
Cidoimos, como se hacía llamar, era el creador de una
plataforma virtual denominada Mortuos Liberum. En cuestión de pocos meses su
fama recorrió todo el país y cada día se añadían nuevos miembros a su causa. Él
pretendía eliminar todas esas opresiones, prejuicios e infravaloraciones que
caían sobre nosotros, chicos y chicas de entre 18 y 25 años.
Con asiduidad, por medio de ciertos heraldos asignados por
él mismo, nos llegaban mensajes de apoyo y ánimo para mantenernos firmes y
expectantes hasta el Día del Alzamiento, aquel día en el que nos reuniríamos
con él e iniciaríamos una oleada aniquiladora contra todo el que nos
despreciara.
Todos los días al llegar a clase revisaba mi bandeja de
entrada con la esperanza de ver ese ansiado mensaje. Sin embargo, día tras día
me llevaba una profusa desilusión… hasta que al fin lo leí: Tiene un correo nuevo de: Cidoimos.
Apuesto a que no fui la única que gritó en su casa al leer
el mail. Las redes sociales colapsaron por los mensajes de júbilo y exaltación.
Sería al día siguiente cuando en un almacén abandonado, casualmente cerca de mi
casa, nos reuniríamos todos, Cidoimos inclusive.
A primera vista resultaba raro que el lugar de la cita fuera
ahí, pero había que considerar la posibilidad de soplos o traiciones. Lo más
seguro es que, tras asegurarse de que éramos fieles a él y no había ningún
infiltrado, nos llevaría al verdadero punto de reunión.
No importaba, quería que pasara rápido el día. Me fui pronto
a la cama para así estar totalmente activa por la mañana, aunque me costó
conciliar el sueño debido al nerviosismo que tenía… ¿Qué nos tendría
preparado? ¿Qué haríamos tras el Día del Alzamiento? Muy pronto se aclararían
todas esas dudas…
Y el despertador sonó. Desayuné y me vestí rápido. Me
despedí de mis padres y fui dando saltos de emoción hasta la puerta principal.
Corrí todo lo que pude para pillar un buen sitio entre la muchedumbre y así
escuchar sin dificultad sus sabias palabras.
Llegué al almacén y vi a una gran cantidad de gente allí. Sí
que eran madrugadores… o es que no habían dormido ni una hora. Fuera como fuera, me acerqué y charlé con algunos. Todos estábamos igual de ansiosos por verle.
Pero entonces, cuando ya no faltaba nadie por llegar,
descendieron cuatro paredes que nos encerraron. Algunos empezaron a preocuparse
y a alterarse. Sin embargo, todo se calmó al ver en una barandilla del primer
piso al que parecía Cidoimos. Debía de ser él, ya que portaba una máscara blanca y
una túnica negra, tal y como él se describía a sí mismo. La inquietud causada
por la jaula quedó en un segundo plano y todos le aclamamos. Tras varios
segundos indicó que guardásemos silencio. Iba a hablar.
-Habéis sido muy
obedientes al acudir todos y cada uno de vosotros, miembros de Mortuos Liberum,
a este sitio.
-¿Por qué nos
encierras aquí, Cidoimos? Es un método para asegurarte de que nadie te está
engañando, ¿cierto? –contestó un joven, muy poco convencido de sus palabras–.
-Nada de eso. Me es
indiferente que entre vosotros haya traidores o no.
-¿En ese caso, qué
piensas hacer? –preguntó una chica cuyo tono de voz temblaba–.
Antes de responder, Cidoimos se dio la vuelta y activó una
palanca. De inmediato cientos de engranajes oxidados empezaron a resonar por
nuestro alrededor. Las dos paredes que
estaban a mi izquierda y a mi derecha comenzaron a aproximarse entre sí. En
cuanto la multitud fue consciente de que íbamos a ser aplastados, el griterío y
el pánico afloraron. Pero de entre todo ese ruido, yo, aún atónita, conseguí
escuchar las últimas palabras de Cidoimos, el único y verdadero traidor que se
hallaba en ese almacén.
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Agaché la cabeza y caí de rodillas. No había nada qué hacer.
A poca gente había adorado en esta efímera vida y uno de ellos tan solo era un
simple falsario. No es justo… no tiene razón en nada… lo único que consigue con
esto es destrozar parte del futuro de los más mayores. Pero… si así lo ha
decidido, qué se le va a hacer. Simplemente espero que no llegue el día en el
que su vida o lo que más aprecie dependa de la decisión de uno de estos
cánceres…
Ya que, entonces, ahí estaré para deleitarme con su
impotencia.
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