
Sí, todos lo merecen, es el destino que les depara, la
fatalidad. Ninguno tiene un derecho mayor a continuar viviendo cuando el
corazón de la persona más perfecta del mundo se ha parado en seco. No… Es
suficiente con verles. Sonrientes, alegres, sin que les importe ni un ápice la
tristeza de ese delicado cuerpo que duerme bajo tierra… ¡Lloverán mil muertes
mientras mis manos sigan empuñando esta hacha!
La lluvia se mezcla con la sangre. Me depura, levanto el
rostro y disfruto de este refrescante fenómeno. Después de tantos días sin
precipitaciones es hasta un milagro que en el día de la masacre el cielo
responda con un temporal grisáceo.
Tras la pausa prosigo. Toda la avenida está encharcada en
sangre. Los cadáveres se amontonan en el pavimento y la hoja de mi hacha sigue
aún hambrienta. Percibe a alguien, está escondido. Es un niño, tiene miedo. Me
da igual, sigue siendo un ser que ha ignorado la defunción de la perfección. Ni
siquiera pidió perdón por su comportamiento tan deshonroso. Levanto mi hacha,
dispuesta a partir su cabeza en dos, pero un destello del cielo me interrumpe.
Un rayo de luz se abre paso a través de las densas nubes que encapotan el techo
terrestre.
¡Es el espíritu de aquella persona por la que hago esta
purificación! Me froto los ojos, perpleja, corro hacia ella con los brazos
abiertos, pero una mueca de disgusto hace que me detenga en seco. Es como si
tuviera algo que decir, ¿habré de prepararme para un sermón?
-¿Quieres saber a qué
se debe que, aun habiendo un temporal de sequía, se haya puesto repentinamente
a llover? –pregunta de malhumor–. Son
mis lágrimas, el cielo ha manifestado mi decepción.
-¡Pero tú no lo
entiendes! Sin ti el mundo no tiene sentido, no hay necesidad de que el tiempo
siga avanzando. Todo ha de pararse. Con tu final comienza el Fin de los Días.
-Cada día mueren
centenares de personas. De hecho, mientras conversamos, más personas están
cayendo en las garras del de la guadaña. ¿Y qué? El Fin de los Días será para
aquellos que conocieran al difunto y tuvieran una relación bastante fuerte.
Para los demás todo continúa como siempre. No puedes actuar como una colérica Diosa y decidir que, porque yo he muerto, todos han de sufrir lo mismo. No… yo
no hubiera querido eso…
-Entonces… ¿he hecho
todo mal?
-Lo siento, de verdad.
No sabía que tu mente quedaría así de perturbada.
-¿Y qué puedo hacer?
Ya es incontrolable –aseguro de rodillas en el suelo, a punto de llorar–. A pesar de lo que me has dicho, sé que
seguiré matando. Me he adentrado en una vorágine genocida. Necesito matar, me
reconforta, hace que me olvide de las penas de tu muerte… Ayúdame.

Se acerca a mi oído y me susurra una idea espléndidamente
eficaz que acabará con mi descontrol. No hay necesidad de reflexionar. Nada más
acaba, asiento y tiro el hacha al suelo.
-Que así sea –sentenciamos
al unísono–.
Solidifica sus puños y los hunde en mi pecho. Arrastra mi corazón justo al exterior y las arterias y venas se cortan por el brusco tirón.
Voy perdiendo la sangre, voy perdiendo la vida, voy recuperando la cordura, voy
recuperando la felicidad…
Morir a manos de la persona que adoras, ¿puede haber algo
más maravilloso?
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