.jpg)
Ahí yace, puedo ver su apacible silueta desde la sala de
estar. Es difícil de creer que de verdad haya fallecido. Su piel sigue tan
tersa y juvenil como siempre. Sin embargo, sus ojos color miel se van apagando
poco a poco. Es una llama que se extingue lentamente y de la que ya sólo puedo
apreciar unas finas hebras de humo; no queda nada más, únicamente los recuerdos
de un pasado oscuro del cual ella se encargó personalmente de exaltar con su sonrisa y su mirada. Ella era la primavera que acompañaba al invierno. Y ahora
ya no está.
Fue hace dos días cuando sostenía sus cálidas manos y la
consolaba asegurándole que pronto su salud mejoraría. Mentí… la engañé como un
cruel bellaco de esos que asaltan los inertes yermos de las afueras. Ella
lloraba, tenía miedo de marcharse. Y yo también lloraba, pero por dentro. Aunque le dijera frases de alivio, en mi interior había un angustioso cúmulo de
sospechas pesimistas.
Esa misma tarde llegó el médico y pisoteó nuestras débiles
esperanzas. No por el hecho de que iba a curarse, sino por las expectativas que
teníamos de estar siempre juntos. Iban a evacuar la región, los sanos debíamos
irnos y dejar en los hogares a los que estuvieran convalecientes. En cuestión
de menos de veinticuatro horas pasarían casa por casa para llevarse, a la
fuerza si fuera necesario, a todo residente saludable, y eso me incluía a mí.
Desesperado, insté a mi amada para que me contagiara, pero
ella se negaba férreamente, no quería verme sufriendo su calvario. Yo seguía
insistiendo, afirmando que, si no lo hacía, nunca más nos veríamos. Ahora era yo
el que necesitaba consuelo… y ella era la que mentía. Nuestros papeles
cambiaron. Ella dijo completamente segura que solamente sería una temporada,
que serían apenas días los que tardaríamos en reencontrarnos.
No me daba otra opción que aferrarme a mis esperanzas, así
que acepté y metí unos cuantos víveres en mi cartera. Si al menos supieran la
causa de esta enfermedad, no tendrían que estar recurriendo a tales medidas…
Maldecía nuestra desdicha, no había justicia, ella no se merecía pasar por todo
esto…
La noche se cernió sobre nosotros y dormimos entre abrazos y
lágrimas. El tiempo, por desgracia, no se puso de nuestra parte y, cuando nos
quisimos dar cuenta, ya había amanecido y llamaban a la puerta. Había de
marcharme…
Nos llevaron a todos los sanos a un campamento mientras las “curas”
se llevaban a cabo. Sin embargo, transcurrido medio día, un vecino vino
corriendo a avisarnos de que había contemplado con sus propios ojos algo más
letal que la propia enfermedad… La Inquisición había llegado a la ciudad y
estaba ejecutando a todos los infectados, ya que afirmaban que sólo aquellos
marcados por el Impuro eran tan débiles como para contagiarse, con lo cual
debían ser ahorcados de inmediato.
En cuanto dijo ahorcados, me levanté del taburete y salí de
la tienda de campaña esquivando a todos los soldados que se interponían en mi camino.
No quería ponerme en lo peor, pero la fortuna ya nos había traicionado
incontables veces. Podrían haber hecho con ella cualquier cosa…
Llegué a mi casa y vi algo extraño mecerse en el árbol de
nuestro jardín. Cuando la iluminación me lo permitió, vislumbré, horripilado, a
mi gran amor pendiendo de una rama, rodeando su refinado cuello una tosca soga.
Ahora sí que no había esperanza alguna, había fallecido, la habían matado…
Podría vengarme, pero eso no me la devolvería; podría
llevarla conmigo al campamento, pero eso no la daría vida. Podría hacer
incontables cosas, pero en ninguna estaría ella a mi lado… excepto en una.
Ya de vuelta al presente, desesperanzado, entré en mi casa y ahora rebusco entre los objetos de nuestro polvoriento baúl. Finalmente, mi mano se
topa con lo que requiero. Regreso al jardín arrastrando una de las sillas de
nuestro comedor y me subo en ella, justo al lado de mi amada.
Paso por encima de la rama el susodicho objeto, una cuerda,
y hago lo mejor que puedo una atadura para formar la soga. Me fijo la cuerda al cuello
y respiro profundamente. Miro por última vez su cara; pese a haber sufrido esta
perniciosa ejecución, no cambió ese rostro que infundía tanta paz; permaneció
tranquila hasta el final.

En la vida y en la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario