-Paso… prefiero irme a
mi habitación a echar una partida al Darksiders… Que os cundan las imágenes de
la caja tonta.
Siempre, cada tarde sin excepción, mis padres insistían en
que me quedase con ellos a ver la televisión. Sin embargo, yo tenía planes
mejores. Eran demasiado insípidas e insustanciales las programaciones que se
retransmitían a través del televisor. Sinceramente, sentía algo de compasión
por la audiencia habitual, ¿con esos productos carentes de color y magia se
conformaban? Dame sangre. Aquí tienes. Dame comedia. Hela ahí. Dame paranoia y
hazme desligarme de mi yo intrínseco. Sin problema, hemos creado la prensa rosa
y sensacionalista. Era patético…
Si sus fronteras eran tan mediocres, las mías ni por asomo
compartían esa similitud adjetival. Yo prefería satisfacer mis instintos de
humanoide consumista con los productos que a mí me parecieran correctos y no
los que señores congestionados de billetes considerasen que eran los más
apropiados. Ya que me obligan a infectarme de este proceso de compra sinfín, al
menos exijo el derecho a elegir en esta libertad sintética.
Así era mi monotonía explicada brevemente. Me refiero a este
debate carente de sentido y con el mismo rigor filosófico que una alcachofa
untada en mantequilla. No lo entendía, estoy en esta etapa estudiantil en la
que se supone que padres y madres inician conflictos porque te ven hacer siempre la vaga y nunca estudiar. Pero en mi familia era al contrario, y, por lo visto, en
la de algunos de mis amigos igual. Las broncas diarias se debían a mi negativa
de sentarme con ellos al sofá a engordar mis arterias de colesterol televisivo
y llenarme la cabeza de escoria seleccionada por los mejores recolectores de
demagogia y destripadores de tautologías transmutadas en máximas.
Desvariaba, como de costumbre. Aunque eso se me pasaba en
cuanto encendía mi Play Station. ¿Irónico despreciar los canales de televisión
y ser una adicta de los videojuegos? Bueno, eres libre de pensar eso, yo al
menos mantenía activo mi cerebro y mis reflejos mientras interactuaba con la
información que la pantalla me emitía, y no sólo asentía con la cabeza a la par
que hebras de saliva descendían por mi barbilla.
No obstante, por mucho que haya estado afirmando que me
hallaba en una hostil monotonía, ese día en el que inicié una nueva partida con
Guerra en Darksiders, mi estilo de vida cambió radicalmente. Y todo comenzó con
unos pequeños golpes a la puerta de mi habitación.
O era mi padre o era mi madre. Preguntaba qué querían sin
darles permiso para entrar, pero sólo respondían con una repetición de esos golpes
que eran la magnificencia del incordio. Cansada, no me quedaba otra que pausar
el juego y abrir la puerta para que dejaran de molestar. A ver qué se traían
entre manos… ¿Un “inesperado” giro de la trama, una promoción novedosa de un
producto que patrocinaba la serie, un nuevo personaje con un original e
innovador carácter?
Mis opciones eran erróneas. Nada más abrir la puerta, casi
sin poder esquivarla, una pútrida garra trató de arrancarme el brazo. En cuanto
me recuperé de la conmoción miré su cara. Era… mi padre, o al menos una versión
podrida de él.
Estaba preparada para esto. Juegos como Resident Evil, The
Last of Us o Left 4 Dead habían hecho que me mentalizara: ese ya no era mi
padre y probablemente mi madre habría sufrido también esa conversión.
Me mordí los labios y activé mis instintos de supervivencia.
Cogí el flexo de mi mesilla de noche y aporreé su cabeza repetidas veces hasta
dejar tan sólo una masa gelatinosa irreconocible. Ya no se movería.
El enfrentamiento fue gratificantemente sencillo, eran esa
clase de no-muertos de proceso lento si mantienes la distancia, pero rabiosos si
los tienes a tu lado. Fáciles de combatir con armas cuerpo a cuerpo si van
separados.
Después de analizar el cadáver, me dirigí al salón y allí
pude observar a mi madre convulsionando. Aún estaba en proceso de
transformación. ¿Cuál sería el agente conversor? Me fije en su entorno próximo…
Genial, esto era digno de un artículo periodístico. Había en
la pantalla de la televisión un raro anuncio en blanco y negro con una ruleta
negra que giraba sin parar mientras una serie de mensajes subliminales, los
cuales evité leer, se sucedían en rápidos destellos.
Tenía que admitirlo, era extraordinario. Los de la TV se
habían superado con ese anuncio. Apagué el endemoniado electrodoméstico y, una
vez partí en dos la cabeza de mi madre, me asomé a la ventana. Ese era uno de
esos momentos en los que maldices haber nacido en la era de la telecomunicación…
Hordas de muertos vivientes se arrastraban por las calles. Gritos de los
supervivientes reverberaban por los edificios.
Vaya… Encima que optamos por no
ver la televisión, nos recompensan con un entorno drásticamente diferente,
cubierto por la viral mano de algún desequilibrado mental. En fin… algo tenía
que admitir si lo examinaba desde un “especial” punto de vista.

Un videojuego de muertos vivientes había tomado la vida cotidiana. Pintaba
bien.
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