
Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera a algún médico para
que este concretase la causa de mi peculiaridad. Nací en el siglo XVI, en el
año 1540, en una humilde casa de una pequeña villa del norte de la actual
España. Ya no recuerdo gran cosa de mis primeras andanzas por el mundo. Si a
una persona normal, de unos cuarenta años, le cuesta recordar lo que hacía con
diez años, imaginadme a mí, que han pasado casi cinco siglos.
En 1560 mi crecimiento, y, en consecuencia, envejecimiento,
se redujo drásticamente, para que, diez años después, se parase en seco,
manteniéndome hasta la actualidad con una infinita apariencia de treintañero. Al
principio pensé que era un juvenilismo muy prominente, pero, cuando llegó el
año 1630, ya con una edad de noventa y sin una arruga alguna, con la tez igual
de tersa que cualquier otro joven, empecé a sospechar que era poseedor de algún
tipo de bendición.
Hasta entonces fui precavido. Ser inmortal no te hace “indescuartizable”.
Me di cuenta de ello más o menos por el siglo XIX, cuando mi comportamiento
incauto fue la causa de perder mi anular derecho en un accidente laboral. Iluso
de mí, estuve semanas pensando que sería cuestión de tiempo que creciera mi
dedo, pero eso nunca sucedió. Había escarmentado bien, debería estar atento de
que mi cabeza se mantuviera en todo momento pegada a mi cuello.
Era entretenido, por qué mentir. Fui bastante famoso durante
un tiempo como “aquel hombre eternamente joven”. No obstante, eso me cansó
rápidamente y fingí mi muerte para desaparecer un tiempo entre las maravillosas
tierras asiáticas. Después emprendí cientos de viajes por alta mar. Ah, se me
olvidó mencionar que, tras varios experimentos por mi cuenta y ciertos sucesos
fortuitos, comprobé que era invulnerable tanto a las enfermedades letales como
a la muerte por asfixia o ahogamiento. Con esto último quedaba claro que mi
inmortalidad trascendía a algo más que una pausa de mi desarrollo celular. ¿Qué
era, entonces? Para qué pararse a investigarlo si podía disfrutarlo.
Pero llegó un momento de excesivo hastío. Pronto iba a
cumplir medio milenio y, la verdad, echando una mirada retrospectiva a la
humanidad para compararla con su estado en el siglo XXI, no había ido la cosa a
mejor. A ver, me explicaré. Lo divertido de la inmortalidad era que no tenía
que preocuparme por si no estaba vivo para ver X avance tecnológico, yo había
visto caer en el olvido artilugios que no tuvieron éxito y salir a la luz otros
muchos de los que ni siquiera se esperaba su aparición. En ese aspecto era una
ventaja lo que tenía, pero vivir en un mundo infecto también deja mella.
El ser humano, en su conjunto, estaba envejeciendo, y no en
el sentido biológico de la palabra, sino en el socioantropológico. Se degradaba
a sí mismo. No era por presumir, pero había sido una verdadera suerte para el
planeta que este don cayese en una persona como yo. No era un santo, pero
tampoco es que fuera el máximo verdugo de la Inquisición, simplemente vivía y
dejaba vivir.
Sin embargo, ¿qué pasará cuando la ciencia consiga dar con
la fórmula de la inmortalidad? ¿Cuántos tiranos vivirían eternamente, pudiendo
solo fallecer por asesinato? No me agradaba quedarme a verlo, era el único
descubrimiento en el que no quería, ni por toda la riqueza del mundo, estar
presente.
Así que tomé cartas en el asunto e inicié lo que denominé “etapa
oscura”. No duró mucho, aunque tuvo sus momentos cómicos. Este periodo de mi
vida consistió, en pocas palabras, en encontrar una forma de suicidarme que
fuera efectiva. Desde el primer momento quedó descartada la idea de la
decapitación, pues no estaba seguro de si mi cabeza iba a seguir con vida.
Intenté varios métodos. Los que más me sorprendieron fueron los
desangramientos. Mi cuerpo podía mantenerse vivo pese a que vaciase en un cubo
mis cinco litros de sangre… Esto ya sobrepasaba la ciencia-ficción. Asimismo,
probé lanzándome a la carretera para que me atropellaran o saltando desde
rascacielos, pero nada de eso me mataba, si acaso me rompía algún hueso y poco
más. Desistí ante el riesgo de quedarme tetrapléjico o algo peor. Si eso me
hubiera sucedido, lo hubiera pasado muy mal para explicar a alguien que mi
eutanasia debía cumplir ciertas condiciones…

Funcionó gratamente bien. De hecho, aún recuerdo las últimas
palabras que dije antes de que las cuchillas convirtiesen mi cráneo en
picadillo.
“Si esto no acaba conmigo, entonces me doy por vencido.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario