-Un chupito de Jägermeister
–respondió el recién llegado mientras apoyaba con brusquedad sus brazos
sobre la barra de La Cueva del Filósofo, bar de mi propiedad–.
-Veo que ha decidido empezar fuerte
la noche –contesté, seguido de una breve carcajada de ánimo–.
-Quiero que pase lo
más rápido posible, así que acelero mi estado de embriaguez.
-¿A qué se debe eso?
-Por favor,
seguramente esté aquí varias horas, te agradecería que me tutearas.
-Está bien –dije tras
verter el licor en el vaso–.
-Por cierto, me llamo
Alberto –añadió antes de beberse el chupito–. Otro más, por favor.
Realmente parecía el típico hombre que quería ahogar sus
penas en un mar de etanol. Ya había lidiado con muchos como él, seguramente se
quedaría hasta que cerrara el local, y eso no me gustaba mucho. Normalmente a
esa hora ya estaría completamente ebrio y tendría que sacarle de mi bar por la
fuerza, pudiendo desembocar ello en un conflicto agresivo.
Pero bueno, ya se dice que nosotros, aparte de la profesión
de barman, que también tenemos la de psicólogo. Debería tratar de evitar que
llegase a emborracharse sobremanera, ya no por el riesgo de acabar en una
pelea, sino por su salud.
-Tal y como has dicho,
vas a estar un buen rato por aquí, ¿te gustaría contarme a qué se debe que quieras
que la noche transcurra velozmente?
-No pierdo nada por
contártelo, extraño. Verás, esta misma noche se supone que me reuniría con un
amigo, como todos los domingos. Sin embargo, hoy no ha aparecido. Quizás suene
tonto, una promesa semanal a veces puede romperse, está bien, pero lo mismo
ocurrió la semana pasada, y por ello esperé a este día para ver si fue un
despiste, un descuido o simple indiferencia hacia mí.
-Es precipitado creer
eso. ¿No le has preguntado por qué no vino a verte?
-No tengo ninguna
forma de contactar con él que no sean esas reuniones que te comento, por eso creo
que, aprovechándose de eso, y cansado de repetir esa monotonía, ha optado por
no volver a verme nunca más.
-Bueno, en caso de que
eso fuera verdad, a lo mejor es que le parece aburrido los planes que tenéis y
no sabía cómo decírtelo, así que ha optado por refugiarse en el silencio.
-Quizás tengas razón…
Es cierto que todos los domingos hacemos lo mismo. Nos sentamos en la hierba y
charlamos, así hasta que anochece. Entonces nos despedimos, él se va y yo me
quedo allí.
-No te lo tomes a mal,
pero dicho así suena algo aburrido. Aunque claro, en siete días pueden pasar
muchas cosas y siempre os podéis contar todo lo que habéis hecho. Hay mil
formas de amenizar una conversación.
-Es cierto, pero no
hay nada que pueda hacer al respecto, sólo se me da bien hablar.
-¿No se te ha ocurrido
el ir al cine con él, o ir de compras o algo por el estilo?
-Es que no me gusta
moverme mucho, me siento tranquilo cuando me acomodo en la hierba y disfruto del
sonido del viento.
-Está bien. Como ya te
he dicho, hay ciertas maneras de no caer en la monotonía de las charlas
insustanciales. Hagamos un trato: en vez de gastar las horas bebiendo sin
cesar, usa ese tiempo para que te enseñe un par de trucos. He pasado muchos
años tras esta barra y uno ya conoce las mejores tácticas en lo que se refiere
a los diálogos.
Las horas transcurrieron más rápidas que habiéndose amargado
entre torbellinos de vodka y licor. Conseguí cambiar sus ojos entrecerrados de
melancolía por una mirada abierta a la curiosidad. Tengo que admitirlo, yo
también disfruté; aquel hombre, Alberto, era más sabio de lo que creía, su
visión del mundo, tan digna de Schopenhauer, era asombrosa, pues le daba
ligeras pinceladas de un optimismo catastrófico.
Y finalmente, casi sin percatarnos, las campanas del cuco
resonaron. Eran las cuatro de la madrugada. Iba a despedirme de Alberto para ir
preparando todo para cerrar cuando de repente su sonrisa cambió y su rostro
tomó un aspecto más serio.
-Andrés, me gustaría
pedirte un pequeño favor, pero antes de hacerlo tengo que ser completamente
sincero.
-¿A qué te refieres
con eso? Adelante, no te cortes, no voy a asustarme por nada.
-Tal vez por esto sí…
Su voz temblaba, desde luego aquello que fuera a confesar
iba a impactarme sí o sí… o a lo mejor era la mayor tontería que jamás había
escuchado. Fuera lo que fuera la intriga me mataba.
-…Yo no estoy vivo.
Soy un fantasma.
Al principio se me escapó la risa, pero lo demostró en
seguida cuando cogió uno de los sacacorchos de la barra y se lo clavó en la
palma de la mano. La punta le había atravesado como si fuera un holograma, sin
sangre ni herida alguna. Confieso que justo en ese momento quise gritar, no obstante,
recapacité de inmediato. Había pasado una hora y media en la que sólo estábamos
él y yo en La Cueva del Filósofo. Si de
verdad tuviera alguna intención dañina hacia mi persona, ya me habría matado.
-Vaya… no sé qué
decir.
-No pasa nada, es normal.
Cuando estaba vivo yo tampoco hubiera sabido reaccionar bien ante la presencia
de un espectro.
-Al fin y al cabo, eres
un humano en otro plano distinto, no eres un monstruo endemoniado ni nada por
el estilo… ¿o sí? –pregunté de forma satírica–.
-¡Oh, no, no! –respondió
entre risas–.
-Y, bueno, entonces,
¿cuál es el favor que quieres pedirme? Al menos ahora sé que no será dinero.
-Sé que nos acabamos
de conocer, pero… ya que probablemente mi amigo no vuelva a verme otra vez, ¿a
ti te importaría venir a visitarme al cementerio algún que otro domingo? Es que
a veces me siento tan solo…
-¿Era eso? ¡Ningún
problema, colega! Y yo que pensaba que me pedirías algo como resucitar tu
cuerpo o buscar una reliquia perdida. Eso no es un favor, ¡eso para mí va a ser
un placer!
-¿No lo consideras una
molestia?
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-¿De verdad? ¿Hablas
en serio?
Puse mis manos sobre las suyas y le miré fijamente. Sus ojos
estaban vidriosos. Sonreí y asentí.
-Te lo prometo.
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