
Pero lo peor de todo era la infinita publicidad que aparecía por doquier. A su lado, los religiosos que llaman inesperadamente a tu puerta resultaban ser caricias angelicales para tu tranquilidad.
Mi atrofiada mano, que reposaba sobre un sucio ratón, se
movía más para dirigir el cursor al botón de cierre de las ventanas de
publicidad que para deslizar la flecha hacia páginas y enlaces de interés.
Sin embargo, ya se sabe que una de las reglas de marketing
aboga por la repetición de la publicidad más que por la calidad del contenido.
Esta regla me afectó cuando, después de cerrar casi cien veces una ventana, me
percaté de que siempre hacía referencia a un mismo objeto.
Era una especie de figura de una cómica caricatura de una
caja que tenía la tapa un poco levantada y por ella asomaban unos colmillos. Me
resultó bastante graciosa, ese estilo de cosas siempre me ha ido. Consulté el
precio. Bastante asequible para ser una figura de treinta centímetros. Con el
IVA y los gastos de envío incluidos, todo quedaba por tan sólo 9,42 euros.
Me interesaba, no podía mentir, pero en parte también compré
la figura con la intención de que el número de ventanas publicitarias
descendiera un poco, al menos para tener un minuto seguido sin interrupciones
desesperantes.
Transcurrió un mes y desistí de la espera. Menos mal que
marqué la opción de cobro a contrareembolso. Supe que no debía fiarme de esas
traicioneras páginas.
En cambio, como si Hermes hubiera escuchado mis pensamientos,
el mismo día que andaba maldiciendo mi actitud confiada, llamaron a la puerta.
Pregunté quién era. Al otro lado se encontraba el cartero, traía un paquete
para mí de un tamaño considerable. No cabía duda, o era un explosivo o la
figura.
Abrí y le di el dinero. Fui hacia mi habitación y arranqué
descuidadamente el papel que la envolvía. Ahí estaba, mejor de lo que esperaba,
con un acabado perfecto y de textura suave. Sus colmillos eran pálidamente
verdosos. Si era lo que creía, sería fantástico. Y así fue. Pintura
fosforescente. No veía el momento en el que se hiciera de noche y sus dientes
relucieran en mitad de la oscuridad, sobre mi escritorio, expectantes, anhelando
alcanzar una presa incauta. ¡Había sido una buena adquisición, después de todo!
Aunque más tarde me equivoqué… A partir de ese día, en
posesión de aquella caja siniestra, mi suerte cambió bruscamente para mal. A
pesar de mi rechazo a lo esotérico, no podía evitar creer que había una
relación entre estos dos sucesos. Una cosa es tener una mala racha, y otra muy
distinta era lo que me ocurría, que incluso en las actividades donde la
posibilidad de errar es ínfima, casi de un 0,01%, yo metía la pata de una forma
inaudita…
No obstante, el ser humano tiene la grandiosa habilidad de
acostumbrarse incluso a los climas más desfavorecedores. Sí… tuve que
hacerme a que mi vida ahora estuviera dominada por un pesimismo real donde
hasta Murphy era una marioneta.
¿Deshacerme de la figura? Lo intenté. Y con ello quedó
corroborada mi teoría de la relación objeto/suerte, pero esos días de descanso
eran efímeros. No importaba lo que hiciera con ella, aunque fuera romperla en
mil pedazos y desperdigar los fragmentos a lo largo de los contenedores de mi
ciudad. Todo era en vano, la figuraba regresaba, sin saber cómo, al lugar de
siempre, posicionada en el sitio exacto de la superficie de mi escritorio.
El tiempo lo empeoró. Ya no se conformaba con pequeñas dosis
de mala suerte como suspender un examen o tropezarse por la calle. No, cada vez
iba a más. Pillé incontables enfermedades y sufrí infinitos accidentes. La decrépita
semilla del infortunio había eclosionado y entrelazaba sus espinas alrededor de
mi salud… Pronto “eso” ocurriría.

Pese a mi relativa salvación, tengo entendido que aún
circula por manos de desdichados la susodicha figura maldita. Yo me podré haber
librado, pero no peco de egocentrismo. Por favor, si te la encuentras o alguien
insiste en regalártela, corre, corre lo más rápido que puedas e ignora todo lo
que veas u oigas…
No te conviene correr mi misma suerte.
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