sufrido estos años. ¿Es que soy el único humano en todo la Tierra que padece de esto? ¿No hay nadie más?

Tenía que recopilar información. Accedí a los archivos sanitarios a través de Internet y encontré unos cuantos más que referían la misma patología. Uno de ellos, increíblemente, vivía en el municipio de al lado. Con un poco más de investigación hallé su teléfono, le llamé, le conté mi situación y me respondió que él también pasó por esa misma indiferencia por parte de los médicos, así que por cuenta propia encontró un método absolutamente infalible para reducir al cien por cien el dolor. Pero requería un precio.

Me daba igual lo que costara, acepté. En cuanto me reveló su descubrimiento pude, tras tantos meses atormentado y devastado por una demencial algiofobia, ver un futuro con algo de luz. La posibilidad de una cura a mi alcance había hecho que curvase mis labios… Ya ni me acordaba de lo que era sonreír.

Después de apuntar en un papel sus indicaciones y consejos de seguridad me dirigí inmediatamente al recinto más próximo a mí donde pudiera poner en marcha el tratamiento. En cuestión de unos pocos minutos habría llegado a esa fábrica abandonada.

Era bien conocido por todos los de la ciudad que dicha fábrica aún recibía energía, aunque de mucho menor potencial, por ello fue mi elección principal. Busqué el mejor sitio y dejé marcado en mi móvil el número de emergencias. Con todo listo, sólo faltaba coger aire y ser valiente.

Activé la fuente de alimentación y tiré de la palanca. Los engranajes comenzaron a girar, al principio con lentitud, y al cabo de unos minutos a su máxima velocidad. Ellos eran mis médicos, mis enfermeros, eran los que eliminarían mi dolor… al fin.

Pulsé el botón de llamada, dejé el manos libres y, sin pensármelo dos veces, metí los dos brazos entre los engranajes. El crujir de los huesos fue extraordinariamente sonoro y mi cuerpo quedó completamente manchado de aquella misma sangre que estuvo haciéndome llorar cada día. A continuación, tiré y desgarré los pocos tendones que quedaban. Ya me había desprendido de los brazos, ahora habría que hacer lo mismo con las piernas.

Lo fascinante de todo fue que no grité, ni siquiera solté un leve gemido, permanecí impasible mientras la cura estaba en proceso. Quizás sería porque mi cuerpo se había aclimatado a una escala de dolor tan elevada que aquellos aplastamientos eran “cosquillas” para mí.

No recuerdo muy bien lo que sucedió tras deshacerme de mis piernas, creo que perdí el conocimiento por la pérdida de sangre. Desperté en una cama, con las zonas cortadas vendadas. Irónico que ahora sí decidieran tratar mis afecciones. No importaba, todo estaba en orden. Finalmente pude hacer que mi cerebro se centrara en otras cosas que no fuera en mantener a raya mi agonía. Sí, casi no podía creérmelo aún.

Era tan gratificante esa sensación antiálgica… 

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