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Lamento del día

Mientras que yo soy un ciego que ha aceptado su propia invidencia, tú eres uno que aún cree que simplemente tiene una venda tapándole los ojos.

domingo, 16 de febrero de 2014

Microdemencia: Alcohol

-Y bien, ¿qué quiere que le ponga?

-Un chupito de Jägermeister –respondió el recién llegado mientras apoyaba con brusquedad sus brazos sobre la barra de La Cueva del Filósofo, bar de mi propiedad–.

-Veo que ha decidido empezar fuerte la noche –contesté, seguido de una breve carcajada de ánimo–.

-Quiero que pase lo más rápido posible, así que acelero mi estado de embriaguez.

-¿A qué se debe eso?

-Por favor, seguramente esté aquí varias horas, te agradecería que me tutearas.

-Está bien –dije tras verter el licor en el vaso–.

-Por cierto, me llamo Alberto –añadió antes de beberse el chupito–. Otro más, por favor.

Realmente parecía el típico hombre que quería ahogar sus penas en un mar de etanol. Ya había lidiado con muchos como él, seguramente se quedaría hasta que cerrara el local, y eso no me gustaba mucho. Normalmente a esa hora ya estaría completamente ebrio y tendría que sacarle de mi bar por la fuerza, pudiendo desembocar ello en un conflicto agresivo.

Pero bueno, ya se dice que nosotros, aparte de la profesión de barman, que también tenemos la de psicólogo. Debería tratar de evitar que llegase a emborracharse sobremanera, ya no por el riesgo de acabar en una pelea, sino por su salud.

-Tal y como has dicho, vas a estar un buen rato por aquí, ¿te gustaría contarme a qué se debe que quieras que la noche transcurra velozmente?

-No pierdo nada por contártelo, extraño. Verás, esta misma noche se supone que me reuniría con un amigo, como todos los domingos. Sin embargo, hoy no ha aparecido. Quizás suene tonto, una promesa semanal a veces puede romperse, está bien, pero lo mismo ocurrió la semana pasada, y por ello esperé a este día para ver si fue un despiste, un descuido o simple indiferencia hacia mí.

-Es precipitado creer eso. ¿No le has preguntado por qué no vino a verte?

-No tengo ninguna forma de contactar con él que no sean esas reuniones que te comento, por eso creo que, aprovechándose de eso, y cansado de repetir esa monotonía, ha optado por no volver a verme nunca más.

-Bueno, en caso de que eso fuera verdad, a lo mejor es que le parece aburrido los planes que tenéis y no sabía cómo decírtelo, así que ha optado por refugiarse en el silencio.

-Quizás tengas razón… Es cierto que todos los domingos hacemos lo mismo. Nos sentamos en la hierba y charlamos, así hasta que anochece. Entonces nos despedimos, él se va y yo me quedo allí.

-No te lo tomes a mal, pero dicho así suena algo aburrido. Aunque claro, en siete días pueden pasar muchas cosas y siempre os podéis contar todo lo que habéis hecho. Hay mil formas de amenizar una conversación.

-Es cierto, pero no hay nada que pueda hacer al respecto, sólo se me da bien hablar.

-¿No se te ha ocurrido el ir al cine con él, o ir de compras o algo por el estilo?

-Es que no me gusta moverme mucho, me siento tranquilo cuando me acomodo en la hierba y disfruto del sonido del viento.

-Está bien. Como ya te he dicho, hay ciertas maneras de no caer en la monotonía de las charlas insustanciales. Hagamos un trato: en vez de gastar las horas bebiendo sin cesar, usa ese tiempo para que te enseñe un par de trucos. He pasado muchos años tras esta barra y uno ya conoce las mejores tácticas en lo que se refiere a los diálogos.

Las horas transcurrieron más rápidas que habiéndose amargado entre torbellinos de vodka y licor. Conseguí cambiar sus ojos entrecerrados de melancolía por una mirada abierta a la curiosidad. Tengo que admitirlo, yo también disfruté; aquel hombre, Alberto, era más sabio de lo que creía, su visión del mundo, tan digna de Schopenhauer, era asombrosa, pues le daba ligeras pinceladas de un optimismo catastrófico.

Y finalmente, casi sin percatarnos, las campanas del cuco resonaron. Eran las cuatro de la madrugada. Iba a despedirme de Alberto para ir preparando todo para cerrar cuando de repente su sonrisa cambió y su rostro tomó un aspecto más serio.

-Andrés, me gustaría pedirte un pequeño favor, pero antes de hacerlo tengo que ser completamente sincero.

-¿A qué te refieres con eso? Adelante, no te cortes, no voy a asustarme por nada.

-Tal vez por esto sí…

Su voz temblaba, desde luego aquello que fuera a confesar iba a impactarme sí o sí… o a lo mejor era la mayor tontería que jamás había escuchado. Fuera lo que fuera la intriga me mataba.

-…Yo no estoy vivo. Soy un fantasma.

Al principio se me escapó la risa, pero lo demostró en seguida cuando cogió uno de los sacacorchos de la barra y se lo clavó en la palma de la mano. La punta le había atravesado como si fuera un holograma, sin sangre ni herida alguna. Confieso que justo en ese momento quise gritar, no obstante, recapacité de inmediato. Había pasado una hora y media en la que sólo estábamos él y yo en La Cueva del Filósofo. Si de verdad tuviera alguna intención dañina hacia mi persona, ya me habría matado.

-Vaya… no sé qué decir.

-No pasa nada, es normal. Cuando estaba vivo yo tampoco hubiera sabido reaccionar bien ante la presencia de un espectro.

-Al fin y al cabo, eres un humano en otro plano distinto, no eres un monstruo endemoniado ni nada por el estilo… ¿o sí? –pregunté de forma satírica–.

­-¡Oh, no, no! –respondió entre risas–.

-Y, bueno, entonces, ¿cuál es el favor que quieres pedirme? Al menos ahora sé que no será dinero.

-Sé que nos acabamos de conocer, pero… ya que probablemente mi amigo no vuelva a verme otra vez, ¿a ti te importaría venir a visitarme al cementerio algún que otro domingo? Es que a veces me siento tan solo…

-¿Era eso? ¡Ningún problema, colega! Y yo que pensaba que me pedirías algo como resucitar tu cuerpo o buscar una reliquia perdida. Eso no es un favor, ¡eso para mí va a ser un placer!

-¿No lo consideras una molestia?

-Me ha encantado hablar contigo, ¿por qué debería considerarlo así? Estás muerto, ¿y qué? Eso no te vuelve un ser malicioso, al no ser que lo fueras en vida, cosa que veo ciertamente improbable.

-¿De verdad? ¿Hablas en serio?

Puse mis manos sobre las suyas y le miré fijamente. Sus ojos estaban vidriosos. Sonreí y asentí.

-Te lo prometo.

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