
Algo muy malo he debido de hacer en alguna de mis anteriores
vidas para que ahora, en esta, sin una causa justa, haya venido un señor al que
desconocía completamente y me haya maldecido con esta horripilante restricción
nutritiva. Oh, puedo comer, pero no beber…
Sí, ya sé lo que me diréis, que aproveche el agua de los
alimentos… Yo también salté de euforia cuando se me ocurrió esa idea, pero todo
estaba previsto… No importa cuánto coma, tenga más o menos agua. Tras ingerir
algo sólido con contenido acuoso, al cabo de, aproximadamente, unos quince
minutos, mi estómago me obliga a vomitar, expulsando toda el agua que
contuviera.
También probé con la administración intravenosa. Corrí hacia
el hospital, con los labios arrugados y secos, sedienta. Sin esperar a que me
atendiesen me colé en una de las salas y me puse una vía para, a continuación,
acoplar una bolsa de revitalizante suero fisiológico.
Por desgracia, el maleficio no sólo actuaba cuando mi cardias
entraba en contacto con un líquido, sino que mi torrente sanguíneo también
tenía la orden de prohibirme la hidratación. Conforme entraba el suero por la
vía, este era expulsado, como si de sudor se tratara, por los poros próximos.
Ambas grandes alternativas y, a la vez, inútiles para
afrontar mi desdicha. No obstante, esto ocurrió hace dos años atrás. ¿Cómo
sobreviví sin poder beber agua? Bueno, lo admito, no pensé lo suficiente. Sí
que había una forma de mantenerse con vida, pero esa opción me denigró hasta
límites insospechados.
Al tercer día de la maldición, al borde de la muerte, mi
cerebro entró en un brote esquizofrénico. Veía hojas afiladas girando alrededor
de mi cabeza. Era cierto, era una condena a muerte, pero podría adelantarla por
mis propios medios. Por consiguiente, hastiada, cogí una cuchilla y probé
primero con un dedo para comprobar cuán afilada estaba. Sangre, bastante, eso
era bueno.
Por inercia me chupé el dedo y me tragué la sangre. A los
pocos segundos, tras una carcajada de tono afligido, me di cuenta de que, al
contener agua, dentro de poco vomitaría la misma sangre que acababa de
deslizarse por mi esófago.
Sin embargo, para mi asombro, pasó media hora y no fue así.
Se había absorbido, agua inclusive. Para corroborar mi descabellada hipótesis
me realicé otro corte, este más profundo y por ende más sangrante. Bebí el
líquido rubí. Esperé y, tal y como sospechaba, mi cuerpo no rechazó el agua.
Aunque hubiera poco contenido en la sangre no podía quejarme. Justo al límite
de yacer bajo un epitafio insustancial había descubierto una manera de
hidratarme.
¿El lado malo? Obviamente mi sangre tenía un déficit
hídrico, por lo que, aunque me resultara difícil, tendría que cazar a víctimas
y beber sus nutritivas y acuosas sangres. Lo hice, era matar o morir, y
resultó. Hicieron falta litros y litros, pero volví a equilibrar el agua
interna. Maté, dejé seca a gente que no había hecho nada malo. Sin
remordimientos, sin piedad, la mera supervivencia movió la primera ficha de
dominó. Y así continúo… hasta día de hoy, en una adictiva espiral de arrebatos
viscerales y furia encarnizada contra mi propio código ético.

¿Y hay gente que anhela convertirse en un chupasangre? ¡Os
deseo la peor de las muertes!
No hay comentarios:
Publicar un comentario