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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

jueves, 27 de febrero de 2014

Microdemencia: Fuego

Yo era la típica persona que antes creía férreamente que tras la muerte te desvanecías y te embarcabas en un mundo vacío, oscuro, ausente del todo, repleto de la nada. Es decir, que la vida post mortem era tan real como los seres orgánicos basados en el livermorio.

Pero eso era así hasta el día de mi muerte, cuyo acontecimiento sucedió ayer mismo. Mi corazón no aguantó un cuarto infarto, y por ello me encuentro sobre una mesa metálica, a la espera de los preparativos para mi entierro.

¿Cómo es posible que sepa esto? También me pregunté lo mismo cuando todo se oscureció ante mí, pero la audición, el olfato y el tacto se mantenían activos… De entre todas las teorías que existen con respecto a lo que ocurre después de la muerte, se tuvo que cumplir una de las más aterradoras, al menos según mi opinión…

Veréis, esto es digno de una película de terror, esas en las que aparece un cadáver en la morgue y es consciente durante todo momento de las prácticas forenses que se hacen en su cuerpo.  Esas películas eran realmente angustiosas y deseaba con todas mis fuerzas que solamente fuera mera ficción. Por desgracia, como podéis comprobar, es la cruda realidad.

Parece que las constantes vitales se mantienen en una escala imperceptible para el ser humano, pero lo suficientemente potentes como para permitir que te percates de lo que te rodea, a excepción de la vista, la cual, seguramente si no fuera por la imposibilidad de abrir los párpados, tampoco estaría inutilizada.

De todas formas, lo prefiero así. Dentro de lo que cabe he tenido suerte. No me han abierto el tórax ni nada por el estilo, y tampoco han decidido abrirme los ojos en ningún momento. Suena estúpido, pero prefiero que lo que tenga que pasar me pille desprevenida. Creo que me pondría más nerviosa si viera un bisturí que si sólo lo notara cortándome la piel.

Por ahora todo marcha bien. Acaban de venir mis familiares. Probablemente ya esté en el velatorio. Me entristece escucharles llorar, algunas de sus lágrimas caen sobre mi frente, son cálidas… Algunos hablan entre ellos con un señor cuya voz jamás oí antes, así que me imagino que será el de la funeraria…

Un momento, eso me recuerda que yo dejé una especie de testamento para aclarar lo que quería que se hiciera con mi cadáver. Y me parece que estoy empezando a arrepentirme de ello. Si alguien aún no sabe por dónde van los tiros, servirá de pista la afirmación de que ser quemado vivo es una, si no la primera, de las muertes más dolorosas… ¡Bingo! Dije que se me incinerara.

Mierda… no había caído en eso. He estado alabando la suerte que he tenido durante todo el proceso tanatopráctico y no me he parado a pensar en lo que viene a continuación… Me imagino que, si mi tacto ha podido percibir hasta minúsculas gotas de agua salina, no tendrá problemas para enviarme con gusto toda la información que capte de la cremación. ¿Y ahora qué hago?

Pues no me queda otra. Estoy cautiva en mi propio cuerpo, traicionada por el mismo, sin alternativa alguna de evasión. Por más que lo intente no puedo mover ningún músculo, y la posibilidad de que alguien de mi familia tenga un momento de loca lucidez y proponga el embalsamiento es casi remota. No obstante, tarde o temprano tendré que afrontarlo, es inevitable, mi cerebro se descompondrá y con él se irá mi consciencia, mi yo intrínseco. Nunca tuve miedo a la muerte, pero este trámite antes de la verdadera muerte está apabullándome. Parece un castigo divino por mi condición humana y, por ende, carroñera.

Me mueven, otra mesa fría, pero esta temperatura se contrarresta con el calor del ambiente. No cabe duda, estoy justo al lado del horno crematorio. Suena irónico, pero en este instante preferiría mil veces haber muerto quemada, al menos así no tendría que pasar ahora por esto… ¿Durará mucho la tortura?

Deslizan mi cama con un fuerte golpe. Comienzo a sentir las primeras abrasiones. Flamas aquí y allá, escucho su danza mortífera. El humo se me introduce por la nariz, huelo mi propia carne chamuscándose. Pero todo eso pasa a un segundo plano cuando el agua de mi cuerpo se evapora y ya no hay nada que descienda el efecto crematorio… Es indescriptible, no puede compararse a ninguna de las quemaduras que sufrí durante mi vida. Un millón de punciones incandescentes se clavan en mi cuerpo. Mis globos oculares se funden, la piel desaparece y los huesos ceden, mis órganos internos se atrofian y ennegrecen, mi sistema nervioso no da abasto y mi líquido cefalorraquídeo hierve. Muero por segunda vez.  

Aunque claro, si para mí esto está siendo un Infierno interminable… no me gustaría estar en el pellejo de los desdichados que son enterrados, que lenta y agónicamente serán devorados por cientos de descomponedores.

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