Noticias desde la Oscuridad

06-07-2015
Cardiofagia está concluido.

13-07-2015

22-07-2015

28-07-2015

09-08-2015

03-09-2015

22-09-2015
Suerte está concluido.

28-09-2015

Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 27 de febrero de 2014

Microdemencia: Finiquito

Me ponía completamente furioso cuando escuchaba en algún sitio que llegaría un momento en el que la ciencia haría que los seres humanos fuésemos prácticamente inmortales. Me resultaba repugnante saber que esta era una de las metas de nuestra especie. Y, antes de que me contradiga el “sabio” de turno, me gustaría aclarar que sé perfectamente de lo que hablo: yo era inmortal.

Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a algún médico para que este concretase la causa de mi peculiaridad. Nací en el siglo XVI, en el año 1540, en una humilde casa de una pequeña villa del norte de la actual España. Ya no recuerdo gran cosa de mis primeras andanzas por el mundo. Si a una persona normal, de unos cuarenta años, le cuesta recordar lo que hacía con diez años, imaginadme a mí, que han pasado casi cinco siglos.

En 1560 mi crecimiento, y, en consecuencia, envejecimiento, se redujo drásticamente, para que, diez años después, se parase en seco, manteniéndome hasta la actualidad con una infinita apariencia de treintañero. Al principio pensé que era un juvenilismo muy prominente, pero, cuando llegó el año 1630, ya con una edad de noventa y sin una arruga alguna, con la tez igual de tersa que cualquier otro joven, empecé a sospechar que era poseedor de algún tipo de bendición.

Hasta entonces fui precavido. Ser inmortal no te hace “indescuartizable”. Me di cuenta de ello más o menos por el siglo XIX, cuando mi comportamiento incauto fue la causa de perder mi anular derecho en un accidente laboral. Iluso de mí, estuve semanas pensando que sería cuestión de tiempo que creciera mi dedo, pero eso nunca sucedió. Había escarmentado bien, debería estar atento de que mi cabeza se mantuviera en todo momento pegada a mi cuello.

Era entretenido, por qué mentir. Fui bastante famoso durante un tiempo como “aquel hombre eternamente joven”. No obstante, eso me cansó rápidamente y fingí mi muerte para desaparecer un tiempo entre las maravillosas tierras asiáticas. Después emprendí cientos de viajes por alta mar. Ah, se me olvidó mencionar que, tras varios experimentos por mi cuenta y ciertos sucesos fortuitos, comprobé que era invulnerable tanto a las enfermedades letales como a la muerte por asfixia o ahogamiento. Con esto último quedaba claro que mi inmortalidad trascendía a algo más que una pausa de mi desarrollo celular. ¿Qué era, entonces? Para qué pararse a investigarlo si podía disfrutarlo.

Pero llegó un momento de excesivo hastío. Pronto iba a cumplir medio milenio y, la verdad, echando una mirada retrospectiva a la humanidad para compararla con su estado en el siglo XXI, no había ido la cosa a mejor. A ver, me explicaré. Lo divertido de la inmortalidad era que no tenía que preocuparme por si no estaba vivo para ver X avance tecnológico, yo había visto caer en el olvido artilugios que no tuvieron éxito y salir a la luz otros muchos de los que ni siquiera se esperaba su aparición. En ese aspecto era una ventaja lo que tenía, pero vivir en un mundo infecto también deja mella.

El ser humano, en su conjunto, estaba envejeciendo, y no en el sentido biológico de la palabra, sino en el socioantropológico. Se degradaba a sí mismo. No era por presumir, pero había sido una verdadera suerte para el planeta que este don cayese en una persona como yo. No era un santo, pero tampoco es que fuera el máximo verdugo de la Inquisición, simplemente vivía y dejaba vivir.

Sin embargo, ¿qué pasará cuando la ciencia consiga dar con la fórmula de la inmortalidad? ¿Cuántos tiranos vivirían eternamente, pudiendo solo fallecer por asesinato? No me agradaba quedarme a verlo, era el único descubrimiento en el que no quería, ni por toda la riqueza del mundo, estar presente.

Así que tomé cartas en el asunto e inicié lo que denominé “etapa oscura”. No duró mucho, aunque tuvo sus momentos cómicos. Este periodo de mi vida consistió, en pocas palabras, en encontrar una forma de suicidarme que fuera efectiva. Desde el primer momento quedó descartada la idea de la decapitación, pues no estaba seguro de si mi cabeza iba a seguir con vida.

Intenté varios métodos. Los que más me sorprendieron fueron los desangramientos. Mi cuerpo podía mantenerse vivo pese a que vaciase en un cubo mis cinco litros de sangre… Esto ya sobrepasaba la ciencia-ficción. Asimismo, probé lanzándome a la carretera para que me atropellaran o saltando desde rascacielos, pero nada de eso me mataba, si acaso me rompía algún hueso y poco más. Desistí ante el riesgo de quedarme tetrapléjico o algo peor. Si eso me hubiera sucedido, lo hubiera pasado muy mal para explicar a alguien que mi eutanasia debía cumplir ciertas condiciones…

Al final tuve que recurrir al comodín. Trabajaba en un matadero, era de los pocos campos laborales que aún me faltaba por experimentar. Dentro del edificio había una gran máquina que trituraba la carne, con huesos incluidos. Sí, podía ser algo demasiado grotesco, pero ya no sabía qué hacer, por lo que, sin dar rodeos, me subí a la cinta transportadora y me tumbé con la cabeza en dirección a la picadora.

Funcionó gratamente bien. De hecho, aún recuerdo las últimas palabras que dije antes de que las cuchillas convirtiesen mi cráneo en picadillo.

“Si esto no acaba conmigo, entonces me doy por vencido.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario