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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 27 de febrero de 2014

Microdemencia: Duelo

¡Él, sí, él también! Mi hacha se desliza sobre las comisuras de su boca. Su maxilar inferior se desprende y me doy un baño carmesí. Se lo merece.

Sí, todos lo merecen, es el destino que les depara, la fatalidad. Ninguno tiene un derecho mayor a continuar viviendo cuando el corazón de la persona más perfecta del mundo se ha parado en seco. No… Es suficiente con verles. Sonrientes, alegres, sin que les importe ni un ápice la tristeza de ese delicado cuerpo que duerme bajo tierra… ¡Lloverán mil muertes mientras mis manos sigan empuñando esta hacha!

La lluvia se mezcla con la sangre. Me depura, levanto el rostro y disfruto de este refrescante fenómeno. Después de tantos días sin precipitaciones es hasta un milagro que en el día de la masacre el cielo responda con un temporal grisáceo.

Tras la pausa prosigo. Toda la avenida está encharcada en sangre. Los cadáveres se amontonan en el pavimento y la hoja de mi hacha sigue aún hambrienta. Percibe a alguien, está escondido. Es un niño, tiene miedo. Me da igual, sigue siendo un ser que ha ignorado la defunción de la perfección. Ni siquiera pidió perdón por su comportamiento tan deshonroso. Levanto mi hacha, dispuesta a partir su cabeza en dos, pero un destello del cielo me interrumpe. Un rayo de luz se abre paso a través de las densas nubes que encapotan el techo terrestre.

¡Es el espíritu de aquella persona por la que hago esta purificación! Me froto los ojos, perpleja, corro hacia ella con los brazos abiertos, pero una mueca de disgusto hace que me detenga en seco. Es como si tuviera algo que decir, ¿habré de prepararme para un sermón?

-¿Quieres saber a qué se debe que, aun habiendo un temporal de sequía, se haya puesto repentinamente a llover? –pregunta de malhumor–. Son mis lágrimas, el cielo ha manifestado mi decepción.

-¡Pero tú no lo entiendes! Sin ti el mundo no tiene sentido, no hay necesidad de que el tiempo siga avanzando. Todo ha de pararse. Con tu final comienza el Fin de los Días.

-Cada día mueren centenares de personas. De hecho, mientras conversamos, más personas están cayendo en las garras del de la guadaña. ¿Y qué? El Fin de los Días será para aquellos que conocieran al difunto y tuvieran una relación bastante fuerte. Para los demás todo continúa como siempre. No puedes actuar como una colérica Diosa y decidir que, porque yo he muerto, todos han de sufrir lo mismo. No… yo no hubiera querido eso…

-Entonces… ¿he hecho todo mal?

-Lo siento, de verdad. No sabía que tu mente quedaría así de perturbada.

-¿Y qué puedo hacer? Ya es incontrolable –aseguro de rodillas en el suelo, a punto de llorar–. A pesar de lo que me has dicho, sé que seguiré matando. Me he adentrado en una vorágine genocida. Necesito matar, me reconforta, hace que me olvide de las penas de tu muerte… Ayúdame.

-La solución apropiada sería si te ayudases a ti misma… pero esto es un caso extremo, peligran vidas. Lo único que se me ocurre es…

Se acerca a mi oído y me susurra una idea espléndidamente eficaz que acabará con mi descontrol. No hay necesidad de reflexionar. Nada más acaba, asiento y tiro el hacha al suelo.

-Que así sea –sentenciamos al unísono–.

Solidifica sus puños y los hunde en mi pecho. Arrastra mi corazón justo al exterior y las arterias y venas se cortan por el brusco tirón. Voy perdiendo la sangre, voy perdiendo la vida, voy recuperando la cordura, voy recuperando la felicidad…

Morir a manos de la persona que adoras, ¿puede haber algo más maravilloso?

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